15

Una cita truncada

La experiencia le había enseñado a Stariz ber Bane que en lo más recóndito del corazón humano, es decir, donde reside el deseo insaciable de libertad, casi nunca rigen los procesos al uso para recopilar información. Los esclavos, que tan dados eran a las murmuraciones con respecto a citas y alianzas, tan dispuestos a hablar de robos y traiciones, de cuestiones de codicia o avidez, se volvían increíblemente sigilosos y herméticos en todo lo tocante a una rebelión. Ni los sobornos ni las torturas servían de mucho cuando habían tomado la decisión de mantener la boca cerrada.

Fue por eso que la suma sacerdotisa no pensó ni en sobornos ni en torturas cuando se puso a investigar la sedición del Mercado de los Nobles. Sin duda, Garnet Dane, con sus mil argucias, podría descubrir algún dato útil, tal vez un nombre incluso, pero tratándose de averiguar toda la verdad que se ocultaba tras un movimiento de este tipo, la reina de Suderhold tendría que confiar en una fuente superior.

Además, ya tenía pensado un destino más importante para su espía. Se acercaba el momento de esa misión crucial y no quería distraerlo con cuestiones banales.

Se pondría a orar. Sus diaconisas, jóvenes ogresas que habían hecho votos de servir al Obstinado, se acercaron trayéndole la imponente máscara y su impecable hábito negro. Se quedó quieta mientras ellas se subían a unos taburetes situados a su alrededor. Dos de ellas le colocaron en la cabeza la máscara de obsidiana apoyándola en los hombros cuadrados de la reina. Apenas podía ver por las estrechas rendijas de la máscara, pero no serían sus ojos los que le permitirían ver mejor en este momento. Cuando sintió la plenitud de sus ropajes rodeando su cuerpo por delante y por detrás, el contacto de la suave lana en los brazos, consideró que estaba preparada.

Sus diaconisas se retiraron en silencio, salvo una que tropezó y tiró un taburete. Stariz dio un respingo pero no se volvió. Las otras identificarían a la torpe desgraciada y la suma sacerdotisa se encargaría de ella más tarde. Procuró por todos los medios volver a la concentración y a la serenidad que la habían acompañado durante la investidura ceremonial. Pronto respiraba otra vez profundamente y sólo veía el resplandor del fuego a través de las rendijas de la máscara, pero era consciente de mucho más que de sus ropajes, la estancia donde se encontraba, el reino, el mundo.

Avanzó con pasos medidos, sintiendo retumbar el suelo al abrirse hacia un lado la gran puerta del sanctasanctórum. Siguió andando a un ritmo constante hasta que finalmente se detuvo ante la enorme estatua negra que era, en Winterheim, la representación física de su poderoso dios. Su corazón se llenó de devoción y respeto por su deidad.

La imagen de aquel gran ogro, tallada en brillante piedra negra, de más de seis metros de altura, se cernía sobre su mente. Imaginó los ojos de piedra mirándola fijamente y percibió la curiosidad, la fuerza de la mirada. Además, sabía que su dios estaba complacido con ella y, silenciosa, solemnemente rogó que fuera así siempre.

—Oh, gran Gonnas —empezó—, Obstinado Señor de esta humilde ogresa, te ruego que abras mis ojos y mis oídos, llenes mis sentidos con el conocimiento que protegerá a tu pueblo de la más ruin de las amenazas.

Con gran dignidad se arrodilló lentamente en el suelo, disfrutando del contacto de la suave piedra en sus rodillas. Con cuidado se inclinó hacia adelante apoyándose en las manos. La máscara, con su encaje en los hombros, se mantuvo firmemente sobre su cabeza mientras ella se iba inclinando hasta quedar tendida sobre el suelo.

—Te ruego que me des una señal, oh, mi señor; una señal que pueda servirme para actuar contra los que pretenden hacer daño a tu pueblo. Hazme saber dónde puedo encontrarlos, cómo puedo reconocerlos. Yo haré el resto en tu nombre.

