CAPÍTULO 11

¿Cómo iba la guerra para nuestras armas al finalizar el año 1780? La alianza con los franceses no representaba hasta entonces ninguna ayuda para los americanos, y los seis mil franceses de uniforme blanco que habían fracasado en su tentativa de romper el asedio a Charleston fueron desembarcados en Newport, Rhode Island, donde quedaron bloqueados por la flota británica del Atlántico. Una segunda división francesa que debía seguirles quedó encerrada en Brest por la flota británica del Canal de la Mancha. Las tropas del general Washington encontraban que el Congreso era un padrastro cruel en materia de paga y provisiones; andaban harapientas y famélicas, viviendo al día. Últimamente su situación se había agravado aún más, pues Samuel Adams y otros miembros del Congreso intrigaron contra el general Nathaniel Greene, obligándolo a dimitir de su cargo de intendente general. El general Greene escribió al general Washington que había «perdido toda confianza en la justicia y rectitud del Congreso. Las intenciones sinceras y el servicio leal de poco valen frente a hombres sin principios, honor ni modestia». Hacía un año que las tropas no recibían su paga, ni siquiera en moneda continental, y a aquellos cuyo tiempo de servicio había expirado se les negaba la licencia. El día de Año Nuevo estalló un grave motín en Morristown, Pensilvania; mil trescientos Ulstermen de Pensilvania marcharon hacia Filadelfia al mando de tres sargentos, resueltos a obligar al Congreso a pagarles su soldada. Antes de partir, sus oficiales los habían atacado a sablazos, resultando muerto uno de ellos, un capitán. Fueron apaciguados a mitad de camino con promesas de pago, y persuadidos a regresar al servicio. Otro motín, de hombres de Nueva Jersey, fue reprimido a tiros y el general Washington pidió seguidamente permiso al Congreso para aumentar hasta quinientos el número de azotes a ser aplicados como castigo por tal comportamiento.

Por otra parte, la guerra afectaba gravemente al espíritu y al bolsillo del pueblo británico. Hacia fines de agosto de 1780 llegaron noticias de extrema gravedad. Nuestras flotas mercantes que habían partido juntas rumbo a las Indias Orientales y Occidentales, respectivamente, habían sido escoltadas por la flota del Canal de la Mancha hasta el promontorio del noroeste de España. Allí, el almirante en jefe, obedeciendo órdenes estrictas del conde de Sandwich, del Almirantazgo, se volvió atrás, dejando la protección de tan valiosa presa a cargo de un solo buque de línea y dos o tres fragatas. El 9 de agosto el convoy fue interceptado por una poderosa flota francoespañola, y el comodoro de la escolta, ante la imposibilidad de hacer frente a un enemigo que le superaba tan ampliamente en fuerza, abandonó el convoy. Así se perdieron cuarenta y siete buques mercantes y transportes de la flota de las Indias Occidentales, con cargamentos por un valor estimado en seiscientas mil libras esterlinas, cinco grandes buques mercantes de las Indias Orientales cargados de oro acuñado y en barras y otros géneros preciosos por un valor de un millón de libras, así como dos mil marineros, ochocientos pasajeros, mil doscientos soldados, ochenta mil mosquetes y una cantidad inmensa de equipos navales destinados a Madrás para reequipar nuestra escuadra destacada en aquellas aguas, que había salido malparada en batalla con los franceses. Los más viejos no recordaban que la Bolsa Real de Londres hubiera presentado jamás un aspecto tan pesimista y melancólico como en la tarde de aquel martes en que el Almirantazgo publicó la noticia de esta doble pérdida. Los anales mercantiles de Inglaterra no registraban ningún caso en que se hubieran perdido tantos buques a la vez, ni se experimentaran pérdidas superiores a la cuarta parte de la suma que esa vez se perdió. En ese mismo mes sé recibió en Londres la noticia de que una flota de quince barcos, que sin escolta se dirigía a Quebec, había sido interceptada frente a los bancos de Terranova por una fragata americana y dos bergantines armados en corso. Sólo tres de nuestros buques escaparon. Fue éste un golpe grave para la guarnición y la población de Quebec. Cabe observar aquí que en el curso de esa guerra contra las escuadras combinadas de Francia, España, Holanda y los Estados Unidos, perdimos tres mil buques mercantes entre los que fueron apresados y hundidos, aparte de otros daños navales.

