CAPÍTULO 2

No se pueden extender los excesos crueles de un individuo como el coronel Henley, y su efecto sobre varios de sus subordinados, hasta acusar a toda la nación americana; y quiero observar aquí que, en tiempos de guerra, la mayor generosidad hacia el enemigo parece ser demostrada por las tropas que intervienen directamente en la lucha, mientras que los sentimientos más viles e inhumanos prevalecen en las bases y campamentos alejados del campo de batalla. No quiero tampoco ocultar a mis lectores que en Nueva York, donde los prisioneros tomados a los americanos eran recluidos en barcos viejos del puerto, el trato que se les daba habría sobrepasado ampliamente en crueldad al que nosotros recibíamos entonces. Es de notar que el comisario de los prisioneros de guerra, como la mayoría de los guardias de las prisiones, era un conservador americano, y éstos vengaban los viejos agravios sufridos por sus desdichados compatriotas. Ello no obstante, hay que censurar la negligencia de los altos oficiales británicos responsables del bienestar de esos prisioneros; y el capitán preboste, mayor Cunningham, una bestia humana (aunque me cueste decirlo), era irlandés. Cuando almas caritativas proporcionaban a sus presos medio muertos de hambre un plato de caldo, se divertía volcándolo y mirando a los pobres lamer el líquido como perros en el mugriento suelo. Naturalmente, cuando los dirigentes de Massachusetts supieron las atrocidades cometidas en los barcos viejos y en la cárcel del mayor Cunningham en Walnut Street, Nueva York, reaccionaron procediendo igual con nosotros.

No quiero, pues, extenderme excesivamente sobre los sufrimientos que nos hizo pasar el coronel Henley, sino limitarme a referir un incidente que tuvo lugar a principios del año 1778, mientras un grupo de nuestros hombres, yo entre ellos, presenciábamos un desfile de la milicia americana. Su torpe manejo de las armas provocaba el regocijo callado de espectadores veteranos como nosotros, si bien nos esforzábamos por disimular nuestra hilaridad. Sin embargo, el coronel Henley, que mandaba el desfile, se dio cuenta de nuestro gran interés y gritó:

—¡Largaos de ahí, canallas, u os pesará!

Inmediatamente dimos media vuelta y nos retiramos bien que mal por el barro, esperando los que estaban atrás a que se dispersara el resto del gentío.

—Vamos, malditos —gritó el coronel Henley—, ¡os voy a hacer caminar!

En ese momento, el cabo Buchanan, mirando atrás, vio que al miliciano que actuaba como jefe de fila se le caía al suelo el mosquete a causa de un movimiento torpe, y no pudiendo ya contener su hilaridad soltó una estrepitosa carcajada. Entonces, el coronel Henley espoleó su caballo y galopó hacia él blandiendo la espada. Buchanan eludió el golpe y se salvó, pero la espada fue a herir a un sargento de otro regimiento en el costado izquierdo. El coronel Henley volvió a sus hombres, enderezando el arma, que, a causa de su poca calidad, casi se había partido en dos contra las costillas del sargento. Luego ordenó a sus hombres cargar sus mosquetes y regresar con él para dar caza a Buchanan y dispararle en cuanto lo encontraran. Si bien carecíamos de armas, nos sentíamos todos obligados a proteger a nuestro camarada, y aseguramos a gritos al coronel que sólo conseguiría atrapar a aquel hombre matándonos a todos.

Ya el coronel Henley había dado la primera orden para una descarga cerrada contra nosotros, cuando el mayor Sweasey, que afortunadamente apareció en ese momento, le imploró que desistiese, proponiendo en cambio que se pidiese al oficial británico que tenía el mando de nuestros alojamientos que detuviese a Buchanan y lo recluyera para ser procesado. El coronel Henley accedió de mala gana y nosotros nos dispersamos. Finalmente, Buchanan fue entregado como prisionero y condenado a algunos días de reclusión por falta de respeto.

Pero cuando otros dos soldados nuestros fueron heridos ese mismo día por instigación del coronel Henley, el general Burgoyne pidió que esta infame persona fuese llevada ante un consejo de guerra especial. Se accedió a la demanda y él mismo actuó de fiscal, pronunciando un discurso elocuente y enérgico en el que recordó a los americanos el debido respeto a los derechos humanos que tan brillantemente habían sabido expresar en su Declaración de Independencia. De más está decir, sin embargo, que el coronel Henley fue absuelto de los cuatro delitos de que se le acusaba, ya que el tribunal estaba integrado por personas allegadas a él, y se prefirió el testimonio (cuidadosamente preparado de antemano) de los milicianos a los de los testigos oculares británicos. Se alegó en su defensa que día tras día y hora tras hora habíamos adoptado una actitud insultante e insolente hacia nuestros guardianes y hacia el propio coronel, con nuestra resolución de proteger a Buchanan, y que el coronel era un oficial impetuoso, pero bien intencionado, sólo animado por el deseo de defender a su país contra cualquier afrenta. Fue una farsa descarada. La réplica de Terry Reeves respecto a King Hancock fue desvirtuada mediante esta declaración absurda: «King Hancock ha venido a la ciudad. ¿No les parece descarado haberse acercado tanto al general Burgoyne?»

