Alarmas
El túnel de salida del Jardín Lunar era ancho y estaba bien iluminado por lámparas de aceite colocadas sobre soportes en ambas paredes cada diez pasos aproximadamente. Viniendo de la tenue iluminación de la enorme caverna, a Moreen las luces le resultaron deslumbrantes e incómodas. Además, parecía que su brillo hacía que su disfraz resultara prácticamente inútil y se sentía como si caminara desnuda, totalmente expuesta a que cualquier ogro se fijara en ella.
Tuvo que hacer uso de roda su fuerza de voluntad para mantener la cabeza gacha y seguir el andar despreocupado de Tookie mientras pasaban bajo los balcones del puesto de guardia de los ogros. Allí había varios de esos brutos y los pudo oír hablando e incluso oler su fétido sudor. Dio las gracias por llevar en la cabeza un gran cesto, y en unos momentos ella y sus compañeros consiguieron pasar sin problema siguiendo a la jovencita por el corredor amplio, casi vacío, hacia la ciudad de los ogros.
Por suerte, la chica sabía lo que hacía cuando les consiguió los disfraces. Moreen miró a Bruni y a Barq Undiente, que iban detrás de ella, y a Kerrick, que cerraba la marcha. Todos llevaban prendas marrones con capucha, que, según Tookie, era el atuendo característico de los esclavos que llevaban productos del Jardín Lunar a los diversos mercados de la ciudad. Moreen y Kerrick llevaban cestos individuales, mientras que Barq y Bruni compartían un cestón casi del tamaño de un ataúd en el que habían colocado el Hacha de Gonnas.
—Apartaos en caso de que venga algún ogro —dijo la chica con tono normal—. Es probable que así sea.
Siguieron caminando durante algún tiempo hacia la ciudad, encontrándose de vez en cuando con pequeños grupos de esclavos y apartándose en alguna ocasión para dejar pasar a un ogro o a un par de ellos. Los ogros caminaban sin la menor prisa, aparentemente, y ninguno de ellos dio muestras de interés por el pequeño grupo de esclavos.
Sin embargo, a Moreen casi se le cae el cesto cuando las notas estridentes de una trompeta empezaron a sonar por el corredor. Las tres notas salieron de detrás de ella, del Jardín Lunar, y fueron repetidas muchas veces. Pronto las volvieron a tocar otros guardias y en cuestión de minutos sonaban por todos los rincones de esta inmensa ciudad subterránea.
—Creo que ya deben de haber encontrado a Harmlor —dijo Tookie con una mirada seria en los ojos oscuros—. Será mejor que hagáis todo lo posible por parecer esclavos. Seguro que va a haber mucho jaleo.
Tal como había supuesto la chica, el corredor por el que marchaban pronto se llenó del eco de resonantes pisadas y los cinco se hicieron a un lado para dar paso a un grupo de ogros armados hasta los dientes, unos veinte o más, que pasaron a la carrera.
—Huy, huy, van hacia el Jardín Lunar —dijo Tookie—. Vaya, ya casi hemos llegado a la ciudad.
Los hizo atravesar una gran arcada, y Moreen miró hacia arriba con asombro. El tamaño del lugar que se abría ante ellos era casi inverosímil. Era evidente que estaban dentro de una gran montaña. Unos treinta metros por debajo de ellos se veía una amplia plaza, y a su nariz llegó el olor del mar. Vio la galera del rey ogro, Alas de Oro, atracada en uno de los muelles de un gran puerto, y se dio cuenta de que todo él estaba encerrado dentro de la montaña. Un canal llevaba a las grandes puertas que, al abrirse, daban acceso a todos los mares del límite del glaciar.
Arriba, el cielo se perdía en lo alto, por encima de un gran hueco rodeado de numerosos balcones. Al parecer, todos estaban llenos de ogros apoyados en las barandillas que miraban hacia abajo y hacia arriba, haciendo gestos agitados, lanzándose los unos a los otros preguntas con voz ronca e intercambiando especulaciones. Las antorchas encendidas en todos los niveles proyectaban sombras grotescas sobre las paredes mientras los ciudadanos de la ciudad corrían de un lado para otro confundidos y consternados. En el puerto, varias compañías de ogros de rojas guerreras formaban con precisión militar respondiendo a las órdenes de un capitán que llevaba un casco plateado.
