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Una ceremonia de Marchitez Otoñal adelantada

Vendaval Barba de Ballena forcejeaba con los grilletes que atenazaban sus muñecas, pero los eslabones de hierro eran inflexibles. Buscó consuelo pensando que su espíritu era igualmente inquebrantable, pero no se le escapó que el razonamiento era falso. La reina de los ogros marchaba delante de él y tuvo la certeza de que se le agotaban el tiempo y la suerte.

A decir verdad, tenía un miedo horrible, más del que había sentido en toda su vida. No quería morir, pero tampoco veía la menor posibilidad de sobrevivir. La pena no era tanto por sí mismo. La verdadera causa de su desesperación era una verdad más profunda, porque le partía el corazón saber que tantos de sus amigos y compatriotas perderían la vida en esta empresa descabellada. No sólo fracasarían en el intento de liberarlo, sino que lo más probable era que se produjese una matanza generalizada entre los infortunados esclavos de Winterheim.

¿Por qué no habían dejado que se pudriera aquí? ¿Por qué no habría tenido el buen sentido, la decencia de morir en Dracoheim junto al valiente Randall? De haber sido así, todo habría quedado en la patética muerte de un hombre. Ahora estaba a punto de ser culpable de la muerte de tribus enteras, del fin de la humanidad en el límite del glaciar. Porque, ¿qué harían los arktos sin Moreen? Ese era su mayor pesar.

—Teníamos que venir a por vos —lo consoló Bruni que, encadenada igual que él, iba arrastrando los pies a su lado y, al parecer, le leía el pensamiento.

—¡Silencio! —Uno de los guardias la golpeó en la cabeza. Ella se volvió y miró con odio al bruto, a continuación volvió a dirigirse al rey en tono más quedo. Tal vez porque la reina no podía oírla, el ogro no volvió a golpearla.

—No tiene sentido vivir en el límite del glaciar si eso significa tener que escondernos de los ogros todos los días por temor a ser capturados, por miedo a formar parte del próximo contingente de esclavos, de no sobrevivir a otro ataque de los ogros. Además, todavía no estamos muertos, ¿verdad?

El rey esclavo negó con la cabeza.

—¡Daría con gusto mi vida para que los demás pudieran ser libres! ¡El coste es demasiado grande! No soy más que un hombre, y dos tribus enteras serán exterminadas en este inútil intento de salvarme.

—Muchos de nosotros pensamos que bien merecéis el esfuerzo —dijo la mujer—. No perdáis las esperanzas.

Pero Vendaval Barba de Ballena ya no tenía esperanza.

Grimwar Bane volvió a la sala del trono con el propósito de continuar hablando con los prisioneros humanos. Se sorprendió al ver que los cautivos, lo mismo que su esposa y la mayor parte de los guardias de palacio ya no estaban allí.

—¿Adónde han ido? —preguntó con tono imperioso fijando una mirada iracunda sobre uno de los portaestandartes que permanecían allí.

—¡La reina ordenó que se llevase a los prisioneros al templo! —declaró el guardia, tembloroso y cayendo de rodillas—. ¡Medio Colmillo trató de oponerse, majestad, diciendo que no era esa vuestra voluntad, pero ella lo amenazó y él obedeció! ¡No hace mucho que salieron por esa puerta!

Todavía no se había disipado el eco entre las altas paredes y el rey ya atravesaba las puertas y salía a la carrera rampa abajo hacia el nivel del templo.

—¡Arriba! ¡Al cuartel de los ogros! —gritó Ratón, señalando las almenas de donde los esclavos habían expulsado antes a los vigilantes.

El desánimo se apoderó de él al ver que habían retrocedido desde la ciudad hasta la larga caverna y se encontraban al borde del gran huerto de los ogros. ¿Cuántos de los suyos habrían caído? Era imposible saberlo ya que no habían tenido ocasión de contar los cadáveres de los muertos. ¿Cuántos esclavos habrían gozado de apenas unas horas de libertad antes de perecer en esta brutal batalla?