Se habló mucho de la acusación formulada por el general Burgoyne contra este coronel americano, y la sentencia absolutoria sirvió a los americanos y a sus enemigos en Inglaterra para presentarle como un alborotador. Pero los soldados le quedamos agradecidos por su cálida defensa de nuestra causa, y en definitiva su acción tuvo éxito, pues si bien el coronel Henley había sido reintegrado formalmente a su mando después de la vista del proceso, fue trasladado una semana más tarde siendo reemplazado por un coronel más humano llamado Lee. Este coronel acabó con un gran abuso: otorgó a nuestros hombres pases para la compra de provisiones, así que los desorbitantes precios que se nos cobraban en los dos almacenes de la colina bajaron al valor corriente del mercado.

El 10 de enero, dos días después del incidente ocurrido en el lugar del desfile, fui a Charlestown Neck a efectuar algunas compras a los granjeros de los alrededores de la incendiada aldea de Charlestown. Terry Reeves, ya repuesto de su herida, había sido elegido como sargento de avituallamiento del Noveno y se le concedió un pase para acompañarme.

Le dije:

—Vamos a pasar por Bunker’s Hill y Breed’s Hill para ver cómo fue la batalla.

Así lo hicimos, y estábamos descansando en el reducto en ruinas que había sido el escenario de la lucha más feroz durante esa batalla, cuando oímos pasos que se acercaban. Espiando por encima del parapeto nos vimos frente a una persona cuyo repugnante aspecto será a estas alturas tan familiar a los que han leído mi volumen anterior, que renuncio a describirlo de nuevo, toda vez que no había cambiado. Era, créanlo ustedes, una vez más el reverendo John Martin, pero esta vez vestido de sacerdote congregacionalista americano.

Cogí a Terry por el hombro en silencio, para hacerle ver mi determinación de hacer frente a la situación sin vacilaciones, y que esperaba su apoyo; pero el estremecimiento que le recorrió me reveló que estaba casi muerto de miedo.

—Buenos días, santo varón —grité—. Y por favor, ¿quién es usted? Pues es la tercera vez que nos encontramos, y sin embargo no nos conocemos todavía.

—Yo no recuerdo haberle encontrado antes —dijo él con brutal franqueza—. Pero veo que habla usted con acento irlandés.

—Mi padre también lo tenía —contesté con tono severo—; pero esto no hace al caso. Le he preguntado su nombre. ¡Dígalo, pues!

—Soy el reverendo John Martin —dijo él, de pronto muy humilde—, un capellán de la milicia de Rhode Island. Veo que usted pertenece al ejército de la Convención que fue tomado prisionero. Muchos de sus camaradas británicos hallaron la muerte aquí hace tres años. ¿Conoce usted acaso una hermosa obra de teatro que se titula La caída de la tiranía británica? Yo no soy el autor, pero rectifiqué algunas líneas.

—Dicen que es una obra malísima, que no vale nada —dije, a pesar de que jamás había oído hablar de ella.

—Oh, no —insistió el falso sacerdote—. Es una obra realmente magnífica. Y todos tienen parte en ella. El almirante Tombstone (quiero decir, el almirante Graves, ¡ja, ja!)[3] dice en un estilo estrambótico: «Muchos beaux, petits maîtres, empolvados, petimetres, calaveras, fatuos, snobs, bastardos de nobles e hijos de puta cayeron ese día.»

—Ni una palabra más —dije—, o vengaré con mis puños el agravio hecho al ejército.

—No pretendo ofender a nadie —se apresuró él a contestar—. Una obra de teatro no es más que una obra de teatro, una cosa inofensiva. Pero, mi buen sargento, yo mismo tomé parte en la batalla. En efecto, fui yo quien la noche anterior, en ausencia del coronel Gridley, el patriota ingeniero, dirigió la construcción de este reducto. Tuve más de mil hombres a mis órdenes.

—Hábleme más —dije, mirándole fijamente a los ojos— y le creeré menos.

Pero él rehuyó mi mirada y trató de impresionar a Terry, quien temblaba como si le hubiera dado un ataque.

