23

El fin de las esperanzas

Ratón miró hacia arriba y vio una alta bóveda y un gran espacio que se abría más allá. Las antorchas y las lámparas relucían como estrellas en lo alto y supo que estaba viendo el interior de la ciudad de los ogros. En el aire había olor a sal, reminiscencias del mar, y el marinero arktos supo que estaban cerca del puerto de la ciudad.

Por toda la caverna iban dejando sembrados a su paso cadáveres de ogros. Ratón y el thane Larsgall habían vencido a los defensores de Winterheim. A medida que se introducían en el amplio túnel, cada destacamento de ogros con el que se encontraban quedaba superado en breves y furiosas escaramuzas.

El pequeño ejército se había reforzado con cientos de esclavos liberados en los campamentos del Jardín Lunar. A lo largo de la ciudad, a medida que encontraban corrales llenos de esclavos, cavernas abiertas a ambos lados del pasadizo y cerradas por empalizadas de troncos, abrían las puertas y más hombres y mujeres se unían a ellos.

Slyce todavía corría al lado de los humanos con una expresión determinada en su rostro. El enano gully llevaba un largo cuchillo que había quitado al enemigo, y aunque en un principio Ratón temió que resultara herido, le había complacido el entusiasmo con el que Slyce se lanzaba a cada ataque.

El capitán arktos no tenía la menor idea del número de esclavos a los que habían liberado y que cargaban ahora junto a ellos. Cientos, tal vez mil o incluso más. Iban armados con horquillas y porras, mazas y picos, cualquier cosa que pudiera servir como arma. Gritando enardecidos, se dirigían a la fortaleza de los ogros con un sentimiento gozoso, un espíritu que Ratón sospechaba que duraría muy poco. No podía dejar de pensar en que todo había resultado demasiado fácil hasta ese momento.

Vio a Rabo de Pluma corriendo entre la masa con la mirada encendida. Le sonrió, un latigazo de dientes blancos en su cara morena, y le pareció hermosa y feroz al mismo tiempo. Quiso sobrevivir a esta batalla para pasar con ella el resto de su vida, pero también sabía que si habían de morir aquí, la suya sería una muerte que pasaría a formar parte de la leyenda.

Al fin el corredor se abrió en un amplio atrio, pero allí el ímpetu de la carrera se refrenó. Ratón se abrió camino hasta la primera línea y luego se detuvo y miró con desánimo. La salida del corredor estaba bloqueada por una sólida falange de ogros formados de seis u ocho en fondo, armados con largas lanzas y refugiados tras un parapeto de altos escudos de hierro. Un capitán estaba a su lado, y a una orden suya la formación empezó a avanzar con paso medido.

Aquí los esclavos superaban en número a los ogros, pero tanto las armas como la estrechez del paso jugaban a favor de los defensores. Ratón oyó murmullos de desánimo y unos cuantos gritos de terror que llegaban de la masa de esclavos que tenía a sus espaldas. Como si hubiera percibido este debilitamiento de la moral, el capitán de los ogros gritó algo, y la pesada formación, con hojas de las lanzas reluciendo como feroces espadas, inició un trote sin romper las apretadas y precisas líneas.

Ratón levantó su espada.

—¡Arqueros, lanzad una lluvia de flechas! —ordenó—. ¡Montañeses y arktos, salidles al encuentro con vuestras espadas y vuestra sangre!

El thane Larsgall estaba junto a él. La barbuda cara del montañés se plegó en una sonrisa casi bestial. Sosteniendo su maza en alto lanzó un grito ululante que fue repetido por los humanos de ambas tribus.

Las pisadas de los ogros al marchar resonaban como un tambor dentro del corredor. Llovieron las flechas, que rebotaron en los escudos, aunque algunas penetraron por las junturas de las armaduras de los enemigos. Sin que mediara orden alguna, sin que se hiciera ninguna señal, pero como si todos participaran de una misma determinación, los humanos se lanzaron al encuentro del acero de los ogros.

