La niña esclava
—¡Vaya! ¡No sabía que fuerais tantos! —exclamó Tookie cuando Bruni regresó con Ratón, Dinekki y el resto de la partida formando una columna detrás de ella. En realidad, no dio muestras de temor ante la aparición de más de doscientos guerreros cubiertos de pieles y armados, pero sacudió la cabeza ante la perspectiva de mantener el secreto. Su ceño reflejaba su preocupación.
—No creo que pueda introduciros a todos en la ciudad, y mucho menos ahora. Quiero decir que puedo ir con unos cuantos de vosotros vestidos como esclavos y puedo indicaros dónde es y todo eso, pero tenemos que pasar por el acuartelamiento de los ogros y os verán si sois tantos.
—¿Hay algún lugar en el Jardín Lunar donde el grueso del contingente pueda ocultarse mientras algunos vamos a la ciudad para echar un vistazo? —preguntó Moreen.
Tookie se rascó la cabeza y frunció el entrecejo mientras miraba en derredor, estudiando varias de las cavernas que se abrían a los lados de la cámara principal del gran laberinto subterráneo. De repente, su expresión se iluminó y señaló una oquedad aproximadamente en la parte central de la enorme caverna.
—Podríais ocultaros en la Gran Gruta. Allí es donde cultivan estos grandes hongos que tardan mucho en crecer. Nadie irá allí hasta el invierno, cuando estén listos para la recolección. Es muy espaciosa, el suelo está cubierto de suave musgo donde descansar e incluso hay peces ciegos en el riachuelo.
El lugar señalado estaba a unos nueve metros por encima del suelo de la caverna principal. Una tenue cascada se deslizaba por el borde, cayendo en un delgado hilo hasta uno de los muchos arroyos que serpenteaban por el Jardín Lunar. Había un sendero bien definido, casi tan empinado como una escalera, que conducía a la gruta y desaparecía entre los troncos de varias setas enormes de ancho sombrero.
—¿Tiene alguna otra salida? —preguntó Kerrick.
—No —respondió Tookie moviendo la cabeza—. Sólo ese sendero que podéis ver desde aquí.
—Bueno, podrán vigilar el resto de la caverna —observó el elfo—. Además, es fácil de defender en caso de que los ataquen.
Moreen se volvió hacia Ratón y Barq Undiente.
—¿Querréis ocuparos de llevar al resto allí y de acomodarlos y esconderlos a todos? Dejad apostados algunos guardias, pero aseguraos de que todos descansen y coman algo. Nosotros exploraremos el acceso a la ciudad y trataremos de regresar lo antes posible.
El fornido thane sacudió la cabeza obstinadamente.
—Yo voy con vosotros —declaró—. El thane Larsgall puede quedarse al mando de los montañeses, pero yo quiero averiguar lo que han hecho con mi rey.
Moreen estaba a punto de oponerse, pero finalmente asintió. Larsgall era un guerrero joven y aguerrido de la costa oriental del mar del Oso Blanco, y sabía que era un jefe equilibrado y muy respetado por sus hombres.
—Muy bien, Bruni, Kerrick, tú y yo acompañaremos a Tookie. El resto os quedáis aquí vigilando. Espero que no sea por mucho tiempo.
El plan les pareció bien a todos salvo a Slyce, que quería acompañarlos a la ciudad de los ogros. La jefa de los arktos le dijo con firmeza que se quedaba allí, y aunque se resistió, por fin acompañó a Ratón, Dinekki y los demás a su escondite. Moreen observó cómo los guerreros cruzaban la corriente central por un vado pedregoso y desaparecían en medio del bosque de setas.
Tookie se internó con los cuatro compañeros en el Jardín Lunar. Siguieron una senda estrecha a través de un bosquecillo de altos hongos, un camino que según la jovencita era menos frecuentado que el sendero principal que se usaba para entrar a las barracas y salir de ellas. Era fácil ocultarse porque avanzaban pegados a los pies de las setas, protegidos por la sombra de los anchos sombreros de aquellos gigantes.