La culpa de esas calamidades no había que buscarla en nuestros marineros ni en sus capitanes. Como ya ha sido mencionado, el conde de Sandwich, apodado Jeremy Twitcher, nos había hecho perder el dominio de los mares. Había paralizado los astilleros, mentido a la Cámara de los Lores sobre el número de barcos de guerra mandados construir, vejado y traicionado a sus almirantes, y condenaba a las pocas fragatas que todavía navegaban dispersas a elegir, en sus encuentros con las magníficas escuadras de nuestros enemigos, entre luchar contra una superioridad abrumadora, o bien huir en un intento por ponerse a salvo. Con harta frecuencia elegían la primera alternativa, logrando a veces una victoria inesperada. ¡No es menester que mi humilde pluma señale los nombres de Howe, Rodney, Hyde Parker y Keppel! Pero no debo dejar de mencionar la hazaña de Sir George Collier en la bahía de Penobscot, pues esta acción gloriosa (que a causa de la actitud despechada de Lord Sandwich no fue celebrada con repique de campanas ni con ninguna otra forma de aclamación pública, sino que al contrario, Sir George fue reemplazado en el mando en aguas norteamericanas y de regreso no recibió otro cargo ni fue ascendido) fue un golpe directo asestado a los americanos en sus propias aguas.

Penobscot es un puerto en la costa del norte de Massachusetts, en una región que ahora se conoce con el nombre de estado de Maine. En el verano de 1779 se estableció allí una colonia de leales empobrecidos; y algunas compañías del Ochenta y Dos y Setenta y Cuatro dieron comienzo a la construcción de un fuerte. En cuanto los habitantes de Boston se enteraron de esta obra resolvieron desbaratarla. Veinticuatro transportes llevando a bordo tres mil soldados y diecinueve buques de guerra tripulados por dos mil marineros y armados con trescientos veinticuatro cañones —todo ello construido a un costo de casi dos millones de libras— partieron rumbo a Penobscot. Sin embargo, nuestra pequeña guarnición, parapetada tras ligeras fortificaciones, mantuvo a distancia a los de Boston por espacio de casi tres semanas. Entonces Sir George Collier fue en su ayuda con una escuadra que no contaba más que con doscientos cañones. Los americanos formaron una línea de batalla, pero cedieron al primer ataque y fueron rechazados aguas arriba del río Penobscot. He visto una copia de una carta escrita por el comandante militar americano, general Salomon Lovell, que decía: «Me es imposible describir aquella jornada terrible; ver cómo cuatro barcos británicos perseguían a diecinueve de nuestros buques armados, diecisiete de los cuales eran barcos poderosos; transportes en llamas, buques de guerra volados y la confusión más espantosa que uno pueda imaginarse.» Para ser breve, ninguno de todos estos barcos americanos escapó a la captura o la destrucción, y los bostonianos que se refugiaron en la costa se encontraron a cien millas de toda base y sin alimentos. Estalló entonces una acalorada disputa entre los marineros y los soldados; éstos acusaron a aquéllos de cobardía, los marineros respondieron al insulto y se llegó a empuñar las armas, cayendo setenta hombres en lucha fratricida. Centenares más perecieron de hambre o de agotamiento durante su marcha por tierras salvajes de vuelta a las partes colonizadas de la provincia.

