CAPÍTULO 7

Sobre las expediciones que en 1779 emprendimos desde nuestra base de Nueva York no necesito escribir en detalle. La primera se realizó el 30 de mayo, cuando fuimos enviados en barcos aguas arriba por el río Hudson contra Stoney Point y Verplanck’s Neck, a unas cuarenta millas más allá de Nueva York, donde los americanos tenían fuertes. Hallábanse éstos en King’s Ferry, un lugar donde se estrechaba el cauce del río, que era el camino que tomaban las fuerzas revolucionarias para ir de las provincias del centro a Nueva Inglaterra, o al revés. Si se tomaba este paso, tendrían que dar un rodeo de sesenta millas por las montañas. Para mí el interés principal de esta expedición radicaba en que veía por primera vez el hermoso paisaje del curso inferior del río Hudson, que aquí tenía aproximadamente dos millas de ancho, paisaje que excede a todas las descripciones. La orilla occidental presentaba primero una continua muralla oscura de roca, que por sus grietas verticales daba la impresión de empalizadas, y efectivamente tenía este nombre. De vez en cuando la interrumpía un curso de agua y por doquier aparecía festoneada y salpicada del fresco verdor del temprano estío. La ribera oriental —que miré con interés por ser la región que el invierno anterior había atravesado como fugitivo— tomaba gradualmente un aspecto agreste y épico, con bosques, praderas y enormes acantilados. Todas las combinaciones más nobles de bosque y agua, luz y sombra, se daban aquí con la mayor perfección, y, por el deleite de la naturaleza que descubría en mí mismo, comprendí que al fin había recobrado mi propio ser, que había salido del marasmo de malestar y apatía en que el cautiverio me había hundido durante un tiempo. Sin embargo, las casas, cobertizos, aserraderos y fuertes americanos que veía, todos hechos de madera sin labrar y muchos en ruinas a causa de la guerra, se me antojaron una visión ingrata y melancólica comparándolos en el recuerdo con las pulcras casas encaladas y las hermosas iglesias con reluciente aguja de metal que festoneaban el río San Lorenzo en el Canadá. Meditando sobre ello, decidí: ¡Oh, no; siempre preferiré una propiedad modesta y decente a la más romántica vista de montaña, abismo y selva enmarañada!

Nuestro destacamento desembarcó un poco antes de mediodía a siete millas aguas abajo de King’s Ferry. Otro siguió aguas arriba y antes de caer la noche se apoderó de Stoney Point sin experimentar más bajas que un solo herido. Era un lugar de grandes posibilidades defensivas naturales, pero el enemigo abandonó precipitadamente las fortificaciones a medio construir. Entretanto, nosotros, avanzando por un terreno accidentado y difícil, sitiamos el fuerte ubicado en nuestro lado del río, denominado Fort Lafayette, y acampamos a tiro de mosquete del mismo. A las cinco de la madrugada siguiente, nuestros hombres de la orilla opuesta habían subido cañones y morteros de los barcos a Stoney Point y empezaron a cañonear Fort Lafayette a través del río. Este fuerte resultó ser un reducto pequeño, pero completo, con empalizadas, doble foso, árboles talados con el ramaje hacia afuera, caballos de frisa y un blocao a prueba de obuses en el medio. Los setenta americanos que lo ocupaban no tardaron en izar bandera blanca, y el mayor André fue enviado por el general Clinton en calidad de parlamentario para aceptar su rendición. La única condición puesta por los americanos fue la promesa de que recibirían buen trato. Tras haber dejado sendas guarniciones en estos dos fuertes, pronto volvimos a descender por el río.

El 4 de julio el regimiento fue enviado en una expedición contra la costa de Connecticut, una provincia llena de gente y donde abundaban las provisiones, y que era una de las principales bases de los ejércitos americanos. Como desde hacía mucho tiempo los habitantes de Connecticut se jactaban de que temíamos atacarlos a causa de sus cualidades guerreras, Sir Henry Clinton resolvió desengañarlos. Causando todos los estragos posibles en los arsenales públicos, almacenes, cuarteles, etc., esperaba tentar al general Washington a salir de las Highlands. Si mordía la carnada, muy bien, pues sus tropas, aunque adiestradas a la sazón por el barón Von Steuben, un militar prusiano, no podían rivalizar con nosotros; y si se quedaba atrás, todavía mejor, porque adquiriría entre las gentes de Connecticut fama de ser indiferente a sus sufrimientos o de no atreverse a ir en su ayuda. La razón de que Connecticut hubiera quedado tanto tiempo preservada de los horrores de la guerra era que la gran mayoría de los habitantes de los distritos costeros profesaba la fe episcopal y era de tendencia leal, si bien estaba intimidada por la minoría disidente y revolucionaria, pareciendo insensato forzar las cosas. Sin embargo, como esos leales eran tan lentos en mostrar una actitud definida, Sir Henry les ofreció entonces la oportunidad de tratarnos como a enemigos o como a libertadores: lo que gustaran.

