CAPÍTULO 19

La noche era tan oscura que nos aventuramos a ir por la carretera principal de Filadelfia. El más próximo de los «amigos del rey» mencionados en la lista vivía cerca de Hilltown, a unas diecisiete millas de distancia. Caminamos llenos de esperanza, a pesar de la creciente inclemencia del tiempo. Antes de haber recorrido una milla estábamos empapados hasta los huesos, y lo que hacía aún más penosa nuestra caminata era que, como consecuencia de la lluvia torrencial, la carretera se había convertido en un lodazal. Broadribb empezó a renegar de las penurias que pasaba, diciendo que sus botas estaban muy desgastadas y que las piedras le lastimaban los pies. En efecto, las botas de todos nosotros estaban en pésimas condiciones; apenas si podíamos mantenerlas sujetas a los pies. Mis dos suelas se habían desprendido por delante y para impedir que dificultaran mi marcha las había sujetado con algunas vueltas de alambre.

Exhortamos a Broadribb a no desalentarse, presentándole la situación bajo su mejor aspecto. Le aseguramos que la lluvia era de todos modos preferible a la nieve, pues presagiaba buen tiempo primaveral. Además, acabábamos de comer bien y nos dirigíamos a la casa de un amigo recomendado. Juramos que nos enorgullecíamos de su compañía y que le elogiaríamos con entusiasmo a nuestra llegada a Nueva York. Sin embargo se detuvo en el camino, como un borrego recalcitrante y, dando un profundo suspiro, exclamó:

—No, camaradas, no; no puedo acompañarles más. Ya saben que soy un desertor, un borrachín y un pobre desgraciado, y ustedes me desprecian, en el fondo de su corazón. Vamos, no pueden negar lo que realmente piensan de mí.

El soldado Tyce puso un brazo alrededor del infeliz, al tiempo que le decía: Billy Broadribb, te complaces en rebajarte ante ti mismo. En otro tiempo eras un magnífico soldado, y lo serás otra vez cuando hayas sacudido tu desesperación. A ver, sargento Probert, ¿no estaba usted presente a bordo del Isis hace tres años y medio, cuando entramos en combate con el César de setenta y cuatro cañones? ¿Y no recuerda que el capitán Raynor, nuestro comandante, distinguió a Billy Broadribb entre toda nuestra compañía de fusileros llamándole un «soldado de notable entereza»?

Probert no recordaba claramente tal ocasión, pero asintió al instante:

—Ah, sí, sin duda, que me cuelguen si éstas no fueron las palabras del capitán.

Este aliento ayudó al desgraciado a seguir una o dos millas, pero luego volvió a detenerse y declaró entre suspiros:

—No, no; he estado pensando que tal vez todas mis penurias serán en vano. Cuando llegue a Nueva York me será negado el indulto y me condenarán. En mi presente estado de debilidad nada más que dos azotes significarían la muerte.

Faltaba todavía más o menos una hora para el alba, pero la lluvia cesó y a la luz gris de la madrugada vimos una pequeña cabaña en el borde del camino y una casa de construcción sólida un poco más allá. Propuse que fuéramos a buscar resguardo en ella, y Tyce dijo muy noblemente:

—Sí, Billy Broadribb, veo ahora que tus botas están realmente en pésimas condiciones. ¿Qué te parece si hacemos un cambio?, pues siendo tú nuestro guía es justo que calces las mejores botas.

Pero resultó que aparte de mí, sólo Smutchy Steel gastaba un calzado de la medida requerida, así que Smutchy sacrificó sus botas a la causa común. Yo hubiera cedido las mías, pero estaban en peor estado aún que las de Broadribb.

Empujamos la ruinosa puerta de la cabaña, siendo, con gran disgusto nuestro, saludados por los chillidos y gruñidos de los cerdos que se hallaban dentro. Nos fuimos en seguida para que su alboroto no alarmara a los ocupantes de la casa; y Broadribb, que comprendía ahora hasta qué punto dependíamos de él, dio con un nuevo motivo de queja, el que la ropa de color que había recibido del escocés era mucho más ligera y estaba más raída que la de ninguno de los demás. Para impedir que profiriera una exclamación mientras pasábamos por delante de la casa, nos declaramos dispuestos a darle al instante las mejores ropas que teníamos a cambio de las suyas. Finalmente divisamos un gran cobertizo. No habíamos podido descansar la mañana anterior y decidimos resguardamos allí, pero una vez más quedó truncada nuestra esperanza, pues cuando nos acercamos vimos que alguien estaba dentro con un farol encendido. Llegaba del cobertizo el balido de algunas ovejas, y supusimos que se trataba de uno de esos pastores escrupulosos que velaban a sus ovejas en la época de parir.

Entonces, Broadribb empezó a gimotear y a sollozar, y juró que no daría un solo paso más sin antes descansar y dormir. Detrás del cobertizo había un gran estercolero y, como último recurso, con tal de complacerlo, convinimos en acostarnos en él, cubriéndonos con la paja desparramada por allí. Permanecimos allí por espacio de media hora, pero no pudimos aguantar más el intenso frío y los dolores punzantes que nos causaba la humedad del estiércol.

