Nuestra victoria en Camden allanó el camino para una invasión británica de Carolina del Norte, y en septiembre de 1780, en cuanto llegaron abastecimientos suficientes, se nos dio orden de marchar —remontando el curso del río Catawba— hacia Charlotte, ciudad situada en esa provincia. Pensaba Lord Cornwallis que no había nada mejor que el ejercicio para combatir el estado de salud, cada vez peor, de nuestro ejército, cuya potencia había disminuido en proporciones alarmantes debido a las enfermedades. Charlotte, que capituló tras una leve escaramuza, era un lugar de importancia para nosotros a causa de sus numerosos molinos harineros y varias granjas grandes y bien cultivadas, con abundante ganado. La ciudad sólo tenía dos calles, dominadas en su punto de intersección por un gran edificio de ladrillos, que servía de Palacio de Justicia en la planta superior y de mercado en la planta baja.
Durante nuestra estancia allí estuvimos bien alimentados; en un solo molino, el del coronel Polk, nos apoderamos de veinticinco toneladas de harina y una cantidad de trigo. Había carne fresca de vaca en abundancia, pues en los montes crecía durante todo el año un rico pasto y el ganado vacuno pacía en libertad; pero como era hierba gruesa, los animales estaban extraordinariamente flacos. En tiempos normales, ese ganado era vendido a un precio muy bajo a ganaderos de Pensilvania, quienes lo llevaban a engordar a los ricos pastos de Delaware. Como los bueyes en general eran piel y hueso y no servían para ser sacrificados, nos vimos en la penosa necesidad de sacrificar vacas lecheras y hasta vacas preñadas. Matamos cien reses al día por término medio. Esta matanza provocó gran indignación entre los habitantes, que figuraban entre la gente más revolucionaria en todos los estados del Sur. Varios mensajeros con comunicados para el comandante en jefe fueron asesinados en el camino, y nuestras unidades de requisa fueron frecuentemente atacadas por francotiradores escondidos detrás de los árboles.
Toda la región estaba cubierta de bosques espesos. Los caminos eran estrechos y se cruzaban en todas direcciones. Las plantaciones apartadas eran pequeñas y parecían mal cultivadas. Había tal vez algunos leales en ese distrito, pero eran frenados por la vigilancia y animosidad de los revolucionarios, y no podíamos fiarnos de ninguna información que recibíamos respecto a los movimientos del enemigo, pues si bien sus fuerzas de campaña habían sido aniquiladas, no por eso la guerra había llegado a su término. Tres audaces e inteligentes jefes guerrilleros, Sumpter, Marion y Horry, con algunos destacamentos de jinetes activos, armados con sables fabricados a martillo con sierras de los aserraderos y que montaban buenas cabalgaduras, mantenían viva la llama de la rebelión. Causaban estragos en nuestras comunicaciones y atacaban nuestros puestos aislados, sin tener base ni guarnición que nosotros pudiéramos atacar; aparecían en todas partes. Eran hombres valientes que se alimentaban frugalmente de galleta y de batatas que asaban en las brasas. El coronel Tarleton, al frente de sus Greens, les pisaba constantemente los talones, pero la población campesina en general, que tenía por héroes a esos guerrilleros, les daba la ayuda que negaba a nuestros hombres. Un grupo de ellos hasta osó atacar Polk’s Mill, donde mi compañía estaba entonces de guarnición bajo el mando del teniente Guyon. Nuestros centinelas estaban alerta. Los rechazamos abriendo el fuego sobre ellos desde un edificio contiguo provisto de troneras.
En el equipaje capturado en Camden se descubrió correspondencia que demostraba que treinta vecinos prominentes de Charleston habían sido enemigos secretos nuestros en contacto con los revolucionarios; y a varios prisioneros cogidos en esa misma batalla se les encontraron, en los bolsillos, certificados de lealtad al rey George. Aquéllos, salvo algunos que escaparon por haber sido prevenidos a tiempo, fueron detenidos y encerrados en los barcos viejos, en tanto que éstos fueron ejecutados. Esta medida enérgica exacerbó aún más el encono de la provincia contra nosotros.
Hacia fines de setiembre, contraje una peligrosa fiebre y mis camaradas temieron por mi vida. Sólo al cabo de un mes pude reanudar, el servicio y por algún tiempo estuve muy apático y débil.