Grimwar Bane contemplaba a la mujer cautiva que en ciertos aspectos le recordaba a Thraid. Tenía aquellas formas exuberantes, atractivas, y unos ojos grandes, arrobadores incluso cuando, como ahora, lo miraban con rabia y desprecio. Al mismo tiempo se advertía en ellos una inteligencia, una perspicacia y una sabiduría que superaban con mucho las de cualquier ogresa, incluso las de su taimada reina.

—Creo que empiezo a entender tus sentimientos —dijo, sorprendiéndose de la verdad que encerraba esa declaración.

Ella negó con la cabeza con un gesto en el que había casi una sombra de piedad.

—¿Qué puede entender un monstruo como vos?

—¿Un monstruo? —El rey se sintió realmente herido—. Trato de gobernar mi reino con sabiduría y preocupación. Estudio, aprendo y gobierno.

—¡Sois un asesino de gente inocente, un inventor de guerras! —dijo la mujer con los ojos entrecerrados, como si estuviera considerando sus palabras.

—Eres una persona interesante Lamento que nos veamos obligados a ser enemigos por culpa de tu origen.

—No es por mi origen —replicó mirándolo con rabia—, es porque no hacéis más que venir a nuestra ciudad y atacar a mi gente, arrastrándonos a la esclavitud o matándonos. ¡Es por eso que somos enemigos!

El rey enrojeció. ¡Nadie se había atrevido a hablarle en ese tono! Pero a pesar de su ira, su respuesta no fue ni el bofetón ni la patada que normalmente habría provocado una observación como esa. ¡Por Gonnas! ¿Por qué tenía que confundirlo todo? ¡Él quería hablar con ella y ella insistía en decir esas cosas que lo enfurecían!

Repentinamente, giró sobre sus talones, salió del palacio y atravesó el paseo acercándose hasta el borde del atrio. Le complació ver que la batalla avanzaba satisfactoriamente. Estaban obligando a retroceder a los humanos en todos los frentes. Debería haberse sentido contento, pero no lo estaba. Estaba confundido.

Con expresión ausente empezó a pasearse por la gran avenida, caminando sin importarle adónde iba.

Necesitaba pensar. ¡Pensar!

Stariz volvió hacia la sala del trono, satisfecha de que los ogros estuviesen decididos a ganar por su dios y por su rey; o al menos por su reina. Cuando pensaba en su esposo la invadía la furia. ¡Era un pusilánime! Le faltaba la resolución necesaria para destruir a sus enemigos y, por lo tanto, a menos que ella siguiera protegiéndolo, era inevitable que sus enemigos lo destruyesen. Por primera vez sintió que ya no estaba dispuesta a consentirlo.

El peso del Hacha de Gonnas le daba sensación de poder. En el mango del arma percibía una especie de repulsa por la violación que había representado su manipulación por parte de los humanos, pero por fin había vuelto a sus manos. Ella se la merecía, porque era la auténtica fuente del poder ogro en el límite del glaciar. El hacha era el símbolo más palpable de ese poder, y le causaba placer que estuviera una vez más en manos de su legítimo dueño.

Los guardias abrieron la puerta de la sala del trono y ella entró a grandes zancadas. Ya había tomado una decisión y se dirigió al centro de la gran estancia. Los dos humanos seguían encadenados y sentados sin moverse mientras una docena de guardias ogros los rodeaban, vigilando atentamente a los prisioneros. Su estúpido marido no se veía por ningún lado.

Stariz levantó el Hacha de Gonnas, la hizo girar por encima de su cabeza y disfrutó del poder del fuego que desprendía la hoja de oro.

—¡Escuchadme, fieles súbditos de Gonnas! ¡Presenciad la venganza de vuestro señor inmortal! ¡Sed testigos de la suerte que corren los que se ponen en su camino!