De pronto, Smutchy Steel se levantó de un salto mascullando un juramento:

—¡Vamos, maldito Broadribb! ¡Ya estamos hartos de someternos a tus achaques y caprichos, canalla! ¡Ni que fueses una mujer encinta, en vez de un fusilero! Por medio chelín en vieja moneda continental te retorcería el pescuezo, mamarracho. Arriba, porquería de hombre, y sigue adelante o si no, te juro que te meteré una bala en el cuerpo y te enterraré en este magnífico estercolero.

Este duro lenguaje tuvo el efecto deseado. Broadribb se levantó presuroso y se declaró dispuesto a continuar la marcha. La casa que nos habían recomendado no quedaría lejos, y ya estaba clareando. Tras recorrer media milla llegamos al lugar. Se trataba de una taberna; cuando nos acercamos oímos relinchos que salían de la cuadra. Me adelanté para explorar el terreno, pero cuál no sería mi disgusto al encontrar seis caballos de batalla atados en la cuadra, con monturas que indicaban bien a las claras que la casa estaba llena de oficiales americanos.

Puse buena cara al mal tiempo y, volviendo al grupo de mis camaradas, dije:

—Parece que toda la familia del general Washington está acostada en nuestras camas. Sigan media milla por el camino, mientras yo consigo un poco de licor para todos nosotros. Si no vuelvo dentro de cinco minutos continúen la marcha al mando del sargento Steel, pues estaré perdido.

Se marcharon y yo volví a la taberna.

Cuando me acerqué a la casa oí a dos hombres que conversaban detrás de una ventana con los postigos cerrados. Uno hablaba con voz gruesa y lentamente, y otro con el acento vivo propio de Nueva York. Me detuve a escuchar, y hasta donde llega mi recuerdo, éste fue el diálogo:

—Capitán Cuyler, es usted un condenado hijo de perra, pero no obstante le juro que le amo.

—Vamos, querido mayor McCorde; debería reprocharle tales palabras. Pero le perdono de todo corazón, pues es evidente que está usted borracho como una cuba.

—¿Qué dice, canalla? ¡No quiero su maldito perdón holandés! ¿Yo, borracho? ¡El borracho es usted! Yo estoy completamente sereno. Pero usted es un beodo, un bellaco y un estúpido.

—¡Está usted mintiendo y ofendiéndome, mayor McCorde! ¡Y, por todos los diablos, voy a replicarle a usted con todo el alfabeto si no se calla, borrachín! ¡Como que me llamo Cuyler, es usted un sinvergüenza, un caradura y un cochino!

—¡Acepto su reto, qué demonio! Es usted una basura despreciable y un desgraciado…, sin embargo, le juro que le amo.

—¿Yo un desgraciado? ¡Está usted completamente ebrio! —¡Y usted borracho!

—¡Charlatán!

—¡Lengua larga!

—¡Borrachín!

—¡Canalla!

—¡Loco deslenguado!

—Está usted hecho una cuba de vino, amigo.

—¡Mamarracho! ¡Majadero! ¡Mayor de los mil demonios!

—¡Lengua de víbora!

—¡Infeliz!

—¡Cretino!

—¡Ruin, canalla, repugnante, roñoso!

¡Tonto!

—¡Engreído!

—¡Vulgar fanfarrón!

—¡Sapo lleno de whisky! ¡Le he vencido, mayor! ¡Le he vencido desde la «a» hasta la «z»! Pero como no soy vanidoso, aquí tiene mi mano.

—Y yo se la beso, pícaro capitán… Pero ahora echemos un traguito de cualquier cosa, ya sea ron, aguardiente, whisky, o un veneno del diablo… Así sellaremos nuestra amistad eterna, ¡y brindaremos por la condenación del Congreso!

Se hizo entonces un silencio; yo me retiré de la ventana y empujé la puerta lateral. Divisando a un hombre que resultó ser el tabernero, le dije:

—Un hombre que vive cerca de Hilltown me recomendó su whisky. ¿Me hace el favor de llenarme esta botella?

La llenó sin decir palabra, rechazó el dinero que le di, me palmeó el hombro, envolvió un pedazo de carne asada en un diario, lo puso en mi mano, y con una expresiva orden de guardar silencio, apretándose los labios con los dedos, me empujó suavemente fuera de la casa.