Permaneció inmóvil, con la cara apoyada en el suelo, sin ver otra cosa que oscuridad. Sin embargo, poco a poco, ese velo impenetrable se fue despejando con fogonazos de luz que surgían del centro de su mente y parecían irradiarse hacia afuera en oleadas palpitantes y brillantes.

—Eres real, oh, Obstinado, y siento tu fuerza —murmuró la suma sacerdotisa.

La luz ganó en intensidad y empezó a formar remolinos, permaneciendo dentro de los límites de su conciencia en lugar de estallar y desaparecer. Los destellos se fundieron en una imagen que giraba, una imagen blanca, y la suma sacerdotisa contuvo la respiración ante la inminencia de la revelación.

El miedo atenazaba su pecho, sus entrañas, su espalda; el miedo a la impotencia, al fracaso. La atormentaba la idea de que su dios tratara de abandonarla, que escapara de ella…, y sabía que si así fuera, estaría acabada. Esto era una advertencia clara y directa de la deidad. Sus peores temores se verían confirmados si no tomaba una medida drástica.

Sí, era hora de que Garnet Dane cumpliera con su tarea.

Se disponía a ponerse de pie para poner en marcha su plan, pero sintió la presión de la presencia de Gonnas que la obligaba a permanecer allí para darle otro mensaje. Se sometió y se abrió a la comunicación con su dios. En seguida se dio cuenta de que había algo más en esta visión.

Buscó la serenidad, la claridad necesarias para entender. Por fin estaba ahí: era una imagen tan clara en sus detalles como borrosa en su significado. Stariz estudió la imagen, memorizando todos los detalles, sin preocuparse por el hecho de que, al menos por ahora, no la entendía. El conocimiento pleno llegaría más tarde, cuando por fin tuviera tiempo para digerir y analizar la visión que su dios le concedía.

Cuando la imagen por fin se desvaneció y volvió a reinar la más absoluta oscuridad, permaneció postrada largo rato respirando lentamente, reflexionando, recordando. Por fin se puso de pie, y con andar algo convulso se dirigió hacia la puerta, que otra vez hizo retumbar el suelo antes de dejarla salir. Permaneció alerta, sin hablar, tratando de desentrañar el significado de la imagen que había visto.

Sabía qué debía hacer respecto de la cuestión del rey. Ese plan sólo estaba pendiente de su orden final. En cuanto a los rebeldes, tal vez tendría que consultar con su esposo al respecto, porque el significado de la señal seguía siendo esquivo. Sabía que encerraba una verdad, pero ¿cuál?, ¿cómo?

¿Por qué le habría mostrado su dios la imagen de una docena de bloques de sal?

Grimwar Bane volvió a su apartamento, agradecido de que Stariz se hubiera marchado. Dejó que sus esclavos lo desnudaran y le prepararan un baño, y en cuanto estuvo listo se introdujo en el agua humeante dejando que el calor penetrara en su cuerpo. Había dado instrucciones a sus guardaespaldas de vigilar la puerta y no dejar que nadie lo molestara, aun cuando eso significara desairar a la propia reina.

Pensó en Thraid y sacudió la cabeza extasiado. Hasta ayer no le había hablado de sus intenciones de deshacerse de Stariz. Su deleite había sido tan arrollador y su gratitud tan inmensa que al rey le habían quedado temblando las rodillas. En esos momentos de éxtasis, el rey supo sin sombra de duda que estaba tomando la decisión adecuada. Le había prometido volver al día siguiente, en cuanto pudiera escaparse, y ya estaba gozando por anticipado del deleitoso encuentro.

Lo de explicar esta nueva realidad a Stariz era un detalle desagradable que seguiría postergando para más adelante. Se había empezado a preguntar si tal vez no sería precipitar demasiado las cosas hablarle inmediatamente después de la ceremonia de la Marchitez Otoñal, para la que sólo faltaban cinco días. Habría multitud de buenas ocasiones en cuanto la estación se acercara al final de los días soleados, y entonces podría darle la noticia a la reina, informarla de que su presencia real ya no era necesaria.