Estaban al final del largo túnel y ya no había retirada posible. Si los humanos volvían al Jardín Lunar, serían rodeados y aniquilados irremisiblemente. Aquí, en los asolados pero todavía fortificados cuarteles, al menos ocuparían una posición defensiva y podrían hacerse fuertes.

Rabo de Pluma estaba herida en una pierna y sangraba profusamente. Ratón la sostenía con el brazo izquierdo mientras blandía la espada con la derecha. Las filas de granaderos de uniforme rojo los perseguían como una máquina, manteniendo un paso constante. Cuando un humano caía, era eliminado salvajemente y a continuación pisoteado sin miramientos.

Los supervivientes del ejército humano y los esclavos liberados atravesaron las anchas puertas que habían derribado poco antes. La sala de armas todavía olía a warqat y el barril despedazado seguía en el centro.

—¡Formad una línea aquí mismo! —ordenó el thane Larsgall.

—Matad a todos los bastardos que podáis —añadió Ratón mientras acomodaba a Rabo de Pluma en un banco algo distante de la puerta.

Algunos hombres subieron la escalera hasta la segunda planta y tomaron posiciones en los balcones desde los que se dominaban el corredor y la rampa. Los demás acudieron a reforzar la línea defensiva delante de la puerta, esperando a que los ogros trataran de entrar. Aquí esperarían la inevitable derrota final.

Este lugar no tenía escapatoria posible. A lo único que podían aspirar era a matar a todos los ogros que fuera posible antes de que cayera el último humano.

Stariz abrió violentamente las puertas del templo y franqueó el paso a los guardias que arrastraban a Vendaval y a Bruni que, con un estruendo de cadenas, fueron arrojados brutalmente al suelo a una orden de la reina.

—¡Traed mi máscara y mi túnica! —exigió la suma sacerdotisa, y las diaconisas se apresuraron a obedecer.

Stariz respiró hondo y elevó la mirada a la imponente estatua, la hermosa imagen negra de Gonnas que se alzaba superando ampliamente la estatura de la ogresa. Este era su señor, lo sabía, no ese patético y pusilánime rey que ni siquiera tenía las agallas necesarias para condenar a esos despreciables rebeldes. Afortunadamente, Stariz había adivinado qué era lo que había que hacer y había tomado una decisión, una decisión inquebrantable. Un minuto después ya se había colocado la máscara negra y los ropajes ceremoniales la cubrían hasta el suelo. Se sentía incontaminada, íntegra y poderosa.

Asió el hacha, disfrutando de la sensación de contacto con su dios. Los dos cautivos estaban tendidos boca abajo en el suelo, abiertos de brazos y piernas, sujetos por dos guardias y dos diaconisas que los aplastaban manteniéndolos en esa vulnerable postura. Las llamaradas que brotaban del filo del hacha la enardecían y aterrorizaban a los enemigos de su dios.

Acariciando el mango de la poderosa arma fijó los ojos en Vendaval Barba de Ballena. Todo el odio, el desprecio y el resentimiento acumulados durante toda su vida desbordaron su corazón cuando alzó el hacha.

—¡Mala suerte, humano! ¡Tenía pensado esperar, pero parece que la Marchitez Otoñal se ha adelantado este año!

El hacha descendió y Stariz oyó con satisfacción el grito de horror y pesar de la mujer humana.

Kerrick marchaba a la cabeza de los esclavos hacia la avenida brillantemente iluminada. Casi había llegado a la intersección cuando tropezó contra algo blando y pequeño y dio varios tumbos antes de recuperar el equilibrio.

—¿Slyce? —No daba crédito a sus ojos. Era el enano gully el que se apartaba de su camino—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Observando —dijo compungido el diminuto ser—. Viendo cómo se llevan a Bruni.

—¿Se la han llevado? ¿Adónde? —preguntó el elfo con impaciencia.

—Ven, te mostraré —dijo Slyce—. La bruja, ogresa grande y hacha brillante. No simpática, nada simpática.

