21

El retorno del Mensajero

Grimwar Bane se paseaba inquieto por la sala del trono. Stariz, temiendo su carácter explosivo, se había retirado a despachar a sus espías. El rey esperaba que le resultaran útiles, pero por ahora se conformaba con haberla perdido de vista.

Se sobresaltó cuando las puertas se abrieron y entró una fila de granaderos que traían al rey esclavo con las manos sujetas con grilletes por delante y un aro de hierro al cuello. Dos enormes ogros sostenían unas cadenas unidas al aro. Detrás del primer prisionero venía una alta mujer humana con cara de luna llena y una larga melena negra. La reconoció de inmediato.

—Tú eres la que llevabas el Hacha de Gonnas en el Roquedo de los Helechos, ¿no es cierto? —preguntó sorprendido—. Tú detuviste a mi ejército cuando estábamos a punto de vencer.

—¡Sólo lamento no haber podido enterrar el arma en vuestro negro corazón! —le esperó la mujer.

—Eres una criatura peculiar —dijo el rey—, uno de los mejores luchadores que he conocido, y mujer para colmo. Jamás he visto a una ogresa combatir así.

—Lo tomaré como un cumplido —dijo ella fulminándolo con una mirada asesina. Respiró hondo y movió la cabeza con esto estudiado—. No sois tan grosero como esperaba.

—Ni tú la intrusa que yo había pensado —replicó el monarca.

A decir verdad, se dio cuenta de que su disposición de hacía apenas unos minutos, una mezcla de rabia, pesar y desconfianza, se había disipado rápidamente. Sentía una curiosidad enorme por aquella mujer. Ahora que estaba cautiva, no la temía ni la odiaba. Más bien se sentía fascinado por ella. Había en ella mucho más que esa apariencia exterior por impresionante que fuera. En realidad, se parecía a Thraid en el aspecto y en las facciones.

Como llamada por esos pensamientos, Stariz eligió aquel momento para presentarse en la sala del trono y recordarle su existencia.

—¿Ha vuelto Karyl Drago con el Hacha de Gonnas? —preguntó.

—Todavía no —replicó el rey, disgustado por su aparición.

Quería más tiempo con su prisionera, para hablar con ella, para mirarla. Se preguntaba, vagamente, qué pensaría de él, si lo encontraría atractivo. Inconscientemente metió la barriga para adentro mientras se volvía a mirar a su esposa con furia.

—¿Es esta la zorra blasfema que se atrevió a blandir el sagrado talismán del Obstinado? —preguntó la reina. Volviéndose hacia su esposo inclinó la cabeza en señal de respeto. Él la observaba de mala gana.

»Cuando traigan aquí el hacha, debéis permitirme que la use para separar la cabeza de sus hombros —continuó—. Sólo así se lavará el honor de nuestro dios. —La reina señaló con un gesto un bloque de piedra que había en el suelo de la sala del trono—. ¡Ese será su destino! —pronunció.

—¡No! —vociferó Grimwar Bane. Su voz fue como un trueno que hizo cesar toda actividad en la gran sala.

—Mi señor… —empezó Stariz.

—¡Silencio! —volvió a gritar el monarca con tal fuerza que incluso su esposa enmudeció——. ¡Ya ha habido suficiente derramamiento de sangre por el momento! Debemos esperar y hablar con esta prisionera. ¡Cuando decidamos qué hacer, será un acto meditado, no una orgía de venganza! Ella entró en la ciudad por la puerta del Muro de Hielo y sabe de un ejército, una invasión que puede provocar la revuelta de todos nuestros esclavos. Si tenéis algo que hacer en esta investigación, mi reina, vuestra misión será la de averiguar lo que sabe la prisionera para que usemos ese conocimiento en la defensa de nuestro reino. ¿Me he expresado con claridad?

—Sí, majestad, perfectamente —dijo la reina, demudada. Una vez más inclinó la cabeza, pero Grimwar pudo ver la mirada de soslayo que le echaba a la mujer humana. Los ojos de Stariz se entrecerraron y reflejaron puro odio.