Este desastre enfrió el ardor bélico de «los Santos» por el resto de la guerra, pero sin gran beneficio para nosotros. Las tropas británicas en América eran insuficientes para conquistarla, y nuestras islas no podían desprenderse de más fuerzas. Las dos naciones en lucha parecían dos pugilistas maltrechos, trabados en encarnizado forcejeo, apenas capaces de mantenerse en pie, ninguno de los dos capaz de asestar un golpe decisivo a la mandíbula del otro. El general Arnold creía saber cómo se podía obtener la victoria. «El dinero podrá más que las armas en América», escribió a Lord George Germaine. «Ofrezca usted a las tropas continentales todas las pagas atrasadas que se les deben, cuyo total se eleva a unas cuatrocientas mil libras esterlinas, media paga por siete años, doscientos acres de tierra para cada soldado raso y proporcionalmente más para cada oficial, junto con un premio de veinte guineas en metálico por su deserción, y así conseguirá a dos mil o tres mil de los mejores soldados en América para la causa del rey.» Creía que esa fuerza sería suficiente para tomar West Point y aislar a los estados del Norte del resto del continente, lo que obligaría al general Washington a luchar en nuestro propio terreno o a desmovilizar su ejército, pues sus fuentes de abastecimiento de carne estaban en el Este y las de pan y harina en el Oeste. Si tal operación parecía demasiado arriesgada, había otro plan, que consistía en dejar sólo una guarnición reducida en Nueva York y concentrar todo el ejército, para la conquista de Baltimore, en el extremo de la bahía de Chesapeak que divide el estado de Maryland; y, después de haber arrollado Maryland, Delaware y Virginia, estados contiguos, atacar Filadelfia desde el Sur. Había en aquella parte pocos obstáculos naturales, como montañas, pantanos, bosques y ríos. Sin embargo, no se tuvieron en cuenta las propuestas del general Arnold; y es probable que éste estuviera equivocado; al menos, respecto a la deserción de tantos soldados americanos. En efecto, cuando emisarios británicos abordaron a los Ulstermen amotinados de Morristown, ofreciéndoles una buena acogida en el campo monárquico, éstos los entregaron al verdugo.

Es de señalar, empero, que Joseph Galloway, el congresista de Pensilvania que se pasó a nuestras filas por estar disgustado con los Adams y con la alianza francesa, declaró que ni uno de cada cuatro soldados que integraban el ejército del general Washington era americano nativo, sino que la mitad eran irlandeses y la otra mitad británicos, mezclados con algunos desertores alemanes y algún que otro negro del Norte. Y por si se duda de la veracidad de su afirmación, ahí está, para corroborarla, la declaración del general Greene de que, hacia el final de la guerra, luchó contra nosotros en gran parte con soldados británicos. Los americanos siempre han sido reacios a la disciplina y a los compromisos a largo plazo —hasta tal punto aman la independencia—, y el ejército regular del general Washington estaba organizado al estilo europeo. Así que pocos americanos nativos estaban dispuestos a enrolarse en él, prefiriendo la vida fácil y carente de disciplina que ofrecía la milicia, donde la tropa mandaba a los oficiales, y no éstos a aquélla, y todos combatían a la manera de los indios, tendiendo emboscadas y evitando el ataque directo.

El comandante en jefe, Sir Henry Clinton, opinaba que no era conveniente iniciar operaciones militares ulteriores en gran escala, sino conservar las conquistas y «romper ventanas» hasta que la revolución se derrumbara por agotamiento. Tal vez su política era la más cuerda, si bien su éxito dependía de la superioridad británica en el mar, que por el criminal descuido de nuestra flota y astilleros por parte del conde de Sandwich habíamos perdido ahora en favor de los franceses, españoles y americanos. Pero Sir Henry Clinton no tuvo la última palabra, pues Lord George Germaine insistía todavía en dirigir la guerra a su manera desde su despacho de Downing Street.

En Carolina del Sur, la derrota del mayor Ferguson había alentado peligrosamente a la causa revolucionaria. Nuestra retaguardia y nuestros flancos estaban amenazados, nuestros abastecimientos cortados, y se atacaba a nuestros puestos avanzados.

El coronel Tarleton, al frente de sus Greens, devolvió golpe por golpe, pero era imposible aniquilar a las bandas de guerrilleros, que entonces invadieron toda la provincia. El general Washington designó al general Greene en sustitución del general Gates en Carolina del Norte, para resistir nuestra esperada invasión, y en diciembre llegó a Charlotte, donde reunió a dos mil hombres —insuficientes para atacarnos, pero bastantes para causarnos dificultades si eran organizados en destacamentos—. El conde de Cornwallis desarmó inmediatamente las tiendas y nos llevó a su encuentro aguas arriba por la margen derecha del río Catawba. Entonces el general Greene dividió sus fuerzas en dos columnas, una de las cuales, al mando del general Daniel Morgan, recibió orden de flanqueamos y hostigar nuestros puestos en Georgia. Esta columna estaba formada por los famosos rifleros de Virginia, además de algunas buenas tropas regulares, caballería e infantería, del ejército continental. Lord Cornwallis organizó una división similar, enviando al coronel Tarleton con una fuerte columna en persecución del general Morgan, quien le derrotó decisivamente en The Cowpens, a cincuenta millas al norte de Wynnsborough y a veinticinco del campamento adonde habíamos llegado remontando el curso del río.