Con la carne y el whisky conseguimos que Billy Broadribb avanzara unas cuantas millas más. Se apartó con nosotros de la carretera y nos condujo por el camino que llevaba a Valley Forge, donde los hombres del general Washington habían pasado hambre y frío aquel invierno en que Smutchy y yo sufrimos idénticas calamidades en Prospect Hill. Cerca de la encrucijada había un indicador que nos guió hasta la vivienda de un zapatero, y allí hicimos repasar nuestras botas por un artesano alemán y su aprendiz, sentándonos entretanto junto al fuego, en un rincón. Creo que eran desertores de la División de Hesse, y mostraban más ansiedad por complacemos que curiosidad por nuestra historia o intenciones. Por diez chelines quedamos todos provistos de un calzado bastante aceptable, con excepción de Billy Broadribb al que, por otros cinco chelines, compramos un par de botas nuevas. Luego volvimos al bosque y cambiamos nuestra ropa buena por la suya mala, según le habíamos prometido. Tras otro largo trago de whisky pareció decidido a seguir con nosotros hasta Nueva York. Esa noche no nos equivocamos, y fuimos hospedados noblemente en una mansión a orillas del río Schuykill por una dama que era parienta cercana del general Lee. Nos preparó jergones de paja en el desván de su casa y, habiendo comido una suculenta cena que nos fue servida por un negro, dormimos como troncos por espacio de casi veinte horas.

El esposo de la dama, un caballero nervioso y locuaz que vestía muy bien, subió para conversar con nosotros en cuanto supo que nos habíamos despertado, y peroró largamente sobre su firme lealtad a la causa del rey. Sin embargo, todas sus observaciones terminaban con la afirmación de que Filadelfia se había convertido en una ciudad terriblemente aburrida desde que la abandonaron los británicos. Dijo que los bailes populares que habían sucedido a las reuniones elegantes de aquellos tiempos de oro eran una verdadera burla; que las damas más distinguidas tenían ahora que pasarse el día cosiendo camisas para la chusma de Washington, y que los odiosos franceses se pavoneaban por los magníficos paseos de ladrillos de la ciudad como si fuesen conquistadores. «Se han acabado los buenos tiempos», fue la síntesis de su discurso. Le dejamos despacharse a su gusto, escuchándole atentamente, si bien nos parecía que en tiempos así una restricción de sus frívolas diversiones no justificaba tantas lamentaciones. Al fin y al cabo tenía una buena y bella esposa, una magnífica casa, una servidumbre atenta, ambos bolsillos del pantalón llenos de dinero que hacía sonar ininterrumpidamente mientras hablaba y, como él mismo se jactaba, una «constitución de hierro, a Dios gracias».

La noche del 8 de marzo, después de haber hecho los honores a una cena exquisita a base de pavo y fiambres, este pobre y desamparado amante de los placeres vino a informarnos que su canoa estaría a nuestra disposición a medianoche y que sus sirvientes nos llevarían a la otra orilla. También nos indicó el nombre y el lugar de residencia de un amigo, un joven cuáquero, que vivía a unas millas de Germantown y seguramente nos acogería. Ese cuáquero, a cuya casa llegamos sin ningún contratiempo, nos alojó en un pajar encima del establo. Resultó que había conocido al mayor André cuando aquel amable y desgraciado caballero se hallaba encarcelado en Lancaster, en 1776, y que sus hijos habían recibido lecciones de dibujo de él. Era tan estricto en sus creencias como mi antiguo amigo Josías, y corroboró el buen concepto que me había formado de esa secta. Nos dijo, entre otras cosas, que hacía uno o dos años que los Amigos de Filadelfia habían decretado expulsar de su sociedad a todo miembro que cancelase una deuda en la depreciada moneda continental, a pesar de que por entonces era traición dudar de la bondad de la moneda y ellos mismos tenían que aceptarla de sus propios deudores a su valor nominal. También habían resuelto no participar en ninguna actividad de piratería o de contrabando, y nuestro huésped señaló sin jactancia que esa disposición le había obligado a devolver al dueño inglés su parte de un botín capturado por un barco mercante en el que estaba interesado. Se lamentó, empero, de que un número de sus hermanos hubieran intervenido activamente en la guerra olvidando sus principios; y él con frecuencia había sido abordado con preguntas tales como: «¿quieres empuñar un fusil?», y «¿vendrás mañana al desfile?». Y agregó:

—Nuestro pobre hermano vacilante, Nathaniel Green —la insinuación se refería a la cojera del general— pertenece a esa cohorte de renegados.

Abandonamos su casa a medianoche, y al rayar el alba llegamos a un arroyo cuyo nombre no recuerdo, entre Germantown y Bristol. Llevaba mucha agua a causa de las recientes lluvias. Decidimos cruzarlo en un lugar donde era muy ancho, pero tenía sólo cuatro pies, aproximadamente, de profundidad. En el medio del cauce había una pequeña isla. Como no existía puente ni balsa, ni tampoco otro medio para cruzar, dije:

—Vamos, nos queda más remedio que vadearlo.

—Bien —dijo Smutchy—, ¡a quitarse toda la ropa y hacer un hatillo para llevarlo colgado del cuello! Vamos, Billy Broadribb, tienes los ojos todavía cargados de sueño. La zambullida en el agua fría te va a despabilar.

Broadribb se quitó lentamente una bota y un calcetín y probó el agua con los dedos del pie, retirándolos con un grito.