En cuanto a él, quedó sorprendido ante lo profundo de su sentimiento. Cuando Stariz había sugerido la posibilidad de matar a la prisionera, su reacción había sido de puro miedo, un miedo paralizante. Realmente había sido sincero. ¿Cuántas muertes más debía haber para que la reina quedara satisfecha? En su interior sabía que no había sangre suficiente en el mundo para saciar su sed de violencia y de venganza.

—Has venido aquí con el Mensajero elfo, ¿no es cierto? —dijo la reina, volviéndose otra vez a mirar a la mujer prisionera.

—¿Cómo es que no murió en Dracoheim? —preguntó Grimwar Bane con auténtica curiosidad.

La mujer lo miró y exhaló un lento suspiro. El rey pensó que guardaría silencio y vio que su esposa estaba tensa de ira, pero se sorprendió cuando la prisionera respondió con tranquila seguridad.

—Escapó porque es un favorito de los dioses; no sólo de su propio dios, Zivilyn Verdeárbol, sino también de Chislev Montaraz. Creo que los dioses lo han enviado para velar por nuestra señora, y está haciendo un trabajo excelente.

Todos avanzaban trotando silenciosos, con las armas preparadas. Ratón, que marchaba a la cabeza de la fila de guerreros, paró en seco al final de una curva del sendero.

El capitán de la patrulla de ogros estaba justo frente al guerrero arktos, exactamente donde Ratón esperaba que estuviese. El joven lo ensartó con su lanza, atravesándole la garganta y haciendo caer al sorprendido bruto de rodillas. Con un grito ahogado de alarma, el ogro se desplomó hacia adelante. El peso de su cuerpo hizo que la punta de la lanza le saliera por la parte trasera del cuello.

El ogro que iba detrás de él se quedó boquiabierto, y el guerrero arktos le hizo un tajo de lado a lado de la cara en cuanto pudo sacar la espada. Mientras Ratón atacaba con todas sus fuerzas, el thane Larsgall se adelantó al segundo bruto y le aplastó el cráneo al siguiente de la fila de un golpe de su maza con cabeza de acero. El ataque de los humanos se produjo en medio de un silencio sobrecogedor, y fueron avanzando a través de la formación enemiga, aplastando y cortando con despiadada eficiencia.

En cuestión de segundos no dejaron vivo a uno solo de los doce ogros que formaban la patrulla. Ratón se quedó sorprendido al ver a Rabo de Pluma, que iba con la segunda oleada de atacantes, hacer una pausa para atravesar con su lanza ligera la garganta de un ogro herido que se retorcía de dolor. El bruto pataleó, asiendo instintivamente el arma con las dos manos durante algunos segundos antes de quedarse rígido y morir.

La joven llegó corriendo junto a él.

—Te vi clavarle la lanza a aquel otro en el cuello. Fue un buen golpe.

—¿No puedes quedarte en la retaguardia? —rogó Ratón, pero Rabo de Pluma no le hizo caso, y pasando por delante de él se incorporó al ataque.

El pequeño ejército atravesó a la carrera el bosque de hongos del Jardín Lunar. Las demás patrullas de ogros ya habían pasado por allí, y los humanos, al igual que el jadeante Slyce, que no tenía más remedio que seguirles el paso, se dirigieron en tropel hacia el otro extremo de la gran caverna que daba acceso a Winterheim.

La senda subía entre bosques de setas gigantes y los condujo a través de praderas cubiertas de musgo hasta el borde de un torrente de aguas cristalinas. En uno de los claros se toparon con unos cuantos ogros que, sorprendidos, empezaron a aullar y a arrojarles lanzas. Los proyectiles de los ogros no los alcanzaron, pero las flechas de los arqueros humanos hicieron muchos blancos entre los brutos, que cayeron erizados de flechas, como si fueran acericos.

Respirando ahora con un poco más de dificultad, los humanos se acercaron a la ancha rampa por la que se salía de aquel enorme laberinto de setas. Vieron a los esclavos reunidos en un gran corral en la base de la rampa mientras varios ogros les daban indicaciones con gestos nerviosos desde unas plataformas desde las cuales se dominaba el camino. Uno de ellos levantó una trompeta, pero antes de que pudiera llevársela a la boca una docena de flechas lo habían atravesado. La trompeta se deslizó de sus dedos inertes y el ogro cayó hacia adelante como un fardo, balanceándose un momento en la barandilla antes de desplomarse pesadamente contra el suelo a unos seis metros de los humanos.

