Una reunión en las tinieblas
—Entra ahí —dijo el ogro, empujando de mala manera a Bruni hacia una puerta baja. Ella se agachó para no golpearse la cabeza y se encontró en una habitación grande con paredes de piedra donde había varias docenas de humanos sentados apáticamente en el suelo. La mayoría, posiblemente todos, estaba encadenada a las paredes, aunque era difícil distinguir esos detalles en la oscuridad casi total de la gran celda.
Oyó un estallido de violencia a su espalda y al volverse vio a Barq Undiente luchando por desasirse de otro de sus captores. El corpulento montañés trató de dar un puñetazo, pero lo que consiguió fue que un granadero lo golpeara en la cabeza con la empuñadura de su espada. Gruñendo, se tambaleó y fue empujado sin miramientos por la puerta yendo a caer pesadamente al otro lado.
La mujerona se arrodilló a su lado y al tocarle la cabeza sintió el tacto húmedo de la sangre. Barq se sentó con un gruñido, frotándose la herida y mirándose después los dedos ensangrentados.
—Se diría que había aprendido a elegir mejor mis peleas —farfulló disgustado.
—Fue un gesto muy digno —le dijo Bruni—, sin sentido, pero digno.
—¡Bastardos! —dijo el hombre mirando con una mezcla de desprecio y odio a la puerta que se cerró sobre la entrada del calabozo.
Se volvió a mirar en derredor, parpadeando sorprendido al ver que había otros hombres en la celda y que todos parecían mirarlos con gran interés. Hubo un ruido de cadenas en uno de los rincones cuando uno o dos de los prisioneros intentaron moverse. Escudriñando la oscuridad, Bruni percibió que muchos, tal vez todos, estaban sujetos con pesadas cadenas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Barq Undiente.
—En las mazmorras de la reina —respondió uno desganadamente—. Estamos encerrados aquí hasta que ella encuentre el momento para matarnos. No te preocupes, ya no tardará mucho.
—Una idea alentadora —dijo Bruni—. Yo sé lo que hicimos nosotros para que nos encerraran aquí, pero ¿y todos vosotros?
—¡No habléis con ella! —soltó uno de los hombres, un tipo de tez morena que estaba encadenado a la pared por ambas muñecas—. ¡Podría ser una espía, lo mismo que ese lacayo de Thraid que está allí!
El prisionero escupió con desprecio a otro de los cautivos, un hombre delgado y barbudo que se encontraba en el rincón más distante de la celda. También él estaba encadenado y miraba a los dos recién llegados con una extraña expresión.
Bruni pensó que aquel hombre le resultaba familiar, y estaba tratando de situarlo cuando Barq Undiente dio un grito. Se dirigió a donde estaba el prisionero y se puso de rodillas ante él.
—¡Majestad! ¡Que Kradok maldiga a quienes os han encadenado así!
—¿Vendaval Barba de Ballena? —pronunció Bruni con expresión de estupor—. ¿Sois vos realmente?
Sus palabras provocaron una reacción de sorpresa entre los prisioneros, varios de los cuales empezaron a murmurar entre ellos o a pronunciar palabras de incredulidad. El hombre estaba delgado y ojeroso, tan desaliñado que parecía un rey diferente, mucho menos corpulento que el noble Vendaval al que ella recordaba, pero esos ojos y aquella sonrisa forzada eran inconfundibles.
—Vaya, si son Bruni, del Roquedo de los Helechos y mi viejo thane Barq Undiente. ¿Cómo caísteis en manos de esta escoria de ogros?
Bruni estaba a punto de aconsejar discreción, al menos en lo que se decía delante del resto de los prisioneros, pero Barq lo soltó todo.
—Hemos venido a rescataros —dijo sacudiendo la cabeza con tristeza—. La señora del Roquedo de los Helechos nos trajo hasta aquí. Ella, el elfo y una pequeña fuerza de voluntarios, pero Bruni y yo fuimos apresados al tratar de entrar en la ciudad. ¡Mi señor, os hemos fallado! ¡Que todos los dioses me castiguen por esto!