En The Cowpens el coronel Tarleton perdió ochocientos hombres, incluyendo la totalidad de nuestra infantería ligera, dos cañones, las banderas del regimiento Siete y la confianza de todos los leales que quedaban en la provincia. Había agotado a sus hombres con marchas excesivas —una imprudencia característica de los comandantes de caballería—, aparte de que los rifleros del general Morgan eran las mejores tropas ligeras de todo el ejército americano. Como de costumbre concentraron su fuego sobre nuestros oficiales, eliminando a muchos de éstos no bien iniciada la lucha. El general Morgan tuvo mucha suerte, y la suficiente honradez para reconocerlo. En una fase avanzada de la batalla, el ala izquierda de su segunda línea decidió replegarse doscientos pasos para ajustarse a una maniobra del ala derecha. Esto aumentó la distancia de la carga que tuvieron que realizar nuestros hombres, ya agotados por el esfuerzo de hacer retroceder a la primera línea de milicianos; y cuando avanzaron en formación irregular, una descarga cerrada muy certera los detuvo y desconcertó. No pudieron resistir el contraataque. El coronel Tarleton escapó con la mayor parte de su caballería; pero la noticia de este desastre nos afectó profundamente, tanto más cuanto que las fuerzas del general Morgan habían sido más bien inferiores en número y casi no sufrieron bajas en la lucha.

Pero ni siquiera entonces Lord Cornwallis pudo decidirse a renunciar una vez más a su propósito de invadir Carolina del Norte. De Nueva York habían llegado valiosos refuerzos, entre ellos la Brigada de la Guardia de a Pie, que —hasta el desastre de The Cowpens— elevaron nuestros efectivos a un total de cuatro mil hombres. Sir Henry Clinton había destinado estos refuerzos para fines defensivos más que ofensivos, pero Lord Cornwallis, que había obtenido de Lord George Germaine el derecho de comunicarse directamente con él, y no en forma indirecta por conducto de Sir Henry Clinton, se creyó entonces en libertad de obrar como si su ejército fuese un comando independiente. Debiera haberle servido de escarmiento la suerte corrida por el general Burgoyne, quien en forma parecida se había embarcado en una invasión independiente aferrándose a la misma ilusión de coordinar los movimientos del ejército de Nueva York con los de sus propias fuerzas. En su desacato a las órdenes de Sir Henry Clinton, en el sentido de retener Carolina del Sur a toda costa, su señoría había llegado hasta a desmantelar las fortificaciones de Charleston, supongo que con el propósito de impedir que los leales las ocuparan y retuvieran en nuestra ausencia. Había concentrado, por entonces, armas, cañones y suministros suficientes para una campaña en regla y parecía una lástima no hacer uso de ellos. Por lo menos debía hacer todo lo posible por cortar la retirada del general Morgan e impedir su reunión con el general Greene.

Como habíamos perdido nuestras tropas ligeras, Lord Cornwallis resolvió que todo el ejército debía ir lo más liviano que fuese posible, para ganar rapidez de maniobra. Ordenó, pues, la destrucción de todo nuestro equipaje innecesario; sólo se conservaron carretas para el transporte de munición, sal y equipo sanitario, además de otras cuatro vacías para los enfermos y los heridos. Dio ejemplo a sus oficiales, cuyos baúles estaban abarrotados de sombreros, ropa y calzado superfluos, novelas, obras de teatro, vino, condimentos, artículos de tocador, objetos de plata y de cristal y ropa de cama, reduciendo el volumen y la cantidad de sus propios efectos personales. No hubo entre la oficialidad y la tropa una sola protesta por este sacrificio, aunque nos privaba de toda perspectiva de disfrutar de bebidas alcohólicas. Fue un espectáculo penoso la destrucción de tantos toneles de buen ron, y una gran novedad para un general británico, y conde por añadidura, no poder siquiera servir un vaso de vino a sus visitantes, y sentarse a una mesa tan huérfana de manjares refinados como la de cualquier soldado raso.

