La rebelión
Los esclavos del Jardín Lunar salieron de los corrales donde estaban encerrados en cuanto Ratón y sus guerreros abrieron las puertas. Algunos se detuvieron para patear y escupir a los cadáveres erizados de flechas de los guardias ogros que yacían junto a las puertas. Otros entraron corriendo en los cobertizos y puestos de trabajo y volvieron a salir armados con picos, palas, bastones y otras herramientas.
—¡Al cuartel! —gritó un arktos corpulento haciéndole un gesto a Ratón—. Allí tienen una armería, montones de armas, y la mayoría de los ogros han salido a patrullar por el Jardín Lunar.
—Al menos una de esas patrullas no volverá por aquí —dijo el guerrero con gesto fiero, dándole una palmada en el hombro—. ¡Condúcenos allí!
El pequeño ejército, engrosado ahora por cientos de esclavos, subió a la carrera la rampa y entró en el ancho túnel de Winterheim alumbrado con antorchas. Ratón vio a Slyce moviendo a toda prisa sus cortas piernas para no quedarse atrás, y a Rabo de Pluma corriendo entre los primeros. Aceleró la marcha para tomarle la delantera y no perderla de vista.
Varias lanzas pesadas cayeron en medio de los humanos, arrojadas por ogros que vigilaban el pasadizo desde arriba. Los humanos respondieron con una feroz lluvia de flechas que hizo retroceder a los guardias de las almenas que coronaban las lisas paredes de piedra.
—¡Esas son las puertas del cuartel! —señaló el esclavo arktos—. ¡Echémoslas abajo y hagámonos dueños del lugar!
Inmediatamente, docenas de esclavos se pusieron a la labor con sus picos y sus almádenas. Pronto la barrera de madera quedó reducida a astillas. Los humanos del ejército cargaron junto con los esclavos liberados por las antesalas y atacaron a los pocos ogros que guardaban la zona. Ratón se quedó asombrado al ver la fiereza de los esclavos, algunos de los cuales atacaban con uñas y dientes a los ogros, rodeándolos y derribándolos hasta matarlos. Pero ni aun entonces terminaba la venganza, ya que escupían y pisaban los ensangrentados cadáveres y los sometían a mil vejaciones.
Otros esclavos abrían los depósitos de armas y empezaban a pasar pesadas lanzas y hachas a los rebeldes. También había unos enormes escudos, pero estos los dejaban pues eran demasiado pesados para los humanos. Otro grupo había descubierto un gran barril de warqat y lo llevó rodando hasta el centro de la habitación. Un alto montañés lo abrió de un hachazo y los esclavos liberados se turnaban para poner la boca debajo de la espita y dejar que el líquido les corriera por la garganta.
A Ratón no le sorprendió ver a Slyce en medio de ese grupo. Cuando los humanos, mucho más corpulentos que él, lo sacaron de en medio de un empujón, el enano gully se puso a lamer el suelo donde el líquido sobrante formaba ya un amplio charco. Tomando conciencia de que el tiempo pasaba, el guerrero arktos miró a su alrededor preguntándose cómo movilizar a esta multitud con sed de venganza pero momentáneamente distraída, para que todos juntos cargasen sobre Winterheim. Parecía evidente que, puestos a elegir, estos esclavos preferirían quedarse aquí, emborracharse y convertirse en presa fácil para las patrullas de ogros que llegarían tarde o temprano.
Fue el thane Larsgall quien encontró la inspiración motivadora. Subiéndose al barril, lo aplastó con un poderoso golpe de su maza haciendo que se derramara el contenido por el suelo. Muchos de los esclavos se pusieron de pie, llenos de furia, pero el thane los miraba amenazador desde su altura con expresión igualmente furiosa.
—¿Pensáis que os hemos liberado para que pudierais celebrar una fiesta a la primera ocasión? —rugió, despreciativo—. ¡Hay mucho de esto en la ciudad, y también muchos ogros! Si queréis venganza, seguidnos hacia la victoria. ¡Os prometo que lo celebraremos y beberemos hasta reventar cuando todo haya acabado!