Para ser breve: nuestra pequeña expedición de fuerzas regulares combinadas con fuerzas provinciales americanas desembarcó a ambos lados del fuerte de New Haven en Connecticut, a unas ochenta millas costa arriba de Nueva York, y nos apoderamos del fuerte que protegía aquella ciudad. Las embarcaciones que estaban en el puerto y toda la artillería, municiones y depósitos públicos que había en tierra fueron tomados o destruidos; pero la ciudad, bella e importante, no fue incendiada. Sin embargo, como era de esperar, la presencia de los provinciales al mando del coronel Fanning entre nuestras fuerzas dio lugar a algunas irregularidades; en los primeros momentos no se pudo impedir que se entregaran al saqueo de casas particulares, y ante esta provocación, los habitantes dispararon desde las ventanas contra los centinelas que habían sido apostados para evitar desmanes ulteriores. Los vecinos de New Haven, dicho sea de paso, eran conocidos en toda Nueva Inglaterra con el mote de «calabazas», a causa de una vieja ley de Connecticut que mandaba a todo hombre hacerse cortar todos los sábados el pelo alrededor de la gorra, sustituyéndose muchas veces ésta por la cáscara dura de una calabaza. Parece que con ello se perseguía el impedir que aquellos que habían perdido las orejas por el delito de herejía ocultaran la falta de ellas bajo largas trenzas. Tras publicarse un bando para persuadir a esos «calabazas» a volver a la senda de la lealtad, el fuerte fue desmantelado y nos reembarcamos.

La expedición prosiguió viaje a Fairfield, un pueblo que quedaba aproximadamente veinte millas más cerca de Nueva York y un poco tierra adentro. Dos años atrás Fairfield y Norwalk, un pueblo vecino, habían escapado a la destrucción durante una expedición del gobernador Tryon de Nueva York, que ahora volvía a ejercer el mando, realizada contra el arsenal de Danbury. Los americanos, confiando en que se volvería a tener la misma indulgencia con el pueblo, utilizaron las casas como emboscadas contra nuestra gente cuando avanzamos para apoderarnos de los almacenes públicos. Tuvimos cierto número de bajas entre muertos y heridos; el gobernador Tryon declaró que los americanos debían aprender a usar las casas particulares únicamente para fines privados o, si no, atenerse a las consecuencias, y ordenó que el pueblo fuese arrasado por el fuego. Esto hubiera sido para todos nosotros un espectáculo muy penoso si el resentimiento que nos embargaba por la pérdida de nuestros camaradas no hubiera mitigado nuestra compasión. Con todo, yo, por lo menos, sentí pena al ver arder la iglesia entre aquellos edificios seculares, y una pobre mujer que con una criatura en brazos vino corriendo hacia el pelotón a mi mando, instándonos a gritos a cesar nuestra obra de destrucción, resultó ser la esposa del pastor del pueblo, el reverendo John Sayre. Según nos contó la mujer con voz entrecortada, él había sido muy mal tratado por los liberales durante los últimos cuatro años, teniendo que limitarse a leer los domingos a su comunidad la Biblia y las homilías, pues le habían prohibido la liturgia. ¡Pero había que ver —gritó la mujer— cómo su paciencia y santidad era recompensada incluso por aquellos por cuyo triunfo rogaba a Dios todas las noches! Le habían reducido su magnífica iglesia, como también su bonita casa, a un montón de cenizas y destruido los vasos sagrados de la comunión, y él mismo y su mujer, con ocho hijos, quedaban privados de alimento, ropa y vivienda. El comandante de nuestra compañía le ofreció un salvoconducto para ir a Nueva York, pero ella lo rechazó, diciendo que en la confusión había quedado separada de su esposo y de dos hijos, y que no se movería de allí hasta que toda su familia volviera a hallarse reunida. Así que la dejamos vociferando, fuera de sí.

Norwalk y Greenfield, dos pueblos que tomamos inmediatamente después, corrieron idéntica suerte, pues la resistencia de la milicia movilizada en grandes contingentes era de un carácter tal, que ningún ejército regular podría soportarla pacientemente. El nombre del gobernador Tryon provocó entre la población, que le consideraba como el principal culpable de que nuestro bando prosiguiera la guerra (del mismo modo que nosotros acusábamos a King Hancock y a los Adams como los principales agitadores del bando de ellos), un odio tal, que cada cobertizo se convirtió en una fortaleza que se oponía a nuestro avance, y nuestras bajas se elevaron en total a ciento cincuenta.

