14

Senderos de piedra y sombra

Kerrick pasó cojeando junto a una fila de humanos muertos cuyos cadáveres habían sido dispuestos por los supervivientes con la mayor dignidad de que fueron capaces. El elfo estaba dolorido, con fuertes contusiones por todo el cuerpo, pero no podía pedir ayuda a Dinekki. Su preciosa reserva de magia curativa estaba destinada a los que tenían huesos rotos o heridas abiertas, y le permitió salvar la vida de una veintena de valientes guerreros antes de dejarse caer de puro agotamiento.

—¿Cuántos más están gravemente heridos? —preguntó Kerrick, mirando primero a Moreen que sacudió la cabeza, temblorosa todavía por efectos del combate. A continuación se volvió hacia Bruni que cuidadosamente envolvía el Hacha de Gonnas, manipulando el artefacto con un respeto incluso reverente.

—Unas cuantas magulladuras —dijo la mujerona, moviendo con dificultad el brazo izquierdo en un círculo—. Pero nada roto, por suerte.

Otros guerreros iban de un lado para el otro, vendando heridas y recogiendo las flechas diseminadas por allí. Los humanos se habían dado cuenta rápidamente de que aquellos que habían caído al abismo estaban perdidos para siempre, y sus cuerpos eran irrecuperables.

Los sobrevivientes de la partida se habían reunido en la caverna. Todos los ogros habían muerto y sus cuerpos habían sido arrojados al precipicio, pero la victoria la habían pagado muy cara. Unos treinta y cinco humanos habían perdido la vida en una lucha frenética. Otros tres estaban gravemente heridos, incapacitados para andar, y aunque con gran dolor de corazón, los demás sabían que lo único que podían hacer era dejarlos atrás condenándolos a una muerte segura. Los tres habían rechazado la magia sanadora de la hechicera, sabiendo que era preferible usarla para devolver la salud a algunos combatientes heridos que para aliviar el sufrimiento de aquellos que estaban condenados.

El elfo se arrodilló junto a Barq Undiente que todavía yacía de espaldas al borde del precipicio. El thane montañés respiraba, pero tenía los ojos cerrados y la cara y la barba llenas de sangre. Kerrick derramó un poco de agua de su cantimplora sobre la cara del hombre que respondió con un gruñido. Cuidadosamente, el elfo trató de eliminar parte de la sangre.

—Creo que puede tener la nariz rota —observó—. Recibió un buen puñetazo en la cara.

Hizo lo que pudo para alejar al thane del borde del abismo. Pocos minutos después, Barq estaba sentado y se limpiaba la barba con un paño mientras sacudía la cabeza un poco atontado.

Kerrick hizo una mueca al ver la cara del corpulento montañés. Su nariz estaba aplastada, casi plana, y alrededor de sus ojos se habían formado unos círculos negros. Los labios estaban hinchados, como dos grandes salchichas atravesadas en la entrada de la boca.

Resopló al ver la reacción de Kerrick.

—¿No has visto nunca a alguien que ha perdido una pelea? —gruñó Barq.

—Hemos ganado, y la tuya fue una carga muy valiente —dijo el elfo.

—Jamás me habían dado un golpe como este —se quejó Barq. En ese momento miró a su alrededor curiosamente, y por fin se puso de pie y se acercó vacilante al borde del precipicio, mirando hacia las profundidades—. ¿Y el grandote? ¿Está ahí abajo?

Kerrick asintió.

—¿Cómo lo conseguisteis? —preguntó Barq.

—Tuve que usar el Hacha de Gonnas —dijo Bruni—. Las llamas lo sorprendieron tanto que perdió el equilibrio.

—¿Te diste cuenta de cómo la miró? —preguntó Kerrick—. ¡Era como si estuviera en trance, como si estuviera enamorado del hacha!

—No le duró mucho —observó Moreen mordazmente.

Barq volvió a asentir, asimilando la información.

—Buen trabajo —reconoció al fin—. Todos habéis hecho un buen trabajo.

—También tú —dijo Moreen—. Formamos un buen equipo.

Daba la impresión de que Bar no escuchaba. Sus ojos se agrandaron mientras buscaba algo con la lengua en sus encías y luego siguió la exploración con sus dedos cortos anchos. Por fin lanzo una exclamación que sonó algo así como «¡Ay, uf!».