Giró sobre sus talones, disfrutando de la mirada de consternación reflejada en el rostro de los dos humanos mientras ella retrocedía y avanzaba entonando sus plegarias. Un murciélago surcó el aire, apartándose del hombre, y salió por las puertas del palacio. Ella no prestó atención a la criatura, pero miró con odio a la mujer humana que observaba al murciélago, no a ella, con expresión extrañamente pensativa. Los ojos del hombre brillaron con malicia. Stariz disfrutó de aquella chispa de odio, de orgullo y de resistencia, porque sabía que pronto aplastaría esa luz, la extinguiría para siempre.

Todo su odio, su rechazo por la blasfemia, su furia por la traición de los esclavos, rebosó en su interior mientras blandía el arma sagrada. Esta mujer humana representaba la debilidad y el mal, lo mismo que Thraid Dimmarkull. Ahora correría la misma suerte que la ogresa.

—¡Humanos! —gritó—. ¡Contemplad la venganza de Gonnas!

Se volvió e hizo un gesto al sargento encargado de la guardia del palacio. Este se acercó prontamente y puso rodilla en tierra al tiempo que inclinaba la cabeza.

—¡Lleva a los prisioneros al templo! —ordenó Stariz ver Bane.

—¡Mi reina! —objetó el guardia mirándola con ojos extrañados—. El rey nos ordenó permanecer…

—¿Ves al rey aquí en este momento? —replicó cortante la suma sacerdotisa con una voz que retumbó preñada de amenazas.

—N…no —respondió el ogro, vacilante.

—¡Entonces, si sabes lo que te conviene, llevarás a estos dos prisioneros al templo de Gonnas para que el Obstinado pueda contemplar su destino y saciarse con su sangre!

—¡Las puertas se están abriendo! —gritó Mike el Negro, que no había dejado ni un solo momento de pasearse de un lado para otro delante de las altas barricadas—. ¡Preparaos, compañeros! —El líder rebelde levantó su espada y se dirigió hacia la abertura seguido de cerca por otros humanos.

Kerrick levantó la vista para cerciorarse de que realmente las pesadas puertas que habían impedido su ascenso desde el nivel de la terraza se estaban abriendo. Sin embargo, antes de que pudiera arengar a los esclavos para que repelieran el ataque, la brecha cada vez mayor se llenó con un espectáculo que lo llenó de consternación.

—¡Contemplad el Hacha de Gonnas! —graznó Stariz ver Bane.

El hacha dorada relucía en todo su esplendor mientras ella avanzaba, blandiéndola por encima de su cabeza. De repente, en un movimiento letal, la descargó sobre la cabeza del líder de los rebeldes. Mike el Negro cayó muerto y los humanos que iban detrás retrocedieron atónitos.

Una masa de guerreros ogros seguía a la reina vitoreando enardecidamente, y en cuanto la brecha se ensanchó lo suficiente empezaron a colarse por ella atacando con sus lanzas y sus enormes alabardas. Algunos de los esclavos dieron media vuelta y salieron corriendo. Los escasos humanos que osaban hacerles frente eran derribados y sus cadáveres quedaban esparcidos por el lugar mientras las puertas se abrían cada vez más.

El número de brutales atacantes que acudían a cubrir la brecha aumentaba y pronto empezaron a avanzar y a bajar por la rampa sembrando el pánico a su paso. Una valiente mujer se abalanzó hacia adelante entre gritos de odio. Atacó con su lanza, pero un enorme granadero apartó el arma displicentemente y le asestó a la mujer un golpe en la cabeza con la empuñadura de su espada. La mujer cayó con el cráneo aplastado, como si fuera una muñeca de trapo, y su cabeza golpeó el suelo brutalmente.

Kerrick trataba de mantener su posición frente a los atacantes. De una estocada le abrió a un ogro una fea herida en la cara y lo obligó a retroceder. A su lado, Barq Undiente blandía su hacha con ferocidad salvaje mientras Moreen gritaba y se valía de mil argucias para atraer a más humanos a la lucha.