Debí la vida a la devoción del pobre Jonás, que por mí dejó la mesa de los oficiales. Pasaba las noches a mi cabecera en el mercado de Camden, que había sido transformado en hospital; me impedía por la fuerza quitarme la ropa en los accesos de delirio y precipitarme al río para nadar, el cual yo insistía en llamar Liffey, y siempre tenía a mano bebidas calientes o frías cuando yo las necesitaba. El febrífugo que me proporcionaba eran sales de ajenjo mezcladas con zumo de limón, azúcar y agua. Cuando me repugnaba la carne o cualquier alimento fuerte, el pobre negro iba de pesca y me preparaba un caldo; en una palabra, me trató con una solicitud y un cariño/ que ni antes ni después me ha dispensado ningún otro hombre y rara vez una mujer.
Durante mi enfermedad recibí frecuentemente la visita del sargento Collins. Cuando ya estaba de nuevo en condiciones de conversar con él de una manera coherente, dijo:
—¿Qué tal, Gerry Lamb? Pareció usted reconocerme en el colmo de su delirio. ¿Recuerda lo que me dijo?
—No recuerdo nada —le aseguré—. Mi mente es como un lago que ha barrido una tempestad. Sólo refleja el cielo azul y tiene olvidados el rayo y el trueno.
—Bueno —dijo él, riendo—; estaba usted sumamente preocupado por el mayor André, el ayudante general, y declaró que iba a ser colgado de un árbol de Judas en Linning’s. Me suplicó usted que intercediera por él ante el general Washington. Después ya no era un árbol de Judas, sino una horca. Me hizo un relato muy impresionante del comportamiento del mayor en el momento de la ejecución, exactamente como si la estuviese presenciando. «Oh, ese canalla de verdugo con su cara negra y su insolente mirar», dijo usted. «¿Debe el mayor André sufrir a manos de un patán como él?» Luego murmuró: «¡Mire, mire quién es el capellán! ¡Había de ser el reverendo John Martin, naturalmente! Estuvo también en el velatorio de Jimmy, ¿sabe? Es el diablo en persona, sí, señor. ¡Y mire quién está al lado de él! Es Isaac van Wart, el skinner, con treinta dólares Robertson tintineando en el bolsillo. Treinta dólares Robertson y un árbol de Judas…, ¡vaya una coincidencia!»
Me empezó a brotar el sudor al oír el relato del sargento Collins y pedí un grog, que él me sirvió.
—Cuénteme más —le rogué.
—Bueno —dijo el sargento Collins—, era el delirio nada más. ¿De veras quiere que siga?
—Ah, sí; cuéntemelo todo —insistí.
—Fue realmente extraordinario —prosiguió—. Describió usted lo sereno que estaba el mayor, haciendo rodar un guijarro bajo la planta del pie, y cómo su criado enano rompió a llorar y fue recriminado por él. Luego contó cómo el mayor saltó sobre la carreta que estaba bajo el enorme patíbulo, le arrebató al verdugo la soga de las manos, se la colocó con dignidad alrededor de su propio cuello, con el nudo debajo de la oreja derecha, y se vendó los ojos con su propio pañuelo. Luego usted gritó, no en su jerga irlandesa, sino en suave acento inglés: «¡Sólo les pido, caballeros, que atestigüen al mundo que muero como un valiente!» Y después, en un susurro: «No será más que un dolor momentáneo.» Después ya no habló más, aunque se le contrajo el rostro y, unos instantes después, se estremeció presa de un temblor violento y quedó postrado en la cama como si estuviese muerto.
—No me acuerdo de nada de eso —dije, aterrado—. ¿No se está burlando de mí, Collins?
Él continuó:
—Jonás prorrumpió en llanto, creyendo que usted había fallecido; y sin duda parecía usted un muerto. No pude percibir el menor latido de su pulso. Pero esa criatura fiel se arrojó sobre usted, soplando en sus pulmones y golpeteándole las mejillas y las manos, y al fin usted emitió un débil gemido y volvió a la vida. A partir de ese instante cedió la fiebre y entró usted en un período de franca mejoría.
Al cabo de tres o cuatro semanas recibimos noticias que nos llenaron de estupor. La primera decía que el general Benedict Arnold se había pasado a nuestras filas en Nueva York, y la segunda, que el mayor André había sido capturado por una partida de skinners en tierra neutral, en la margen oriental del río Hudson, ¡y ahora se hallaba en peligro de ser ajusticiado como espía! El sargento me llevó la infausta noticia, intensamente pálido:
—Estoy seguro de que ya lo han ahorcado —dijo—. Fue el dos de octubre cuando usted relató todos los detalles de su ejecución.