Cerca de Norwalk, Johnny Maguire el Loco solicitó permiso a nuestro oficial para salir de la columna por espacio de diez minutos mientras hacíamos un alto en un campo. Cuando el oficial le preguntó el motivo, Maguire contestó que debía a un vecino del pueblo la suma de cuatro chelines y tres peniques y deseaba cancelar su deuda. El oficial accedió a tan singular petición, y mandó a un sargento y dos soldados con Maguire para que le vigilasen. Yo fui el sargento elegido.

Fuimos por un camino hasta un grupo de edificios de una granja, pasando a través de un bosquecillo de cerezos muy cargados de frutas negras con las que por esos lugares elaboran una especie de aguardiente, y de pequeñas cerezas rojas y dulces, muy gratas al paladar. Maguire, conduciéndonos con seguridad, me explicó:

—Ésta es la granja de mi hermano Cornelius, el rebelde; y allí está mi sobrino, que se llama Johnny, como yo. Ven acá, ¡hola!…, ven acá, Johnny, querido bribón, a saludar a tu tío.

Pero el chiquillo no se acercó, y a la vista de nuestras chaquetas rojas y nuestras armas corrió al lado de su madre lanzando gritos. Ella estaba ocupada, encaramada en una escalera, cogiendo cerezas de un árbol; y como era un poco sorda, no oyó nuestros pasos. Cuando llegamos hasta ella también empezó a dar gritos, si bien con suficiente presencia de ánimo para no volcar su cesta. Bajó presurosa de la escalera y se postró a mis pies, implorando que no atentásemos contra su vida ni la de su familia.

—Tengo el gusto de hablar con Mrs. Maguire, ¿verdad? —dije cortésmente—. Su cuñado acaba de llegar para pagar a su esposo una pequeña deuda.

—Ah, ¿no es más que ese canalla y ladrón de Johnny? —gritó ella, trocando su miedo en indignación violenta—. Por poco mató a mi pobre marido, que era tan bueno con él, partiéndole el cráneo con una barra de hierro. ¡Pero yo voy a dar su merecido a este canalla!

Tomó al pequeño Johnny de la mano y se precipitó hacia la granja cogiendo un hacha al pasar junto a una pila de leña.

Corrimos tras ella y llegamos a tiempo para ser espectadores de una escena curiosa: una pelea familiar entre Maguire y un enjambre de adolescentes, sobrinos y sobrinas suyos, que habían estado atareados en la cocina, por la posesión del gran fusil de Cornelius. Este mismo dirigía las operaciones de su familia desde el jergón de paja en que estaba acostado, en un rincón de la cocina, vendada la cabeza con un trapo y gritando débilmente:

—¡Hacedle trizas, muchachos! ¡Sacadle los ojos, niñas, a este bandido! ¡De no ser por estas malditas paperas yo mismo le haría frente, y vaya si lo despacharía al otro mundo como a un perro!

Cuando Mrs. Maguire intervino en la refriega blandiendo el hacha, nos interpusimos y la desarmamos. Maguire me entregó el fusil capturado.

—Ahora —dije—, ¿qué le parece, soldado John Maguire? (Pues en nuestro nuevo regimiento, los sargentos tenían el deber de distanciarse de los soldados rasos y ya no nos tratábamos de «Johnny» y de «Gerry», salvo cuando estábamos solos.) ¿Vamos a coger prisionero a su hermano?

Mrs. Maguire prorrumpió en sollozos y habló de la ingratitud de su cuñado que así pagaba el bien con el mal, y de que «nunca más volvería a ver a su querido Corny, y eso que el pobre sufría de paperas».

Yo deseaba evitar toda dureza innecesaria, y me parecía injusto que Johnny, que sólo había ido a ver a su hermano con el propósito de pagar una deuda de honor, privara a esta laboriosa familia de su «puntal», según la expresión de Mrs. Maguire al referirse a su marido. Sin embargo, el que Cornelius padeciera una enfermedad infecciosa que también le impedía caminar era excusa suficiente para no llevarlo con nosotros, máxime no estando armado ni vistiendo uniforme. Por otra parte, empero, sabíamos muy bien que en cuanto se restableciera de su enfermedad volvería a su regimiento de las milicias. Entonces, Johnny Maguire, a punto de llorar también por la situación a que su impulso generoso nos había arrastrado a todos por igual, tuvo una feliz idea.