Ratón sintió un gran alivio cuando los esclavos, tras vacilar un momento, lo vitorearon enardecidos. Ya eran una fuerza de mil hombres cuando salieron del cuartel y recorrieron a la carrera el corredor del Jardín Lunar hacia la ciudad de los ogros y hacia su destino.
—Aquí tenéis, estas provienen de la sala de armas que hay cerca de las mazmorras —gritó Tildy Trew.
Ella y varios esclavos traían montones de alabardas y pesadas espadas que dejaban caer sin miramientos en el suelo de la plaza del puerto, donde eran recogidas rápidamente por algunos de los cientos de esclavos que Kerrick, Moreen y Barq habían liberado. Estos seguían saliendo del gran corral a través de las dobles puertas que Kerrick y los rebeldes habían derribado en su repentino ataque.
Una vez más el exceso de confianza de los ogros había actuado en su contra. Los amos tenían vigilados a más de quinientos esclavos con apenas dos docenas de ogros. Al parecer, los gobernantes de la ciudad se habían preocupado más de mantener a los esclavos encerrados que de la posibilidad de que intentaran rescatarlos desde el exterior. Los vigilantes habían sido superados en tres minutos de furioso combate, y cuando por fin se quitó la traba de la puerta interior, cientos de esclavos salieron en estampida. Entre ellos había muchos hombres fuertes y musculosos a los que los ogros habían tratado brutalmente, a veces durante muchos años. Todos ellos estaban que rabiaban por combatir.
—Este es Mike el Negro —les gritó Tildy a Kerrick y a Moreen mientras el elfo dirigía la distribución de armas—. Era uno de los líderes de la rebelión y tiene algunas ideas sobre lo que hay que hacer.
Kerrick miró al hombre de tez morena, robusto y de piernas arqueadas de evidente ascendencia arktos y visiblemente aguerrido.
—¿Qué sugieres?
—Tenemos que darnos prisa y tratar de ocupar la parte alta de la ciudad —gritó el hombre—. Tienen unas pesadas puertas de piedra que, una vez cerradas, nos impedirán el acceso a las rampas. Allí los ogros pueden resistir todo el invierno.
—¿Y el resto de los esclavos? ¿Hay más lugares donde podamos liberar a gran número de hombres que se sumen a nosotros? —preguntó el elfo.
—Sí, ya hemos enviado hombres al Jardín Lunar y a los almacenes de pescado; también al astillero. Nos traerán otros mil hombres en una hora y vendrán con todas las armas y herramientas a las que puedan echar mano.
—Vayamos hacia arriba —dijo Barq Undiente, uniéndose al improvisado consejo.
Ya se habían distribuido todas las armas. Kerrick podía ver a cientos de hombres evolucionando por la plaza del puerto. Algunos subían al Alas de Oro y luchaban contra los pocos ogros atrapados a bordo del barco, mientras que otros iban a por los mercaderes que tenían sus puestos en el mercado, un nivel más arriba. Los dos niveles más bajos de la ciudad se estaban convirtiendo en un caos bajo la arremetida de más de dos mil esclavos rebeldes.
—¡Hombres! —gritó Moreen—. ¿Lucharéis conmigo contra el rey ogro? ¿Me ayudaréis a rescatar a Vendaval Barba de Ballena y a derrocar a la Casa Bane?
—¡Viva el rey de Guilderglow! —gritó Barq Undiente—. ¡Larga vida a los montañeses!
—¡Viva la señora del Roquedo de los Helechos! —se unió Kerrick, exultante al notar la potencia de su propia voz—. ¡Ella lidera la lucha en nombre de todos los arktos!
Los sonoros vítores de los hombres subieron como el trueno por el gran atrio de Winterheim. Kerrick se encontró vociferando junto con los rebeldes, mientras Moreen elevaba la espada por encima de su cabeza, representando a la perfección su papel de princesa guerrera. En un arrebato, los esclavos avanzaron, y ambos condujeron a la frenética horda en desordenada marcha a través del puerto.
—Harían una magnífica pareja, ¿no es cierto? —observó Tildy Trew con tono ácido.
Kerrick se sorprendió al ver a la esclava que corría a su lado, al parecer sin dificultad para seguir su ritmo. Llevaba una barra larga y Kerrick observó que el extremo estaba teñido de sangre. Era evidente que se había sumado a la revuelta con gran entusiasmo.