—No —coincidió el elfo envainando la espada e indicando a sus compañeros que lo siguieran. Recordó a la reina de los ogros y sintió un intenso frío interior.

»Una dama nada simpática.

—¿Qué significa esto? —preguntó Grimwar Bane entrando como una flecha por la puerta del templo. Avanzó hacia la reina con los puños cerrados y la cara enrojecida de furia. Con un gesto señaló a Bruni que estaba tendida en el suelo, encadenada. Dos ogresas diaconisas la sujetaban por los brazos y dos granaderos por las piernas. Más allá estaba la forma inerte de Vendaval Barba de Ballena que presentaba una herida profunda infligida por el Hacha de Gonnas que todavía relucía en las manos de su esposa.

—¡Ordené que no se dañara a los prisioneros! ¿No pudisteis esperar a matar al primero y ahora queréis matar a esta también? ¡No lo permitirá!

—¡Las vuestras son las órdenes de un insensato! —graznó la reina—. ¡La simple sonrisa de una zorra puede haceros perder el sentido! ¡Ahora le ha llegado el turno a esta, del mismo modo que hice matar a vuestra furcia! ¡Esta vez me daré el gusto de asestar yo misma el golpe letal!

Ya blandía la flamígera hacha por encima de su cabeza y se disponía a descargar el golpe.

—¡Ved cómo se cumple la voluntad de Gonnas! —gritó exultante.

En ese momento, algo detuvo el impulso descendente del hacha. Stariz sintió que el hacha le era arrebatada de las manos como se quita un juguete a un niño. Enfurecida dio media vuelta y se encontró con la enorme figura de Karyl Drago que blandía el hacha amenazadoramente contra ella. El gigantesco guerrero había salido de detrás de la estatua y parpadeaba, como si acabara de despertarse, mientras negaba con la cabeza.

—No —dijo el monstruoso ogro—. Os equivocáis. Esta no es la voluntad de Gonnas. —Karyl sostenía el Hacha de Gonnas con una sola de sus enormes manazas manteniéndola fuera del alcance de la reina y de todos los demás.

—¿Sabes con quién estás hablando? —rugió Stariz ver Glacierheim ber Bane—. ¡Yo soy la voluntad de Gonnas, su boca, su lengua, y la palabra de nuestro dios!

Se apartó del gigantesco Drago y del rey y, volviéndose, se enfrentó a ambos al pie de la estatua de Gonnas, que en el centro de la estancia, lo dominaba todo.

—¡Soy la voz de Gonnas! —gritó con tono triunfal—. ¡Soy su voluntad, que se manifiesta ante todo el mundo de Krynn!

Al pronunciar esas palabras con voz tonante estaba convencida de que era la verdad, ya que se sentía infundida por el poder del dios. Ella y el Obstinado eran uno, y echando atrás la cabeza lanzó una sonora carcajada. Nadie podía ponerse en su camino.

—¡Sois un tonto pusilánime! —le gritó a su esposo.

Mientras extendía las manos, de su garganta salió un rugido furioso y violento. La magia brotó de sus dedos, una ráfaga de poder arrollador que echó al rey a un lado de un solo golpe. El resto de los ogros presentes emitieron gritos de estupor al ver al rey dando tumbos y luego rodando por el suelo hasta chocar violentamente contra la base de la pared. La miró conmocionado y horrorizado. Un hilillo de baba salía de su boca.

—¡Eres un sapo insolente! —dijo dirigiéndose a Karyl Drago que retrocedía asiendo firmemente el Hacha de Gonnas—. ¡No eres digno de tocar esa sagrada reliquia!

Volvió a extender las manos, dispuesta a lanzar otra descarga sobre el enorme ogro y recuperar el talismán. En ese momento vio que un murciélago se lanzaba en picado delante de sus ojos. ¿Qué diablos hacía un murciélago aquí?

Dinekki se sentía embargada por el poder de su diosa y eso la llenaba de contento. Durante más de ocho décadas había disfrutado de su vida en el límite del glaciar, a pesar delo fría y dura que esta podía ser muchas veces.