A Vendaval casi se le salían los ojos de las órbitas. Impaciente, desechó con un gesto los intentos de disculparse de Barq.
—¿Moreen Guardabahía vive? —preguntó—. ¿Sobrevivió al desastre de Dracoheim? ¿Cómo? ¡Es una excelente noticia!
—Su expresión se encendió de repente y miró a Bruni con expectación—. ¿La capturaron también? ¿Dónde está?
—Ella y Kerrick burlaron a los captores cuando nos apresaron a nosotros, al menos eso fue lo que vi. Barq y yo llevábamos el Hacha de Gonnas. Iba oculta en un cestón, pero no sabemos cómo, nos delató.
—¿Y se atrevió a venir a Winterheim a rescatarme? ¡Es una locura! —dijo Vendaval desesperado, sin dejar de mirar a Bruni.
—Yo vine porque venía Moreen —dijo la mujerona con aspereza—. Nada de lo que yo o cualquier otro pudiera decir la habría hecho desistir de su empeño. Se sentía responsable de vuestra captura. Era una cuestión de honor.
—Pero ¿cómo pudo pensar que tendría éxito? ¡Nadie ha sido rescatado de este lugar! —Vendaval sacudía la cabeza en estado de agitación—. ¡Es una empresa sin esperanzas!
—Me temo, majestad, que yo tuve parte de culpa —dijo Barq, bajando la cabeza avergonzado—. Algunos de los thanes, liderados por mí, acusamos a la señora de traición al ver que vos no habíais vuelto de Dracoheim. Claro que nos dimos cuenta de que era una amiga leal cuando tomó la decisión de organizar este rescate. No había un solo hombre de la montaña que no estuviese dispuesto a seguirla.
Vendaval Barba de Ballena se apoyó contra la pared con los ojos cerrados. Cuando volvió a dirigirse a Barq no lo hizo con furia, sino con un tono de decepción que a Bruni le pareció que podía resultar más hiriente que la ira.
—Randall el Loco y yo nos ofrecimos voluntariamente a ir a Dracoheim para que Moreen tuviera una oportunidad de destruir la Esfera Dorada. Randall murió y yo fui tomado prisionero por los ogros. Incluso ahora que sé que la dama vive tengo que considerar aquello como un éxito. ¡Menudo golpe saber que mi propia captura la ha llevado a la ruina! Es una carga muy pesada de soportar. Hubiera sido mejor haber muerto aquel día que haberla metido en esta trampa de hielo.
—¡Majestad, no digáis eso! —imploró Barq con enorme pesar—. Ella está viva y encontraremos la forma de salir de aquí, ya lo veréis. Ese elfo es muy valiente y tiene mil ardides. Además está todavía el ejército de bravos guerreros que vinieron con nosotros. ¡Todavía no han acabado con ellos!
—Mayor locura todavía —dijo el rey esclavo con un gruñido de desesperación—. No puedo creer que yo sea la causa de tantas muertes. ¡No soy tan importante!
Bruni paseó la vista por el resto de los prisioneros que observaban la escena con expresión de estupor. El cautivo de piel cetrina que había vertido palabras tan acusadoras contra el montañés volvió a hablar.
—Entonces es cierto, ¿realmente sois Vendaval Barba de Ballena, el rey de Guilderglow? Cuando nos capturaron pensé que erais un espía que había tratado de ganarse nuestra confianza, pero ¿ahora resulta que el heredero de los reyes Barba de Ballena está aquí, pudriéndose en una mazmorra de los ogros?
—Así es —afirmó Bruni atestiguándolo—. Es el hombre más valiente y auténtico que pueda encontrarse en el límite del glaciar.
El hombre profirió un grito como si lo hubiera aquejado un dolor físico.
—Perdonadme, majestad. ¡Os acusé de la más baja de las traiciones! ¡Soy un necio!
—Eres un hombre valiente —dijo Vendaval con gentileza—, y desconfiado, porque no tienes más remedio que serlo. Si se hubieran cambiado nuestros papeles, yo también habría sospechado de ti.