—¿Quiénes? —preguntó auténticamente sorprendido.
—¿Quiénes iban a ser?: Vendaval Barba de Ballena y Moreen Guardabahía —replicó sin dejar de correr—. ¿No es lo que quieren ambos?
—Algunos lo llamarían destino —respondió el elfo sin comprometerse y sintiendo una punzada dolorosa.
Vendaval y Moreen eran los jefes de los clanes del límite del glaciar, y la unión de ambos representaría para la humanidad una esperanza auténtica de libertad y prosperidad. La propia Moreen había reconocido eso, y Kerrick se había ofrecido voluntariamente para ayudarla. Desechó esos pensamientos con un encogimiento de hombros y corrió mientras gritaba.
La multitud de rebeldes siguió al elfo y a la jefa de los arktos en su carrera a través de la plaza, subieron los escalones hasta el nivel del mercado y se dirigieron a la rampa que los llevaba hacia los niveles superiores de la montaña convertida en ciudad. Barq y Tildy los seguían de cerca, y Mike el Negro se puso también a la cabeza blandiendo una gran espada. Kerrick se sintió embargado por la emoción y supo que ese era el lugar donde quería estar, que no lo habría cambiado por nada. La vida en Silvanesti, la vida de un elfo, no era ni un pálido reflejo de esta intensidad, del fragor de la batalla, de este goce.
Avanzaron otros dos niveles. En todas partes veían escenas de lucha y muestras de alegría de los humanos recién liberados que arrebataban la ciudad a sus antiguos amos. En medio del caos había señales de gran violencia. Se veían cuerpos de ogros y de humanos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos diseminados por los paseos, las calles y los mercados. En algunos puntos, grupos de guerreros ogros combatían obstinadamente, aislados en medio de una tempestad de hombres rabiosos, pero eran disciplinados, especialmente los granaderos de guerrera roja. No se limitaban a mantener su posición, y en algunos casos organizaban contraataques furiosos, coordinados.
—Este es el nivel de la terraza —explicó Tildy a Kerrick cuando accedieron a un nuevo nivel por la rampa—. ¡Si conseguimos pasar de aquí, tendremos muchas posibilidades de conquistar las alturas!
—¡Adelante! —gritó Mike el Negro a la cabeza de la multitud.
Enfilaron una calle ancha, inclinada, que daba acceso al nivel siguiente. Una delgada fila de guerreros ogros, menos de una docena cubriendo un espacio de quince metros, les cerraba el camino con expresión hosca.
El suelo retumbó momentos antes de que los esclavos llegaran hasta esa endeble línea. Dos enormes barreras de piedra giraron sobre unos goznes enormes empujadas por su propio peso hacia afuera y hacia abajo hasta que se cerraron formando una especie de muro, aplastando casi a la primera fila de humanos. Kerrick sintió cómo se estremecía la piedra bajo sus pies con el impacto y vio que muchos hombres perdían pie debido a las fuertes vibraciones.
El resultado estaba claro para el elfo y para todos los humanos que gritaron al unísono. Las dos puertas de piedra constituían una barrera infranqueable en la rampa que llevaba al nivel noble, al templo y a los niveles reales de Winterheim.
Detrás de ella se oyó el bramido de miles de ogros en señal de desafío y de victoria. Sabían que, por ahora, estaban a salvo.
—¡Majestad! ¡Los esclavos están en manifiesta revolución! —gritó lord Forlane, informando de la situación a Grimwar Bane, que se encontraba en la sala del trono—. Hemos cerrado las puertas de las rampas por encima del nivel de la terraza bloqueándoles el camino hacia la parte alta de la ciudad, pero me temo que hemos perdido el puerto, el Jardín Lunar y gran parte de lo que queda por debajo de ese nivel.
—Mantened la defensa de las puertas —ordenó el rey con una mirada airada a Forlane.
Sabía que esas puertas de piedra eran prácticamente infranqueables, al menos hasta que los humanos empezaran a usar sus picos y cinceles. Las barreras de piedra dejaban pequeñas brechas, pero eran demasiado estrechas para permitir el paso de un hombre, y podían ser defendidas por sus valientes ogros. El rey estaba convencido de que en esas condiciones, sus guerreros podían oponer una resistencia indefinida a los humanos.