—Oh —dijo, cuando repetí mi orden en voz más alta—, como usted guste. Bueno, a la mañana siguiente bajé más allá de Charlestown con unos anteojos de campaña para echar un vistazo al enemigo. Una bala de cañón vino silbando y atravesó la casa donde yo estaba tomando un refresco, propiedad de un tal Mr. Cary. Me arrancó el sombrero, pero no me tocó, y regresé a la colina. Desde allí envié un mensaje al general Ward, en Cambridge, pidiendo refuerzos, pues consideraba que las fuerzas que ocupaban el reducto eran débiles, y en respuesta se presentó poco después de mediodía el coronel Putnam con los hombres de Connecticut.

—Así que tuvo usted un papel importante en la dirección de la batalla, ¿eh? —dije en tono de burla, pues me constaba que cada palabra era una patraña, y aparté de mí todo mi terror inmotivado.

—Pues eso no fue nada en comparación con lo que siguió después —continuó él, presuroso, levantando cada vez más la voz—. Regresé en persona al cuartel general de Cambridge para urgir al general Ward a que enviara carros para el traslado seguro de los heridos. A mi regreso se estaba luchando encarnizadamente. Me aposté junto a esa cerca (señaló hacia la izquierda, pues estábamos de pie, cara a Boston), donde los hombres de Connecticut, mezclados con algunas compañías irlandesas, estaban luchando con los Fusileros Galeses. Los irlandeses, sin darse cuenta, dispararon contra nuestras líneas, pero avancé corriendo y les pedí en irlandés antiguo que cesasen el fuego. Los hombres de Connecticut, que no entendieron esta lengua, sospecharon traición; pero los irlandeses me hicieron caso y todo salió bien.

—Así que usted también es irlandés —observé en un tono muy severo, como si lo supiese entonces por primera vez—. Ahora podemos hablar en un terreno común. ¡Siga!

El hombre continuó su relato, con los ojos tan inquietos como la llama de una vela en una corriente de aire.

—Me había ceñido ese día una larga espada irlandesa, e hice muy bien en venir armado así. Los británicos avanzaron flanqueando la cerca por el lado del agua y me llamaron mal clérigo, diciendo que me matarían ahí mismo. Uno de los galeses me disparó a quemarropa y se abalanzó sobre mí con la bayoneta calada. Pero yo lo destripé de un golpe de espada. Luego entablé combate con un oficial que desenvainó su acero; también le despaché al otro mundo con un tajo en el cuello. Sólo perdí un botón de la chaqueta.

Sobre este punto, dije al pastor:

—Si yo creyese que es usted un hombre honesto o un ministro del Señor, no le castigaría. Pero ha hecho usted ondear demasiadas banderas falsas, y en demasiadas ocasiones ha resultado un ave de mal agüero para mis camaradas y para mí mismo. Voy a cambiar mi suerte a la manera india, dándole una buena tunda.

Y me volví a Terry:

—Terry —dije—, por el honor de nuestro ejército y de Irlanda estoy decidido a propinar una paliza a este mentiroso, «así sea Whaley, Goffe o el propio diablo». Préstame ese pequeño garrote de nogal que llevas ahí.

Terry gritó:

—No, no, Gerry. ¡No lo hagas! Nos jugará alguna mala pasada. Pero, no obstante, cogí el garrote que él había tirado al foso y lo arrojé contra la cabeza del falso sacerdote.

Éste se agachó y saltó ágilmente el parapeto. Yo me dispuse a perseguirle, pero sentí un extraño aturdimiento, como si hubiese tocado un barbo, y le seguí torpemente. Cuando hube salvado el parapeto y miré en torno, él había desaparecido sin dejar rastro, como si nunca hubiese estado allí.

Terry me miró desconcertado.

—Oh, Gerry —dijo con voz desfallecida—, ¡tú sí que eres valiente! Yo, cada vez que me encuentro con ese diablo me siento como una rana frente a una serpiente negra. Estoy casi seguro de que a nuestro regreso al campamento nos encontraremos con alguna mala noticia.

Lo reprendí, diciendo:

—Terry, no debes permitir que te dominen esos malos pensamientos. Haz frente al diablo y verás cómo huye y desaparece, pues no hay fuerza ni poder en la mentira. Que tú eres un hombre valiente bien lo sabemos, por tu desafío al coronel Henley. Creo que ese reverendo tardará en cruzársenos otra vez en el camino.

—Si fuese un hombre mortal —explicó Terry con una voz todavía temblorosa—, no me importaría. Pero es tan viejo como la maldad del mundo.

De regreso en el campamento encontramos que el sombrío vaticinio de Terry estaba justificado, habiéndose confirmado los vagos rumores que desde hacía mucho tiempo corrían en el campamento. El convenio de Saratoga, firmado solemnemente por el general Gates, no sería ratificado por el Congreso, y en consecuencia seríamos mantenidos en cautividad por tiempo indefinido.