—¡Por amor de Dios! —se quejó—, ¿pretenden ustedes que yo pase por este helado líquido antes de haber desayunado? —Empezó a balbucir. Aquel caballero atildado y el honrado cuáquero le habían mimado tanto que no era capaz de tornar a sus anteriores penurias—. ¡Oh, sargento Lamb! —gritó—. Los sufrimientos me tienen casi destrozado. Estoy seguro de que moriré si me meto en este río. Y no puedo engañarme respecto a mi indulto…, el comandante en jefe no me lo concederá nunca, estoy seguro.

Le propusimos llevarle a cuestas a la otra orilla y darle la mitad del dinero que llevábamos encima, o sea un importe de casi dos guineas, y naturalmente reiteramos nuestras garantías de que intercederíamos en su favor; pero todo fue en vano. Broadribb volvió a calzarse el calcetín y la bota.

—Muy bien —gritó entonces Smutchy—, con el permiso del sargento Lamb voy a cumplir ahora mi amenaza. Voy a sacarte los malos modales y la cobardía a golpes y luego te mataré a tiros como a un perro.

—Le doy mi permiso, sargento Steel —dije, pues parecía no quedar ya otro medio de persuasión, ya que el cuáquero no nos había proporcionado bebida y nuestra botella estaba ya vacía.

Bill Broadribb se volvió bruscamente, presa de gran terror, y echó a correr a toda velocidad. Nos precipitamos tras él, pero íbamos todos descalzos, pues estábamos preparados para vadear el río, y no pudimos perseguirle mucho rato a causa de los zarzales y las piedras. Nos abandonó allí, llevándose sus botas nuevas, nuestras mejores ropas y el dinero que le habíamos adelantado. No volvimos a verlo, pero estuvimos de acuerdo en que era mejor habernos librado de él, pues su cobardía había deprimido nuestro ánimo.

Tiritábamos ya de frío, pero deseosos de no postergar más nuestra tentativa nos metimos en el agua. Esa media milla de río era indeciblemente fría. Cuando llegamos a la isla resultó que nuestros miembros estaban poco menos que entumecidos, y nos frotamos y golpeamos unos a otros para restablecer la circulación de la sangre, saltando y brincando como indios.

Robert Probert, cuya piel había tomado un color blanco azulado y cuyo cuerpo temblaba convulsivamente, exclamó con su acento galés:

—¡Maldición!; no puedo censurar al pobre Billy. Siento un frío terrible. No, realmente no puedo censurar al pobre Billy.

Sin embargo, fue el primero en vadear la segunda mitad del río y el primero en ganar la otra orilla. Smutchy se lastimó un pie durante el cruce, una lesión que descubrió sólo algún tiempo después de salir del agua, pues sus piernas se habían vuelto completamente insensibles. Tuvimos que ayudarle a caminar durante las siguientes dos millas de marcha, pues no podía pisar con el pie lastimado. Por fortuna la casa que nos había recomendado el cuáquero resultó ser muy hospitalaria. Permanecimos allí ocultos en el granero, y me facilitaron ungüento y vendas para curar el pie de Smutchy. Nuestras provisiones, aunque abundantes, consistían sólo en pan de maíz, miel y sidra. Pensilvania produce una cantidad notable de miel; casi todas las casas cuentan con siete u ocho colmenas. Dicen que las abejas eran completamente desconocidas en América antes de la llegada del hombre blanco, según lo prueba el hecho de que en la mayoría de los dialectos indios la abeja es designada con el nombre de «mosca del inglés».

Hasta entonces todo nos había salido muy bien. Estábamos cerca del gran río Delaware, a unas veinte millas aguas arriba de Filadelfia, y teníamos que hallar alguna manera de cruzarlo y pasar al estado de Nueva Jersey. Por desgracia, nuestra protectora, viuda de un exoficial británico, no podía darnos ayuda ni recomendaciones en este aspecto. Nos dijo que arriesgaba su vida si hacía nuevas averiguaciones para nosotros, pues ya sus vecinos sospechaban de ella. Debíamos obrar por nuestra propia iniciativa.

Partimos esa misma noche a las nueve, y, al pasar frente a una casa, observamos a una pobre viejecita que cortaba leña en un cobertizo.

—Pueden estar seguros —dijo Tyce en un susurro— de que esa mujer es viuda o su marido está ausente. Por aquí son los hombres los que cortan la leña, y lo hacen muy de mañana.

Como la experiencia me había enseñado que las viudas y otras mujeres solitarias son rara vez vengativas y gustan de hallarse en compañía, me aventuré a visitar a ésta en su casa. Le pregunté si podía indicarme dónde estaba el embarcadero más próximo. Me escrutó atentamente de pies a cabeza y, llegando al parecer a un resultado favorable en su examen, me contestó muy amablemente:

—Pase adentro con sus compañeros. Aquí se encontrarán a salvo. Veo por su modo de andar y de comportarse que es un soldado británico. Si quiere hacerse pasar por un americano, debe aflojar los músculos de la nuca y no sacar el pecho de esa manera; y al andar no debe pisar primero con el talón, como si quisiese herir el suelo, sino con toda la planta.