Ahora llegaba el fin de sus días, pero extrañamente no sentía el menor pesar. Se había posado en el suelo con un golpe seco de sus garras sobre la dura superficie. Un instante después, el encantamiento se desvaneció y apareció con su aspecto frágil pero su espíritu poderoso ante la rabiosa y atónita reina.

La anciana sacerdotisa nada dijo. Se limitó a mirar hacia arriba con una sonrisa maliciosa en su arrugado rostro. Stariz no paraba de chillar, consumida de rabia ante esta inoportuna interrupción. Lanzó hacia abajo un potente puñetazo, aplastando los frágiles huesos de la anciana, arrebatando la vida mortal de su carne, poniendo frente a frente el poder de dos dioses.

Los guardias del templo se vieron sorprendidos por la repentina carga de los rebeldes, demasiado sorprendidos para atinar a cerrar las pesadas puertas de hierro. Uno tras otro fueron cayendo, atravesados por las espadas que empuñaban Kerrick, Moreen, Barq Undiente, Tildy y al menos un centenar de esclavos liberados que irrumpieron en el gran templo.

Allí se detuvieron, paralizados a la vista de una increíble aparición: una enorme ogresa, personificada por Stariz ver Glacierheim ber Bane, que retrocedía chillando de dolor. Tenía la mano ennegrecida y llena de ampollas y las llamas lamían sus miembros como voraces carroñeros.

Allí cerca, el cuerpo de Vendaval Barba de Ballena yacía en el suelo, prácticamente cortado en dos de un monstruoso hachazo. El elfo vio otra figura inerme en el suelo y reconoció a la pobre Dinekki, o más bien lo que quedaba de ella. El cuerpo frágil de la anciana hechicera estaba despedazado, destrozado, como si lo hubiera arrollado una violencia desatada. De la carne lacerada y del suelo que la rodeaba salía humo. Una explosión había destrozado una de las piernas de la enorme estatua que lo dominaba todo. La imagen de obsidiana se tambaleaba ahora sobre una sola pierna, y los restos de la otra humeaban igual que la carne de Dinekki.

Enfurecido hasta lo indecible, Kerrick se lanzó contra la reina tratando de alcanzarla con su espada. Ella al parecer no reparaba en él. En lugar de eso seguía su rumbo tambaleante, gritando, tratando de sofocar las llamas que envolvían su cuerpo. Su mano derecha era un muñón chamuscado, ennegrecido y todavía humeante. Kerrick arremetió contra ella sin acertarle, pero insistió en su desesperado ataque.

—¡No hagas eso! —gritó una voz nerviosa.

—¿Qué? —preguntó Kerrick, atónito ante la repentina aparición de su pequeño compañero. El elfo se detuvo y miró hacia el kender.

—Eso está mejor —dijo Coralino Pescador—. Limítate a observar. ¡Esto se pone mejor a cada instante!

—¡Bruni! —gritó Moreen.

La mujerona, todavía encadenada, se arrastraba alejándose de los perplejos ogros que la habían tenido sujeta. Las diaconisas huían hacia el extremo más alejado del templo, mientras los guardias sacaban sus armas y corrían a proteger a su rey.

Acompañada de Barq Undiente, la jefa de los arktos atravesó corriendo la sala del trono hasta donde estaba su amiga, que trataba infructuosamente de ponerse de pie con las manos encadenadas por delante. Un guardia ogro hizo un amago de interceptarlos, pero cuando Barq levantó su hacha, el guerrero se replegó cauteloso.

—¡Córtalas! —gritó Bruni de rodillas sobre el suelo de piedra. Apoyó sus manos encadenadas sobre la dura superficie y Barq cortó de un solo golpe demoledor las cadenas de hierro.

Otra ráfaga de magia y una lluvia de chispas atravesaron el aire cuando Stariz, con un aullido furioso, lanzó otro conjuro contra el thane montañés. Barq Undiente salió despedido a lo largo del templo y fue a dar contra la pared, desplomándose al lado del rey ogro. Su hacha se desprendió de sus manos y girando sobre sí misma cayó al suelo.