—Sargento Lamb —gritó—, ya sé lo que debemos hacer. Lo que más le falta al ejército del general Washington son ropas y armas, pero especialmente ropas. Supóngase que le quitamos a este canalla su chaqueta, sus polainas, botas y calzones, su mosquete y provisión de pólvora, como efectos personales que le serán devueltos una vez ganada la guerra. Esto será mucho mejor que matarlo o llevarlo prisionero, pues así privaremos al enemigo de un soldado, sin privar a esta pobre familia decente de su padre.

Accedí a esta proposición y, a pesar de las vehementes recriminaciones de Mrs. Maguire, hicimos de su contrariado y gimiente marido un «inválido», que era el término que se aplicaba a aquellos numerosos soldados de las fuerzas revolucionarias que no podían desfilar por falta de ropa. Sin embargo, ella tomó su desquite. Cuando Johnny se despedía de ella y se disponía a besar al pequeño Johnny, depositando un chelín en la palma de su mano, la mujer cogió un puñado de cerezas negras de la cesta que había dejado junto a la puerta e, invitando a sus hijos a seguir su ejemplo, empezó a aplastarlas contra su uniforme y equipo.

—¡Toma, ladrón, más que ladrón! ¡Dejar sin camisa a tu pobre hermano enfermo! ¡Canalla! ¡Monstruo! ¡Qué van a decir tus oficiales! ¿No te meterán entre los inválidos, igual que a mi pobre Corny, para que no los deshonres?

Entonces esta extraordinaria familia prorrumpió en grandes risotadas, a las que el propio Johnny Maguire se sumó de buena gana.

Tuvo razón la mujer en eso del deshonor. Cuando regresamos a la compañía, nuestro oficial hizo arrestar a Maguire, y tan mal aspecto tenía éste que le ordenó no dejarse ver por nadie. Más aún, el pobre contrajo las paperas —enfermedad muy generalizada en el ejército americano—, contagiadas por los niños con los que había forcejeado, cayendo gravemente enfermo.

Tocó entonces a la ciudad portuaria de Greenfield ser incendiada por orden del gobernador Tryon, ignoro a raíz de qué provocación; y estábamos avanzando sobre Nueva Londres, centro principal del comercio pirata en Connecticut, cuando la noticia de que los americanos estaban concentrando grandes fuerzas nos indujo a postergar el ataque hasta que pudiéramos traer refuerzos. No éramos en total tres mil hombres. En el término de nueve días habíamos causado a la población de Connecticut tan graves pérdidas, que Sir Henry Clinton fue informado por sus agentes secretos destacados en aquella provincia de que se estaba preparando un movimiento para concertar una paz por separado con nosotros, por haber perdido los habitantes toda esperanza de recibir ayuda del general Washington. Sin embargo, no se intentó el asalto a Nueva Londres, pues el general Washington, avanzando súbitamente sobre Stoney Point y Fort Lafayette, nos arrebató ambos fuertes mediante un ataque a la bayoneta efectuado por la noche. En consecuencia, nuestras fuerzas fueron retiradas para reconquistar estos dos importantes reductos, lo cual se hizo.

Hay que decir que el general Washington emprendía contra nosotros cuanta acción estaba dentro de sus posibilidades. No conseguía tropas del Congreso, el cual ahora esperaba sin duda que el esfuerzo activo de expulsarnos de su país fuera realizado principalmente por los franceses, del mismo modo que en guerras anteriores se había dejado principalmente a nosotros la tarea de expulsar a los franceses. El propio general Washington expresó el temor de que la virtud y el patriotismo se hubieran extinguido en América, y que «la especulación, el espíritu mercantil y una insaciable sed de dinero» hubieran llegado a prevalecer en casi todos los círculos de sus compatriotas. Estas palabras fueron escritas en un momento de desesperación; pero la ansiedad de los ricos y los pobres por igual ante la progresiva depreciación del dinero en papel y la gran escasez de moneda impulsaron a todo el mundo a procurarse alguna forma de riqueza que tuviera todavía valor en el caso de que el Congreso se declarase en bancarrota. Y lo hizo en efecto al poco tiempo, cotizando su papel en diecinueve chelines y medio la libra.