Aquí, como siempre que se trata del Congreso americano, hay que distinguir entre los verdaderos motivos que guiaban su política y las causas alegadas. Su excusa por la no ratificación del convenio fue que el general Burgoyne había puesto en tela de juicio la buena fe de los americanos, acusando injustificadamente a un coronel de la milicia de intento de asesinato, y quejándose, además, de que el miserable alojamiento de sus oficiales en Cambridge y de nosotros mismos en Prospect Hill no estuviera de acuerdo con lo convenido; y que en consecuencia, si podía expresarse en términos tan apasionados, bien pudiera ser que él mismo pensara en violar el convenio. Por otra parte, al entregar nuestras armas en Saratoga, habíamos conservado las cartucheras vacías y los cinturones, y así (aunque el general Gates no había insistido en ello) habíamos faltado al espíritu del acuerdo. También se quejó el Congreso de que no le hubiéramos proporcionado una descripción personal de todos nuestros oficiales y tropas, lo que sin embargo no había exigido expresamente. Por último, cuando a causa del peligro y de las dificultades de llevar durante los meses de invierno barcos transportes a Boston, se había pedido al Congreso que nos autorizara a marchar a Providence, en Rhode Island, donde las condiciones de anclaje eran más favorables, para ser embarcados allí, se pretendió que con tal petición se intentaba eludir las estipulaciones del convenio y preparar un movimiento ofensivo.

La realidad es que los americanos en general, y los de Nueva Inglaterra en particular, no soportaban la idea de salir perdiendo en un negocio; y cuando el Congreso supo que el general Gates, no obstante tener rodeado a nuestro ejército y poseer sobre él una superioridad numérica de cinco a uno, había cedido a la amenaza del general Burgoyne de lanzar un ataque desesperado, dejándonos en libertad, esos señores se sintieron defraudados y buscaron un resquicio legal por el cual salirse con la suya. El general Lafayette, un joven oficial francés, que con el grado de mariscal de campo formaba entonces parte de la familia militar de Washington, dijo al Congreso que sería una estupidez ratificar el convenio. Alegó que, aunque no fuésemos enviados de nuevo a América, podríamos servir como tropas de guarnición en algún otro punto del Imperio, permitiendo así que otros regimientos ocupasen nuestro lugar. Además, se nos podría utilizar activamente contra los franceses, a quienes la noticia de nuestra rendición alentaría ahora seguramente a concertar una alianza abierta con los americanos contra nosotros. El general Lafayette insistió en estas consideraciones militares tanto más fácilmente cuanto que la violación que proponía de una promesa dada afectaría sólo a la República Americana, pero no a su propio país. Se dice que el general Washington y otros hombres de honor no compartieron su punto de vista, sino que denunciaron con indignación los débiles y fútiles pretextos que esgrimía el Congreso para eludir sus obligaciones. Sin embargo, el general Lafayette logró vencer todos los escrúpulos, estableciendo como precedente una pretendida violación hecha por nuestro gobierno, muchos años atrás, del convenio de Kloster Seben, donde los franceses habían perdido.

Como el convenio no había sido repudiado abiertamente, nos quedaba todavía al menos la esperanza de ser canjeados por prisioneros americanos. Mientras tanto, entre nuestros guardianes corrían rumores de que el almirante Howe había hecho una tentativa de penetrar con su flota en Boston para liberarnos; y cierta noche en que fueron encendidas fogatas de colina en colina, se produjo un gran revuelo y la milicia acudió de lejos para repeler el ataque, que se juzgaba inminente. Sin embargo, fue tan sólo una falsa alarma, organizada por los americanos para estimular el recelo popular con respecto a la buena fe británica.

Nuestro cautiverio había llegado a colocarnos en una situación muy penosa, por la falta de ocupación y la pérdida de nuestras esperanzas, pero nos consolábamos pensando que la primavera no tardaría en llegar y que la nueva campaña daría el triunfo definitivo a las armas británicas. Era del dominio público que el general Washington, único general americano que mantenía un ejército en campaña durante este invierno, había sido llevado a una situación muy apurada por sus enemigos en el Congreso, que le negaban abastecimientos, y por las deserciones de sus milicianos, que se resentían de la disciplina que les imponía. Ya no contaba más que con tres mil hombres bajo las armas en el campamento de Valley Forge, junto al río Schuykill, y el general Howe, confortablemente instalado en Filadelfia, sólo se abstenía de atacarlo por creer que la fuerza de la revolución ya estaba rota por las rivalidades e intrigas de sus dirigentes.

Nuestra consigna era: «paciencia».