El ataque de los ogros fue terriblemente violento. Varios hombres más cayeron, malheridos o muertos, dejando a Barq y al elfo solos en la ancha rampa. Al ver que iban a quedar rodeados, a los dos combatientes no les quedó más remedio que retroceder, pero eso sin dejar de luchar denodadamente haciendo pagar a los ogros por cada palmo de terreno que ganaban. Apuñalando y cercenando al unísono, los dos guerreros contribuyeron por lo menos a frenar el avance del enemigo.

A pesar de todo, la mayor parte de los esclavos se revolvía presa del pánico en la ancha avenida que bordeaba el atrio, y los ogros que salían en tropel de las puertas ahora abiertas de par en par se cebaban en ellos con ímpetu salvaje. La barahúnda se extendía a todo lo ancho de la vía, con contrincantes de uno y otro bando enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo. En algunos puntos, grupos de esclavos oponían una férrea resistencia a los guardias impidiendo que se adueñaran de todo el nivel de la terraza, pero la mayor parte huía por las rampas hacia los niveles bajos de la ciudad mientras que otros se dispersaban por las calles buscando refugio contra los brutales atacantes.

Kerrick buscó con la vista a la reina de los ogros en la esperanza de atacarla por sorpresa. Incluso cabía la posibilidad de recuperar el hacha. Desgraciadamente, ella no había seguido a los atacantes cuando estos atravesaron la puerta. Daba la impresión de que se había conformado con incitarlos a salir y a continuación había buscado la seguridad de la retaguardia. Veía las llamas que despedía el hacha y oía sus estridentes órdenes, pero sólo podía maldecir llevado por la frustración.

—Es como dijo Tildy. De abajo llegan más ogros —le informó Moreen tras una rápida ojeada por el borde del atrio.

El elfo sacudió la cabeza airadamente, y en ese preciso momento observó al murciélago que aleteaba junto a su oreja cortada.

Slyce se acurrucó contra la pared del corredor del Jardín Lunar. Los ogros habían superado su posición y ahora estaban empeñados en matar a todos los humanos que lo habían traído hasta este lugar tan interesante. Vio a Ratón y a Rabo de Pluma, humanos que lo habían tratado bien, combatiendo contra ogros que los aventajaban mucho en estatura. Slyce trató incluso de ayudar intentando herir a alguno con su gran cuchillo, pero tropezó y cayó y el cuchillo se escapó de sus manos mientras los atacantes pasaban a su lado arrollando y los humanos se veían obligados a retroceder. Daba la impresión de que iban a desandar el terreno ganado desde su salida del Jardín Lunar.

Se escondió tras el cadáver de un ogro muerto, acurrucándose en el espacio que quedaba entre este y la pared, mientras observaba con los ojos muy abiertos la barahúnda que avanzaba corredor abajo, alejándose cada vez más. Por fin se encontró rodeado de un silencio sólo roto por los quejidos de algunos ogros y hombres malheridos.

Slyce se alejó a toda prisa del escenario de la lucha y no tardó en encontrarse en el lugar más grande que jamás había visto o imaginado siquiera. Aquí también se luchaba, de modo que subió corriendo por una rampa que lo alejaba del gran espacio llano donde combatían ogros y humanos.

Algunos combatientes empezaron a subir por la rampa, ogros que marchaban en apretada formación como si intentaran perseguirlo. Slyce siguió subiendo y subiendo, internándose cada vez más en la ciudad de los ogros. Llegó a otro lugar donde también se estaba librando una gran batalla, pero vio algunas puertas abiertas. En torno a ellas había montones de cadáveres, aunque en ese momento parecía que nadie prestaba atención. Siguió adelante, corriendo encogido, cada vez más arriba.

Al menos aquí, en la parte alta de la ciudad, aparentemente no se luchaba, aunque observó que había muchísimos ogros. Daba la impresión de que todos los humanos se habían escondido, y los grandes brutos corrían de un lado a otro portando muchos de ellos afiladas armas.