Postrado en cama en la planta alta yacía su marido, quien había estado al servicio del gobernador real de Georgia, y su único hijo se encontraba en Nueva York con los provinciales de Fanning, al servicio del rey. Nos agasajó muy gentilmente e insistimos en pagarle su tocino y su potaje cuando nos despedimos de ella, a la mañana siguiente. Luego nos encaminamos al embarcadero, a dos millas de distancia.

Apenas hubimos entrado en la casa, nos dimos cuenta de que nos habíamos metido en un avispero. Ocho barqueros acababan de llegar del río para refrescarse con sidra; venían de las cercanías de Trenton, cuarenta millas aguas arriba, y bajaban una balsa de troncos curados en dirección a Filadelfia, para los astilleros. Dos de ellos llevaban escopetas. Uno, que en nuestra presencia ya había tomado uno tras otro dos grandes vasos de sidra y ahora pedía el tercero, gritó:

—Esos cuatro espantajos no despegan los labios. ¿Por qué no hablan? ¿Por qué no nos dan su parecer? Que me cuelguen si no son del otro bando. ¿Qué dice usted, vecino Melchizedek?

—Vamos, vamos, barqueros —intervino el propietario—, no se busquen líos ni alboroten en mi casa. Estoy seguro de que son pobres alemanes honrados que no saben hablar inglés. Kommen Sie, mein Freund —agregó, volviéndose hacia mí—. Trinken Sie etwas?

Me pareció más conveniente parecer alegre e impávido, y adoptando el acento de Irlanda del Norte, cosa que hacía sin dificultad, pedí cuatro vasos de sidra y le dije que «los hombres de Londonderry nos mantenemos siempre juntos». Luego agregué fieramente:

—Bebamos, Phil, y vosotros, Corney y Sand, y también tú Robby, antes de que se pierda una gota de buena sidra. Si a esos brutos insolentes no les gusta nuestra compañía, que se queden solos.

Al oír eso se levantaron como un solo hombre y se retiraron a una habitación interior. El posadero corrió tras ellos, supongo que para disuadirles de toda violencia. Smutchy dijo:

—Tengo mi pistola, pero sólo servirá para un solo tiro.

—Vamos a vender cara nuestra vida —gritó Probert con todo el ardor del hombre de Gales.

—No creo que sea necesario comprar o vender nada —dijo el imperturbable Tyce—, si nos apoderamos de la barca y cruzamos el río. ¿Qué opina usted, sargento Lamb?

Tyce tenía razón. Les ordené ir delante hasta la barca, pues Smutchy se rezagaba a causa de su pie vendado, mientras yo llamaba al posadero y pagaba el gasto. Protesté airadamente ante este Melchizedek por la descortesía de los barqueros y juré que me vengaría de ellos en cuanto el resto de mi partida de diez hombres viniera por el camino. Estas palabras nos permitieron retirarnos en buen orden. Luego me precipité fuera de la casa y corrí al río, encontrando a mis camaradas ya en el bote y a Smutchy sentado detrás del atemorizado piloto negro, con la pistola colocada contra su nuca. Entré de un salto, soltamos amarras, Tyce cogió el otro par de remos y, antes de que se diera la señal de alarma, ya estábamos en el medio del río. Nos hallábamos sin duda al alcance de sus escopetas, pero Smutchy, al pasar una bala silbando junto a nosotros, les gritó:

—Si disparáis otra vez, mataremos a vuestro viejo negro. —Entonces desistieron.

En cuanto el bote llegó a la otra orilla, nos internamos rápidamente en el bosque y pronto nos encontramos a salvo de nuestros perseguidores, ya que les llevábamos una ventaja de más de una milla y media.

Sería tedioso seguir con el relato detallado de nuestra marcha; baste con decir que en ninguna de las regiones del continente americano que he recorrido como soldado, por las que he sido llevado en calidad de prisionero o que he cruzado para recuperar mi libertad, encontré gente más firmemente partidaria del gobierno británico que los habitantes de Nueva Jersey. Afirmo esto plenamente convencido de la veracidad de mis palabras, a pesar de las aseveraciones malévolas del historiador Belsham, de que en esta misma zona del país nuestra soldadesca disoluta, particularmente los alemanes, bajo la inspección y mando personal del general Howe, había causado tales estragos y ruina que «provocó el máximo encono y odio de la población». Un historiador debiera referir la verdad, nada más que la verdad, sin distinción de amigos o enemigos. Debe admitirse que los de Hesse propendían al saqueo al estilo europeo, así que sus oficiales tenían dificultades para poner freno a sus pequeños robos de aves de corral, forraje, etc., y que un regimiento tan magnífico como el Treinta y Tres, al carecer de leña con una temperatura invernal, había confiscado las cercas de los granjeros liberales. También admitiré que en todo ejército hay bribones cuyos delitos ocasionales desacreditan a sus compañeros. Pero si las fuerzas británicas en América hubiesen asesinado a sangre fría y premeditadamente al padre, a la madre y todos los familiares del señor Belsham delante de él mismo, no hubiera podido ser éste más rencoroso al imputar a oficiales británicos la dirección o instigación de atrocidades. Los oficiales que combatían en esas campañas eran caballeros o nobles pertenecientes a las familias más importantes del imperio; importantes por su riqueza y su honor; hombres a quienes nada sobre la tierra podía inducir a los actos de que se les acusaba y cuyo espíritu elevado se hubiera rebelado ante la sola insinuación del pequeño robo y el saqueo.