Ratón miró los baluartes y las ventanas. Tenía todo el aspecto de ser una plaza fuerte importante, pero sólo vio a un número reducido de ogros que echaban mano de sus armas y corrían a formar una delgada línea a lo ancho de la rampa.

—Tenemos a otros detrás —dijo Larsgall, señalando a los ogros que formaban una línea defensiva—. Ahora están todos dispersos.

—No les demos tiempo de reagruparse —respondió el guerrero arktos.

—¡Esperad! —gritó Rabo de Pluma señalando al gran corral en el que se apiñaban cientos de esclavos que miraban por entre las estacas. Allí sólo se veían tres ogros que, inquietos, montaban guardia ante la puerta cerrada—. ¡Liberad a los esclavos! —dijo la mujer.

Fue una idea inspirada. Ratón vio que sólo había una docena y media de ogros protegiendo la rampa que daba acceso a la ciudad. Si consiguieran sumar a sus filas los mil esclavos rebeldes liberados en el Jardín Lunar, los problemas del rey ogro se multiplicarían considerablemente.

—De acuerdo —dijo, señalando a los tres guardias de la puerta del corral de esclavos—. Demos caza a esos hijos de perra y liberemos a los humanos.

Kerrick indicó a Moreen la salida del gran almacén donde se encontraban. Los dos iban bien cubiertos con sus ropas de esclavo. El elfo se volvió a sostenerle la puerta a Coralino Pescador, pero no se sorprendió, bueno, no del todo, cuando vio que detrás de él no se veía al kender por ninguna parte.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Moreen atónita.

—Sé tanto como tú —replicó el elfo con una leve sonrisa—. Supongo que lo encontraremos por ahí. Tiene la virtud de aparecer cuando se lo necesita.

—Durante todos estos años pensé que estabas perdiendo la razón —dijo la jefa de los arktos.

—El hecho de que mi amigo imaginario sea real no es garantía de mi salud mental —respondió Kerrick guiñándole un ojo.

No habían dado más que un par de pasos cuando vieron a Tookie que traía a rastras a una humana regordeta y de mejillas coloradotas. La adulta contempló a los dos intrusos con gran interés.

—Se suponía que debíais esperarme —dijo la niña esclava mirando con preocupación a su alrededor.

—Lo sé —respondió Moreen—, pero hemos indagado y averiguado dónde están ahora Bruni y Vendaval y vamos a ver si podemos encontrarlos.

—¿Vendaval Barba de Ballena, el rey de Guilderglow? —preguntó la mujer que acompañaba a Tookie—. ¿Lo conoces?

—Sí, hemos venido a rescatarlo —dijo Moreen sin rodeos, suponiendo que cualquiera que viniese con Tookie debía ser digno de confianza—. ¿Supongo que tú también lo conoces?

—Sí. Soy Tildy Trew. Estoy encargada del Centro de Acogida, donde traen a todos los esclavos para higienizarlos antes de enviarlos a sus destinos. —Miró a Kerrick con mirada tan escrutadora que el elfo se sintió como si fuera uno de los nuevos esclavos a los que inspeccionara un posible amo. Finalmente, la mujer esbozó una sonrisa.

»Eres muy guapo —dijo con admiración—. Un poco delgaducho…, y con esos ojazos. No te pareces a ningún hombre que haya visto.

Sin saber por qué, el elfo sintió que podía confiar en ella. Se echó un poco atrás la capucha y le mostró brevemente su única y característica oreja.

—¿Has visto alguna vez a un elfo? —le preguntó.

—Encantada de conocerte —dijo ella negando con la cabeza y ensanchando su sonrisa.

—¿Cómo estaba Vendaval cuando llegó aquí? —preguntó Moreen—. ¿Estaba herido?

