Otra vez el kender
—Aquí podréis esconderos durante un tiempo mientras trato de averiguar adónde se han llevado los ogros a vuestros amigos —dijo Tookie abriendo una puerta e introduciendo a Moreen y a Kerrick en una habitación pequeña y oscura. Moreen estaba sin aliento, su corazón latía desbocado y le sudaban las manos.
—¿Qué es este lugar? —le preguntó al elfo olfateando con desconfianza.
—Bueno, en un tiempo fue una destilería de warqat —respondió la muchachita esclava—. Creo que ahora lo usan para almacenar la cebada y otras cosas. Ya nadie viene por aquí, de modo que podéis estar tranquilos mientras yo voy a buscar a Tildy Trew. Ella es la más indicada para averiguar adónde han llevado a vuestros amigos. Sabe mucho para ser una esclava. Esperadme aquí ¿vale? Veré si la encuentro a ella o a otra persona que pueda ayudar.
Moreen se puso de rodillas y apoyó las manos en los hombros de la niña mientras miraba su cara surcada por las lágrimas.
—Has sido muy valiente y nos has ayudado mucho. Ese gran ogro nos perseguía porque habíamos luchado con él dos días antes de encontrarnos contigo. Tienes que ayudarnos un poco más, pero lamento ponerte en peligro.
—¿Peligro? —dijo la niña con ironía—. ¡Nunca me lo he pasado mejor en mi vida! No te preocupes. ¡Averiguaremos dónde están tus amigos y…, y… haremos algo!
—Eres una gran amiga —dijo Kerrick tocándola suavemente en el hombro—, y Moreen tiene razón, eres muy pero que muy valiente. Ya es mucho lo que te debemos, y te damos las gracias.
Un instante después, Tookie había salido del almacén dejando al elfo y a la jefa de los arktos en la habitación oscura.
—Tengo miedo. —Moreen se asombró de haberlo reconocido—. ¡No soporto esta espera! ¡Debemos tratar de hacer algo! —Se paseó un poco y volvió presa de gran agitación mirando con furia todo lo que los rodeaba.
—Yo también tengo miedo —dijo Kerrick—. ¿No te parece una reacción bastante natural en nuestra actual situación? Echemos una mirada a todo esto para distraernos de nuestros problemas.
A Moreen le parecía que el recinto estaba casi tan oscuro como una noche sin luna, aunque Kerrick le aseguró que sus ojos de elfo podían distinguir algunos detalles. El elfo sacó una de las antorchas que llevaba en su cesta y la encendió, proyectando una luz amarillenta y vacilante en la tenebrosa habitación.
Encontraron varios barriles pequeños que evidentemente estaban vacíos por lo huecos que sonaban al golpearlos. Gran parte del suelo estaba cubierto con una capa de paja revuelta, y se abrían varias ramificaciones con el suelo más elevado en tres de las paredes interiores.
—Toma la antorcha —dijo Kerrick—. Revisa esas habitaciones de allí. Yo veré las del otro lado.
La mujer era reacia a separarse de su viejo amigo, pero accedió e investigó las dos primeras habitaciones. Parecían almacenes anexos y despedían un olor húmedo, mohoso y levemente dulzón. Había algunos cajones y barriles apilados, y todo estaba cubierto por una espesa capa de polvo. No encontró ni el menor rastro de una puerta o pasadizo que conectara con otro lugar.
Cuando volvía con su antorcha a la estancia principal, se sobresaltó al oír voces. Avanzó arrastrándose por el suelo, temblorosa, esperando que fuese sólo Tookie que había regresado. Su mano buscó instintivamente la empuñadura de la espada, lista para atacar si había una amenaza.
Reconoció la voz, del elfo, pero no parecía asustado ni agitado. Acercándose más trató de escuchar lo que decía.
—… escondidos aquí, por ahora, pero tenemos que hacer algo. ¡Vamos a volvernos locos si nos limitamos a esperar sentados! —declaró el elfo.
—Bueno, entonces encuentra algo útil que hacer —replicó la segunda voz con tono levemente exasperado.