—¿Hay alguna forma de salir de aquí? ¿Podemos luchar con los guardias y abrirnos paso? —preguntó Barq Undiente, esperanzado.
Vendaval negó con la cabeza.
—Las puertas que nos tienen aquí encerrados son de acero y al otro lado hay muchos guardias.
—Entonces, todo depende de Kerrick y de Moreen —dijo Bruni. Cuando todos agacharon la cabeza desanimados, añadió—. No podríamos tener mejores aliados en un momento como este.
—Roguemos a Chislev y a Kradok y a todos los dioses, entonces —dijo Vendaval con voz solemne—. Que a nuestros amigos los acompañen una auténtica inspiración y una buena medida de buena suerte.
—Que así sea —dijo Bruni, inclinando la cabeza y sumando sus propias esperanzas a esa plegaria.
—¡Majestad! —El mensajero ogro venía jadeando y con el rostro bañado de sudor. Entró como una tromba en la sala del trono sin esperar ni un gesto ni una palabra de permiso de los guardias que estaban en la puerta. Avanzando con paso desfalleciente por el cansancio se arrojó a los pies de Grimwar Bane.
—¿De qué se trata? ¡Habla, hombre! —exigió el rey ogro.
A duras penas reprimió el impulso de asestarle al mensajero un buen puntapié para soltarle la lengua. Stariz dio un paso adelante, como si ella misma fuera a darle el golpe, pero una mirada furiosa de su esposo hizo que se quedara donde estaba, a unos doce pasos de distancia. Miraba al mensajero con los ojos brillantes, y Grimwar odiaba la idea de que ella, con sus poderes, pudiera haber averiguado ya la noticia de que era portador conociéndola así antes que él.
Con gran esfuerzo, el mensajero se afirmó sobre las manos y las rodillas y respiró hondo varias veces hasta que finalmente levantó la cabeza para mirar a los ojos de su rey.
—Majestad. ¡Hemos recuperado el Hacha de Gonnas! —dijo con voz entrecortada.
—Lo sabía —cacareó la reina—. ¡Se ha hecho la voluntad de Gonnas! ¡Su talismán ha vuelto a donde pertenece! ¿Dónde está? —preguntó, acercándose para mirar al mensajero desde su altura.
—¡El propio Karyl Drago la trae hacia aquí, majestad! —fue la jadeante respuesta—. Yo vengo de allí ahora, del camino del Jardín Lunar. Allí descubrió a dos humanos que trataban de introducir el hacha en la ciudad. Ahora están prisioneros, y él cogió el hacha para vos. —El ogro parpadeó de repente y se volvió a mirar al rey—. Es decir, para vos, majestad.
—No olvides quién es tu rey —rugió Grimwar Bane. Se dirigía al mensajero pero hablaba para su esposa.
—Por supuesto, mi señor. Fue Karyl Drago quien encontró a los humanos y los apresó con ayuda de los granaderos. No quería dejar que nadie cogiera el hacha más que él. Se apoderó de ella con gran cuidado y me dijo que corriera hacia aquí con la noticia mientras él traía el hacha personalmente.
—¿Has mencionado a dos cautivos? He oído algo de un pequeño ejército de intrusos que había entrado por la puerta del Muro de Hielo. ¿Sólo habéis cogido a dos?
—Sí, majestad, sólo esos dos por ahora. Uno era un guerrero montañés, la otra una mujer corpulenta, aparentemente arktos. Vieron a un tercero que atacó intentando liberar a los otros dos. Lamento informaros de que consiguió escapar del túnel del Jardín Lunar perdiéndose en los almacenes que hay por encima del puerto.
—Es lamentable —dijo el rey—. ¿Acaso alguien pudo ver bien a ese tercer pícaro?
—Así es, señor. Uno de los guardias lo hirió y le rasgó el sayo. Por la descripción de Drago, aunque ya sé que es algo difícil de creer, es posible que uno de esos individuos sea un elfo.