Durante dos horas anduvieron en silencio, maravillados por los enormes pies de los hongos que se alzaban a su alrededor y por los suaves prados cubiertos de verde musgo. Todo estaba iluminado por la tenue y sorprendentemente uniforme luz verdosa. Al acercarse al extremo más distante de la caverna vieron que esta se bifurcaba en grutas más pequeñas. La mayoría de ellas estaban oscuras, pero había una iluminada por la luz brillante de antorchas y linternas. Varios saledizos dominaban el amplio corredor, y Moreen vio a un ogro paseándose por allí a sus anchas.
—Ahí arriba están las barracas de trabajo —explicó Tookie en un susurro—. Es donde viven los esclavos que trabajan aquí.
—¿Están cerca los guardias? —preguntó Kerrick.
Desde donde estaban se veía una caverna lateral de entrada ancha e interior profundo y sombrío. Estaba cerrada con una valla de madera, pero la puerta estaba abierta y al parecer no había guardias en las inmediaciones.
—Bueno, tienen sus cuarteles por allí —respondió la niña señalando hacia un nivel más alto en la pared de la caverna—, pero siempre andan de un lado para otro. Mirad, un poco más allá está la rampa que conduce a la ciudad.
Kerrick y los demás pudieron ver aquel camino ancho y liso, tan amplio como una avenida, que describía una curva siguiendo la pared de la caverna. La rampa formaba una suave pendiente ascendente antes de alejarse del Jardín Lunar y desaparecer en el interior de un ancho túnel. Desde el interior del pasadizo llegaba el resplandor anaranjado de las lámparas de aceite, formando un marcado contraste con la suave iluminación verdosa de la gran caverna.
Tookie los hizo avanzar más hasta hacer un alto a la sombra del último hongo gigante.
—¿Por qué no esperáis aquí, procurando que no os vean? —dijo—. Yo entraré y os traeré ropas de esclavos para que no parezcáis tan fuera de lugar. Podemos conseguir cestos para vuestras cosas.
—¿Podrás traer todo eso tú sola? —preguntó el elfo.
—Tal vez necesite un poco de ayuda —admitió volviéndose a Barq Undiente que estaba echando una mirada a los alrededores—. ¿Puedes venir conmigo y ayudarme?
El corpulento montañés pareció perplejo ante esa petición, pero vio algo en la expresión de la niña que lo conmovió. Se despejó sonoramente la garganta y asintió.
—Claro que sí, chiquilla —replicó—. Sólo dime qué tengo que hacer.
Stariz pasó revista al desharrapado grupo de prisioneros con desprecio. Eran dos docenas, todos hombres, todos de expresión hosca y malhumorada. Los guardias los habían encadenado por parejas, y a pesar de sus bravatas y fanfarronadas, ella vio el miedo reflejado en sus ojos. Podía oler el terror en su sudor. Estaban condenados y lo sabían. La reina se regodeaba pensando en el enorme sufrimiento de estos hombres hasta que finalmente les llegara la muerte.
Uno de ellos llamó su atención y lo señaló con el dedo. Los guardias lo separaron de los demás prisioneros y lo empujaron hacia adelante. El esclavo era alto y de rubia barba. La reina lo reconoció por sus ojos azules y fríos y por su pelo del color de la arena. Había ocurrido tal como le había dicho su espía apenas dos horas antes: podría capturar a su presa con el grupo de sediciosos si enviaba a los granaderos con rapidez.
Con todo, apenas podía creer en su buena suerte.
—Tú eres el montañés al que llaman Vendaval Barba de Ballena, el que fue capturado en Dracoheim, ¿verdad? Tienes una rara habilidad para crear problemas.
El hombre se encogió de hombros, un gesto de desprecio que hizo que uno de los guardias le diera un puñetazo en la espalda. Desestabilizado, el esclavo cayó de rodillas y miró a la reina con expresión de odio reconcentrado.
Ella bufó divertida y habló de forma que todos los esclavos y la compañía de granaderos pudieran oírla.
—Te reconozco, rey de los montañeses. Desde el momento mismo en que entraste en Winterheim supe que eras un tipo peligroso, y lo demuestra ahora tu compañía. A pesar de todo fuiste destinado a servir en una casa, a la casa de lady Dimmarkull según tengo entendido.
Paseando la mirada por la gran sala del trono, la reina de los ogros vio que sus palabras habían llegado a todos los presentes. Eso la complació: otra pieza de su brillante plan que encajaba. Miró con desdén al prisionero y lo despidió con un gesto de la mano.