Por supuesto se ocuparía de que tuviera una oportunidad de rehacer su vida. Tal vez la enviaría de vuelta a Glacierheim. Su padre era barón allí y ya era muy mayor, pero el rey enviaría también un presente, un generoso presente en oro, y contaba con él para suavizar cualquier roce diplomático. Tenía dos cosas a su favor: primero, Glacierheim estaba muy lejos, y segundo, el ejército del barón no tenía ni la décima parte de los efectivos con los que contaba Grimwar en caso de llegar a un enfrentamiento.

No obstante, tenían algunos feroces guerreros en Glacierheim, y el monarca lo recordó con un estremecimiento. Se acordó en especial de aquel bruto que había llegado con Stariz hacía una década. Ese tal Karyl Drago era el ogro más enorme que hubiera visto Grimwar Bane, lo suficientemente fuerte para romperles el cuello a dos guerreros normales en una pelea limpia. Drago representaba un extraño contraste: brutal en la batalla y feliz como un niño a la vista de un espejito dorado o de alguna otra bagatela hecha del preciado metal. Era indudable que había ocasionado algunos problemas con su conducta incivilizada, pero, por fortuna, había encontrado un destino remoto para él, sacándolo de en medio. Al menos, se consolaba el rey, no era posible que tuvieran muchos brutos del tamaño de Karyl Drago, ni en Glacierheim ni en ningún otro lugar.

Salió del baño muy descansado y se sintió complacido al volver al gran salón y enterarse de que aunque Stariz había vuelto, había esperado que él saliera en lugar de irrumpir en su cuarto de baño e interrumpir sus ensoñaciones. Tenía algo que hablar con él, y Grimwar estaba de tan buen humor que no le importó escucharla.

—¿Recordáis que hemos hablado de los esclavos del Mercado de los Nobles? —le preguntó la reina.

—Por supuesto. ¿Habéis averiguado algo?

—Eso creo —respondió Stariz—. Es decir, Gonnas me ha revelado su voluntad. Después de meditar sobre la visión pude colegir qué era lo que nuestro dios inmortal quería decirme.

—¿Esos rebeldes? ¿Dónde podemos encontrarlos? —la presionó Grimwar.

—Creo que los encontraréis en el almacén donde se guarda la sal. Allí hay muchos hombres trabajando, y creo que lo que se impone es arrestarlos a todos y matarlos. Podría resultar difícil distinguir entre los rebeldes y los que no lo son, además las manzanas podridas estropean a las sanas, ya lo sabéis.

El rey se acarició el mentón. Como tantas otras tácticas de Stariz, esta le parecía demasiado drástica. Por otra parte, si tenía este problema para distraerse, ella dejaría de vigilar tanto al rey, como a Thraid Dimmarkull y al esclavo montañés.

—Es una idea interesante —declaró adoptando un aire reflexivo—. Por supuesto que esas ejecuciones tendrían lugar en la ceremonia de la Marchitez Otoñal.

—Bueno, no había planificado las cosas tan detalladamente, pero sí, eso sería perfecto. Como siempre, en lo tocante a la sedición, nuestras ideas coinciden, mi rey. Esos enemigos del Estado pueden disponerse en diferentes secciones de la sala para que todos los vean perfectamente. ¡El rey esclavo puede ser destripado en el punto culminante de la celebración!

—Sí, sería una buena culminación —concedió el rey que empezaba ya a pensar en la cena. Se preguntaba qué prepararía el chef para esta noche—. Así se hará. Yo mismo me encararé de dar la orden.

—Bien. Entonces, ¿los apresarán pronto?

—Enviaré una compañía de granaderos, mi reina. Serán capturados como los peces en una red.

Stariz lo miró casi con ternura.

—Excelente decisión, mi señor. Eso es lo que hace de vos un rey tan magnífico.

Por una vez, Grimwar Bane estuvo de acuerdo con su esposa.

Stariz mandó llamar a su espía en cuanto su esposo se hubo retirado a descansar, y este, como de costumbre, llegó rápidamente por la puerta secreta. Los ojos de Garnet Dane parpadearon nerviosamente cuando ella lo invitó a entrar en su cámara, ofreciéndole incluso con cortesía nunca vista una copa de warqat.