Sin embargo, sabía muy bien que necesitaban hacer algo más que simplemente repeler a los esclavos. Tenían que atacar. La razón le decía que debía liderar el ataque, pero la sorprendente realidad era que no tenía el menor deseo de combatir, de matar, al menos no en este momento. Miró a la corpulenta mujer humana todavía encadenada en una esquina de su sala del trono y volvió a sentir unas ansias irrefrenables de hablar con ella, de tratar de analizar esta cuestión desde su punto de vista. También estaba allí Vendaval Barba de Ballena, el rey de los montañeses. Parecía sentir una indiferencia absoluta por Grimwar Bane, como si en esta batalla él no se jugara nada. Esas dos personas despertaban la curiosidad del monarca ogro.
—Esposo mío, dejadme esgrimir el hacha, arengar a vuestros guerreros con el símbolo de Gonnas. Los hombres se animarán al saber que hemos recuperado el sagrado talismán —intervino Stariz por primera vez desde su aparición en la sala del trono llevando el Hacha de Gonnas.
Grimwar la miró con desdén. No confiaba en la reina y por ese motivo no quería perderla de vista, pero tenía que hacer algo, hacer algún gesto que demostrara a sus guerreros que todavía mantenía el mando. Miró a Forlane buscando su opinión, y este asintió con firmeza.
—La reina ha tenido una buena idea, mi señor. La visión del hacha seguramente elevará la moral de nuestras filas y podría servir para aterrorizar a los esclavos. Es fácil movilizar a vuestra guardia de palacio, ¡doscientos ogros armados y ávidos de combatir seguirán al hacha, es decir, a la reina!
—Muy bien —ordenó el rey, repentinamente aliviado por verse liberado de la necesidad de guerrear. Le dio la venia a su esposa—. Id, id a hacer vuestro gesto, vuestro ataque, a ver si conseguís que se retiren de las puertas. Volved aquí cuando hayáis terminado. —No pudo reprimir un consejo sarcástico—. ¡Y esta vez no os expongáis a que os vuelvan a arrebatar el hacha!
—Como mandéis, esposo mío —dijo Stariz, estremeciéndose ante sus palabras y respondiendo con una profunda reverencia. Un instante después se había retirado, aferrando con fuerza el hacha y seguida por Forlane y por un grupo de guardias de palacio.
Todavía agitado, el rey empezó a pasearse por la sala del trono. Sus ojos volvieron a posarse involuntariamente en la figura solemne de la mujer humana que había sido capturada con el hacha. Le habían encadenado las manos como precaución, y estaba sentada en el cubo de piedra que la reina había querido usar para las ejecuciones. Un par de granaderos, espada en mano, la flanqueaban y la vigilaban con aire de determinación.
El rey se acercó y trató de mirarla desde su altura con expresión de odio y con las manos bien afirmadas en las caderas. Se le habían ocurrido varias preguntas y pensó que era el momento de obtener respuestas.
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó—. ¿Tuviste algo que ver en esta revuelta?
Ella se encogió de hombros.
—¿Acaso no era inevitable esta rebelión? Mis compañeros y yo no hemos venido aquí para incitar a los esclavos a rebelarse, pero vos debíais saber, sin duda, que no podíais mantener a tanta gente bajo vuestro dominio para siempre. Aquí hay muchos más humanos que ogros. ¡Pensad en eso!
—Pero ¿por qué tienen que rebelarse? —se preguntó—. Yo los alimento bien, los dejo vivir y tener hijos. Los que trabajan bien reciben su recompensa. ¡No es tan mala vida!
—No se parece a la libertad, ni siquiera para los que viven en esas magníficas condiciones —replicó Bruni sarcásticamente—. ¿Y qué decir de los que son azotados y de los sacrificios que exige vuestra inclemente reina? La gente no está dispuesta a vivir para siempre en la esclavitud. Como ya os dije, esta revuelta era inevitable.
—¡Muchos de ellos han muerto y morirán muchos más antes de que esto termine! —adujo el rey—. ¡No tiene sentido!