El tono era infantil, pero no era la voz de Tookie. Más bien era una voz masculina, y aunque aguda, reflejaba cierta madurez.
—Estoy abierto a cualquier sugerencia —declaró Kerrick, irritado.
Moreen salió de detrás de los barriles y levantó la antorcha. Kerrick rio entre dientes con timidez al verla y negó con la cabeza como pidiendo disculpas.
—Lo siento, no encontré nada. Entonces supongo que la oscuridad se apoderó de mí y estaba manteniendo una conversación amistosa con mi amigo imaginario.
—¿Coralino Pescador? —dijo la mujer admirada, mirando con asombro hacia las sombras más allá de donde estaba Kerrick.
—No pretendía preocuparte —dijo este—. Ya sé que parece que estoy un poco loco… ¿Qué pasa? —preguntó viendo su expresión de estupor.
—Si es imaginario —respondió Moreen en tono tranquilo—, ¿cómo es que puedo verlo?
El capitán Verra recorría incansablemente las lindes del mercado del lado de los muelles. Cajones y barriles se apilaban junto a montones de cabos enrollados y todo tipo de redes y remos colocados sin orden ni concierto. En tiempos de paz eran útiles para todo tipo de tareas náuticas, pero ahora eso lo tenía sin cuidado.
En ese momento, todos buscaban un posible escondite para un intruso elfo o cualquier número de esclavos rebeldes.
Un poco más allá, la escollera estaba llena de estructuras de madera de las que colgaban el pescado para secarlo sobre lechos de carbón que aún no habían sido encendidos. El aserradero hervía de actividad al accionar los esclavos los gigantescos engranajes que movían la hoja que cortaba en tablas los enormes troncos de pino. Las pilas de madera crecían en los grandes almacenes, pero él sólo podía pensar en los esclavos que iban de un lado para otro. Se preguntaba qué sentirían, qué estarían planeando.
Había recibido las órdenes del rey mediante un tubo para mensajes arrojado desde el atrio de la ciudad a las aguas del puerto, donde cayó con un sonoro chapoteo. Uno de los hombres de Verra lo había pescado con un largo gancho, y el capitán leyó rápidamente la comunicación y se puso manos a la obra.
«Elfo suelto en la ciudad… Potencial levantamiento de esclavos… Ejército humano entró por la puerta del Muro de Hielo y por el Jardín Lunar…».
Así rezaba el mensaje. ¿Cómo era posible?
Verra estaba satisfecho de haber advertido al rey de una posible insurrección apenas unos días antes, sin embargo, ahora que se enfrentaba a la realidad, se sentía por desgracia mal preparado. Tenía trescientos ogros bajo su mando directo aquí, en la plaza principal, y varios cientos más desplegados en destacamentos por todo el nivel del puerto. ¡Pero había tantos humanos!
Agitado, pasó revista a lo que había hecho hasta ese momento. Primero había encerrado a los esclavos de la Puerta del Mar en su enorme campamento. Había allí casi mil humanos, y ahora estaban encerrados bajo una doble puerta de pesado acero con bisagras empotradas casi a un metro de profundidad en la roca viva de la montaña. Una docena de ogros montaban guardia en la segunda puerta, la exterior, mientras que había otros tantos en posiciones dominantes a lo largo del corredor que los humanos tendrían que atravesar si de alguna manera conseguían salir. Verra estaba satisfecho de que los esclavos de la Puerta del Mar estuvieran bien encerrados.
Los esclavos del aserradero representaban un número casi equivalente, pero no había podido controlarlos de una forma tan efectiva ya que allí se estaba trabajando en el corte de la madera que habían traído desde la tundra los grupos de trabajo durante el verano. Gran parte de esa madera se necesitaba para la ceremonia de la Marchitez Otoñal para la que sólo faltaban dos días, y Verra había sido poco proclive a parar el trabajo por meras sospechas, de modo que cada vez eran más las tablas apiladas que los esclavos llevaban desde el aserradero hasta el almacén.