Grimwar Bane sintió de repente que el mundo se hundía bajo sus pies. Se tambaleó y cayó en el trono como si de pronto le hubieran faltado las fuerzas.
—¿Has dicho un elfo? —inquirió con voz ronca.
—¿Eh? Sí, señor. Drago observó que sólo tenía completa una de sus orejas, una oreja rara, larga y puntiaguda; la otra estaba cortada o doblada. Además tenía el pelo de un extraño color dorado y sus ojos eran grandes y verdes.
—¿Sólo una oreja? —Antiguas pesadillas se agolparon en su subconsciente, recuerdos de una maldita amenaza que había sido eliminada, destruida sin duda en el desastre de Dracoheim—. ¿Lo acompañaba una mujer? ¿Una criatura menuda de pelo oscuro?
El mensajero pareció sorprendido.
—Es cierto, majestad. Drago habló de que dos de los atacantes eran mujeres, y una coincide con la descripción que acabáis de hacer.
De repente, el rey sintió la necesidad de sentarse. Se le estaba empezando a revolver el estómago. Se sacudió esa sensación y miró en derredor con absoluta determinación.
—Traedme a la prisionera —ordenó—, a la mujer humana. Haced que los guardias traigan también al rey esclavo Vendaval Barba de Ballena. Quiero hablar con los dos y averiguar qué está pasando aquí.
La conversación entre los prisioneros se interrumpió abruptamente al oír el ruido de una llave en la puerta de la celda y abrirse esta con un chirrido. Cuatro ogros fuertemente armados entraron esgrimiendo sus espadas amenazantes. Un quinto, en apariencia un oficial, entró e hizo un gesto a Bruni y a Vendaval Barba de Ballena.
—Vamos a llevaros a la sala del trono. El rey y la reina quieren hablar con vosotros. —Soltó una risa malvada cuando Vendaval forcejeó resistiéndose en vano a los ogros que tiraban de sus cadenas obligándolo a levantarse y arrastrándolo hacia la puerta—. Es probable que la reina quiera darte las gracias. Puede que incluso tenga una recompensa para ti —dijo en tono de burla.
—¿Qué quieres decir? —exigió el rey montañés.
—Bueno, creo que le hiciste un gran favor al matar a lady Thraid Dimmarkull. Fue una buena puñalada. Le atravesó la garganta. ¡Debe haber sangrado durante una hora!
Bruni vio que Vendaval se ponía pálido de la impresión; a continuación la empujaron y la obligaron a salir por la puerta con los guardias ogros detrás.
Dinekki había pasado mucho tiempo junto al pequeño y oscuro estanque, musitando encantamientos, echando los huesos y buscando alguna señal por los senderos de Chislev Montaraz. De vez en cuando, Ratón veía destellos de luz entre los pies de los gigantescos hongos u oía ruidos que más bien sonaban como truenos. Las rocas se estremecían bajo sus pies.
El guerrero arktos había estado vigilando casi constantemente la caverna. Los ogros buscaban sistemáticamente por toda su extensión. Por el momento, sus patrullas habían estado ocupadas en el otro extremo, cerca del río central, pero él sabía que era sólo cuestión de tiempo que cruzaran ese torrente y se dirigieran a la Gran Gruta.
Por fin, Dinekki salió de la gruta con su cara apergaminada ensombrecida por un gesto de profunda preocupación.
—¿Que sucede? —preguntó Ratón.
—Problemas —dijo la hechicera crípticamente—. No puedo decir exactamente qué es lo que va mal, pero las señales son claras: Moreen y Kerrick han tenido mala suerte y todo parece indicar que las cosas van a ir a peor.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ratón mirando con sensación de impotencia a la columna de ogros que marchaba por el centro de la fértil caverna.
Los ubicuos murciélagos volaban en círculos, lanzándose en picado sobre el sombrero de los grandes hongos, escondiéndose a veces entre los pies antes de volver a describir círculos por las alturas.