¡Desgraciadamente tenía razón! La escueta información que nos llegó a nosotros ocultaba una historia francamente extraordinaria, y no tardamos en saber lo que el mayor había querido decir cuando en tono confiado aseguró a nuestros oficiales, en el banquete del día de San David, que pronto un perro ovejero americano llevaría su rebaño a nuestro redil, poniendo así fin a la guerra.
La historia es como sigue: el mayor André había escrito una carta privada a su amiga, la señorita Margaret Shippen (cuyo nombre me había mencionado cuando fui a visitarle, en Nueva York), ahora esposa del general Arnold, ofreciéndole sus servicios para conseguirle artículos de tocador, como alambre para cofia, agujas y gasa, que no se podían obtener en Filadelfia a causa de la guerra. Le pidió que enseñara esta carta a su esposo, quien creía que era el corresponsal secreto «Gustavus» que últimamente había enviado al general Clinton informaciones valiosísimas sobre el ejército americano. Parece que cuando ella inocentemente le contestó, el general Arnold agregó a su carta, sin que ella lo supiera, una nota en la que confirmaba su identidad e indicaba un conducto por el cual André podría comunicarse con él sin temor.
El general Arnold, según su propio relato, había tomado al principio las armas contra el rey George porque por entonces las reivindicaciones americanas podían imponerse únicamente por la fuerza. Más tarde, dijo, abandonó ese criterio cuando los comisionados del rey ofrecieron una solución decorosa; y cuando la alianza con Francia fue ratificada por el Congreso, cambiaron todas sus ideas con respecto a la justicia y necesidad de la guerra y, en secreto, se hizo leal. Esto no parece inverosímil; y hay que agregar a ello que desde un principio el Congreso había puesto a prueba su lealtad despreciando sus méritos y poniendo trabas a su carrera militar. Como gobernador de Filadelfia, en 1779, recibió el mismo trato mezquino. El Consejo Ejecutivo de la ciudad llevó ante el Congreso numerosas quejas de vecinos contra su «modo prepotente y sospechoso de llevar los asuntos públicos», y aquél se apresuró complacido a llevarlo ante un tribunal de guerra. Luego, a pesar de que el general Arnold insistía en que se le procesase rápidamente, los acusadores retrasaron el asunto por espacio de nueve meses, durante los cuales él apeló sin cesar. Tras una larga investigación, fue en efecto absuelto de todos los cargos que afectaban a su honor; ¡pero se le condenó a ser amonestado por su «imprudencia» al utilizar ciertos vehículos públicos de transporte, que entonces no prestaban servicio, para poner bienes privados fuera del alcance de nuestros destacamentos de requisa, y por haber dejado pasar, en una oportunidad, a un barco mercante en el río Delaware, sin haber dado parte del asunto al general Washington!
Éste transmitió, con toda la delicadeza posible, esta amonestación al general Arnold; pero más tarde, puso de manifiesto su desaprobación a la actitud del Congreso entregándole el mando de la fortaleza de West Point. Ésta, que dominaba el río Hudson, unas millas más arriba de la fortaleza de Stoney Point, era el Gibraltar de América. Cerros rocosos que se levantaban uno tras otro la protegían contra el asedio por parte de cualquier fuerza inferior a veinte mil hombres. Había allí inmensos depósitos de abastecimiento y la fortaleza mantenía también abiertas para los americanos las comunicaciones entre Nueva Inglaterra y las provincias centrales. Su construcción había costado medio millón de libras esterlinas y un trabajo inmenso, y su guarnición constaba de tres mil hombres. El general Arnold proponía ahora entregar esta fortaleza al rey George, golpe que en opinión de Sir Henry Clinton pondría inmediatamente fin a la guerra. A cambio de su regalo, el general Arnold no pedía un millón de libras esterlinas —suma que habría sido muy inferior al verdadero valor, pues directa o indirectamente la guerra nos costaba millones mes tras mes—, sino que deseaba únicamente que se le diera en el ejército británico un grado equivalente al que ostentaba en el americano, así como una indemnización por la pérdida de sus bienes privados, cuyo valor estimaba modestamente en seis mil libras esterlinas. El mayor André obtuvo permiso de Sir Henry Clinton para reunirse en secreto con el general Arnold y preparar los detalles para la entrega de la fortaleza al ejército británico.