—Sacadlo de mi vista. ¡Lleváoslos a todos! Encerradlos en las mazmorras reales del nivel del puerto y no os molestéis en darles de comer. Sólo es necesario que vivan un poco más, hasta la ceremonia de la Marchitez Otoñal que tendrá lugar dentro de tres días.
Los granaderos se llevaron a empujones a los desventurados rebeldes mientras Stariz los seguía con una mirada glacial. En cuanto la puerta de la sala del trono se cerró, se dirigió presurosa hacia su propia salida privada.
Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que tuviera noticias de su esposo, y suponía que el rey estaría de muy mal talante. Tenía preparada una explicación y confiaba en conseguir que le creyera.
La Gran Gruta era una caverna espaciosa y convenientemente apartada de la cámara principal del Jardín Lunar. Pronto los componentes de la partida encontraron lugares donde acomodarse y descansar, aunque varios de ellos permanecieron como centinelas, ocultos junto a la entrada de la cueva. Slyce se ofreció voluntario para esta importante tarea, pero Ratón le ordenó que se mantuviera en la retaguardia del grupo y asignó dos guerreros cuidadosos para que vigilaran al enano.
Ratón cayó en la cuenta de que llevaba un buen rato sin ver a Dinekki y se puso a buscarla. Encontró a la hechicera de rodillas junto a una poza de aguas quietas que se formaba en una oquedad de la pared de la caverna donde la luz de los hongos fosforescentes quedaba atenuada. El líquido estaba quieto como un espejo, pero él tuvo la sensación de que la anciana miraba algo que estaba mucho más allá de la superficie del agua.
—¿Estás bien, abuela? —preguntó—. No quería interrumpir.
—Ayúdame a ponerme de pie —dijo secamente, extendiendo su mano sarmentosa.
Ratón hizo lo que le pedía y no se sorprendió por la fuerza elástica de aquellos dedos delgados. No pudo por menos que notar que ella se tambaleaba un poco al levantarse y se sujetaba a su mano un momento más, como si luchara contra un mareo.
—¿Qué sucede? —preguntó preocupado—. ¿Has visto algo malo?
La anciana suspiró, y en ese momento se vieron las huellas de sus ocho o nueve décadas de vida. Sus hombros se hundieron y al parecer tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantar el rostro y mirarlo.
—Problemas —respondió sacudiendo la cabeza—. Problemas por todos lados.
Karyl Drago hizo una pausa a la entrada del Jardín Lunar y echó una mirada a todo el fondo de la caverna desde un lugar elevado. No había un lugar igual en el mundo, de eso estaba seguro. Sintió un orgullo especial al saber que le habían confiado la protección de este lugar frente al mundo exterior. Claro que no había cumplido con su obligación. El recuerdo le produjo una vergüenza inmensa y abandonó su contemplación para seguir una vez más el rastro de los que lo habían derrotado, habían matado a su guarnición y lo habían dado por muerto.
Bajó el empinado camino que llevaba al fondo de la caverna buscando señales de los intrusos. No le preocupó demasiado el hecho de no encontrar huellas inmediatamente. El suelo era en su mayor parte de piedra y, además, no podían haber entrado por otro sitio.
Ahora que había llegado al Jardín Lunar, sabía que tendría que ser muy cauteloso. El lugar era enorme, con muchos bosquecillos ocultos y grutas apartadas, así como cavernas laterales de extensión suficiente para que en ellas se ocultara un grupo de peligrosos intrusos alertas y vigilantes. Podían estar en cualquier parte y no era cosa de pasar a su lado y no descubrirlos.
Se detuvo el tiempo suficiente para beber un trago de agua fresca. Todavía estaba dolorido por la caída en el barranco y observó que se le habían formado varias costras en la barriga. Empezaban a arderle, y recordó que había una fuente de agua caliente de efecto balsámico por allí cerca. Era el lugar que necesitaba para lavar sus heridas. No tardó en estar sumergido plácidamente mientras se frotaba la mugre y los restos de sangre de las heridas. De su mente no se borraba la visión de la terrible hacha de oro. Con un suspiro de alivio se echó hacia atrás y dejó que el agua acariciara su carne magullada. Sólo después de acabar su baño y sacudirse observó algo raro en el agua que corría por el pequeño estanque. Estaba teñida como de barro o de algún tipo de óxido. Con curiosidad, Karyl Drago siguió la corriente hasta el lugar donde rebosaba la orilla. Allí vio que el color que teñía el agua provenía de una pila de piedras. Algunos trozos de tierra desnuda que había por allí parecían indicar que esas rocas habían sido removidas recientemente.