Puesto que no podía cerrar el aserradero, había apostado allí a otra compañía de granaderos, cincuenta ogros veteranos que iban a reforzar a los treinta vigilantes que habitualmente mantenían el orden en la zona. La situación no era del todo desfavorable, pero había dado órdenes de extremar la precaución y la disciplina. Ordenó a sus soldados que lo informaran de cualquier cosa que observaran fuera de lo habitual, y les había hecho ver bien claro la gravedad de la situación. Ahora sólo cabía esperar.
Era presa de gran agitación nerviosa y no podía sacudirse el temor de olvidar algo que tal vez tuviera gran importancia.
—Tú eres Moreen Guardabahía —dijo Coralino Pescador avanzando con una ancha sonrisa y la mano tendida—. Es un auténtico placer conocerte. Quiero decir que he oído hablar mucho de ti durante, uh, no sé cuántos años. ¡Es estupendo conocerte! —Cogió la mano de Moreen y la agitó sujetándola con fuerza entre sus dedos pequeños pero nervudos.
—Vaya… lo mismo digo. Mucho gusto en conocerte. También yo he oído hablar mucho de ti en estos años —respondió la jefa de los arktos.
Estaba pasmada de tener ante sí a aquel personajillo que hablaba con Kerrick. Estaba segura de que no podría haber entrado por la puerta del almacén sin llamar su atención. Pero también estaba segura de que realmente se encontraba allí, de pie, frente a ella.
—¿De dónde has salido? ¿Cómo has entrado aquí? ¿Cómo nos has encontrado?
—Oh, tengo muy vigilado a Kerrick —dijo el kender. Era exactamente como lo había descrito el elfo tantas veces. Vestía una chaqueta verde y unas botas de suave piel de ciervo, y llevaba el pelo atado en la coronilla cayendo en una cola de caballo sobre la espalda. Se acercó a Moreen y le guiñó un ojo—. No sé si te habrás dado cuenta, pero tiene una habilidad especial para meterse en líos. Siempre que puedo trato de ayudarlo a salir de ellos. Supongo que tú haces lo mismo. ¡No sabe lo afortunado que es de tenemos! Verás, hasta hubo una vez que iba navegando, pensando en quién sabe qué, y chocó nada menos que con una tortuga dragón. Si yo no hubiera aparecido en aquel momento…
—¡Ibas montado en la tortuga dragón! —declaró Kerrick indignado—. Te rescaté yo, ¿lo recuerdas?
—No tengo muy buena memoria para los detalles, ya lo sabes —dijo Coralino con otro guiño—. Con todo, es un tipo simpático, aunque, como te iba diciendo, siempre se mete en líos.
Moreen negó con la cabeza con gesto apesadumbrado.
—Me temo que soy yo la que siempre se mete en líos, y si no, mira nuestra situación actual. Nuestros dos compañeros han sido capturados, los ogros han recuperado el Hacha de Gonnas, y aquí estamos nosotros escondidos, dependiendo de la ayuda de una niña.
—¿Tookie? Esa niña vale mucho —dijo el kender con entusiasmo—. Habéis tenido suerte de encontraros con ella.
—Miró a Kerrick y asintió convencido—. ¿Ves lo que quiero decir? Siempre te encuentras con buenos amigos que hacen todo lo posible por sacarte de los líos en que te metes.
—En eso tienes razón —dijo Kerrick con un notable suspiro.
—Bueno, realmente estoy encantada de conocerte —dijo Moreen, sonriendo a pesar de lo angustioso de la situación—, y tienes razón en que Kerrick hace amigos dondequiera que va.
—Algo poco común para un elfo —dijo el kender acercándose a ella y hablando en un susurro pero lo bastante alto para que Kerrick pudiera oírlo—. ¡La mayoría de ellos son poco sociables, pero no nuestro Kerrick Fallabrine!
Kerrick lo miró furioso, evidentemente avergonzado.
—¿Hay algo más que quieras decir? —preguntó.