Para ser breve, en septiembre de 1780, el mayor André se reunió secretamente con el general Arnold cerca de Fort Lafayette, y allí lo arregló y dispuso todo; pero un accidente fortuito le impidió regresar al barco que le había llevado aguas arriba bajo bandera blanca. Volvió, pues, a caballo dando un rodeo, con un salvoconducto del general Arnold extendido bajo el nombre falso de «John Anderson». Llevaba consigo, escondidos en los calcetines, los planos de West Point y un detalle del estado de las fuerzas destacadas allí. Cruzó sin contratiempo Pine’s Bridge, ese mismo puente que yo había cruzado dos años antes al huir hacia Nueva York; pero, cerca de Tarrytown, se topó con un grupo de ocho hombres que jugaban a los dados bajo un tulipero al borde del camino. Uno de ellos vestía un uniforme británico robado, y el mayor André supuso que se encontraba entre amigos, pues había cruzado el río Croton, considerado a la sazón el límite entre la parte británica y la americana de la tierra en disputa. Dijo que era un oficial británico en misión importante, y les rogó que le ayudaran a llegar a King’s Bridge. Pero resultaron ser skinners americanos, nominalmente miembros de la milicia de Westchester, y estaban esperando el regreso de algunos camaradas que habían ido a vender ganado robado a los cowboys. Al revelar ellos su identidad, el mayor André cambió de tono y afirmó que él también estaba al servicio americano, y que había fingido ser británico como ardid para pasar. Para confirmar esto mostró el pase del general Arnold. «Al diablo con el pase de Arnold», dijeron ellos. La verdad era que querían dinero, y su primera presentación como británico les daba un pretexto para despojarlo. Le robaron sus dos relojes (de plata y de oro) y algunas guineas; luego le quitaron las botas de montar, que en las líneas revolucionarias eran un artículo muy valioso. Así, de modo casual, descubrieron los papeles y los sacaron, creyendo que se trataba de papel moneda. Entonces su cabecilla, el único de ellos que sabía leer, exclamó: «¡Santo Dios, un espía!» El mayor André, alarmado, les ofreció una suma total de mil guineas si le llevaban sano y salvo a King’s Bridge. Los hombres discutieron entre ellos la proposición, pero, o bien desconfiaron de sus posibilidades de reunir en breve plazo suma de dinero tan grande, o bien temieron que, una vez a salvo, no quisiera saber nada de lo convenido. Por tanto decidieron llevarlo a sus propias líneas, con la esperanza de ser recompensados por la captura de un espía. Sin embargo, desconocían tanto el valor de su presa como carecían de todo verdadero sentimiento patriótico, pues se trataba de skinners, no de soldados regulares.
El mayor André, fingiéndose indignado por su arresto, expresó, ante el oficial americano a cuya presencia fue conducido, el deseo de que se informara al general Arnold que John Anderson había sido detenido a pesar de llevar un salvoconducto del propio general, deseo que fue cumplido. Pero el general Arnold, al recibir esta información, lo abandonó todo. Montó rápidamente un caballo y pronto llegó al río, donde le esperaba una barcaza de su propiedad, con su tripulación; a bordo de ella bajó precipitadamente por el río con bandera blanca hasta el barco británico que aguardaba al mayor André, poniéndose así a salvo.
—¡Ya no se puede confiar en nadie! —exclamó el general Washington, presa de desesperación cuando recibió la noticia y muy consternado; pues parece que él mismo se proponía hacer un viaje de inspección a West Point hacia el tiempo de la proyectada entrega de la fortaleza a nuestras fuerzas, y en consecuencia hubiera sido capturado. Además, había dispensado tan grandes favores al general Arnold —pese a todo lo que habían dicho en el Congreso los enemigos de ese hombre extraño—, que ahora él mismo parecía sospechoso de estar complicado en la traición.
El desgraciado mayor André había sido persuadido por el general Arnold a partir sin sus distintivos militares; y como viajaba bajo un nombre supuesto, se hallaba en situación de espía. Un consejo de guerra formado por generales americanos y franceses le condenó a muerte. Esperaban así obligar a Sir Henry Clinton a entregar al general Arnold a la venganza de su país a cambio del mayor André. Pero tal proceder era absolutamente incompatible con el honor británico. Sir Henry ofreció canjear a seis coroneles americanos por el mayor, pero esto fue rechazado. Entonces el propio general Arnold propuso a Sir Henry que se le permitiera salir a rendirse al general Washington a cambio del hombre a quien sin querer había empujado a la muerte. Sir Henry le contestó: «Su proposición, señor, le honra mucho, pero aunque el mayor André fuese mi propio hermano no podría consentir semejante transacción.»