Un minuto después, el gran ogro había apartado una de las rocas y se encontró mirando la cara ensangrentada y sin vida de uno de los ogros del jardín Lunar que trabajaban como vigilantes de los esclavos.
Era evidente que estaba sobre la pista de los intrusos humanos. Sin embargo, su misión tomó un cariz más urgente. Una vez más, Karyl Drago sintió vergüenza. Si hubiera hecho debidamente su trabajo en la puerta, este ogro todavía seguiría vivo.
Recogió el trozo astillado que era lo que quedaba de su garrote y subió por el terraplén. No estaba demasiado lejos del puesto de vigilancia, lo sabía, y le pareció que ya era hora de dar la voz de alarma.
Grimwar Bane derribó la puerta principal del apartamento de Thraid de un solo puñetazo, desparramando astillas por todas partes al salirse la gran hoja de madera de sus goznes y caer al suelo con gran estruendo. Todavía no se había apagado el eco del golpe cuando él atravesó como un torbellino el patio y salió a la calle gritando con todas sus fuerzas.
—¡Asesinos! ¡Criminales! ¡Guardias! ¡A mí, guerreros de Winterheim! ¡Acudid con vuestras armas y dispuestos a combatir!
Para cuando hubo atravesado el paseo, sus estridentes gritos habían provocado una conmoción. Los esclavos huían de él en todas direcciones, refugiándose en sus casas o donde pudieran encontrar un escondite. Muchos ogros llegaron corriendo, entre ellos varios que lucían las guerreras rojas de los granaderos. El rey levantó el puño hacia la cima de la montaña y lanzó un bramido de furia.
—¿Qué es lo que pasa, majestad? —preguntó un granadero de rodillas ante el furibundo monarca.
—Lady Thraid ha sido asesinada; la han apuñalado en su cama —declaró Grimwar Bane procurando recobrar el aliento, pronunciando cada palabra gracias a un gran esfuerzo de voluntad—. Quiero que rodeéis su apartamento y montéis una guardia. —Vio que otros miembros de la guardia real venían corriendo por la ancha avenida—. ¡En cuanto lleguen refuerzos, ponedlos a trabajar! ¡lnterrogad a los que viven en estas casas a ver si han sido testigos de algo! ¡Sacadles la información por la fuerza si es necesario!
—¡Como ordenéis, majestad! —asintió el guardia, llamando a varios de sus compañeros y encaminándose hacia la casa de la dama.
Aunque su interior era un hervidero de emociones encontradas, Grimwar creía saber quién era el culpable. Era evidente. Tal vez la reina Stariz no hubiera empuñado personalmente el arma, pero el rey no tenía dudas de que fuera quien fuera el que había cometido este abominable crimen lo había hecho obedeciendo órdenes suyas.
Se lanzó hacia la rampa, atropellando a su paso a ogros y humanos por igual, mientras los viandantes de ambas razas lo miraban boquiabiertos ya que nunca habían visto al rey corriendo como un loco por la empinada avenida. Sus pasos retumbaban sobre la piedra y sus sienes palpitaban mientras subía sin descanso los muchos niveles de la ciudad. A pesar del esfuerzo, casi respiraba normalmente cuando llegó a la sala del trono en el nivel real, donde se suponía que la reina estaría interrogando a los rebeldes. Los guardias apostados junto a las hojas a duras penas tuvieron tiempo de abrir la puerta ante su arremetida.
Grimwar Bane entró a grandes zancadas en el gran salón y encontró a la reina sentada en su propio trono, una silla de granito sólo un poco menos grandiosa que la suya propia. Se encontraba discutiendo animadamente con varios de los granaderos y lo miró con sorpresa al verlo acercarse.
—Mi señor… —empezó, pero se quedó muda cuando vio la furia reflejada en su rostro.
—¡Fuera! —les ordenó el rey a los guardias señalando la puerta. En cuestión de segundos todos habían abandonado la sala y los guardias cerraron discretamente la puerta.