Pero volviendo al hilo de mi narración, durante las siguientes semanas esas buenas gentes de Nueva Jersey se jugaron su propia vida y sus bienes para velar por nuestra seguridad, y nos llevaron clandestinamente de casa en casa en etapas cortas. Esa región estaba llena de tropas y a medida que nos acercamos a Nueva York aumentó su número. Pasamos por Moonstown, Mountholly y Princeton; en este último lugar nos escondió por la noche uno de los profesores del Nassau College. Era un magnífico edificio de piedra desnuda, muy grande y de cuatro pisos, pero que a nosotros nos pareció una escuela primaria más que una universidad. Nos ocultamos en la biblioteca. Vi con sorpresa que los libros eran en su casi totalidad antiguas obras teológicas, algunas de ellas colocadas al revés en los estantes y todas dispuestas sin orden alguno. No había entre ellas, por lo que yo pude comprobar, ningún tratado científico, de historia o geografía. En un extremo de la biblioteca estaba el magnífico planetario del señor Rittenhouse, pero uno o dos años antes los americanos lo habían desarmado y retirado presurosamente de allí, ¡supongo que por temor de que nuestros oficiales desearan agregarlo a su botín! Desde entonces nadie lo había vuelto a poner en condiciones de funcionamiento. En el otro extremo de la estancia había dos pequeños armarios denominados «el museo». Contenían tan sólo un par de pequeños cocodrilos disecados y unos cuantos peces curiosos, todo ello en muy mal estado por haber sido el constante juguete de los estudiantes cada año en la fiesta anual de fin de curso. Durante las horas que pasamos allí no fuimos molestados por ningún joven estudiante, interesado en los sermones de Attenborough, South o el obispo Berkeley.

Cuando escribí estas líneas, un caballero americano que, merece cierto crédito, graduado en el Nassau College, me aseguró que lo exiguo de la biblioteca se debía al saqueo de los rudos soldados de Hesse que se alojaron allí, antes de la victoria del general Washington, a fines del año 1777. Agregó con indignación que utilizaron montones de los tomos más selectos para encender fuego en las estufas Franklin. Me lamenté con él de que esos estúpidos hubiesen rechazado todos los volúmenes muertos y secos como inadecuados para quemar, seleccionando sólo la madera más verde y menos combustible del árbol del saber.

La última etapa de nuestro viaje fue la marcha hasta el pueblo de Amboy, que estaba situado frente a Staten Island, separado de las avanzadas británicas sólo por un río. El 19 de marzo llegamos a dos jornadas de distancia del mismo. Íbamos acompañados por un guía que considerábamos digno de confianza. A las once de esa noche nos condujo a Elizabethtown y, deteniéndose en las afueras del pueblo, nos dijo que podríamos atravesarlo sin contratiempo pues los habitantes estaban acostados y no había americanos acantonados allí. Sin embargo, ese día habíamos leído en un diario de Filadelfia la siguiente noticia: «El 9 de marzo, William Broadribb, desertor británico, fue apresado por un oficial en Germantown. Fue llevado al día siguiente ante un tribunal de guerra de Filadelfia, bajo la acusación de conducir hacia Nueva York a cuatro hombres, presumiblemente soldados británicos, y, una vez probado el hecho, fue condenado sumariamente a morir en la horca. La sentencia será ejecutada en público, in terrorem similium, en el lugar habitual de las ejecuciones, mañana a las doce en punto, y siempre que no llueva.» Este aviso llenó de pánico el corazón de nuestro guía, quien nos dijo:

—Yo voy a dar un rodeo, para que no me vean en compañía de ustedes, y me pase lo que a ese Broadribb. Volveremos a reunirnos en el camino, en lo alto de la primera colina después del pueblo.

Los vecinos de Elizabethtown dormían profundamente y no hubo ningún problema. Pero nuestro guía no se presentó en el lugar convenido. Lo esperamos dos horas y luego abandonamos toda esperanza de volverlo a ver, comprendiendo que nos había dejado plantados. Soplaba un viento glacial del Norte que arrastraba consigo remolinos de abundante nieve, y no soportamos la idea de esperar más, con las ropas hechas jirones y las botas otra vez rotas a causa de nuestras últimas caminatas, pues el cuero estaba demasiado deteriorado para soportar las costuras hechas por los zapateros alemanes. Decidimos finalmente seguir adelante sin guía, aun cuando ignorábamos en qué dirección estaba Amboy. Amainó el temporal de nieve y divisamos la estrella polar, que brillaba con gran intensidad. Sabíamos que no podíamos errar mucho el camino si tomábamos rumbo al Norte, y nos pusimos en marcha briosamente, por un terreno accidentado y escabroso, unas veces por el camino y otras a través de bosques.