—Bueno, no sé exactamente si una cosa o la otra, pero supongo que lo mejor es que vaya a ver qué averiguo. —La hechicera hizo un gesto de contrariedad y miró la vasta caverna con furia, como si la hubiera ofendido de alguna manera.
—¿Quieres decir burlar a esos guardias? —dijo con estupor el guerrero arktos—. ¡No, Dinekki! Ni siquiera tú puedes hacer eso.
—No con este cuerpo, tonto —le soltó la anciana—. ¿Crees que estas viejas piernas podrían ganarle siquiera a un ogro cojo?
—Bueno, no.
—Pues no me vengas con ideas ridículas.
—Entonces, ¿cómo?
La anciana no respondió, se limitó a entrar otra vez en la gruta y volver con un chal blanco sobre sus frágiles hombros.
—Tú espera aquí —le dijo.
Ratón se sentó detrás del pie de una seta gigantesca mientras ella farfullaba, cantaba y oraba en medio del pequeño ejército. No podía verla, pero oía sus llamadas, otra vez sus imitaciones de sonidos animales.
Observó que los murciélagos se agitaban, que varios de ellos volaban hacia él, revoloteando en torno a su cabeza cada vez en mayor número.
De repente, se alejaron batiendo sus alas al unísono, volando bajo a través de la tranquila caverna para luego aletear con más brío y ganar altura. La mayoría se elevó rápidamente, aunque uno se quedó rezagado, evidentemente procurando seguir a los demás. Los vio alejarse en dirección a Winterheim. El silencio era fantasmagórico y opresivo y por fin se decidió a desafiar la ira de la anciana.
—¿Dinekki? —llamó.
No obtuvo respuesta. Rápidamente se acercó al borde del acantilado, temeroso de que la anciana hubiera sufrido algún daño.
En el borde del precipicio no había nada. Buscó frenéticamente, temiendo que Dinekki se hubiera caído, pero no había ni señal de ella ni de su chal blanco entre las piedras cubiertas de musgo.
Sólo entonces lo entendió y miró hacia el lugar por donde habían revoloteado los murciélagos. Dinekki no estaba aquí, no estaba entre las rocas. La respuesta era clara: Había volado con los murciélagos.
Stariz llevó a Garnet Dane a su sanctasanctórum, el pequeño recinto perfumado con incienso que había detrás del santuario del gran templo. Vio por su sonrisa que se sentía satisfecho y decidió permitirle esa pequeña satisfacción. Al fin al cabo, lo había hecho bien.
—Lady Thraid está muerta —dijo como algo natural—. Has desempeñado correctamente la misión que te encargué.
—Gracias, bondadosa reina —dijo el hombre apoyando la frente en el suelo.
—¿Te ayudó tu cómplice femenina en la misión?
Sentía curiosidad por esa mujer humana que Garnet Dane se había negado a revelar, preguntándose quién podía ser esa persona capaz de realizar un crimen tan atroz y mantener el anonimato entre los esclavos. Tarde o temprano, la reina tendría que conocer su identidad ya que podría resultarle muy útil.
—Así fue, mi reina. Ella podía acceder mejor a la dama, de modo que fue ella quien clavó el cuchillo. Os sirve voluntaria y lealmente.
—Pronto volveré a necesitar de sus servicios. Confío en que cumpla tan bien como lo hizo en la cuestión de lady Thraid —dijo la suma sacerdotisa.
—Sí, majestad. —Los ojos de Garnet Dane brillaron ante la perspectiva de otro asesinato—. ¿Cuántos serán esta vez?
—Hay un elfo suelto por la ciudad. Sin duda tratará de entrar en contacto con los elementos rebeldes. No sé dónde está, aunque parece que entró por el Jardín Lunar.
—Mantendré los oídos atentos a cualquier palabra o señal de tal intruso —dijo el humano, arrastrándose—. Os informaré de inmediato si me entero de algo…
—¡Estúpido! —le esperó la reina, descargando un golpe involuntario sobre la endeble estructura del hombre—. No quiero información. ¡En cuanto tú o ella lo encontréis, matadlo sin vacilar!