—Por aquí —dijo Tookie conduciendo a los cuatro intrusos hacia una rampa ancha y sinuosa, una superficie que subía desde el puerto hacia el interior de la ciudad. Pronto dejaron atrás la vista del gran atrio central. Era como si otra vez caminaran por una red de cavernas, aunque este pasadizo parecía subir e internarse cada vez más en la ciudad de los ogros.
La jefa de los arktos no podía apartar de sí la sensación de peligro. Había tantos ogros. ¿Qué esperanza de triunfar podían tener ahora que habían alertado al enemigo de su presencia?
Tuvieron que pararse y esperar a que otro regimiento de guardias pasara a su lado. Al parecer, estos también se dirigían al Jardín Lunar. Por todas partes había pequeños grupos de esclavos susurrando, mirando nerviosamente a su alrededor, y Moreen se sintió terriblemente expuesta.
Una voz retumbó como el trueno, y Moreen se quedó paralizada por la impresión.
—El hacha de fuego. ¡Ahí está! ¡Tratan de ocultarla, pero su gloria se ha revelado!
Giró en redondo y se quedó atónita al ver al enorme ogro con el que habían combatido en la puerta del Muro de Hielo. Ahí estaba, detrás de ellos, salpicado de barro y de sangre, y señalaba sin lugar a dudas la gran cesta que cargaban Barq Undiente y Bruni. Iba acompañado de una veintena de guardias.
Lo sorprendente es que la cesta relucía. Una luz dorada resplandecía dentro de la estructura de mimbre. La parte superior parecía vibrar y moverse, y el brillo del hacha dorada era más intenso que nada que Moreen hubiera visto jamás.
Vendaval se apoyó en la fría piedra de las paredes de su celda. Estaba allí encadenado con el resto de los hombres detenidos en el depósito de la sal. Bien pensado, resultaba irónico, pero esas cadenas eran lo único que lo mantenía con vida por ahora. Por las miradas de odio y de desprecio de los otros rebeldes, especialmente de Mike el Negro, no le cabía duda de que lo hubieran matado con gusto de haber tenido la ocasión.
Les había dicho una y otra vez que era inocente, que no los había traicionado. Pensó en intentarlo una vez más. Tenían que creer que no había sido él quien había revelado el complot a la reina y el que había llamado a los guardias reales.
No tenía sentido. Ni siquiera querían mirarlo.
Además, él ya estaba demasiado cansado…, lo único que le apetecía era sentarse allí y esperar la muerte.
Grimwar Bane volvió impaciente a la sala del trono con su esposa pegada a él. Seis granaderos lo rodeaban con sus alabardas en alto y las espadas listas en sus vainas, vigilando las puertas con ojos entrecerrados en actitud de alerta.
El rey levantó la vista cuando alguien llamó a la puerta. Uno de los guardias, tras comprobar por una mirilla, abrió la enorme puerta y dejó entrar a lord Porlane.
—Y bien —dijo el rey—. ¿Cuál es la naturaleza de la intrusión?
El lord habló rápidamente.
—El guardia del Paso del Muro de Hielo informa de que un gran número de humanos lo atacaron. Le avergüenza admitirlo, pero al parecer lo superaron y mataron a toda la guarnición. Lo hicieron caer a un barranco donde lo dieron por muerto y se internaron en el Jardín Lunar. Al parecer, allí siguieron avanzando tras matar a un guardia ogro, uno de los capataces de los esclavos del campo.
—Y el guarda que estaba al mando en la puerta, ¿no está muerto?
—No, majestad. Puede que lo recordéis: Karyl Drago, el…, ejem…, guerrero aquel tan enorme que vino desde Glacierheim con el séquito de nuestra reina.