—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Stariz con un gesto de preocupación en su cara cuadrada; preocupación fingida, de eso estaba seguro el rey.
—¡Esta vez, odiosa criatura, habéis llegado demasiado lejos! ¡Seréis castigada por esto, castigada como cualquier asesino traicionero que se atreva a acechar en mis aposentos!
—¡Mi rey! —protestó ella—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué estáis tan enfadado?
Él la miró con desprecio, negándose a considerar la posibilidad de que realmente no supiera de qué estaba hablando.
—¡Estoy hablando de asesinato, de asesinato por celos, llevado a cabo por medios traicioneros!
—¿Asesinato de quién? —preguntó la ogresa con voz entrecortada—. ¿Qué queréis decir?
—¿Insistís en vuestras pretensiones de inocencia? —gruñó—. Sabéis perfectamente que han asesinado a lady Thraid. ¡Sin duda sabéis también quién empuñó el arma! Os arrancaré la verdad. ¡Os la sacaré con aguzados ganchos si es necesario! ¡Me ocuparé de que vos y todos vuestros cómplices tengáis una muerte lenta, una muerte que os dé tiempo a pensar en vuestros muchos pecados!
—¡No, mi señor! —farfulló, en una demostración de inocencia. Su rostro estaba blanco y sus labios querían decir algo, pero por una vez no salía ningún sonido de su boca—. ¡No sé nada de esto!
—¡Basta ya de traición! —El rey se aproximó y la vio encogerse en el trono, con la cara distorsionada por el terror. De repente, su expresión cambió como si una luz de entendimiento se hubiera encendido en sus facciones. El rey vaciló, sorprendido e intrigado.
—¡Fue el esclavo! ¡Tiene que haber sido él! —protestó la reina—. El guerrero montañés que trajimos cautivo de Dracoheim. ¡Fue capturado en el puesto de la sal con los demás rebeldes! ¡Era uno de los conspiradores! ¡Indudablemente esta fue su primera muestra de insurrección! ¿Cuántos nobles ogros habrían perecido a estas alturas de no haber capturado a esos pérfidos rebeldes cuando lo hicimos?
Grimwar Bane no se esperaba esto. Frunció el entrecejo y negó obstinadamente con la cabeza.
—¿Por qué habrían de matar los rebeldes a una noble inofensiva? —inquirió, sin dejar de mirarla amenazante desde su altura, estudiando a esa terrible criatura que era su esposa, y su reina.
Stariz se puso de pie y se acercó al rey tendiendo una mano que él apartó de un bofetón. Ella retiró el brazo, pero lo miró con terquedad.
—¿Es cierto que lo asignasteis a lady Thraid como esclavo doméstico? ¡Fue arrestado con los demás rebeldes! Podéis preguntar a los granaderos —insistió—. El propio capitán Verra asistió al apresamiento.
El rey le dio la espalda a su mujer y abandonó el salón del trono. No la creía, pero tampoco había esperado que ella complicara tanto la situación. ¡Sin duda estaba mintiendo!
¿Cómo podía probarlo?
Estaba a punto de llamar a los guardias, de hacerla encerrar en una mazmorra, cuando oyó un jaleo. Salió por las puertas del palacio, cruzó hasta la barandilla desde donde se dominaba el atrio y la furia brilló en sus ojos al ver a varios guardias corriendo por la plaza del puerto.
Uno de ellos levantó una trompeta de bronce y le arrancó varias notas que se difundieron por toda la ciudad y, atravesando el atrio, llegaron a oídos del rey que se encontraba en el nivel real. La llamada se repitió y Grimwar Bane rebuscó en su memoria. Sabía que era un toque importante, pero no conseguía recordar qué significaba.
Fue Stariz quien lo interpretó en su lugar cuando salió en estampida del salón del trono y corrió hacia él con una prisa muy poco digna de una reina.
—¡Mi señor! —gritó—. ¿Lo oís?
—¡Sí! —declaró secamente—. ¡Suena la alarma!
Deseó encontrar alguna manera de ocultar su ignorancia, pero no lo consiguió. Frustrado, estaba a punto de preguntarle qué significaba aquella llamada cuando ella habló primero.
—¡Intrusos! —dijo con voz entrecortada—. ¡Es casi increíble, pero es la señal de que unos intrusos han conseguido entrar por la fuerza en Winterheim!