El relato sencillo e imparcial que acabo de hacer de esta expedición a Connecticut destaca ventajosamente frente a las versiones de los escritores americanos Ramsay y Belsham. Éstos han utilizado todos los artificios de la tergiversación arbitraria para desvirtuar los hechos con miras a hacer odioso a la humanidad el nombre británico. En expediciones de esta índole naturalmente se producen escenas contra las cuales se rebela el corazón sensible; pero en tiempos de guerra, el soldado humano no puede hacer más que aliviar los horrores de la misma, y no impedirlos del todo, particularmente si aquellos cuya morada se convierte por desgracia en escenario de la guerra no se comportan cuerdamente. Hace Mr. Ramsay esta afirmación extraña: «En New Haven, los habitantes fueron despojados de sus enseres domésticos y muebles. El puerto y el muelle quedaron cubiertos de las plumas vaciadas de los colchones rotos.» Es cierto que la gente de Nueva Inglaterra y, en realidad, todos los americanos hasta Carolina del Sur tienen una predilección exagerada por los grandes colchones rellenos de plumas, que a los ingleses se les antojan lechos sofocantes e incómodos; pero no se tomó venganza por esta peculiaridad. ¡Parece extraño que soldados agobiados por el peso de armas, municiones y provisiones transportaran hasta tan lejos colchones de plumas, nada más que para romperlos! Y en lo que se refiere a los muebles, ¿qué íbamos a hacer con ellos? En nuestras tiendas no había espacio para instalar roperos y relojes de pie, y cosas por el estilo, aun suponiendo que nos hubiéramos tomado el trabajo de sacarlos de las casas del enemigo. Tan calumniosas improbabilidades se refutan por sí mismas. Yo nunca vi nada semejante.

Además, Mr. Ramsay tiene la audacia de escribir: «A un anciano que padecía un impedimento natural para hablar le fue arrancada la lengua por uno del ejército Real.» Y en otro lugar: «Una criatura que mamaba fue despojada de parte de su ropa, mientras una bayoneta apuntaba al pecho de la madre.» Nadie que haya estado en América durante una gran parte de la guerra y haya participado personalmente en muchos de los combates puede leer tan burdas mentiras sin debatirse entre la indignación y la risa. Cualquier acto vergonzoso como el mencionado en primer término, de que se encontrara culpable a un soldado británico, habría sido castigado con todo rigor por sus superiores; en cuanto al segundo, la precaria camisa de algodón que basta a una criatura americana en los calores estivales habría sido un extraño botín para todo el que no fuese un loco.

Mr. Belsham, si bien algo más cauteloso que Mr. Ramsay, no_ por eso se aparta menos de la verdad. De su afirmación de que «todos los edificios y viviendas campesinas comprendidos en un radio de dos millas de la ciudad fueron arrasados por el fuego», puedo encargarme yo de calificarla de máxima calumnia. Es lamentable que tal tergiversación de los hechos pueda ser transmitida a las generaciones venideras bajo el nombre pomposo de historia.

Permítaseme agregar que nuestra causa fue mal servida por miembros del Parlamento que trataron de justificar el arrasamiento de las ciudades no por una afirmación clara de la provocación que hizo necesarios tan penosos actos, sino haciendo referencia a los escritos de Puffendorf y Grotius. Parece que mucho antes, estas dos autoridades en derecho habían declarado que el arrasamiento por el fuego de ciudades no fortificadas donde se atendía a los soldados estaba de acuerdo con las normas aceptadas de la guerra. Sin embargo, Mr. Burke, en nombre de la oposición, protestó, declarando que nuestros actos habían excedido todo cuanto pudiera sancionar el derecho de la guerra, aniquilando a una parte de la humanidad. El primer ministro y el fiscal del Estado se levantaron sucesivamente para censurar a Mr. Burke por esta exageración y tergiversación de los hechos, pero Mr. George Johnstone, que en 1763 había sido un gobernador rapaz de Florida y, más tarde, delegado de la Paz en compañía del conde de Carlisle, convino impetuosamente con Mr. Burke en que en efecto se estaba librando una guerra de exterminio contra el pueblo americano. «No debe darse cuartel al Congreso Americano, y si se pudiese soltar a los habitantes del Infierno sobre él, yo, señor presidente, aprobaría la medida.» El estúpido acaloramiento del gobernador Johnstone se debía a su resentimiento contra el Congreso por haber repudiado el convenio de Saratoga y por haberle tratado a él y los demás delegados con estudiada frialdad.