A las cuatro de la madrugada, Smutchy Steel se tambaleó y cayó de bruces sobre la áspera tierra, exclamando con voz débil:

—Gerry Lamb, me he esforzado en disimular los sufrimientos y apretar los dientes. Pero ya he excedido en mucho el límite de mis fuerzas. Siento un dolor de todos los diablos en el pie herido, que está muy inflamado, y no puedo dar un solo paso más.

Yo sabía que Smutchy no era un hombre débil ni pusilánime; si decía que no podía dar un solo paso más, era verdad. Así que dije a los otros dos:

—Bien, camaradas, sé que todos tenéis los pies doloridos, pero no debemos abandonar a nuestro amigo tan cerca de nuestra meta. Vamos, ponedlo sobre mi espalda. Podemos llevarle por turnos hasta el alba; luego descansaremos.

—No, Gerry —dijo él—, ¡déjame aquí! Vosotros mismos ya no podéis más. Es preferible que se muera uno a que se pierdan todos. Si sobrevivo, por la mañana trataré de arrastrarme hasta la casa más próxima, y si tengo suerte les seguiré dentro de un día o dos.

Intentamos llevarlo con nosotros, pero era un hombre de muchos kilos y no pudimos aguantar su peso. Comprendimos que después de todo tendríamos que abandonarlo, lo que era particularmente penoso para mí por haberlo acompañado en tantas penurias. De no haber sido por Tyce y el sargento Probert, que dependían de mi dirección, habría optado por permanecer al lado de Smutchy. Éste nos entregó su pistola, le estrechamos la mano y seguimos adelante.

Durante todo el día siguiente marchamos por los bosques nevados. Carecíamos totalmente de víveres y no probamos bocado hasta las dos de la madrugada siguiente, que era el 22 de marzo.

Nos detuvimos entonces frente a una casa que se levantaba solitaria al borde de un estrecho camino y, oyendo voces en la planta baja, llamamos a la puerta. Un viejo salió rápidamente a abrirnos y dijo:

—No sé quiénes son ustedes, pero si son gente buena, entren; y quédense fuera si no lo son. Mi mujer y yo somos viejos y estamos solos, pero seleccionamos nuestras compañías.

—Por favor, señor —contesté—, por su modo de hablar creo que es usted dublinés. Hace mucho que no oigo el verdadero acento dublinés a otros que no sean soldados. ¿Me permite preguntarle de qué parte de la ciudad es usted?

Esta pregunta audaz provocó una risotada cordial del viejo y el regocijo de su anciana mujer.

—Alabado sea Dios —exclamó él—, ¿quiere decir que treinta años de vida en este país de pronunciación fuerte no me han sacado el acento suave? Pero dígame, trasnochador, ¿a quién diablos se parece usted? He visto antes esos ojos y esa manera de abrirlos mucho al hablar. Bueno, no quiero pensar en ello; cuanto menos piense más fácilmente me acordaré. Pero sepa usted, muchacho, que yo vivía cerca de Bloody Bridge, y trabajé en la catedral de St. Patrick, para el viejo deán, un hombre muy querido.

—Usted se fue cuando estaban agregando la gran torre al campanario de la catedral, ¿no es cierto?

—Exacto —asintió él con un aire muy grave—; y me fui precisamente a causa de esa torre. Tuve la desgracia de dejar caer un martillo sobre el cráneo de un albañil borrachín y mentiroso que pasaba en ese momento, y nadie quiso creer que se trataba de un mero accidente. Tuve la buena suerte de casarme algunos días después con mi buena Molly, que acababa de enviudar, y como mis compañeros albañiles de la catedral me miraban con malos ojos, me vine a estas tierras. Dígame, ¿han levantado o restaurado en los últimos años muchas iglesias y otros edificios en Dublín? ¡Dígamelo pronto, que me muero de curiosidad!

Le pedí primero permiso para dejar entrar en la casa a mis camaradas, aunque no le dije todavía quiénes éramos. Él accedió y, tras saludarlos con un rápido movimiento de cabeza, empezó a acosarme con preguntas respecto a esas nuevas iglesias, su estilo, sus materiales, su decoración y capacidad. Su mujer lo regañó por su falta de hospitalidad hacia un paisano, y se puso presurosamente a mondar unas doce libras de magníficas patatas, pidiendo a su marido que avivara el fuego con el fuelle, que puso en su mano.