—Puede ser que no lo tenga para vos, ¡pero sí para ellos! —dijo la mujer en voz baja. El rey se sorprendió al ver lágrimas en sus ojos y sintió una extraña desazón.
—¿Y tú? —preguntó Grimwar Bane volviéndose al rey montañés—. ¿Cómo explicas esto?
Vendaval sacudió la cabeza con abatimiento.
—Debería haber muerto en Dracoheim —dijo—. Nada de esto habría sucedido. ¡Han venido a rescatarme, pero yo no valgo tantas vidas! Fue una empresa descabellada, y daría lo que fuera por hacer que se marcharan todos.
—A lo mejor aquí lo que está en juego es algo más que vidas humanas, tanto da que sea la vuestra o las de mil esclavos —intervino Bruni—. ¿Y si se consiguiera liberar a muchos porque a vos os trajeron aquí?
—Eso habría valido la pena —concedió Vendaval pensativo—, pero no creo que eso sea posible.
—Eso no sucederá —afirmó Grimwar Bane con firmeza—. ¡Mis granaderos triunfarán!
—Puede que la sola posibilidad de ser libre haga que merezca la pena correr el riesgo —replicó Bruni con tono áspero—. Ese sería mi sentimiento si yo estuviera ahí fuera.
—Eres una enemiga extraña —dijo el rey—. Dices cosas como esa sabiendo que tengo tu destino en mis manos. ¿No tienes miedo de enfurecerme?
Bruni se encogió de hombros con gesto de estudiada indiferencia.
—Puede ser que esté por encima de esas preocupaciones. —Un tímido esbozo de sonrisa que apareció en su cara redonda la hizo todavía más atractiva para Grimwar—. En cualquier caso, es la capacidad de furia de la reina lo que me preocupa, no la vuestra.
Grimwar rio por lo bajo a pesar de sí mismo, antes de empezar a pasearse de nuevo. La reina. Sí, su capacidad de furia también era preocupante para él. De repente se volvió hacia el rey esclavo.
—¿Has matado a tu señora, lady Thraid? —preguntó imperioso.
Vendaval lo miró airado, la primera muestra de energía que había dado desde que estaba allí.
—¡Jamás he matado a una mujer, ni humana ni ogresa —replicó furioso—, y no lo haré jamás, a menos que tenga ocasión de clavar una espada en el negro corazón de vuestra esposa!
Era una declaración de principios para Grimwar. El rey ogro tenía que creer al humano, pero todavía había muchas preguntas sin respuesta. Por lo menos ahora tenía algo más que antes de hablar con estos descabellados humanos. ¿Cómo era posible que aquella mujer estuviera tan tranquila? ¿Por qué despertaba su curiosidad?
¿Qué demonios tenía que hacer ahora?
El capitán Verra no podía creer que sus planes se hubieran venido abajo con tanta facilidad. Los mil esclavos de la Puerta del Mar habían sido liberados y había perdido a las dos docenas de ogros a los que encargó defender la puerta. Jamás supuso que hubiera podido haber un ataque desde fuera del enorme corral.
También los astilleros fueron arrasados por la revuelta. Al menos allí los ogros pudieron retirarse con un principio de disciplina. El resto de sus soldados habían sido llamados desde sus puestos en el puerto en los niveles del mercado por temor a que los destruyesen. Ahora estaba rodeado por las fuerzas que le quedaban, unos seiscientos o setecientos brutos de rojo uniforme, bien entrenados y fuertemente armados.
—¿Qué noticias hay de los rebeldes? —preguntó a uno de sus sargentos.
—Nos han adelantado y han subido a la ciudad —informó el veterano—. Sólo quedan algunos defendiendo el mercado.
—¿Hasta dónde llegará el grueso de la fuerza?
—Oí un retumbar de piedras hace un momento, capitán. Es probable que hayan cerrado las puertas por encima del nivel de la terraza. Seguramente los detendrán ahí.
El oficial ogro asintió y empezó a trazar un plan.
—Hay mil ogros de la guardia de palacio por encima de ellos. Si podemos atacar desde abajo, esos desgraciados quedarán atrapados en la terraza. ¡Los barreremos!
—¡Es un gran plan, capitán! ¡Sí, señor! —coincidió el sargento balanceando su colmilluda cabeza.