—Sí, justamente el otro día estaba pensando en él. ¿Y decís que fue vencido por esos atacantes? —A Grimwar Bane le resultaba difícil creerlo.
—Eso es lo que él dice, señor, y al parecer dice la verdad. Según él, había un pequeño ejército de humanos. Dice que usaron un hacha dorada y que la magia de esa arma fue la que lo venció. De todos modos, logró salir del precipicio y perseguir a los intrusos. Fue él quien descubrió el cadáver del capataz y acto seguido dio la voz de alarma.
—¿Una hacha dorada? ¿Qué descripción tenemos de esos intrusos? —preguntó Grimwar Bane. Hubiera deseado que Stariz hiciera alguna sugerencia, pero ella observaba en silencio, temblorosa y con el rostro demudado.
—Parece que son humanos, señor —dijo lord Forlane—. Según el informe, había arktos y montañeses. Es extraño, pero entre los jefes había dos mujeres. Una era pequeña y morena, y la otra, mucho más corpulenta. Según Karyl Drago, era esta la que llevaba el hacha de oro cuyo filo empezó a lanzar fuego ante sus mismísimas narices.
—¡Entonces es cierto! ¡Es el hacha sagrada! —declaró Stariz con la cara transfigurada por una expresión de fiera alegría—. ¡Vuelve a mí!
—El Hacha de Gonnas… —Grimwar Bane recordaba perfectamente el sueño que había tenido su esposa unas noches antes. En aquel momento él lo había desechado como lo que era: un sueño. Había soñado que el hacha sagrada estaba cerca y volvía a su templo.
Por primera vez desde el descubrimiento del cadáver de su amante, empezó a preguntarse si tal vez los humanos serían realmente los culpables de todos sus problemas.
—Muy bien, debemos actuar en seguida —dijo el rey rotundamente. De repente sabía exactamente lo que había que hacer—. Forlane, quiero que encuentre al capitán Verra. Ordénele que reúna a todos los granaderos. Debe vigilar el acceso a la ciudad desde el Jardín Lunar y mantener vigilados a los esclavos de la puerta del Mar y de los almacenes de madera. No queremos correr ningún riesgo. Si observa cualquier signo de insurrección, debe actuar rápidamente y sin piedad para contener a los esclavos.
De repente, aquella posibilidad de pesadilla, aquello de lo que había hablado como algo hipotético con el capitán Verra apenas unos días antes, parecía un peligro real. ¿Acaso los esclavos de Winterheim, los humanos que superaban a sus amos ogros en una proporción de dos o tres a uno, habían conseguido organizar una revuelta?
—¡Sí, señor! ¡Vuestras órdenes serán cumplidas! —declaró el noble ogro.
—¿Y los niveles superiores de la ciudad? —preguntó la reina con los ojos desorbitados.
—Yo mismo tomaré el mando aquí —dijo Grimwar Bane—. Enviaré a toda la guarnición del palacio a vigilar las rampas, a asegurarse de que ningún intruso ocasione ningún daño en los niveles altos de Winterheim. ¡Ningún intruso, ni arktos ni montañeses…, ni esclavos rebeldes!
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —bramó la reina—. ¡Encontrad el Hacha de Gonnas y traédmela inmediatamente!
El lord miró al rey a la espera de confirmación. Grimwar hizo una mueca, pero luego asintió.
—¡Sí! —ordenó—. ¡Haced lo que ella dice!
—¡Ratón, algo pasa ahí fuera!
El guerrero arktos se sentó, medio dormido, tratando de sacudir el sueño de su mente. Era Rabo de Pluma, estaba claro, y le hablaba en voz baja pero con innegable alarma. Recordó que ella era uno de los guerreros a los que había dejado de guardia mientras él trataba de conciliar el tan necesario sueño.