El 23 de septiembre fuimos embarcados cuatro mil hombres en Sandy Hook, cerca de Nueva York, bajo el mando del teniente general Conde de Cornwallis, a quien mencioné en mi primer libro como coronel ejemplar del Treinta y Tres, en los días en que yo estaba en Dublín aprendiendo los nuevos ejercicios de la infantería ligera. Se nos dijo que nuestro destino eran las Indias Occidentales, pues Jamaica se hallaba bajo la amenaza de la flota francesa. Después de socorrer a nuestra guarnición allí, ocuparíamos todas las islas francesas del Azúcar, como también las posesiones españolas, pues por entonces los españoles habían entrado en la guerra contra nosotros. Nos enteramos con alegría de esta expedición, pues al menos nos iba a proporcionar un cambio de clima. Un nuevo contingente de reclutas procedentes de Inglaterra había traído la fiebre, que pronto se propagó por toda la ciudad y la isla, al punto de que en el término de seis semanas seis mil hombres de la guarnición estaban incapacitados para el servicio militar. Nuestros oficiales, que siempre cuidaban mucho de nuestra salud, velaron para que desinfectáramos frecuentemente nuestras tiendas y nos proporcionaron quinina; no obstante, tuvimos muchos enfermos y algunos muertos. Nueva York era una ciudad muy expuesta a tales fiebres, particularmente a causa de la suciedad y estrechez de las calles en el lado Este, donde se apiñaban las casas y la ribera estaba atestada de un montón confuso de almacenes de madera, construidos sobre muelles que se proyectaban en todas direcciones. Grupos de negros empleados por el concejo municipal solían transportar por las calles, sobre sus cabezas, baldes hediondos llenos de las evacuaciones nocturnas procedentes de los retretes de los pudientes, para vaciarlos sobre el fango de las orillas, donde se producían vapores nocivos. También las cabañas de los conservadores indigentes que se levantaban en el área arrasada por el fuego de la ciudad eran centros de infección.

Cuando llevábamos dos días en alta mar (con un tiempo pésimo) nuestra expedición a Jamaica fue cancelada, pues llegaron informes de que la flota francesa había salido de las Indias Occidentales y se dirigía de nuevo hacia el continente americano. Regresamos el 29 de septiembre, y tuvimos que esperar dos meses antes de ser reembarcados rumbo al Sur.

Llegaron noticias que me apenaron profundamente. El general americano Sullivan había recibido orden de atacar con cuatro mil hombres las colonias de las Seis Naciones por las que yo había pasado dos años atrás, en invierno, acompañado de mi amigo Thayendanegea; los indios, apoyados por algunas fuerzas leales, habían entablado batalla con el general en Chemung, junto al río Susquehannah, y sufrido una aplastante derrota. El general había arrasado entonces todas las aldeas y pueblos, algunos de los cuales se componían de sesenta, ochenta y aun cien casas, y causado estragos mucho más grandes que los que nosotros provocamos a las poblaciones de Connecticut, pues sus hombres destruyeron completamente las cosechas de los indios; arrancaron incluso las hortalizas y los groselleros de los huertos y mataron todos los cerezos, manzanos y melocotoneros. Durante mis posteriores viajes por el interior de América encontré a un soldado que había participado en esta campaña y que era un hombre de buenos sentimientos. Me dijo: «Cuando incendiamos las cabañas de los indios, eso estaba muy bien hecho; parecía una venganza justa por lo que se había hecho con nuestras propias casas en el valle de Wyoming. Nos reímos ante el espectáculo de las llamas crujientes. Pero cuando cumpliendo las órdenes recibidas tuvimos que arrasar los sembrados, le juro que se me rebeló el alma. ¿Quién podía ver sin lágrimas cómo aquellos troncos que se erguían tan magníficos, con anchas hojas verdes y adornados con espléndidos frutos, llenos de dulce y lechosa savia…, cómo aquellas plantas sagradas caían bajo nuestros cuchillos para marchitarse y pudrirse inútilmente en los campos?»

Los indios, al mando de Thayendanegea, se pusieron a salvo, pero aquel invierno tuvieron que retirarse al Canadá y depender allí de la caridad del general Carleton. Las primeras noticias que recibimos decían que los americanos habían masacrado la población entera de las Seis Naciones, y son fáciles de imaginar los pensamientos sombríos que se apoderaron de mí. Desde el día en que me había despedido de Thayendanegea en la selva, cerca de Saratoga, antes de la capitulación, no había dejado ni un instante de pensar en Kate Harlowe y nuestra hija, y acariciaba todavía la esperanza de que algún azar de la guerra o la eventual firma de la paz volvería a reunirnos felizmente. Al proyectar mi huida del ejército de la Convención, había considerado primero la posibilidad de huir no aguas abajo, a Nueva York, sino aguas arriba, más allá de Albany, con intención de cruzar la colonia fronteriza americana, remontando el río Mohawk, e ingresar en las filas de los fusileros al mando del coronel Guy Johnson, quien operaba en combinación con las Seis Naciones, pues creía que Kate viviría todavía en el pueblo indio de Genesee, donde ella residía según informes de Thayendanegea. Kate era un imán a cuyo poder de atracción me resultaba sumamente difícil sustraerme.