—Envía un destacamento al camino del Jardín Lunar—añadió el capitán—. Bastará con doscientos granaderos. Quiero que bloqueen el corredor, y si aparecen humanos por allí, que los hagan retroceder hasta los barracones, los persigan y los maten.
—¡A la orden, señor!
—Ahora, que los hombres formen en filas —rugió Verra, recuperado su optimismo—. ¡Los expulsaremos del mercado y avanzaremos hacia arriba!
Sus veteranos guerreros respondieron con precisión, formando tres largas líneas.
—¡Adelante, mis brutos! —bramó el capitán ogro—. ¡Ataquemos sin piedad!
Con un clamor de entusiasmo, los granaderos de rojas guerreras cargaron decididos a obedecer y matar.
—¡No podemos pasar! —declaró Mike el Negro, temblando de rabia—. ¡Haber llegado tan cerca y tener que parar así! ¡Que Chislev los maldiga!
Él y Moreen se habían reunido con Kerrick y Barq Undiente a poca distancia del obstáculo de piedra que había cerrado la rampa. Más humanos se habían sumado a ellos, entre ellos muchos esclavos domésticos de las viviendas de ogros que había en ese nivel. Se apiñaban en el pasaje, pero no había manera de seguir subiendo hacia el corazón de Winterheim.
Moreen, con expresión ceñuda, paseó la vista por el improvisado ejército que seguía creciendo con la incorporación de un número cada vez mayor de esclavos que llegaban desde los niveles inferiores de la ciudad.
—¡Tenemos que hacer algo! —dijo con determinación.
—Claro —dijo Tildy Trew, volviendo del borde del atrio desde donde había estado mirando hacia el nivel del puerto—. Tengo la impresión de que los granaderos se han reorganizado y vienen hacia aquí. Ya han recuperado el mercado y creo que ahora se dirigen hacia aquí.
Dinekki el murciélago ya había recuperado fuerzas. Se había apostado en el mástil de la galera observando la revuelta de los esclavos que avanzaba imparable por el malecón. Sangre de ogro manchaba la cubierta, allá abajo, y todavía había focos de lucha. Cerca de allí, una docena de granaderos se habían hecho fuertes en los astilleros, mientras que un centenar de humanos arrojaban teas encendidas entre los tableros de su pequeña fortaleza. Las llamas ya empezaban a hacer presa de los almacenes de madera. La anciana hechicera se estremeció ante la idea de todo ese humo llenando la cavidad de la montaña.
Ahora tenía un asunto apremiante que atender, y una vez más levantó el vuelo. Ascendió por la ancha chimenea del atrio de la ciudad y fue superando, uno tras otro, los niveles donde los esclavos todavía luchaban contra sus amos o celebraban su recién obtenida libertad.
Vio que más arriba, los ogros seguían dominando la situación. Identificó a la reina que blandía el hacha llameante y oyó los vítores de cientos de guerreros ogros que contemplaban el talismán. Los ogros de los niveles superiores se estaban reuniendo para lanzar un ataque hacia abajo, mientras otros ogros, los de uniforme rojo, se abrían camino luchando desde abajo. Todavía iban a morir muchos, se temió, y daba la impresión de que el grupo principal de los rebeldes iba a quedar atrapado aquí, en el nivel de la terraza, e iba a ser aniquilado.
El poder de Chislev la sostenía sin dificultad, y ella elevó una plegaria de agradecimiento a su benigna diosa. Cuando volvió a mirar el hacha llameante vislumbró el poder de otro dios, de una deidad de soberbia y violencia. Aunque buscó pruebas de su naturaleza oscura y maligna, percibió un poder tan natural, a su modo, como el de su propia diosa.
Por fin se encontró en la cima misma de la montaña convertida en ciudad. Aleteando por un largo corredor de techo alto y abovedado, llegó a la sala del trono del rey ogro. Entró por una puerta abierta y vio a Vendaval Barba de Ballena encadenado y sentado en una esquina de la sala. Bruni también estaba allí, hablando con el rey ogro. Nadie reparó en ella, apenas un murciélago, cuando con una sensación de alivio Dinekki bajó planeando y se posó en una cadena que estaba junto al oído del rey esclavo.