¡Es muy duro para un hombre perdido en tierra desolada y hostil y a punto de desmayarse de frío, de hambre y de falta de sueño, que le obliguen a perorar sobre la arquitectura eclesiástica de Dublín! Pero hice frente a la tarea, pues sabía cuánto dependía de ello. Éste era un viejo colérico al que convenía no contrariar. Le hablé, pues, de la elegante simetría de la torre de St. Werburgh —un magnífico octógono que descansaba sobre columnas y estaba rematado por una bola dorada—, de la renovación de la iglesia de Santa Catalina en la calle Thomas, y de la nueva iglesia de Santo Tomás, la última que fuera construida en la ciudad, como también de la bella fachada de piedra labrada que había sido agregada a la iglesia de San Juan en la calle Fishamble, en los tiempos en que yo me fui de la ciudad.

De las iglesias tuve que pasar a la nueva Bolsa, lo que fue como un cuento de hadas para mi anfitrión, y a la reconstrucción del puente de Arran (ahora, de la Reina), que había sido arrastrado por la riada cuando yo tenía once años, siendo poco después reconstruido en piedra labrada. Entonces él se dio, de pronto, un golpecito en la rodilla con la palma de la mano, al tiempo que exclamaba:

—¡Qué montón de buenas noticias! ¡Anda, Molly, mi vida, trae el whisky! Aquí hay dos irlandeses que quieren beber.

Las patatas hervían ya en la olla, listas para ser servidas, y a no ser por el recuerdo del pobre Smutchy Steel, que era otro dublinés, hubiera sido aquélla una noche muy alegre.

Nuestro compatriota nos informó, como de paso, de la ubicación de los puestos americanos a lo largo de las orillas del río, que corría a sólo dos millas de distancia. Pero no nos dio a conocer claramente su opinión política, ni tampoco su mujer. Ésta me besó muy afectuosamente cuando nos despedimos.

Seguimos viaje, eludiendo los puestos americanos, y al rayar el alba divisamos a lo lejos los bosques de Staten Island, separados de nosotros por un río ancho y profundo. Fuimos y vinimos por la orilla en busca de una canoa o un bote, pero no encontramos nada. Ya era de día y, alarmados, decidimos tras rápida deliberación regresar a la casa de mi paisano, revelar nuestra identidad y quedar bajo su protección.

El hombre salió corriendo de su casa a mi encuentro, chasqueando los dedos y exclamando:

—¡Ya caigo! ¡Ya caigo!

Traté de hablarle, pero él insistió en decir primero:

—Dígame, mi pobre amigo, ¿quién era aquel hombre apuesto de ojos azules como los suyos que tenía un negocio de artículos marinos cerca del puente de Arran?

Contesté riendo:

—Pues se llamaría Lamb, igual que su hijo, ¿no?

—¡Eso es, por todos los santos! En su tienda compré mi ropa de marinero cuando me embarqué rumbo a América. Abría sus ojos azules igual que usted. Bien, señor Lamb, estoy enteramente a su disposición. Ustedes son soldados británicos, ¿no? Déjenme que los guíe. Quiero al rey George como el que más.

Muy entrada la noche nos embarcamos en un pequeño bote a remo propiedad de dos amigos de nuestro dublinés, y nos alejamos de la orilla. Habíamos acordado pagarles por llevarnos al otro lado todo el dinero que nos quedaba. El río tiene allí más de tres millas, de ancho.

Los hombres no habían remado aún un cuarto de milla, cuando el viento, que hasta entonces nos había favorecido, cambió de dirección y empezó a soplar con fuerza. El bote hizo mucha agua y los remeros, alarmados, dieron la vuelta al timón y tomaron rumbo a la orilla de la que habíamos partido. Había una corbeta británica que de noche patrullaba continuamente esas aguas para interceptar corsarios americanos y otras embarcaciones, pero no la habíamos avistado todavía. Pedimos a los barqueros que volvieran otra vez hacia el centro del río y trataran de llegar hasta esa corbeta o, de fallar esto, nos llevaran a toda costa a la isla, pero dijeron que un bote no podía resistir semejante viento y que nos ahogaríamos todos si insistíamos. Entonces extraje la pistola de Smutchy de entre mis ropas y les ordené perentoriamente hacer lo que les decía.

Tras luchar por espacio de casi dos horas con el viento y el oleaje, medio muertos de frío y empapados, divisamos un barco de aparejo cuadrado a media milla de distancia. Los remeros declararon que era un corsario americano, pero como nuestro bote amenazaba irse a pique en pocos minutos, resolvimos dirigirnos hacia él. Tyce no sabía nadar y Probert era un nadador muy inexperto; dije, pues, que teníamos que correr el riesgo. Cuando nos acercamos nos gritaron desde a bordo, ordenándonos ponernos al costado. Con indescriptible regocijo vimos, a la luz de un farol, soldados británicos sobre la cubierta.

Nos izaron a bordo y en mi calidad de jefe fui conducido a la cabina para informar al capitán Skinner, comandante del barco, sobre nuestra identidad. Cuando estuve en su presencia, sólo pude abrir la boca, pero no articular una sola palabra durante un rato. Pero él, con gran humanidad, ordenó que me sirvieran un vaso de ron. La bebida no tardó en devolverme la facultad de hablar.

—¡Gracias a Dios —exclamé—, estamos de nuevo entre nuestra gente!