Tildy se encogió de hombros, y Kerrick creyó reconocer cierta crispación en su voz cuando respondió, dirigiéndose directamente a Moreen.

—Estaba magullado y hambriento. Dijo que se había expuesto a que lo capturaran por ayudar a una mujer, que creía que ella había muerto en Dracoheim y estaba muy apenado.

Moreen se puso pálida.

—Ella no murió —dijo con voz débil.

—Eras tú, ¿no es cierto? —La mujer esclava asintió con la cabeza como si lo entendiera todo—. La señora del Roquedo de los Helechos y todo eso. ¿Por qué has venido aquí?

—Porque no podía dejar a Vendaval abandonado, del mismo modo que él no permitió que yo fuese al castillo de Dracoheim sin su protección.

—Bueno, es indudable que has causado un gran jaleo. Hay patrullas por todos lados, y he oído que la reina está que se la llevan los demonios. Cuando está así puede desollar a cualquier humano que se le ponga por delante.

—¿Sabes dónde está ahora Vendaval? —preguntó Moreen palideciendo.

—Sí, creo que sí. —Tildy Trew asintió convencida—. Estaba encerrado en la misma celda a la que llevaron a tus amigos. En las mazmorras, en el nivel del puerto.

—¿Puedes llevarnos allí? —preguntó Moreen presa de la ansiedad.

Tildy Trew volvió a asentir y les indicó que la siguieran. La esclava los condujo por la rampa descendente hasta que salieron otra vez a uno de los amplios espacios centrales de Winterheim. Había un centenar de ogros evolucionando por allí, a tiro de piedra de donde ellos se encontraban, pero Kerrick vio que mucho humanos iban vestidos con ropas muy similares a las que llevaban ellos. Mantuvo la cabeza gacha y siguió a Tildy y a Tookie hasta el borde del enorme atrio central.

Minutos después cruzaban una ancha calle. La esclava señaló hacia abajo mientras Kerrick y Moreen lo miraban todo con ojos asombrados.

Desde allí se podía ver la parte central del puerto y, hacia arriba, los anillos de los niveles ascendentes. Ante ellos se abrían varias rampas de conexión, y Tildy señaló una de ellas. Vieron una fila de guardias de rojo uniforme que giró al unísono para subir por una ancha escalera que conducía hacia un rellano con una sola puerta de metal.

—Es una compañía de granaderos, la guardia del rey. Como dije, vuestra llegada no ha pasado desapercibida y ha creado una gran conmoción.

Ante sus ojos, más guardias salieron por una puerta que se abrió en lo alto de la ancha escalera. Kerrick vislumbró la negra cabellera de Bruni entre los cascos dorados de los guardias ogros. Instantes después, la puerta volvió a cerrarse y cuatro corpulentos guardias quedaron montando guardia frente a la escalera.

—Da la impresión de que la llevan al palacio —dijo Tildy moviendo la cabeza con aire de contrariedad—. No tenemos muchas probabilidades de llegar allí. Seguramente controlarán a todos los esclavos que se acerquen al nivel real.

—¿Y Vendaval? —preguntó la jefa de los arktos.

—Es probable que todavía esté abajo. De todos modos, nada perdemos con echar un vistazo.

—Entonces, vayamos a las mazmorras si es posible —dijo Moreen.

—De acuerdo —respondió Tildy mirando otra vez intencionadamente a la mujer arktos—. Sé dónde podemos conseguir ayuda. A lo mejor podemos sacarlo de allí, y creo que se alegrará de verte.

El capitán Verra ordenó a sus granaderos que cerraran filas. Al menos sus tropas se movían con presteza. Le habían ordenado que enviara a los dos prisioneros al nivel real y el capitán había decidido enviar a tres docenas de ogros como escolta. Eso lo dejaba aquí abajo en una posición peligrosa.

Echó una mirada al aserradero, preocupado por la gran cantidad de esclavos que pululaban por allí y por el número relativamente reducido de guardias. Trató de pensar dónde podría conseguir refuerzos. Llevado por el nerviosismo, paseó la vista por los niveles del puerto y del mercado, la guarnición de la Puerta del Mar, las diversas fábricas y el calabozo real.