Lord Rawdon se quedó en Camden, que entretanto había sido fortificado poderosamente, al frente de una pequeña fuerza.

La primera dificultad con que tropezamos en nuestra marcha fue cruzar el curso superior del río Catawba, cuya orilla opuesta era defendida tenazmente por el enemigo. El grueso de nuestras fuerzas debía hacerlo en un lugar ya muy adentrado en el territorio de Carolina del Norte, en un vado particular llamado Mc Gowan’s, mientras otra columna lo hacía seis millas más abajo. El vado Mc Gowan’s, que tenía más o menos media milla de ancho, quedaba a corta distancia de los Montes Azules, entonces cubiertos de nieve. El cruce tuvo lugar el 1 de febrero de 1781, poco antes del alba, en una mañana gris y lluviosa.

No voy a aburrir a mis lectores con una detallada descripción geográfica de nuestra marcha de trescientas millas en persecución de las divisiones del general Greene, con las cuales logramos establecer contacto en la segunda semana de febrero. Tratábamos de cortar sus comunicaciones con Virginia, la siguiente provincia al norte, de donde recibía sus suministros. Baste con decir que avanzamos por Carolina del Norte a razón de casi veinte millas por día, término medio, pasando por Salisbury y las estribaciones arcillosas y cubiertas de pinares de los Montes Azules. Cada día nos acercábamos más a nuestro adversario, sin ser hostigados por su retaguardia. El aire era vigorizante y en los días de bonanza brillaba un sol radiante. Pero la mitad del tiempo llovía torrencialmente, con intervalos de nieve y granizo, y nuestros movimientos nos fatigaban mucho. El general Greene se retiraba hacia el río Dan, más allá del cual estaba Virginia y donde encontraría resguardo seguro. Lo habríamos alcanzado y obligado a presentar batalla, si Lord Cornwallis, no hubiese sido engañado por supuestos leales que le dijeron que los vados del curso inferior del río Dan eran impracticables, lo que no era cierto, persuadiéndolo a utilizar los del curso superior. El general Greene llegó a marchas forzadas a los vados inferiores y consiguió botes en número suficiente para llevar a la otra orilla hasta el último hombre de su retaguardia, el 15 de febrero, justamente cuando llegaba nuestra vanguardia. Pero gran parte de sus milicianos ya habían desertado y se dispersaron volviendo a sus casas. Sus tropas de línea se hallaban en condiciones pésimas; sólo disponían de una manta por cada tres hombres y de muy pocas botas, así que hubiéramos podido seguir su pista guiados por el reguero de sangre que los pobres muchachos dejaban tras de sí cual animales heridos. Al igual que nosotros, carecían de tiendas.

Como el general Greene se nos había escapado, regresamos lentamente a Hillsborough, ciudad que, no obstante ser la principal de la alta Carolina del Norte, no constaba ni siquiera de cien casas. Allí plantó Lord Cornwallis el estandarte real y emitió una proclama invitando a la provincia a retornar a la lealtad al rey. Fuimos recibidos a nuestra llegada con la noticia de que el general Benedict Arnold, que ahora luchaba en nuestro campo, había llevado una fuerza de leales americanos, remontando el río James, a la baja Virginia y «roto ventanas» con cierto éxito por espacio de tres semanas. Había capturado varios barcos cargados, volado una fundición de hierro en que se fabricaban cañones, e incendiado gran número de depósitos públicos y privados. Barría el país el humo oloroso de tabaco, pero no despedido por pipas, cigarrillos o cigarros, sino por depósitos en llamas de Richmond y Norfolk. El general Arnold regresó sin bajas a su base de Portsmouth, en la desembocadura del río.

No puedo omitir un hecho muy desagradable que tuvo lugar el 25 de febrero, no lejos de Hillsborough. Los leales que vivían al sur de nosotros habían surgido en gran número tras la proclama y se envió al coronal Tarleton para que ayudara en su organización; pero el coronel Harry Lee, de la caballería ligera americana, llegó antes que él y los trescientos leales, que encontraron la columna de Lee en un desfiladero, la tomaron por la del coronel Tarleton y se acercaron prorrumpiendo en aclamaciones. Fueron rodeados al instante y, a pesar de que suplicaron cuartel, los implacables americanos se negaron a ello y los masacraron a todos a sangre fría. De haber sucumbido así a las armas británicas veinte revolucionarios americanos ¡cómo habrían puesto el grito en el cielo los diarios de Ramsay, Belsham y los demás, vociferando acusaciones de asesinato, masacre, sed de sangre y perversidad! Durante toda la campaña ocurrieron ciertamente atrocidades entre los partidarios de uno y otro bando; incluso algunos de los Greens del coronel Tarleton incurrieron en los delitos de estupro, asesinato y ajusticiamientos en masa. Un destacamento de dragones que fue agregado a los Greens se disgustó tanto por ese proceder, que se negó a llevar el uniforme verde y se quedó con el suyo, de color escarlata.