—Bueno, me pregunto por qué la reina de los ogros quiere ver a vuestra amiga Bruni —dijo Coralino con un estudiado encogimiento de hombros—. Parecía muy interesada en hablar con ella. Y el rey también, supongo. ¡Vaya par!
—¿Quiénes? —inquirió el elfo, confundido por aquella referencia sin transición.
—¿Quiénes van a ser? El rey y la reina de los ogros. Los dos son feroces, pero personalmente creo que ella es la peor. De todos modos, los guardias la van a subir al nivel superior en cualquier momento.
—¿Qué quieres decir? ¿Que a Bruni la van a llevar arriba? ¿A la parte alta de la ciudad? —preguntó Kerrick.
—Claro, por supuesto. —Coralino miró al marinero elfo como si fuera un niño un tanto torpe—. No iban a subirla a la parte baja de la ciudad. De todos modos ¿queréis que os muestre el camino?
Kerrick resopló exasperado, dejando que fuese Moreen quien respondiera.
—Sí, por favor, ¡llévanos allí ahora mismo!
—Pensé que no ibais a pedírmelo nunca —dijo Coralino Pescador dirigiéndose hacia la puerta y volviéndose a continuación hacia el elfo—. Será mejor que te cubras con la capucha. No creo que hayan visto muchas orejas de elfo en Winterheim.
Vendaval avanzaba con dificultad ya que las cadenas le impedían caminar normalmente. Estaba decidido a no caerse, de modo que seguía el ritmo de los guardias y de Bruni, que lo iba empujando.
—Todavía no puedo creer que todos hayáis venido aquí por mí —declaró, sacudiendo la cabeza pesaroso—. ¡Todo esto tiene que tener una finalidad más elevada! ¡No puedo soportar que tanta gente muera por mí!
—Bueno, vamos a tratar de rescatar a todos los esclavos que podamos —respondió Bruni en voz baja. Aparentemente a los ogros no les importaba que conversaran—. Al menos, ninguno de ellos hizo nada por impedirlo.
—Había algunos que ya estaban dispuestos a rebelarse —continuó el montañés con aire de desesperación—. Ahora están todos prisioneros…, y también están condenados. ¡Condenados a lo mejor porque tuvieron la desgracia de encontrarse conmigo! ¡Por qué razón no os habréis mantenido al margen!
¿Cuántos de sus amigos y aliados, camaradas y súbditos morirían en esta empresa descabellada? Y era sincero cuando pensaba que habría sido mejor morir en Dracoheim y ahorrarles a todos esta lucha sin sentido.
Ahora iban a morir todos, y él sería el único culpable.
A Dinekki le dolían los hombros y lamentaba no haber pensado en frotarse las articulaciones con el ungüento de grasa de morsa antes de levantar el vuelo. Le encantaba volar, pero, como en muchos otros aspectos, eso de envejecer complicaba las cosas.
¿Cuántos años habrían pasado desde que dio con el conjuro para cambiar de aspecto, para adoptar la forma de una criatura alada? En realidad, más de lo que podía recordar. De todos modos, el encantamiento se realizó sin dificultad, ya que la bendición de su diosa le había transmitido el poder para hacerlo. Normalmente habría adoptado la forma de un pájaro, pero el murciélago le pareció más adecuado en esta enorme caverna. Descubrió que la técnica de volar seguía siendo más o menos como la recordaba, aunque en lugar del fácil planeo de un ser plumífero, tenía que batir las alas constantemente para mantenerse en el aire.
A pesar de todo, la piel que cubría sus miembros era tersa y suave y le encantaba, y la habilidad necesaria para volar la recuperó en un instante tras lanzarse desde el borde de la gruta en el cuerpo del diminuto murciélago. Al principio la alegría se apoderó de ella al ver que ascendía en pos de sus compañeros de viaje por encima de los bosques de setas, de aquellas paredes relucientes cubiertas de líquenes y de las corrientes de agua cristalina.