Sin decir una palabra, la siguió a la entrada de la gruta donde se habían escondido los humanos. Ambos avanzaron reptando y observaron entre un par de enormes pies de setas la gran extensión del Jardín Lunar. Unas cuantas horas antes habían visto pasar a un ogro enorme que venía de la misma dirección de donde habían venido ellos, y Ratón había especulado sobre el gran parecido entre aquella gigantesca criatura y el monstruoso guardián de la puerta del Muro de Hielo, el que se había precipitado al abismo. Desde entonces no habían observado ninguna actividad inusual hasta el toque de las trompetas que coincidió con su despertar.
Ahora Ratón vio un grupo de ogros, una docena o más, atravesando un claro al trote. Los brutos vestían uniformes rojos y llevaban en ambas manos lanzas cuyas puntas relucían amenazadoras ante ellos. Uno del grupo, aparentemente un capitán, gritaba y gesticulaba, y varios de los ogros se separaron del pelotón para tomar una senda estrecha y oculta entre los bosquecillos de hongos gigantes.
—Me parece que nos están buscando —susurró Rabo de Pluma—. Hay tres o cuatro grupos de ellos corriendo por ahí.
Ratón sintió un miedo punzante.
—Han dado la alarma. —Pensó en Moreen y en sus compañeros y elevó una silenciosa plegaria a Chislev Montaraz rogando por la seguridad de sus amigos. ¿Qué debían hacer ahora?
El thane Larsgall llegó corriendo a donde estaban y se deslizó buscando también él un apostadero en el borde del saliente. Estaban cerca de la cascada y su sonido era suficiente para tapar cualquier ruido que hicieran.
—Tarde o temprano subirán aquí arriba —señaló el montañés.
—Supongo que sí —dijo Ratón asintiendo con la cabeza—. Será mejor que tengamos las armas a mano y estemos preparados. ¡Al menos no nos tomarán por sorpresa!
Stariz observaba a su esposo con ojos entrecerrados. Por el momento el rey se había olvidado del asesinato de Thraid, cosa muy conveniente porque estaba resultando difícil convencerlo de que el rey esclavo era el culpable. Así pues, la distracción de los intrusos humanos no podía haber llegado en mejor momento, ya que Stariz casi había empezado a temer por su vida. Ahora que el rey estaba entretenido con esta nueva crisis, ella podía dejar de lado el problema de la amante muerta y buscar más tarde otras formas de convencerlo. De hecho, podría incluso recurrir a la magia clerical para nublar su mente si fuese necesario.
Humm, esa era una buena idea.
Ahora mismo había una cosa que superaba en importancia a todo lo demás, sólo una verdad que dominaba sus pensamientos y la llenaba de esperanza y entusiasmo.
¡El Hacha de Gonnas! Estos intrusos la traían consigo. ¡Recuperarla era sólo cuestión de tiempo!
El enorme ogro sólo se había fijado en Bruni y en Barq y vociferaba y farfullaba mientras los acorralaba contra la pared del corredor. Ellos se protegían con el cesto donde transportaban el hacha de oro, lo que momentáneamente frenó su ataque. Kerrick, Moreen y la niña esclava sortearon el círculo de los guardias ogros y por un momento nadie les prestó atención en medio de la confusión.
El elfo vio que Moreen deslizaba la mano debajo de su sayo y supo que buscaba la empuñadura de la espada que llevaba oculta. Dio un paso decidido hacia ella, la sujetó firmemente por el codo y la apartó de la aglomeración de ogros que se reunía en torno a Bruni y a Barq. Por el rabillo del ojo, el elfo vio que Tookie también se escabullía, evitando el tumulto.
—¡Suéltame! —exigió la mujer con voz sibilante y furiosa.
—No —respondió Kerrick autoritariamente.
Forcejeando con ella consiguió apartarla hasta donde muchos otros esclavos se reunían para contemplar lo que estaba ocurriendo. Llegados allí, ambos se volvieron para observar la escena, pero el elfo seguía sin soltar el brazo de Moreen. Ahora ella ya no forcejeaba para liberarse.
—Los han cogido —susurró Kerrick—. ¡No podemos hacer nada contra veinte ogros! ¡Lo peor que podemos hacer es dejarnos apresar también nosotros, eso sería el fin de nuestras esperanzas!