Los habitantes de las regiones montañosas de Carolina, del Norte y del Sur, se diferenciaban grandemente de la población de las pantanosas regiones bajas, tanto en vigor como en complexión. Eran gente gallarda, fuerte y rubicunda, que en un grado notable aunaba la hospitalidad con la barbarie, y era, además, muy dada a la bebida. Apenas había hombre que no tuviera seis pies de estatura y fuese proporcionalmente ancho de espaldas; apenas había vivienda de dos piezas que careciera de alambique para la elaboración de caña. Las mujeres eran recias y bellas; no se emborrachaban, pero eran de moral poco rígida. Estaba de moda allí la práctica de «cambiar esposas», que era realizada con un grado notable de desenfreno. Un hombre, quien pensó que su nuera era más bonita que su propia mujer, propuso el trueque a su hijo, quien accedió a condición de que su padre le diese, además de la madre, dos vacas y otros tantos caballos. Las mujeres en cuestión, lejos de sentirse víctimas, parece que fueron las instigadoras de tan insólita transacción.

La mayoría de nuestros oficiales habían llevado perros consigo, y en Hillsborough se entregaron con entusiasmo a cazar codornices y conejos. Los conejos americanos no cavaban madrigueras, así que no había lugar para el empleo de hurones; después de una buena persecución, se hacían invisibles (valga la expresión) trepando ágilmente por algún árbol hueco. El esclavo Jonás, que hacía de cazador para nosotros, nos enseñó la manera de cazar con el «hurón de Virginia». Cortó un palo de nogal y practicó una hendidura en uno de sus extremos, con el que se tenía que atizar la copa del árbol y trabar con él la piel del animal, para derribarlo al suelo de un empellón. Este método resultó muy práctico. En cierta ocasión en que yo asistía a tal caza se capturó una zarigüeya, que es una especie de rata con una larga cola peluda y prensil. La vimos colgada por la cola del extremo de una rama y fue derribada al suelo mediante el palo de nogal. Cuando cayó se quedó tendida y completamente inmóvil, fingiendo estar muerta, y los sabuesos de los oficiales, si bien le ladraban y la acosaban tanto que oí crujir sus huesos, no la devoraron a causa del horror natural de casi todos los animales, excepto los chacales y las hienas, a devorar lo que no han matado ellos mismos. El teniente Guyon, mi superior, recogió el pobre animal, que permaneció rígido en sus manos, y lo llevó a la casa en que se alojaba. Allí lo depositó al sol en el alféizar de una ventana y fue a sentarse en el rincón opuesto del cuarto, observándolo atentamente. Al cabo de un rato, el animalito abrió furtivamente un ojo, volvió con lentitud la cabeza para cerciorarse de que no era observado, y luego se levantó de un brinco, saltó por la ventana y desapareció. Jonás opinó muy sabiamente: «Es como un liberal rebelde de Carolina. Finge que está bien muerto; y de repente se levanta para matar a los pobres conservadores.»