—Te preguntarás por qué te he mandado venir a tan altas horas, ¿verdad? —preguntó la ogresa.

—Así es, majestad —confesó—, aunque siempre estoy ansioso de acudir a vuestra llamada, independientemente de la hora o de la causa.

—Eso es lo que yo pensaba. Dime, ¿llevas el cuchillo bien afilado? —le preguntó sin más preámbulo.

A Garnet Dane se le agrandaron un poco los ojos, pero respondió sin vacilar.

—A vuestro servicio es como una navaja de afeitar, mi reina.

—Espléndido —dijo la reina—. Ya es hora de que lo uses.

Se aproximó a ella y sus labios dibujaron una sonrisa mientras la reina le daba órdenes detalladas.

—¡Barba de Ballena!

Vendaval oyó el chasquido que acompañó a la voz de la ogresa llamándolo al gran salón donde ella, como de costumbre, estaba echada indolentemente en su diván. Ya era bien avanzada la mañana, pero ella había dormido hasta tarde, como de costumbre también.

—Necesito que me hagas un recado en el mercado, pero sin prisa.

—Como deseéis, mi señora —dijo—. ¿Debo traeros algo en particular?

—Sí, esta vez que sea un cordero. —Sacó varias monedas de oro de un bolsillo—. No vuelvas hasta el anochecer.

—Por supuesto, mi señora —respondió.

Vendaval pensó que era una solicitud muy oportuna, y se sintió aliviado ante la perspectiva de estar lejos de la voluptuosa ogresa por unas horas. Sus atenciones para con él habían sido abrumadoras. Había insistido en que la ayudara en el baño, una experiencia que sólo podrían borrar jarras y jarras de warqat.

Ahora tenía noticias importantes sobre la conexión entre la casa de Thraid Dimmarkull y el palacio real, y estaba ansioso de comunicar su descubrimiento al incipiente grupo rebelde. Se dirigió inmediatamente al mercado y, una vez allí, al almacén de la sal. Mike el Negro estaba en el mostrador, y al ver al montañés que se acercaba tan rápidamente, pidió que alguien lo reemplazara. Luego se puso de lado para abrir la puerta a fin de que Vendaval pudiera acompañarlo al cuarto de evaporación.

Como la vez anterior, se abrieron camino entre los montones de sal apilada y pasaron al almacén del fondo. El rey esclavo observó que otros hombres que estaban por allí iban dejando gradualmente su trabajo y, como por casualidad, se dirigían al almacén.

Unos minutos después, la banda estaba reunida, eran tal vez el doble de los que Vendaval había visto en su primera reunión. El grupo formó un círculo a su alrededor mirándolo con interés mientras Mike el Negro esperaba con los brazos cruzados.

—Bueno, ¿te has enterado de algo?

—Sí, el rey acudió a visitar a lady Thraid. Había guardias, granaderos del rey, en la puerta de la casa, y no me permitieron pasar. —Su sentido de la discreción le hizo pasar por alto el aspecto desaliñado que tenía la ogresa cuando él volvió por fin a la casa.

Estaba a punto de describir su búsqueda de la puerta secreta cuando uno de los hombres del fondo levantó la mano y susurró alarmado.

—¡Shhh! ¡Silencio!

Todos oyeron el ruido de las pesadas botas. En el mercado se oyeron gritos de alarma, de humanos aterrorizados mezclados con ásperas órdenes de los ogros. Algo pesado cayó al suelo fuera del almacén, y unos rugidos guturales se impusieron al pánico general.

—¡Salid por atrás! —dijo Mike el Negro—. ¡Moveos!

Vendaval se vio arrastrado por los demás al dirigirse todos en tromba hacia las sombras del fondo de la estancia. El montañés distinguió una puerta y vio que uno de los esclavos la abría.

Un instante después una lanza entró por el hueco de la puerta y se clavó en el pecho del hombre saliendo por su espalda con una efusión de sangre. Ahogándose, cayó hacia el interior de la habitación, pataleando débilmente en una lenta agonía.