¡Eso es! Sabía que había unos treinta o cuarenta ogros en reserva en el destacamento de las mazmorras. Lo más probable es que estuvieran comiendo y jugando a las cartas en la sala de guardia, en la base de la montaña.

La dotación habitual de una docena de ogros era más que suficiente para sofocar cualquier intento de fuga de los prisioneros. El resto de los ogros estaban desaprovechados en este momento, cuando tanta falta hacían en otras partes.

Verra dio las órdenes oportunas y despachó a un impaciente sargento a buscarlos. Observó con aire satisfecho a los guardias que salían de las mazmorras. Algunos de ellos le dedicaron una mirada hosca, pero todos estaban dispuestos a obedecer sus órdenes. Llevaron sus armas y armaduras al aserradero y se unieron al resto de los vigilantes que montaban guardia en el lugar.

Verra seguía nervioso. No podía estarse quieto, de modo que bajó hacia los muelles. Se dispuso a ir hasta el campo de esclavos de la Puerta del Mar para asegurarse de que allí todo estuviera tranquilo.

Tildy Trew volvió a reunirse con Moreen y Kerrick en la plaza cercana al malecón donde los había dejado unos minutos antes con instrucciones de esperarla. La acompañaban seis hombres corpulentos que llevaban unas gruesas palancas de madera, herramientas que Kerrick comprendió podían transformarse rápidamente en armas.

—Estos son algunos amigos míos que estaban en su tiempo de descanso en el aserradero —dijo Tildy señalando hacia la entrada de una caverna oscura que había en el puerto—. Tenemos una oportunidad. Acaban de trasladar a algunos guardias al aserradero para vigilar a los esclavos. La mala noticia es que Vendaval Barba de Ballena y vuestra amiga Bruni han sido sacados de la mazmorra. Parece que los han llevado ante el rey. Vuestro otro compañero, Undiente, sigue allí, junto con Mike el Negro y algunos otros rebeldes que no fueron lo suficientemente hábiles para evitar caer en las garras de la reina.

La esclava sacudió la cabeza con aire de contrariedad.

—Acusan a Vendaval de matar a su ama, una ogresa noble.

—¿Por qué tendría que haber hecho eso? —preguntó Moreen.

—Supongo que no lo habrá hecho él —dijo Tildy negando con la cabeza—. Su señora era una ogresa odiada por la reina Stariz. Sospecho que habrá encontrado la manera de eliminar a su rival y de culpar a alguien de su muerte.

—¿Y Tookie? —preguntó Kerrick.

—Quería venir, pero yo insistí en que se quedara en los astilleros —dijo Tildy—. Las cosas podrían ponerse feas.

—Echó una mirada a las espadas que se adivinaban bajo las ropas de Moreen y del elfo—. Supongo que sabéis usar esas cosas.

Iban cruzando la plaza mientras hablaban. La mano de Kerrick asió la empuñadura de la espada que llevaba escondida bajo la ropa, y vio que Moreen hacía otro tanto.

Al acercarse a los dos guardias que estaban a la puerta de las mazmorras, estos se pusieron firmes y formaron con sus alabardas una X gigantesca impidiendo el paso.

—Marchaos —gruñó uno de ellos—, o venid con un oficial.

—Tengo un salvoconducto —dijo Kerrick dando un paso al frente. Instantáneamente apareció la espada en su mano y fue a clavarse en el corazón de un ogro con frialdad y fiereza.

El otro se quedó atónito y a continuación cayó desplomado bajo los golpes de las palancas de dos de los esclavos que acompañaban a Tildy. Moreen lo remató con su espada antes de que pudiera dar la voz de alarma.

—¡No hay tiempo que perder! ¡Vamos! —gritó Tildy haciéndose a un lado mientras el elfo guiaba al grupo de rescate hacia el interior del túnel.

Bajaron por un pasadizo largo y oscuro y salieron a una sala donde sorprendieron a media docena de ogros que, sentados alrededor de una mesa, jugaban a las cartas y bebían. El elfo eliminó a dos de ellos de dos rápidas estocadas, vagamente consciente de que sus compañeros se ocupaban de los demás.