Sin embargo, antes de que transcurriera mucho tiempo, llegaron noticias de que los de las colonias habían hecho algo que no les hubiéramos creído capaces de hacer: ¡habían firmado una alianza armada con nuestros enemigos mortales, los franceses, renunciando así para siempre al nombre y a la tradición de ingleses! Desde el comienzo de la contienda, Francia había alentado secretamente a los americanos en su rebeldía, suministrándoles armas y municiones, mientras que al mismo tiempo halagaba a Gran Bretaña haciendo declaraciones de las más pacíficas intenciones. Agravaba las cosas el hecho de que los traidores de nuestro partido opositor en la metrópoli estaban en perseverante contacto con los agentes americanos en Francia, y se regocijaron abiertamente al enterarse de la capitulación del general Burgoyne en Saratoga.

Mal que me pese, debo decir que los agentes americanos que visitaban nuestro campamento y nos bombardeaban continuamente con amenazas y halagos, en un esfuerzo por persuadirnos de que desertáramos, tuvieron bastante éxito con algunos regimientos, incluso en esos primeros tiempos de nuestro cautiverio, aunque los resultados fueran muy escasos con el Noveno. Se nos prometía la libertad, carta de ciudadanía y permiso para ejercer nuestra profesión en cualquier estado en que prefiriéramos establecernos, y, si optábamos por entrar en su ejército, ¡el grado y la paga de oficial para cada hombre con tres o más años de servicio! Incluso el más reciente recluta nuestro podría ganar una bonita suma si desertaba; porque los granjeros y fabricantes acaudalados llamados a servir en la milicia se encontraban poco menos que en la imposibilidad de contratar sustitutos, y estaban dispuestos a ofrecer casi cualquier precio por ellos. Es notable el escaso número de los que mordieron esta carnada, el gran número de los que lo hicieron eran sólo desertores fingidos y pasaban a Nueva York en la primera oportunidad que se les ofrecía. Sin embargo, toda la banda de música del Sesenta y Dos, salvo el director, fue seducida y ofreció Yankee Doodle y otras marchas patrióticas a un regimiento de Boston; y una vez reconocimos a un soldado del Cuarenta y Siete, que había desertado tres años antes, que llegó al campamento a caballo, luciendo el uniforme de mayor, al frente de una columna de abastecimientos. Nuestros oficiales tuvieron que pasar por el humillante trance de obedecer órdenes suyas.

El 15 de abril, cuando la primavera había llegado inesperadamente y volvíamos a ver pastos verdes por primera vez desde nuestra captura, se pasó revista a nuestra brigada, que constaba de la artillería, las tropas de vanguardia y el Noveno, y se le dijo que debía prepararse para marchar a Rutland, en el interior de la provincia, por haber decidido el Consejo de Boston que estaríamos mejor allí. Por fortuna para nosotros, un barco había arribado dos días antes de Nueva York al puerto de Boston, enarbolando bandera de tregua, con algunas cosas que nos hacían falta, o sea mantas, ropa y medicamentos; de lo contrario nos hubiéramos encontrado en una situación muy lamentable. Se nos hizo marchar por el mismo camino de Worcester que habíamos tomado en el viaje a Boston, y aproximadamente a mediodía hicimos un alto en un pueblecito llamado Weston, antes de seguir viaje a Westborough, a veinticinco millas del campamento al que debíamos llegar por la noche.

Yo estaba descansando al borde del camino, eludiendo en lo posible toda conversación con los habitantes del pueblo, que se divertían a nuestras expensas, cuando oí a alguien pronunciar mi nombre, y un sargento de la milicia americana se me acercó por entre el gentío y me cogió de la mano.

Al principio no le reconocí, pero él juró que, debiéndome la vida, debía al menos insistir en que yo tomara un refresco con él en una taberna cercana. Era un tal Gershom Hewit, cuyas heridas yo había vendado después de la lucha en Fort Anna. Primero me negué a acompañarlo, por temor a que me apresasen por abandonar la columna; pero él se comprometió a extenderme un pase, y su ofrecimiento de un vaso de mimbo, o sea ron y agua caliente endulzados con melaza, era muy tentador; así que subí con él la colina hasta la taberna.

Hewit me llevó a un salón privado, donde se nos sirvió el mimbo. Cuando el tabernero se hubo retirado, me dio unas cordiales palmadas en la espalda y me dijo que habíamos vuelto a encontrarnos en un momento afortunado, pues él estaba ahora en condiciones de prestarme un gran servicio, con lo que podía pagarme la deuda de gratitud que tenía conmigo.

Al preguntarle yo de qué se trataba, me dijo, evidentemente convencido de que aceptaría, que si yo estaba dispuesto a desertar del servicio del rey y de una causa que —debía admitirlo— era mala y estaba perdida, él podía hacerme médico de su regimiento, con una paga muy buena; ¡pues ese mismo día había sido encargado de encontrar a alguien que pudiera llenar la vacante!