No bien nos detuvimos en aquella ciudad, empezamos a mejorar nuestro aspecto desaliñado, lavando nuestra ropa sucia y cepillando nuestro equipo cubierto de barro. Pero los varios ríos amarillentos y rojizos que habíamos vadeado se burlaron de nuestros más aplicados esfuerzos. No teníamos arcilla para limpiarnos, y aunque peinábamos nuestro cabello como era debido y lustrábamos los botones y las hebillas, nuestro aspecto exterior sugería una cárcel para deudores, donde unos caballeros venidos a menos, con más orgullo que suerte, vivieran precariamente con cuatro peniques al día. Las provisiones eran muy escasas, pues después de todo, la región estaba muy poco poblada, y el ejército americano que había estado acantonado allí antes que nosotros se había comido todos los excedentes de grano y carne. Cuando recogimos lo que ellos habían cosechado, el campo quedó vacío por completo, y si bien Lord Cornwallis había prometido que los bueyes de tiro, el único ganado que sobrevivía por allí, sólo serían sacrificados en caso de necesidad, ésta se presentó entonces, y hasta los leales se quejaron abiertamente de las penurias que tenían que sufrir por nuestra causa. El comisario de abastecimientos se vio obligado —deber muy desagradable— a ir de casa en casa por toda la ciudad con un grupo de soldados, ordenando a los vecinos que entregaran sus provisiones, porque en tiempos de guerra un ejército no debe perecer de hambre mientras los ciudadanos a los que defiende tengan todavía cereales en su granero.

Nos retiramos unas treinta millas al sur hasta los afluentes superiores del río Cape Fear. Este río vierte sus aguas en el mar en Wilmington, a doscientas millas al sudeste, donde estaba acantonado un destacamento nuestro. Aquí el general Greene nos ofreció una batalla. Su ejército había sido aumentado a cinco mil hombres, y penetrando otra vez en Carolina del Norte había tomado posiciones en Guildford Court House, adonde acudió Lord Cornwallis con ánimo de atacarlo.

Nos encontrábamos a la sazón a doce millas al sur de Guildford Court House; y nuestro cuartel general estaba en un centro de reunión de cuáqueros de New Garden, en el delta del río Deep. Recuerdo que estando destacado junto con el comisario, señor Stedman, para requisar provisiones en las plantaciones de los alrededores, un venerable cuáquero, del que recibimos una gran cantidad de grano, hizo algunas observaciones muy atinadas.

—¿Cuál es el estado de ánimo de la gente por aquí? —preguntó el señor Stedman.

—La mayoría desean unirse a Gran Bretaña, amigo —contestó él.

—Entonces, ¿por qué no se unen a nosotros? —inquirió el señor Stedman—. Y si se unen a nosotros, ¿por qué dejan tan pronto el servicio?

¡Vaya una pregunta, amigo! ¿No conoces el odio de los revolucionarios hacia los que apoyan tu causa? ¿Y cuántas veces esos partidarios han sido defraudados en sus esperanzas de ayuda, o abandonados a sus enemigos cuando tu ejército se retiró de sus puestos? ¿Y la venganza que esos hombres sanguinarios toman contra las familias de los que sirven al rey George?

—Le ruego que me informe sobre este particular —dijo el señor Stedman.

—Amigo, el temor a sufrir daño mueve a los hombres más que la esperanza de ser recompensados por un comportamiento honesto y leal. Los conservadores de Carolina del Norte viven bajo el terror de los liberales. Hay quien, como una bestia acosada, ha vivido por espacio de dos y hasta tres años en los bosques, sin atreverse a regresar a su casa, siendo alimentado en secreto por su familia, o por algún esclavo leal, con galleta y carne salada, escondidas de vez en cuando para ellos en sitios apartados del bosque. Otros, que habían recibido garantías de seguridad de sus vecinos, han sido muertos a tiros cuando trabajaban en sus sembrados, o atados a un árbol y azotados hasta quedar sin sentido. No lejos de aquí, un hombre de quien se sospechaba era partidario del rey fue muerto a tiros de madrugada, cuando se hallaba en la cama con su mujer.

—No cabe duda de que estas circunstancias son abominables —exclamó el señor Stedman—. ¿Pero es que esa pobre gente cree que podrá vivir feliz o tranquila bajo otro dominio que no sea el de Su Majestad británica?

—No, amigo —contestó el cuáquero—. Pero no se trata de eso. La gente ha sufrido tanta miseria durante los vaivenes de esta guerra, que se sometería a cualquier gobierno del mundo, ya fuera cristiano, judío o turco, con tal de obtener la paz. Y tan grandes son las desventajas contra las cuales lucha tu nación, y tan estúpidos son tus ministros (y perdóname mi atrevimiento), que la gente desespera del triunfo de vuestra causa. Se inclinan hacia el Congreso. Pero una cosa puedo asegurarte, y es que como soldados de la milicia rebelde son de poca utilidad para el general Greene.