—Ahora me toca a mí —musitó Bruni. Se apoderó del arma y se volvió contra la reina, que se erguía amenazante y envuelta en llamas.

La mujerona lanzó el hacha con ambas manos. El arma de Barq fue dando vueltas por el aire impactando de lleno en la negra máscara que cubría la cara de la reina. La protección de obsidiana se partió y apareció la cara de Stariz ber Bane, incólume, que los miraba a todos con un fuego maníaco en los ojos.

—¡Herejía! —gritó la reina y suma sacerdotisa. Se volvió hacia la vacilante estatua, levantando los brazos, implorante—. ¡Escúchame, oh señor! ¡Aplasta a los que se oponen a tu voluntad, a los que ponen en peligro el lugar de tu pueblo en el mundo! ¡Bendícenos con tu favor y destruye a los que son tus enemigos!

Giró en redondo para mirar de frente a los ogros, humanos y elfo, echando atrás la cabeza con un chillido enloquecido, a medias entre la risa y la plegaria. La estatua se inclinó peligrosamente, pero Stariz no estaba mirando. Su cara estaba distorsionada por una mueca que era una mezcla de júbilo, furia y rabia, una expresión de locura frenética.

—¡Esta es la voluntad de Gonnas el Obstinado! —chilló, alzando las manos para lanzar un último conjuro.

La estatua del Obstinado se inclinó hacia adelante sobre su única pierna y, lentamente, como un árbol que se desprende de sus antiguas raíces, se desplomó, aplastando con sus treinta toneladas de peso a la ogresa. La quebradiza obsidiana se rompió en mil fragmentos que se esparcieron por el suelo en todas direcciones con un estrépito ensordecedor.

De Stariz ber Bane no quedó más vestigio que una mancha de sangre oscura que brotaba lentamente de la piedra fragmentada y se derramaba como un líquido aceitoso por el suelo.

—¡La reina está muerta! —dijo con voz entrecortada un guerrero ogro que llevaba un casco con incrustaciones de oro que lo identificaba como oficial.

Otros guardias asistían al rey y lo ayudaban a ponerse en pie con dificultad. Dos de ellos le ofrecieron sus hombros para que se apoyara en ellos.

Durante largo rato reinó el silencio. Todos estaban demasiado atónitos, demasiado agotados.

—Ahora que ha muerto, que cese la violencia —ordenó finalmente Grimwar Bane, tambaleándose primero y rechazando a continuación el apoyo de sus guerreros. Dio tres pasos adelante y levantó las manos como señal de tregua.

Kerrick tenía la espada desenvainada y sólo una estocada lo separaba del rey ogro, pero algo lo obligó a detener la agresión. En lugar de eso se mantuvo en guardia, observando y esperando.

Bruni se adelantó y pasó un brazo por los hombros de Kerrick y otro por los de Moreen Guardabahía. Otros esclavos se acercaron apuntando al rey con lanzas y espadas mientras los guardias ogros se adelantaban para proteger al monarca.

—¿Qué habéis dicho? —preguntó Moreen, entrecerrando los ojos.

—Dije que cesara la violencia —declaró Grimwar Bane. Miró a Bruni y asintió con la cabeza—. Tenías razón sobre muchas cosas —dijo.

—Bruni, ¿qué le has dicho? —preguntó la jefa de los arktos con tono admirado.

—Bueno, que estaba más preocupada por la ira de la reina que por la del rey —dijo la mujerona con un gesto irónico. Miró a Grimwar Bane y a continuación dio un paso adelante con la mano tendida—. Creo que habláis de la energía que desperdiciamos tratando de matarnos los unos a los otros. De cómo los esclavos, en cautividad, inevitablemente lucharán por la libertad.

—Sí, sí, Bruni —respondió el rey—. Tú viste la verdad y tuviste la osadía de decírmela, a pesar de que yo tenía tu vida en mis manos.