—Sargento Gershom Hewit —le contesté—, usted se ha formado una opinión equivocada acerca de mi carácter. Le agradezco su ofrecimiento de conseguirme ese puesto de médico y la hospitalidad que me brinda, pero debo negarme a hablar con usted de traición, incluso en este salón privado.

Levanté mi humeante vaso y brindé por la salud del rey George, agregando:

—Si se niega a beber conmigo, tengo que beber solo.

Bebí solo, pues él se levantó y se fue sin decir palabra. Me quedé uno o dos minutos más en el salón, leyendo un manoseado ejemplar del Poor Richard’s Almanack, para el año 1744, editado en Filadelfia por el doctor Benjamin Franklin, que estaba sobre la repisa de la chimenea.

Había en él unos versos que me llamaron la atención y los aprendí de memoria para edificación de mis camaradas. Se referían a la costumbre de Nueva Inglaterra de «arroparse», esto es, de acostarse en la misma cama dos personas jóvenes y solteras, de ambos sexos, que se tienen cariño, pero con supuesta castidad absoluta, con objeto de hacerse compañía y economizar combustible; era una costumbre que por estas tierras estaba todavía generalizada entre la gente pobre, que sostenía que el hombre y la mujer (habiendo sido ya santificados por la Gracia) no podían ceder a la tentación. Generalmente, la propia madre de la muchacha en cuestión metía a la pareja en la cama y apagaba la luz. Quiero señalar aquí que en América abundaban los hijos naturales; mas casi siempre el hombre se casaba con la muchacha a la que había seducido, y la ventaja de una población nutrida en un país tan extenso y rico disculpaba la falta incluso en el caso de que no fuese reparada luego por el matrimonio, siempre que no se tratara de incesto o que no fuera repetida con excesiva frecuencia por una misma mujer. El «arroparse» era motivo de frecuentes bromas, y comprobé que si en compañía de americanos censuraba chistes de esta clase, se me tomaba por un mal pensado que dudaba de la inocencia de quienes practicaban esa costumbre.

Los versos decían:

Biblis es admiradora de la soledad,
y muy amante de las tinieblas;
todas las noches apaga el fuego de su alcoba
y sólo deja una simple chispa;
así, se queda despierta hasta las cuatro,
caldeándose, no cabe duda, con piedad.
Y luego, ya cansada, a las cinco,
suspira… y apaga la chispa.

Pensé: «Éstas son gentes que nunca alcanzaré a comprender. Si esa costumbre es realmente casta, ¿cómo les gusta tanto hacer bromas alusivas al respecto? Y si es una costumbre viciosa, ¿cómo es que los ministros, que tienen tanta influencia sobre esa gente, la toleran y hasta alientan como una práctica inocente?»

En este punto de mi meditación, llegaron del local de la taberna destinado al público fuertes gritos, ruidos como si hubiese pelea y chillidos de miedo y de indignación de las mujeres de la casa. Supe más tarde que una compañía de nuestros artilleros me había seguido a la taberna en busca de un vaso de mimbo, y que el sargento Hewit, después de dejarme, se había unido a ellos, tratando de hacerles desertar. Le habían dado respuestas despectivas que agraviaron a los americanos presentes, produciéndose una batalla con sillas y puños. Se rompieron tres vasos, pero aparte de algunas magulladuras, los contendientes no sufrieron daño. Los artilleros se retiraron con éxito y se reintegraron a la columna en el momento preciso en que ésta reanudaba la marcha.

Cuando me disponía a salir tranquilamente de la taberna, el tabernero, temeroso de no recibir satisfacción por el daño ocasionado, gritó:

—Yo tengo posada y mujer, pero no tengo miedo. Le voy a sacar el dinero del bolsillo, lo juro. —Corrió hasta mí y, asiéndome del cuello de la chaqueta, exclamó—: ¡Vamos, canalla inglés, o me pagas estos vasos rotos o te llevo ante la justicia!

—Tabernero —le contesté—, usted sabe tan bien como yo que no estaba en este lugar cuando volaban las sillas, sino en el salón privado.

—¡Mentiroso! ¡Sinvergüenza! —gritaron su mujer y sus hijos—. ¡Usted era el cabecilla del grupo! ¡Lo hemos visto con nuestros propios ojos!

—Esto le va a costar sesenta dólares, joven —declaró el tabernero, muy serio—. Ya ve, hay testigos.

Me volví hacia la mujer del tabernero y le pregunté suavemente:

—¿Puede usted decirme, señora, pues hace mucho que las vicisitudes de la guerra me tienen alejado de mi Biblia, cuál es el mandamiento que prohíbe levantar falsos testimonios? ¿Es el décimo o el noveno?