Se veía luz al otro lado de la puerta, pero esa iluminación sólo sirvió para delinear la figura de un ogro, un granadero de roja guerrera. Se inclinó hacia adelante para recuperar su lanza, sacudiéndola con gesto despreciativo para apartar el cadáver hacia un lado. Con una sonora risotada entró en el almacén seguido de otros colegas, una docena de ogros enormes, armados, que tapaban la vía de escape.

Al mismo tiempo, la puerta del otro extremo se abrió de golpe. A Vendaval no le sorprendió ver allí más ogros, al aparecer el resto de la compañía. Se desplegaron con las armas en alto mientras los humanos cautivos permanecían paralizados.

Un hombre cayó de rodillas y empezó a llorar.

—¡Cierra la boca! —gritó Mike el Negro, y los lloriqueos cesaron. El líder de los esclavos echó una mirada asesina a Vendaval antes de que el capitán ogro entrase pavoneándose entre las dos filas formadas por sus hombres.

—Registradlos a ver si van armados y sujetadlos con cadenas —rugió. Los granaderos se adelantaron para empezar a tantear a los rebeldes, seguidos por otros que llevaban pesadas cadenas de hierro. El capitán miró a sus andrajosos cautivos mostrando los colmillos con una mueca de desprecio.

—Todos vendréis conmigo. Tenemos una pequeña cita con la reina.

Rio entre dientes produciendo un sonido parecido al borboteo de un murciélago.

—Sin duda conseguirá que le digáis algo pronto, mientras todavía conservéis vuestras lenguas.

Las cosas marchaban bastante bien, pensó Grimwar Bane, acodado en la barandilla de su alto balcón, admirando allá abajo la vista del puerto. El Alas de Oro estaba otra vez reluciente, totalmente reparado y recién pintado. La vista de esta hermosa galera lo puso triste. En su astillero había apilada una pequeña montaña de madera, y pensó en la posibilidad de construir otro barco, uno que reemplazase al perdido Hornet. Tal vez podrían empezar los trabajos este invierno.

Le produjo placer ver a los esclavos yendo de un lado para otro en el almacén de madera. Cientos de humanos dedicados a sus labores bajo la mirada vigilante de un grupo de capataces provistos de restallantes látigos. Por los alrededores había más humanos, multitud de ellos transportando mercancías al mercado, vendiendo y comprando junto con los ogros.

Su esposa estaba ocupada en sus pequeños proyectos, fuera de su vista. De hecho, había podido visitar a Thraid dos veces en los tres últimos días, un estado de cosas que consideraba altamente satisfactorio y que tenía múltiples ventajas. Perezosamente pensó si no habría alguna manera de mantener a su esposa como reina y a Thraid como su amante. Sin duda, Stariz era útil para algunas cosas. Resultaba difícil imaginar que Thraid pudiera serle de gran ayuda para descubrir una sedición entre los esclavos, por ejemplo. En esto había tenido una actuación decisiva. Apenas media hora antes se había enterado de que habían sido arrestados dos docenas de esclavos en el Mercado de los Nobles. Trabajaba con rapidez esta Stariz ber Glacierheim ber Bane.

Sin embargo, sacudió la cabeza ante la perspectiva de las dos ogresas compitiendo por su atención. Llevaba demasiado tiempo viviendo esa miserable situación y ya había tomado una decisión, aunque no tenía prisa, no había ningún motivo para actuar precipitadamente. La ejecución de los esclavos del depósito de la sal del Mercado de los Nobles representaría un entretenimiento fantástico para los ritos de la Marchitez Otoñal. He ahí otra tarea para la cual Thraid, con todas sus voluptuosas cualidades, no estaba preparada.

¡Ah, pero las cualidades que sí poseía, las poseía en tal abundancia! La memoria de sus encantos lo hizo sonreír y lo conmovió hondamente. La verdad es que la tenía muy presente porque sabía que lo esperaba en su dormitorio. Había prometido despedir a sus esclavos y esperarlo sola. Pronto estaría allí, en sus brazos.