Por una vez Slyce se alegró de ser un insignificante enano gully, lo que le permitía esconderse en las sombras mientras los ogros pasaban corriendo a su lado. A pesar de todo, siguió subiendo hasta que se encontró en el nivel más alto de este enorme lugar. Allí se apartó de la rampa al oír que venían más ogros desde abajo. Se encontró en una ancha calle con una cornisa y una pendiente pronunciada a un lado y muchos edificios elegantes al otro.

Ya no podía seguir subiendo, de modo que decidió parar y buscar un escondite. Vio una gran estatua de un orgulloso ogro que llevaba una capa corta y una corona. Esa imagen de piedra lo ocultaría de la calle, de modo que el enano gully se acurrucó detrás de ella mirando en todas direcciones.

Había grandes puertas en el lado opuesto de la calle, y cuál no sería su sorpresa al ver a una persona que conocía cubierta de cadenas. Era aquella corpulenta mujer arktos, Bruni, que pasó cerca de él rodeada de guardias ogros. Marchaba con otro ser humano, un hombre de barba rubia, y se dirigían hacia la rampa que comunicaba con el nivel inferior. A la cabeza del grupo iba una ogresa de fiero talante que llevaba la misma hacha de oro que los humanos habían traído desde el Roquedo de los Helechos.

Tenía un aspecto aterrador. Slyce no sabía qué hacer, de modo que se limitó a agachar la cabeza. Cuando se hubieron alejado, atravesó la calle a toda prisa y entró en un oscuro callejón que le pareció un lugar más adecuado para esconderse. Allí se acurrucó contra la pared, rumiando su desgracia, y se quedó dormido.

—¡Era Dinekki! —dijo Kerrick.

—¿Qué? ¿Quién? —preguntó Moreen.

—¡Parece una locura, pero ese murciélago que pasó volando por aquí era Dinekki! Me estuvo susurrando al oído. Tuve que escuchar atentamente para poder entenderla. ¡Me dijo que había encontrado a Vendaval y había hablado con él, y que le dijo algo que podía ayudarnos!

Vio cómo la pardusca criatura se alejaba aleteando por el paseo del nivel de la terraza.

—¡Vamos!

—¿Adónde? —preguntó Moreen todavía furiosa y frustrada—. ¡Haz el favor de explicarte!

—No hay tiempo, vamos por aquí —dijo el elfo impaciente—. ¡Seguidme!

Moreen, Barq Undiente, Tildy y por lo menos un centenar de esclavos armados lo siguieron velozmente cuando les indicó el camino. En este nivel, la batalla se había dividido en pequeños núcleos al dispersarse los humanos y los ogros reunidos en torno a las puertas hacia los niveles más altos. Esporádicamente se encontraban con patrullas de granaderos armados hasta los dientes que atacaban a los esclavos donde los encontraban, pero en su mayor parte parecían conformarse con dejar que se hicieran cargo de todo, las fuerzas que llegaban desde la base de la ciudad.

El murciélago revoloteaba en el aire por encima de sus cabezas indicándoles el camino, y finalmente se puso a volar en círculo frenéticamente sobre una intersección. Cuando el elfo llegó hasta donde estaba Dinekki, esta tomó una calle lateral y Kerrick condujo a los suyos por allí hasta llegar al patio de un gran edificio situado frente a la roca viva de la ladera de la montaña.

—Esta es la casa de Thraid Dimmarkull —explicó Tildy—. Es el lugar donde estuvo destinado Vendaval estas últimas semanas.

La puerta estaba destrozada y tirada en el suelo, y Kerrick entró en el recibidor a la carrera. Lo primero que vio fue la espalda de un ogro que estaba de rodillas hurgando en los baúles de la señora de la casa. A su lado había amontonado algunos objetos de valor, entre ellos una lámpara, una licorera y varias copas de oro reluciente. Evidentemente se trataba de un saqueador.