Pero ella no se confundió:

—El mandamiento sólo prohíbe levantar falsos testimonios contra el prójimo, y el Evangelio da claramente a entender (en el capítulo relativo al buen samaritano) que sólo es prójimo aquel que presta un servicio amistoso a un hombre. Usted no nos ha prestado ningún servicio amistoso. Muy por el contrario, ha venido a nuestro país a devastarlo y a aniquilar a nuestros jóvenes, como los asirios fueron a la tierra de Israel. Y no siento amor ni piedad por usted.

—Llame usted entonces al sargento Gershom Hewit, señora —le contesté—, pues él sí que puede llamarme prójimo, y dará fe de que yo no soy responsable de estos daños.

—Oh, no —exclamó el tabernero—, no puede escapársenos así. El sargento Hewit, aunque le ha traído a usted aquí, me está muy obligado y no perjudicaría mi negocio. El mandamiento prohíbe levantar falsos testimonios contra el prójimo, pero no dice que uno deba dar voluntariamente testimonio auténtico, ni aun cuando lo inviten a ello. Vamos, vamos, no me venga con historias y págueme mis sesenta dólares. Bueno, por amor a la paz, me doy por satisfecho con cincuenta.

No hubo manera de convencerles para que llamasen al sargento Hewit, que había vuelto a su casa con la cabeza lastimada, pues todos sabían que me estaba obligado.

Llevaba ocultas en mis botas cuatro guineas de oro, cada una de las cuales valía a la sazón lo menos cincuenta dólares en papel continentales, y prefería sacrificar una parte de mi tesoro a ser encarcelado y separado de mis compañeros. Aunque se trataba de una injusticia tremenda, me encontraba a merced del tabernero. Desgraciadamente, empero, esta salida me estaba cerrada; en cuanto revelase el secreto de mi dinero, el tabernero se lo llevaría todo, e incluso se las daría de benevolente por avenirse a aceptar veinte dólares en lugar de los cincuenta.

Cincuenta dólares en papel no era un precio tan elevado como parece a primera vista; acaso sólo fueran el doble del valor de los vasos rotos. Pues los americanos habían dependido de Gran Bretaña e Irlanda para la casi totalidad de sus necesidades de objetos de vidrio y alfarería, así que tres años de guerra y, antes de la guerra, las poderosas asociaciones de colonos para evitar el uso de mercaderías manufacturadas de procedencia británica y, finalmente, la rápida depreciación del papel moneda habían elevado el precio de los más simples utensilios domésticos de medio penique a dólares. Era poco menos que imposible reemplazar lo que se rompía, y quiero mencionar a este respecto que, cuando después de la capitulación de Saratoga, el general Gates dio un banquete al general Burgoyne y su estado mayor, sólo pudieron encontrar cuatro platos y dos vasos para tal fin en todo el campamento americano.

Para ser breve, me negué a pagar, diciéndoles que estaban en libertad de llevarme ante un juez, ante quien podrían probar mi delito, si esto les era posible. Hubo entonces un cuchicheo entre los hombres que habían intervenido en la riña con los artilleros, y, al cabo, uno de ellos avanzó hacia mí y me preguntó:

—A ver canalla, ¿sabes correr?

Le dije que correría tras el mismo diablo, pero él me pidió airado que no hiciera bromas a su costa y me explicó que deseaba saber si yo era ligero de piernas.

—¿Se trata de algún desafío? —pregunté.

—No, señor —contestó él muy despacio—, no precisamente de un desafío, sino de una provocación.

Los presentes festejaron con risotadas esta réplica y entonces comprendí que habían decidido hacerme «pasar por las baquetas» hasta la casa del juez más cercano. Pasar por las baquetas, entre las filas de un regimiento cuyos hombres estaban armados cada uno con un látigo o una correa, era un castigo que el general Washington había copiado últimamente del ejército británico e introducido en el suyo, junto con los castigos más graves de los azotes y del caballo de madera. Este último castigo, muy doloroso, que consistía en colocar al delincuente a horcajadas sobre el canto de un tablón a determinada altura del suelo, con mosquetes atados a los pies, y aplicarle cierto número de golpes en la espalda, se infligía sólo por delitos graves, como el robo de un caballo y la deserción. El general Washington acabó por desecharlo a causa de las lesiones permanentes que muchas veces ocasionaba, pero al mismo tiempo, por autorización del Congreso, el número lícito de azotes fue aumentado del límite Mosaico de treinta y nueve a quinientos, si bien tengo entendido que rara vez se pasaba de los doscientos. «Pasar por las baquetas», que combinaba el entretenimiento con el castigo, era la condena generalmente aplicada en todo el ejército norteamericano a los soldados que habían faltado a su deber. Como todo el regimiento ejecutaba la sentencia, los tambores quedaban librados del odio peculiar que les acarreaba en todo el ejército su desagradable deber como encargados de aplicar los azotes; y había también la ventaja de que el reo se hallaba a merced de sus camaradas, que graduaban el castigo de acuerdo con su concepto de la gravedad del delito y el carácter del delincuente como soldado.