La pena que me causó la falsa noticia de la matanza no tuvo sobre mí el efecto esperado; no me entregué a la bebida y a la vida disoluta. Era entonces un soldado con experiencia suficiente para no caer en estas insensateces. Por el contrario, concentré todas mis energías en un esfuerzo por perfeccionar mis conocimientos militares, leyendo libros que me prestaban mis superiores, y hacerme digno del regimiento en el que tenía la fortuna de servir ahora, cumpliendo estrictamente con mi deber. Aunque aquí el invierno llegaba por lo común hacia el Año Nuevo, a mediados de noviembre nevó y hubo heladas prematuras; y el comportamiento de los pájaros y los animales vaticinaba tiempo muy crudo. Resultó ser, en efecto, el invierno más riguroso de los últimos doscientos años; caza tan común como el venado, los pavos, las ardillas y las perdices quedó casi exterminada en todas las colonias del Norte; todos los setos de alheña en Pensilvania murieron a causa del frío; y el río Hudson se heló hasta Nueva York, ofreciendo un sólido puente de hielo de agua salada de una orilla a otra, en una distancia de más de una milla. Sin embargo, nosotros nos libramos de él. El día siguiente a la Navidad de 1779, el comandante en jefe, habiendo recibido de Lord George Germaine en Londres la orden de llevar la guerra a las provincias del Sur, se embarcó al frente de nosotros y de una gran parte del ejército para reconquistar Charleston, la capital de Carolina del Sur, que a la sazón estaba en poder del general americano Lincoln. Había ya mucho hielo en el puerto de Nueva York cuando nos hicimos a la mar.

Esperábamos llegar a destino para la Navidad de las Señoras, que es el nombre que en mi país se da a la víspera del día de Reyes; pero pronto nos dimos cuenta de que no cabía esperar que continuase el buen tiempo con que habíamos iniciado la travesía. El 28 de diciembre sopló un fortísimo temporal en la costa, de la que estábamos a treinta millas, y tuvimos que capearlo hasta la mañana siguiente. Las tropas que iban en nuestro transporte fueron presa de un grave mareo, y al amanecer el día siguiente había todavía mar gruesa y la flota estaba dispersa; uno de los transportes había perdido los palos durante la noche. Al día siguiente hizo buen tiempo, pero la víspera de Año Nuevo una bruma extraordinaria cubría las aguas. Soplaba viento del Norte y el mar hervía bajo una especie de vapor que en ningún momento se levantaba más que unos pies sobre el nivel de las aguas. Año Nuevo resultó un día radiante, como un augurio para el año que comenzaba, pero luego nos sorprendió otro temporal, que sopló del noroeste por espacio de toda una semana, obligándonos a arriar todas nuestras velas y permanecer al pairo durante todo este tiempo.

Nuestros hombres mareados se debilitaron mucho con el constante balanceo y, como las escotillas estaban cerradas a causa del grueso oleaje, no podíamos ventilar la parte del barco en que nos hallábamos alojados, de modo que el aire se hizo irrespirable. Tocino salado y galletas no eran ciertamente una medicina adecuada contra el mareo, pero no disponíamos de otro alimento. Al agua se le ponía alumbre, lo cual impedía que se corrompiese, pero al mismo tiempo la hacía muy desagradable al paladar.

El sargento Collins era el más activo de todos nosotros. Cuando le preguntamos cómo se las arreglaba para no tener náuseas y vomitar continuamente, nos indicó, casi avergonzado, el viejo remedio de los marineros, que consistía en ingerir un trozo de tocino graso y volver a ingerirlo tantas veces como lo rechazara el estómago. Dijo que a la cuarta tentativa el estómago era dominado por esta expresión de firme voluntad de la garganta y el tocino ya no iba y venía entre los dos, sino que pasaba debidamente al intestino. Sin embargo, ninguno de nosotros se animó a probar la receta, a pesar de datar ésta de los tiempos del Arca de Noé. Yo llevaba conmigo dos libras de té de Souchong, que alivió grandemente a los mareados mientras duró, pues le agregué ron.