Barq Undiente dio un paso al frente y le partió la cabeza al bruto antes de que este pudiera pensar siquiera en echar mano de su espada. Mientras tanto, Tildy se dirigió rápidamente a las habitaciones de los esclavos.

—¿Brinda? ¿Wandcourt? —llamó.

Dos humanos que peinaban canas y evidentemente asustados salieron al oírla. Cada uno de ellos iba armado con un cuchillo, y miraron confundidos a la muchedumbre que entraba por la puerta.

—¿Qué está pasando? ¿Está muerto el rey?

—Todavía no —dijo Tildy—, pero ¿qué ha pasado aquí? ¿Dónde está lady Thraid?

El hombre señaló sin pronunciar palabra hacia una de las habitaciones. Todos echaron una mirada al dormitorio y vieron las señales de un crimen horrendo. El cadáver de la señora yacía en la cama en medio de un charco de sangre coagulada.

Tildy chasqueó la lengua como conmiserándose.

—Era una criatura superficial, pero no se merecía esto.

La esclava Brinda miró a Kerrick con interés.

—¿Eres un elfo? —preguntó.

—Sí —respondió él—, pero he hecho causa común con los humanos. ¿Queréis uniros a nosotros?

Ella dio unas palmaditas a su cuchillo y, sujetándolo en su cinturón, dio un paso adelante.

—Sí —dijo, y se quedó mirándolo con extraña expresión.

El murciélago revoloteó alrededor de la cabeza de Kerrick y él lo siguió hasta el recibidor y retiró la piel de oso que cubría la pared. Se percibía, aunque algo desdibujado, el contorno de una puerta, y cuando el elfo imprimió un movimiento giratorio a un candelabro, la puerta secreta tiró suavemente sobre sus goznes.

—Traed lámparas —ordenó—, haced el menor ruido posible.

Moreen iba directamente detrás de él, seguida de Tildy y de Barq Undiente. En pos de ellos, la multitud de hombres armados y los dos esclavos de Thraid Dimmarkull. Cogiendo una lámpara que alguien le pasó, Kerrick se introdujo por la puerta y empezó a subir por la escalera de caracol que había al otro lado.

Durante un buen rato estuvieron subiendo. Al mirar hacia atrás, el elfo vio una docena de luces balanceándose por la sinuosa trayectoria que iba dejando a sus espaldas y comprobó que la fila de rebeldes aún lo seguía. Había muchos más de los que podía ver ya que se perdían en la distancia, ocultos por las paredes curvas de la escalera.

Por fin llegó a un rellano y, al levantar la luz, vio otra puerta similar a la de abajo. Advirtiendo a sus acompañantes de que guardaran silencio, accionó la palanca y la puerta se abrió lentamente.

—¿Dónde está Tildy? —preguntó en un susurro.

La esclava se adelantó y juntos avanzaron por el callejón que llevaba al iluminado paseo.

—¿Tienes idea de dónde estamos? —preguntó el elfo.

—Creo que sí. Sí, esta estatua de ahí está justo frente a las puertas del palacio. Si seguimos este callejón y giramos a la izquierda iremos a salir a unos doce pasos de la puerta principal del palacio del rey.

—Bien, eso nos bastará —dijo Kerrick en voz baja, y en el mismo tono esbozó un sencillo plan. En cuanto los descubrieran, abandonarían todo sigilo y actuarían con la mayor prontitud.

—Con suerte podremos tornar al rey por sorpresa. Si conseguimos capturarlo vivo tendremos algo con que negociar.

—El plan es todo lo insensato que cabría esperar, y tan bueno como cualquier otro —dijo Tildy con un guiño.

Para entonces, la fila de esclavos prácticamente llenaba el callejón y todavía seguían llegando más por la escalera secreta.

—El presente es lo que vale —musitó el elfo—. ¡Adelante!

Desenvainó la espada, y con una última mirada a sus ansiosos guerreros se puso en marcha hacia el paseo y el palacio del rey a toda carrera.