Se apeló por todos los medios al general Washington en un esfuerzo por persuadirle a perdonar la vida al mayor —apelaciones a su humanidad, a su honor y a la justicia; grandes promesas y amenazas de vengarnos en los traidores de Charleston que estaban en nuestro poder—, pero todo fue en vano. El pueblo americano clamaba por una víctima, y como el general Arnold se había escapado, había de serlo el mayor André. El general Washington, aunque lo hubiese deseado, no habría podido salvar al mayor, ni siquiera sustituir la ignominiosa horca por un fusilamiento honroso. Si no mostraba la misma rabia implacable que sus compatriotas perdería su propia posición, y sabía que no había nadie capaz de reemplazarlo en el cargo de comandante en jefe. Además, el general Greene, el marqués de Lafayette y otros, por encono personal hacia Arnold o por el deseo de aparecer como seguidores fanáticos de la causa de la libertad, insistían tanto en el cumplimiento de la ignominiosa sentencia que parecía que estuvieran literalmente sedientos de la sangre del mayor André. El general Washington firmó, pues, la sentencia de muerte y, con el inmenso dolor y horror de todo el ejército británico, la ejecución fue llevada a cabo. Se realizó exactamente tal como yo la había descrito en mi delirio y a la misma hora. Sin duda, el profundo cariño que me había inspirado el mayor contribuyó a mi visión; por otra parte, yo no fui la única persona favorecida con ella. También su hermana y otras varias personas fueron advertidas en sueños de su triste destino. Los oficiales y sargentos de los Reales Fusileros Galeses, como también otros varios regimientos, guardaron luto por él.
En cuanto a los ocho skinners, cada uno de ellos recibió como recompensa una granja y una anualidad de doscientos dólares por el resto de su vida. Tres de ellos, entre éstos el guía traidor Isaac van Wardt, fueron condecorados con la Medalla de Plata del Congreso en que estaban grabadas las palabras «Fidelidad» y (en latín) «El patriotismo triunfa». Hay unos versos populares que dicen más o menos así:
La traición nunca prospera; ¿cuál es la razón?
Es que si prospera, deja de ser traición.
Si no hubiese sido por una serie de accidentes fortuitos, el mayor André habría regresado sano y salvo a las líneas británicas, West Point habría sido entregada, y el general Benedict Arnold, haciendo de general Monk, acaso habría conducido a las colonias, al menos por un tiempo, de nuevo a la lealtad hacia la Corona, ganándose la gratitud de la posteridad. Pero las cosas ocurrieron de otro modo, y la causa de la libertad surgió con renovado vigor por ese exceso de indignación que la traición descubierta provoca en los pechos de los patriotas apasionados. Efigies del general Arnold fueron quemadas en ciudades y aldeas, frecuentemente con detalles obscenos y repugnantes; y todo hombre que llevaba el mismo apellido que él, fuera o no su pariente, se vio obligado a cambiarlo, para librarse del estigma que ahora encerraba.
Por entonces sufrimos un grave revés en las Carolinas. Aguardábamos en Charlotte la orden de continuar el avance en Carolina del Norte y marchar sobre Hillsborough, cuando llegó la noticia de que el enemigo había atacado sin éxito un puesto en Georgia, muy al Sur. El mayor Ferguson fue entonces destacado con mil cien milicianos y voluntarios leales para cortar el paso al enemigo en retirada. Pero él mismo fue interceptado por fuerzas enemigas cuya existencia ignoraba Lord Cornwallis, un ejército de tres mil montañeses de más allá de los Montes Azules, a los que había movilizado la noticia de que los indios cherokees, sus enemigos mortales, se habían alzado en armas como aliados del rey George. También se les había prometido pagarles en la insólita moneda de carne humana, dando un número de negros arrebatados a los conservadores, a cada hombre, de acuerdo con su graduación. En King’s Mountain, un enjambre de esos hombres rudos e incultos, armados con escopetas Deckard, rodeó a la fuerzas del mayor Ferguson y las aniquiló, disparándoles desde detrás de los árboles y arbustos. El mismo mayor cayó mortalmente herido, y casi la mitad de sus hombres fueron muertos o heridos, hasta que los restantes entregaron sus armas y se rindieron. Los montañeses ahorcaron a cierto número de prisioneros, y luego regresaron a sus tierras.