El 9 de enero el temporal amainó durante un día, pero luego sopló del Oeste sin interrupción seis días seguidos, durante los cuales estuvimos al pairo una vez más. Continuamente el agua verde se volcaba sobre nosotros barriendo todo lo que había en cubierta. Muchos hombres resultaban heridos al ser arrojados contra la madera o el hierro a causa de los balanceos y cabeceos de nuestro barco. Mucha agua salada entró en la embarcación, y nuestra reserva de agua dulce se fue reduciendo de manera alarmante en los toneles. Creo que fue durante este temporal cuando se fueron a pique el barco que transportaba la artillería pesada de la expedición y otras tres o cuatro naves. El Russian Merchant, un transporte que llevaba artilleros junto con sus mujeres e hijos, empezó a hundirse lentamente ante nuestra vista, a raíz de haber saltado su maderamen de forma que era imposible calafatearlo. Era un barco viejo y destartalado, y nunca debiera haber sido movilizado para tan importante servicio. Nos fue imposible prestar la menor ayuda, pues nosotros mismos luchábamos duramente con la mar gruesa y las olas se habían llevado todos nuestros botes y el palo de mesana. Sin embargo, a pesar del tremendo oleaje, el Lady Dunmore, una balandra armada en corso, se acercó y subió a bordo a la tripulación y a los pasajeros. Lanzamos con entusiasmo tres hurras en su honor por esta acción audaz. No bien el último bote se había alejado un poco, el Russian Merchant volcó y se fue a pique en medio de un gran remolino.

Nuestra flota dispersada se cruzó, unos días más tarde, con una flota americana de veintiséis velas, procedente de la isla holandesa de Eustacia, el depósito más grande de los contrabandistas en las Indias. Los holandeses no habían entrado aún abiertamente en la coalición dirigida contra nosotros. Entonces el mar estaba tranquilo. Los americanos apresaron algunos de nuestros barcos que habían perdido el contacto con la flota escolta y saquearon otros. A su vez, una nave de la Flota Real capturó una goleta de ellos que había perdido el timón. El transporte en que íbamos nosotros, y cuyo nombre no recuerdo por ser un nombre holandés difícil de pronunciar, escapó a duras penas de otra goleta americana; pero aprovechamos un viento del que ella no se benefició y así escapamos del alcance de sus cañones. Fue una cosa muy extraordinaria, pues nos aventajaba en velocidad y se nos acercó hasta una distancia de milla y media, quedándose de pronto inmovilizada. Luego nosotros también nos quedamos sin viento, pero se levantó uno procedente de otro cuadrante, que aprovechamos, mientras que ella siguió inmóvil. Habíamos aparejado un palo de mesana improvisado.

Continuó la racha de contratiempos hasta la primera semana de febrero, cuando, después de haber pasado Carolina del Sur, llegamos a Tybee, en Georgia, un puerto situado en la desembocadura del río Savannah, que separa las dos provincias. Nuestra compañía dio en todo momento pruebas de la mayor disciplina y entereza, así que a mí me fue fácil reírme del peligro y mostrar indiferencia por nuestra suerte. Todos compadecían mucho a los caballos que llevábamos a bordo, que perecían de hambre por falta de forraje; tuvimos que matar a tiros a seis de ellos, y los demás tampoco sobrevivieron a la travesía. En efecto, ni uno solo de los doscientos caballos que llevábamos para la artillería y la caballería desembarcó sano y salvo.

Nuestro transporte fue uno de los últimos que arribaron a Tybee, quedando apenas tiempo para llevar a bordo agua y fruta fresca, particularmente naranjas y limones, que nos hacían mucha falta para depurar nuestra sangre antes de hacernos nuevamente a la mar. Regresamos en verano y por primera vez vi palmeras y áloes, junto con otros árboles y plantas que conocía solamente a través de la lectura de las Sagradas Escrituras. Un perfume denso y exquisito se mezclaba extrañamente con el hedor del puerto; Georgia se halla a unas mil cuatrocientas millas al sur de Quebec, a novecientas de Nueva York y en la misma latitud que Jerusalén y el delta del Nilo. En Europa no se tiene una noción cabal de la enorme extensión de Norteamérica, que es igual a la de todo el océano Atlántico Norte.

Me hubiera gustado mucho visitar Savannah, la principal ciudad de Georgia, situada unas pocas millas aguas arriba del río del mismo nombre; pero no tuve ocasión de hacerlo. Algunas semanas antes, la pequeña guarnición de Savannah había repelido con éxito el primer ataque combinado de una flota francesa y un ejército americano, y a raíz de este fracaso, como en ocasiones anteriores, hubo recriminaciones recíprocas entre los aliados. La flota francesa se retiró en parte a Europa, en parte a las Indias Occidentales, y el general Lincoln, comandante americano, invernaba ahora con sus tropas en la hospitalaria ciudad de Charleston, cien millas al norte en la costa. Con el propósito de sorprenderle allí, el 10 de febrero partimos de Tybee para el pueblo de Edisto del Norte, a treinta millas de Charleston, y llegamos sin contratiempos. Con nosotros vino una parte de la guarnición de Savannah, que últimamente había sufrido mucho a causa de la fiebre amarilla.