—¿Y qué pasa con los esclavos y con todos los muertos? —quiso saber Moreen. Con un gesto señaló el cadáver de Vendaval Barba de Ballena que Barq Undiente estaba cubriendo respetuosamente—. Podría haber sido el líder más grande que haya conocido su pueblo y vuestra reina lo mató por capricho. Muchos de los vuestros y de los nuestros han muerto este día, y mientras estamos aquí hablando, vuestros guardias siguen persiguiendo y matando humanos.

—¡Enviad un mensaje al capitán Verra! —ordenó el rey sacudiendo la cabeza y limpiándose la sangre y el polvo de la cara con su manaza—. ¡Decidle que yo ordeno una tregua efectiva en este mismo momento! ¡Todos los ataques deben cesar inmediatamente!

—¡Sí, señor! ¡Así se hará! —declaró el guardia del casco dorado, y salió a la carrera.

—Esos esclavos están descontrolados —dijo Coralino Pescador, acercándose al rey ogro—. Debo decir, por supuesto, que no les faltan razones. No los habéis tratado muy bien ¿verdad?

—¿Y tú quién eres? —preguntó bruscamente Grimwar Bane.

—¿Yo? —El kender se sonrojó y luego miró tímidamente a Kerrick—. Supongo que ahora puedo decírtelo. Verás, soy una especie de…, bueno, supongo que dirías que soy un dios. Muchos me llaman Zivilyn Verdeárbol. No soy realmente un dios importante, o un gran dios ni nada que se le parezca, pero los marineros elfos me han rendido culto durante siglos en todo Ansalon, sólo que yo quería salir y ver el mundo. Kerrick, aquí presente, tuvo a bien llevarme consigo.

—¿Un dios? ¿Zivilyn Verdeárbol? ¿La Estrella Verde? —dijo Kerrick, no sabiendo si creérselo o no, si reír y hacer una reverencia respetuosa, o llorar—. ¿Y dices que todo este tiempo estuviste qué? ¿Navegando conmigo? ¿Observándome?

—Bueno, tenía otras cosas que hacer. ¡Ya habrás notado que no estaba contigo todo el tiempo! Como Chislev Montaraz, a quien los montañeses llaman Kradok, dicho sea de paso. ¿Sabías que se trata del mismo dios? Creo que no. Ya estaba muy cansado de ver a tu gente y a los ogros pelear continuamente. ¿Sabes que incluso Gonnas el Fuerte se estaba hartando de ello? —El kender levantó los ojos hacia Karyl Drago—. ¿No es cierto?

—Así es —replicó el gigantesco ogro abandonando un momento su beatífica contemplación de la hoja de oro—. La voluntad de Gonnas es que no haya más derramamiento de sangre.

—Los esclavos —insistió Moreen—. ¿Los liberaréis y les devolveréis sus tierras?

—Sí. Vos y ellos tenéis derecho a todo lo que yo pueda hacer —dijo el rey en tono pacífico—. Como vos dijisteis, mientras tratase de mantener a esos humanos encadenados, el levantamiento sería inevitable. Muchos morirían, y yo estoy cansado de luchar y de ver morir a la gente.

—Hay lugar suficiente aquí y en todo el límite del glaciar para nuestros pueblos —sugirió Bruni.

—A partir de este momento, todos los esclavos son libres. Pueden quedarse aquí y vivir como ciudadanos de Winterheim si así lo desean. Espero que muchos de ellos lo hagan porque no puedo imaginar mi ciudad sin ellos. Los que lo deseen pueden volver a sus casas, que estarán libres de la amenaza de nuestras incursiones de ahora en adelante.

—¿Podemos confiar en vos? —preguntó Moreen, cautelosa.

Bruni, sin soltar la enorme mano del rey, se volvió hacia su amiga más antigua y respondió por él.

—Sí, estoy segura de que podemos hacerlo.