El mayor Ferguson era, después del mayor André, el oficial más querido en el ejército y el que tenía mayor poder para enrolar leales en nuestro servicio. Era también el tirador más notable de su tiempo.
A propósito, un ejemplo curioso de la disparidad de los conceptos británicos y americanos del honor y comportamiento en tiempos de guerra lo proporciona la comparación de la orden del coronel Daniel Morgan relativa al atentado concertado contra la vida del general Fraser, cerca de Saratoga (orden que fue cumplida), con la aventura del mayor Ferguson cuando la batalla de Brandywine, en 1777. De acuerdo con su propio relato, había salido en misión de reconocimiento cuando vio a un oficial americano, que llamaba la atención por su uniforme de húsar, pasando lentamente a unas cien yardas de él, seguido por otro militar vestido de verde oscuro con un amplio sombrero ladeado y montado en un bayo. El mayor Ferguson ordenó a tres buenos tiradores avanzar sigilosamente y disparar a los jinetes, pero, según sus propias palabras, «la idea me disgustó y di contraorden». Y prosiguió así: «En el viaje de regreso, el húsar dio un gran rodeo, pero el otro pasó a unas cien yardas de nosotros. Al verle, salí de los matorrales y fui a su encuentro. A mi llamada se detuvo, pero cuando me vio prosiguió su camino. Volví a llamar su atención, pero él siguió adelante lentamente. Me separaba de él una distancia tal que, disparando con toda la rapidez posible, habría podido meterle en el cuerpo media docena de balas antes de que pudiera ponerse fuera de mi alcance. Todo dependía de mi decisión; pero me desagradaba disparar por la espalda a un individuo que no me había hecho nada y que cumplía con tanta sangre fría con su deber, así que lo dejé escapar.»
¡Más tarde se comprobó que el caballero del sombrero ladeado era el general Washington en persona, y el húsar un ayudante de campo francés!
La derrota del mayor Ferguson en King’s Mountain nos obligó a aplazar nuestras esperanzas de conquista y replegarnos a Carolina del Sur. Fue la marcha más triste de que guardo memoria, pues ninguna retirada es agradable aun con buen tiempo, y entonces llovió durante siete días sin interrupción. Lord Cornwallis sufría de fiebre y había transferido el mando a Lord Rawdon. No llevábamos tiendas, y cuando acampábamos de noche lo hacíamos en los mojados y malolientes bosques. Por espacio de varios días no dispusimos de ron, únicamente de agua espesa como el barro. Caminábamos con las botas hundidas en agua y lodo. Unas veces teníamos pan, pero carecíamos de carne, y otras teníamos carne, pero carecíamos de pan; rara vez disponíamos de pan y carne a un tiempo. En dos ocasiones nos quedamos sin alimentos durante cuarenta y ocho horas. Por espacio de otros cinco días nos alimentamos sólo de mazorcas de maíz, siendo la ración diaria de dos y media por hombre. Primero nos limitamos a tostarlas sobre el fuego; pero pronto descubrimos un método mejor de tratar este cereal, saludable pero duro: dos hombres de cada grupo convirtieron su cantimplora en un rallador abriendo agujeros en ella con la punta de la bayoneta. Luego, las espigas eran frotadas contra los ralladores, y de la harina resultante se elaboraban tortas que se tostaban sobre las palas usadas para cavar trincheras. Puedo asegurar a mis lectores que estábamos muy débiles. Cuando llegamos a un río llamado Sugar Creek, con una rápida corriente y las empinadas márgenes arcillosas resbaladizas como hielo, sólo logramos llevar nuestras carretas a la orilla opuesta utilizando como animales de carga a la milicia leal que nos quedaba. Estos soldados eran nuestro principal apoyo en esta retirada, pues conocían el país y no solamente nos protegían contra la traición y los ataques por sorpresa, sino que también actuaban como patrulla de abastecimiento. Conocían también el difícil arte de sacar el ganado vacuno a campo abierto desde los inaccesibles escondrijos de los pantanos.
Con el agua amarilla hasta el pecho vadeamos el río Catawba, que en aquel lugar tenía casi media milla de ancho. Afortunadamente nuestro cruce no fue obstaculizado por tiradores ocultos. Así, tras quince días de marcha, durante los cuales tengo el orgullo de decir que los hombres no se quejaron una sola vez de las penurias que sufrían, llegamos a la pequeña ciudad de Wynnsborough, situada entre los ríos Catawba y Congaree. Y allí permanecimos durante el resto del año 1780.