Se me dispensó gentilmente de la precaución que, en general, se tomaba para asegurarse de que la víctima no saliera bien librada del castigo, y que consistía en que un sargento con una bayoneta apuntando al pecho del reo caminaba lentamente hacia atrás para retardar su paso. Me llevaron a la puerta de la taberna y me señalaron la casa del juez a unos cien metros de distancia, colina abajo, que se distinguía por la bandera americana que ondeaba en un palo.

—Vamos, canalla —gritó uno—, ¡mira las bandas de la Libertad!

Seguidamente su jefe me dio la señal de «¡adelante!» y al instante eché a correr. Era joven y ágil, y la pendiente, aceleró mi carrera, así que recibí sólo pocos golpes, a pesar de que una multitud de gente armada con palos trataba de pegarme a mi paso.

El juez, un hombre de rostro colorado que lucía una enorme peluca color paja, se hallaba en el corredor que rodeaba su casa y parecía divertirse con el espectáculo. Cuando me precipité dentro del santuario de su salón, fingió sorpresa por mi prisa tan poco ceremoniosa y me preguntó con voz desapacible qué modales eran ésos. Pronto llegó también el tabernero, llevando en una bandeja los vasos rotos como prueba contra mí, para reivindicar de mi bolsillo los cincuenta dólares. Dijo sin embargo:

—Vamos, le juro que soy un hombre compasivo. Me doy por satisfecho con cuarenta, que es baratísimo.

El juez me llamó canalla y vulgar camorrista, y, sin escuchar mi defensa, me amenazó con enviarme a los barcos-prisión de Boston, donde me tendrían a pan y agua, si no pagaba al instante. Sin embargo, seguí declarando que no había participado en los desmanes y reté a todo el mundo a demostrar lo contrario, pidiendo que se me hiciera justicia. Observé que evidentemente había logrado crear un escrúpulo en la conciencia de la mujer y las hijas del tabernero, pues no se atrevieron a prestar declaración jurada contra mí. Sin embargo, como el tabernero mismo se mostró muy insistente, el juez rechazó mi defensa y repitió que yo iría a parar a los barcos si no ponía el dinero sobre la mesa.

A lo cual declaré lo siguiente:

—En cuanto al dinero, señor, por más que usted presione y amenace, no puede sacar sangre de un guijarro ni monedas de un pobre. Está usted en libertad de registrar mis bolsillos y coger lo que encuentre, pero nada más. Siempre he creído que los hombres de Massachusetts eran gente razonable. —Luego saqué dos dólares en papel continentales y una moneda inglesa de seis peniques, todo lo cual deposité sobre la mesa—. En cuanto a eso de enviarme a Boston —proseguí—, sólo le ocasionará molestias; tampoco reparará la pérdida de los vasos, que, lo repito, yo no he roto; y eso testificaría de buen grado el sargento Gershom Hewit, quien me está obligado por haberle salvado la vida, si fuese citado para declarar.

Me pareció que el juez no quería ofender a Gershom Hewit. Después de deliberar entre ellos por un rato, el asunto quedó arreglado satisfactoriamente para todos. El precio de los vasos rotos iba a ser cubierto mediante una contribución voluntaria de toda la compañía, que a cambio solicitaron el placer de azotarme de nuevo, ya que no habían conseguido hacerlo a su gusto la primera vez.

Fui pues llevado a la puerta y sujetado por el juez y sus hijos, hasta que mis enemigos se hubieron apostado en fila entre la casa y el camino de Westborough, prontos a pegarme. El juez pidió que dieran la señal, y cuando la dieron, me soltaron. Una vez más eché a correr pasando junto a la fila, si bien el terreno no me favorecía como antes; pero a pesar de que el número de mis atacantes había aumentado considerablemente a raíz de la noticia de mi arresto, que había circulado por toda la ciudad, no recibí en total más de una docena de golpes. La confusión de ellos y su avidez por asestarme golpes en la cabeza, carente de protección, no les permitían conseguir su propósito, y yo esquivé los golpes con una agilidad que me sorprendió a mí mismo. No me persiguieron una vez que hube llegado al camino, y caminando con paso rápido pude reunirme con mis compañeros. Pero durante muchos días me dolieron la cabeza y el cuerpo.