—Yo también lo creo —intervino Coralino, poniéndose de puntillas para estudiar la cara del rey ogro—. En sus ojos hay sinceridad. No como aquella reina, que jamás descanse en paz. Era una criatura malvada, mal encarada, con espías por todas partes.

El kender se volvió a mirar a los esclavos que se reunían en gran número y no salían de su asombro.

—Ah, ¿conocéis a aquella mujer, la que llaman Brinda? Bueno, ella les dijo a los ogros todo lo que estaba sucediendo, incluso le dijo a la reina que Vendaval Barba de Ballena acudiría al mercado y cuándo lo haría, para que pudieran capturarlo allí. —Coralino miró a Kerrick—. ¡Se suponía que debía matarte! Vaya, hubiera sido algo terrible llegar hasta aquí para que una humana traidora te clavara un cuchillo por la espalda.

Brinda dio un grito y corrió hacia la puerta empujando a varios esclavos en su intento desesperado de escapar.

No llegó muy lejos.

La Puerta del Mar se abrió gracias al esfuerzo conjunto de voluntarios ogros y humanos que accionaron los enormes cabrestantes haciendo que las enormes barreras de piedra se deslizaran hacia un lado. El sol de medianoche había desaparecido para lo que quedaba del año y una noche cerrada se cernía sobre la bahía del Hielo Negro. Las estrellas titilaban en la inmensidad del cielo y sus luces diminutas se reflejaban como fogatas lejanas en las quietas aguas.

Esas leves chispas quedaron rápidamente eclipsadas por las llamaradas amarillentas que se elevaban de la gran barca funeraria. Vendaval Barba de Ballena estaba de cuerpo presente en el centro de la pira, con Dinekki a su lado. La barcaza salió lentamente del puerto de Winterheim a las aguas abiertas de la bahía, y durante mucho tiempo, las lenguas de fuego se alzaron hacia el cielo en una gran columna de chispas vacilantes que pugnaban por reunirse en las alturas con los distantes puntos luminosos del cielo.

Moreen, de pie en el muelle, contemplaba el espectáculo. Le resultaba fácil creer que los espíritus de los dos héroes ascendían al cielo, donde encontrarían el descanso y la paz que merecían. Bruni le contó que el último deseo de Vendaval había sido que el sacrificio de tantas vidas tuviera un objetivo que lo trascendiese, y así fue. Vendaval Barba de Ballena se confirmó como el rey más grande conocido por los humanos del límite del glaciar ya que los había librado del azote ancestral que se cernía sobre ellos.

—Adiós, amigo mío —musitó—. Os echaré de menos.

Pasó por delante de Ratón y de Slyce que compartían amistosamente una jarra de warqat, varias jarras a decir verdad. Por allí cerca estaban Barq Undiente y la niña esclava, Tookie, que compartían una pierna de cordero recién asada en la cocina real.

Moreen no tenía hambre ni sed. Lentamente subió la rampa de madera que la llevó a bordo de la gran galera.

La jefa de los arktos encontró a Kerrick en la proa del barco, inclinado sobre la barandilla y observando las chispas de la pira funeraria que se elevaban en el frío de la noche. Moreen se acodó a su lado, compartiendo con él unos momentos de amigable silencio. Sentía un gran cansancio.

Echó la cabeza hacia atrás y vio a Grimwar Bane y a Bruni en la barandilla del nivel real contemplando el panorama de la enorme ciudad. Al otro lado de la plaza del mercado, ogros y humanos buscaban entre los escombros y atendían a los heridos mientras recogían los cadáveres para enterrarlos.

—Este barco al que los ogros llaman Alas de Oro —dijo la mujer—, era la galera de tu padre, ¿no es verdad?

—Sí —reconoció el elfo—. Por aquel entonces se llamaba El Roble de Silvanos.

—Creo que el rey te lo devolvería. Podrías volver triunfalmente a Silvanesti.

Kerrick esbozó una sonrisa y le cogió la mano.

—Creo que no deseo volver. He encontrado un nuevo hogar He hecho mi vida y mi destino aquí, y aquí me quedaré.