Ante ellos se iba amontonando un número cada vez mayor de ogros, y los dos corpulentos humanos estaban acorralados contra la pared del corredor sin escapatoria posible. Barq y Bruni estaban ahora espalda con espalda, y la cesta que contenía el hacha, en el suelo, detrás de sus piernas. Tuvieron la sensatez de no sacar sus armas contra la veintena de ogros que los tenían atrapados.
Kerrick comprobó con estupor que el más grande de los ogros era el mismo monstruo que había combatido con ellos en la puerta, el gigante que se había caído al precipicio donde pensaron, equivocadamente, que había perecido. Tenía la cara llena de arañazos y de sangre, y su guerrera y su capote estaban manchados de barro, pero su voz era tan tonante como siempre cuando gritó:
—Llevan el hacha de oro y entraron por la fuerza. Son intrusos y deben ser llevados ante el rey para que los juzguen.
Los apartó de un manotazo y se arrodilló para apoderarse del Hacha de Gonnas. Sus ojos brillaban de asombro cuando levantó el arma de oro macizo y, durante unos segundos, dio la impresión de que se hubiera olvidado de todo lo demás: los prisioneros, los ogros que parecían aguardar una orden de algún tipo o la multitud de esclavos que presenciaban la escena encogidos de terror.
Kerrick reparó en que Tookie regresaba, se abría paso entre la multitud y se detenía al lado de Moreen cogiendo su mano.
—¡Tenemos que ayudarlos! —insistió Moreen, pero la esclava negó con la cabeza. La jefa miró a Kerrick en busca de apoyo, pero él estaba de acuerdo con Tookie.
—Tookie tiene razón. Lo mejor que podemos hacer ahora por nuestros compañeros es tratar de que no nos capturen.
Enfadada, ella se desasió de su mano y se frotó la piel donde, sin duda, él la había sujetado con fuerza suficiente para dejarle una magulladura. Se mantuvo firme donde estaba, observando angustiada.
—Llevad a estos prisioneros a las mazmorras reales —gritó el enorme ogro cuando por fin consiguió apartar la vista del hacha fascinante. De repente se dio la vuelta y con expresión concentrada empezó a examinar a la multitud de esclavos en la que se encontraban Kerrick, Moreen y Tookie.
—Había más humanos con ellos, muchos más —gruñó el ogro. Levantó su manaza, y con un dedo tan grande como una morcilla señaló aproximadamente en la dirección donde se encontraba Moreen.
—¡Eh, tú! —bramó de repente—. Quítate la capucha.
En ese mismo instante Kerrick decidió que había que actuar. Tiró de la mujer, aliviado al ver que Moreen y Tookie salían corriendo con el resto de los esclavos, huyendo hacia el corredor que llevaba a Winterheim. El elfo, en cambio, dio un salto hacia adelante y desenvainó la espada al tiempo que corría hacia el descomunal guerrero ogro.
Otro de los brutos se puso en su camino, bloqueando con su lanza la hoja letal, pero Kerrick fue más rápido, y deslizándose por debajo de la lanza clavó la espada hasta la empuñadura en las entrañas del ogro. Con un aullido, la criatura se tambaleó y cayó hacia atrás sobre su gigantesco camarada, haciendo que unos cuantos más de los otros guardias también perdieran el equilibrio.
Sin embargo, al caer, la punta de la lanza del ogro, descontrolada, enganchó la capucha de Kerrick e hizo que se deslizara dejando al descubierto la cabeza del elfo. Girando sobre uno de sus pies, el silvanesti salió corriendo detrás de los esclavos que huían mientras trataba de envainar la espada y de volver a colocarse la capucha para esconder su pelo dorado y su oreja puntiaguda.
Mientras escapaba, el corazón le dio un vuelco al oír que un guardia gritaba con tal fuerza que el eco de su voz resonó en toda la estancia:
—¡Un elfo! ¡Un elfo se ha introducido en Winterheim!