Tildy cogió un llavero de un gancho que había en la pared y rápidamente introdujo una llave en una pesada cerradura de hierro.

—¡Eh! —gruñó un sorprendido ogro al ver que se abría la puerta—. ¿Qué significa esto?

La respuesta se la dio una fría hoja de acero. Veinte segundos después, los humanos y el elfo entraban por una gran puerta, otra barrera que Tildy había abierto. Kerrick y Moreen entraron en tromba en el recinto y vieron a algo más de veinte hombres que los miraban con un gesto en el que se mezclaban la esperanza y la alarma.

—¡Barq! —gritó Moreen, corriendo por la lóbrega celda. Tildy la seguía con las llaves en la mano.

Los esclavos armados con palancas se habían desplegado por los otros pasadizos de las mazmorras, y Kerrick oyó señales de violencia provenientes de varias direcciones.

—¡Rápido! —gritó, mientras la mujer liberaba uno tras otro a los prisioneros de sus grilletes. Se pusieron de pie un poco tambaleantes, frotándose las magulladas muñecas, y a continuación salieron a tumbos del calabozo tratando de hacerse con algunas armas—. ¿Adónde vamos ahora? —le preguntó el elfo a Tildy Trew.

—Vayamos a la puerta del Mar —fue la respuesta—. Creo que hemos iniciado una rebelión, y los esclavos que manejan el cabrestante estarán encantados de echarnos una mano.

Los evadidos salían de las mazmorras unos minutos después, dándose de bruces con una partida de doce ogros que miraban consternados los cadáveres de los dos primeros guardias. Unos veinte o treinta esclavos furiosos los rodearon mientras por encima de sus cabezas sonaban los cuernos de alarma en el atrio de Winterheim.

Tildy tenía razón, pensó Kerrick. Para bien o para mal, la rebelión de los esclavos había comenzado.

Stariz abandonó la sala del trono retorciéndose las manos presa del nerviosismo. ¡El elfo! ¡El maldito elfo! ¿Dónde estaba? Era una de las muchas preguntas a las que no encontraba respuesta. Sólo podía esperar que la cómplice de Garnet, esa esclava traicionera, encontrara una ocasión de apuñalarlo por la espalda antes de que ocasionara algún desastre irreversible.

Algo muy poderoso reclamaba su atención. ¡El Hacha de Gonnas estaba cerca! Lo sentía. Alzó la vista y se encontró ante el ogro inmenso, Karyl Drago, que a grandes zancadas subía la rampa desde la ciudad baja. Traía el preciado talismán en sus enormes manos, y su cara reflejaba una gran emoción al mirar la hoja resplandeciente, inmaculada.

La reina permaneció de pie, con las manos apoyadas sobre las caderas, mirando cómo se acercaba. Recordaba a aquel bruto, un tonto con pocas luces de su propia tierra, pero sintió orgullo de que hubiera sido él quien hubiera recuperado el talismán.

Sin embargo, al acercarse demostró claramente que pretendía esquivarla y encaminarse al palacio.

—¡Entrégame eso! —le exigió.

—Se la daré al rey —declaró el gran guerrero negando tercamente con la cabeza.

—¡Es mía! —declaró la reina, dando un paso adelante y haciendo intención de coger el arma.

Ante su sorpresa y consternación, el ogro apartó el hacha y la miró como con intención de golpearla. Stariz sintió que el odio la invadía, una oleada de ira que la dejó temblando, y levantó ambas manos con los dedos extendidos como para envolver al gigantesco Drago.

—¡Gonnas paralaxis! —gritó, invocando la magia de su dios en una oleada de poder palpitante.

Karyl Drago se detuvo, sorprendido, mientras ella extendía la mano y tocaba su robusto antebrazo. El conjuro hizo su efecto y el bruto cayó al suelo como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.

La suma sacerdotisa cogió con suavidad el Hacha de Gonnas de manos del ogro caído, asegurándose de que el arma no entrara en contacto con el suelo. Satisfecha, giró sobre sus talones para volver a la sala del trono, dejando a Karyl Drago inconsciente y respirando acompasadamente sobre el suelo.