Todavía le quedaba mucho camino que recorrer cuando sintió los primeros calambres, primero en los hombros y después en la espalda y en las alas. Los demás murciélagos la habían dejado atrás o se habían dispersado, ya que volaban muy rápido para ella, pero no le importaba. No necesitaba su compañía. Sólo necesitaba encontrar las fuerzas para seguir adelante por la enorme ciudad subterránea.
El cansancio empezaba a pesarle, pero ahora al menos se encontraba en el ancho túnel. Había ganado un poco de altura en la primera parte de su vuelo, y ahora volaba cerca del suelo, tratando de aliviar la tensión de sus músculos. Bajó más y más hasta casi rozar la superficie de piedra. Sin embargo, tenía que seguir batiendo las alas, ya no podía descender más.
Por fin, la enorme puerta se cernió sobre ella. La anciana hechicera empleó las fuerzas que le quedaban en pasar volando por la elevada arcada. Vio un barco anclado en medio del puerto, un barco de alto mástil. Con unos cuantos movimientos más de sus alas se elevó, redujo la marcha y se posó en la cruceta del mástil.
Allí respiró hondo, tratando de recobrar el aliento, y empezó a mirar en derredor para ver lo que estaba pasando y hacia dónde debía ir a continuación.
—¡No podemos seguir esperando aquí! —dijo Ratón. Estudió el movimiento de las patrullas de ogros que iban y venían por el Jardín Lunar. Al menos había cuatro que recorrían la enorme caverna. En cada destacamento había un par de docenas de guerreros enemigos, pero el arktos pensó que si ellos atacaban por sorpresa al menos podrían vencer a uno o dos destacamentos. Si los cien o más ogros se unían, sabía que sus fuerzas tendrían muy pocas oportunidades.
—Tenemos que hacer algo —les dijo a Lars y a Rabo de Pluma, que estaban a su lado—. Es sólo cuestión de tiempo.
—Es mejor tomar la iniciativa y atacarlos —coincidió el thane montañés.
—¿Qué debemos hacer? —se preguntó Rabo de Pluma.
—Creo que debemos atacarlos con ímpetu y no pararnos —aconsejó el thane Larsgall—. Entrar en la ciudad y ver qué daño podemos hacer.
Rabo de Pluma miró al montañés y después los grandes ojos oscuros de Ratón.
—Quiere decir antes de que nos maten ¿no es cierto?
—Sí, pero tenemos que intentar algo ¿no lo ves? ¡Es mejor que esperar en esta ratonera a que nos encuentren y nos borren del mapa! —Al mirarla a los ojos, casi se le rompió el corazón.
Para sorpresa suya, esta doncella arktos a la que había atormentado cuando era niña hasta verla convertirse en la mujer más hermosa de la tribu, asintió dando muestras de entenderlo y de estar de acuerdo.
—Sí Al menos hay que intentarlo.
Ratón extendió la mano y cogió la de la muchacha. Quería decirle tantas cosas, pero no pudo pronunciar palabra.
—Deprisa, entonces —sugirió el thane Larsgall.
Unos minutos después habían recogido sus fardos y reorganizado la partida. Todo hombre o mujer llevaba un arma, las espadas y las lanzas al frente, los arqueros en la retaguardia. Aunque agradecía la protección que les brindaba el ruido de la cascada, como precaución, Ratón describió su plan en voz baja.
—Nuestro plan consiste en ir directamente a Winterheim —dijo—. Ahora mismo, la mayor parte de las patrullas de ogros están en el otro extremo del Jardín Lunar, en la salida hacia la puerta del Muro de Hielo. No vamos a preocuparnos por ellos. Hay un grupo, unos veinte o treinta, que se dirige hacia el extremo más próximo de la caverna. Están ahí abajo, en un bosque de setas, patrullando alrededor. Nos verán y nos saldrán al paso. Vamos a atacarlos, a matar o dejar inutilizados a todos los que podamos, y seguir avanzando. ¿Todos lo habéis entendido?
No hubo preguntas. Agradeció que nadie preguntara lo que iban a hacer cuando llegaran a la ciudad, porque temía que les habría dicho sinceramente lo que pensaba: a decir verdad, no confiaba en llegar tan lejos.