Stariz le había comunicado que necesitaría más tiempo para interrogar a los prisioneros, de modo que estaría ocupada el resto del día. El rey asintió satisfecho. Sin duda llegaría hasta el fondo de esta última insurrección. Mientras tanto, él tendría un poco de tiempo para sí.

Se dirigió al pasaje que rodeaba el palacio real caminando con aire despreocupado, y saludó a un par de ogros que pasaban por allí. Iban cargados de oro y cubiertos con pieles de foca negra y sonrieron felices por la atención real. El rey hizo un alto para conversar con el guardia que se encontraba en la siguiente intersección. Otra mirada en derredor le demostró casi con certeza que nadie lo seguía, de modo que tomó el callejón siguiente y salió al Camino de los Esclavos.

Un minuto más tarde estaba ante la puerta secreta y su corazón latía de emoción cuando levantó el pestillo que ya le resultaba familiar. Se deslizó rápidamente hacia el interior y cogió la lámpara de aceite que Wandcourt había dejado para él en la pequeña hornacina que había junto a la puerta. Una chispa encendió la mecha y el rey empezó a bajar por la larga escalera de caracol que en los últimos días lo había conducido a momentos memorables en el nivel de la terraza y a los deleitosos brazos de su amante.

Bajaba los escalones a grandes zancadas y su expectativa crecía a medida que se acercaba más a su destino. Su voluptuosa ogresa lo esperaba al final de la larga y secreta escalera. Disfrutaba del pequeño círculo de luz que se formaba en torno a él, del agradable resplandor de la lámpara que era como un sol pequeñito y privado.

Por fin llegó, bajó el último peldaño y dio los escasos pasos que lo llevaron a la segunda puerta secreta que daba entrada a los aposentos de su dama. Tanteando con suavidad, tocó la pared casi con cariño, accionando la palanca de metal que hacía que la puerta se deslizara lentamente hacia afuera.

Atravesó el umbral, disfrutando del habitual resurgimiento del deseo, tomándose su tiempo para que esa sensación fuera creciendo en su interior. El apartamento estaba silencioso. Bien, Thraid había cumplido su promesa de despedir a los esclavos. Con pisadas leves cruzó el pequeño recibidor y se introdujo en la gran cámara central. Ni un ruido, aunque varias lámparas ardían en los candelabros de la pared, derramando una luz suave y romántica. El rey emitió un gruñido sordo y afectuoso al darse cuenta de que su amante lo esperaba en el dormitorio.

Abrió la puerta con suavidad y pudo ver la silueta de su amada sobre la cama: las suaves curvas le cortaron la respiración. Con manos temblorosas entrecerró la puerta, dejando entrar apenas un débil hilillo de luz en la habitación. Sabía que esta penumbra era la iluminación perfecta para hacer el amor.

—Cariño mío —susurró.

Ah, la malvada ogresa jugaba con él: no se movía. Dejando de lado toda vacilación, cruzó la habitación en tres zancadas, se sentó en el borde de la cama y la tocó en un hombro.

—Esto aquí… —Se cortó en seco.

Algo iba mal. Su tacto no había provocado la menor reacción, ni siquiera la quietud temblorosa y juguetona que ella fingía a veces sabiendo que así aumentaba su deseo.

—Thraid, mi señora —dijo, sacudiéndola suavemente.

No hubo respuesta. Cada vez más confundido, retiró el cobertor y la hizo girar hasta que quedó de espaldas sobre la cama. Vio aquellos labios rojos tan minuciosamente pintados para él, pero el color rojo no acababa ahí: en su garganta había una horrible herida abierta que parecía una burda imitación de su boca tan sensual. La sangre empapaba las sabanas y la bata de Thraid, todavía pegajosa pero a fría al tacto. Boquiabierto y vacilante retrocedió por la habitación hasta chocar con la pared opuesta. Se llevó las manos a la cara pero no pudo sofocar sus sollozos, no pudo borrar la cruel verdad.

Lady Thraid Dimmarkull estaba muerta.