—¿Buscabas esto? —La jefa de los arktos se agachó y recogió algo dorado que había en el suelo de piedra. Barq Undiente gruñó al verlo y cogiéndolo con la mano lo examinó de cerca con aire sombrío.

—Por el momento tendremos que llamarte Barq Sindiente —observó Kerrick, a lo que respondió el montañés con una mirada furiosa.

Sin embargo, al arecer no estaba de humor para discutir, pues se limitó a colocar el diente de oro arrancado en un pequeño bolsillo de su cinto y a recoger su fardo, que había dejado a un lado cuando comenzó el combate.

—Toma, úntate con esto la nariz y los pómulos —le dijo Moreen tendiéndole un pequeño recipiente del ungüento sanador de Dinekki. Les quedaba una pequeña cantidad que resultaba útil sobre todo para heridas menores.

Los combatientes estaban agotados por la larga subida y por la intensidad de la breve batalla, pero volvieron a cargar sus bultos, encendieron las antorchas y empezaron a seguir la caverna que, formando una serie de curvas, se alejaba del Paso del Muro de Hielo. Bruni abría la marcha, seguida por Kerrick y Moreen, con el montañés cojo y magullado unido al resto de los guerreros que iban arrastrando los pies. Barq miraba de vez en cuando hacia atrás, compartiendo el temor irracional de Kerrick de que el monstruoso guardián ogro tal vez no estuviera muerto.

Este grupo extenuado y desanimado se fue abriendo camino hacia el interior de la caverna, siguiendo un pasadizo bastante ancho de suelo liso que, por fortuna, no presentaba otros obstáculos. En un momento dado, el agotamiento impuso un alto, y en un ensanchamiento del corredor, los maltrechos guerreros extendieron sus avíos de dormir en el suelo y trataron de encontrar un lugar donde descansar. No obstante, muchos hombres y mujeres siguieron sentados, expectantes, con los ojos fijos en sus recuerdos. El sueño reparador se resistía a llegar.

Las antorchas chisporroteaban y se iban apagando hasta que sólo unas cuantas siguieron encendidas. Kerrick se encontraba inquieto y desasosegado y tal como había hecho en aquella lejana colina antes de la Escarpa Dentada, se puso de pie y empezó a recorrer el perímetro del improvisado campamento.

Oyó un grito airado y al volverse vio a un corpulento montañés que tenía al enano gully, Slyce, cogido por el cuello.

—¡Pequeño ladrón, acabas de robar lo que quedaba de mi warqat! —gruñó el hombre—. ¡Debería enviarte de un puñetazo directamente al mar del Oso Blanco! ¡Debería enviarte al otro mundo!

—Parece como si ya estuviera allí —observó el elfo al ver que al enano se le cerraban los ojos.

—Vaya —resopló el guerrero con su ira aparentemente transformada en cansancio o desesperación—. Borracho como una cuba, ojalá yo pudiera acompañarlo allí donde esté.

Allí, en el pasaje subterráneo, Kerrick sondeaba las profundas sombras que se extendían ante ellos, dejando que su mirada de elfo penetrara regiones de oscuridad absoluta, lugares donde la vista de los humanos no habría conseguido ver nada. Fue un alivio alejarse de las antorchas, que flameaban y vacilaban entorpeciendo su visión.

El elfo siguió avanzando, buscando algo, cualquier cosa que lo distrajera a lo largo de este retorcido pasadizo. Vio señales de excavación y coligió que los ogros, o más bien sus esclavos, habían trabajado duro para abrir este camino a través de la montaña. Habían tallado escalones en el suelo para facilitar el paso en sitios donde bajaba o subía. Los corredores estrechos habían sido ampliados, las paredes mostraban la marca de innumerables cinceles y picos, de modo que en su punto más restringido el pasadizo permitía el paso de una columna de cuatro o cinco ogros en fondo.

Antes de que pudiera darse cuenta, el elfo se había apartado una buena distancia del resto del grupo. Detrás de él ya no se veía la luz de las antorchas, y los débiles sonidos del sueño habían quedado engullidos por las vueltas y revueltas del camino.

—Buen combate —dijo Coralino Pescador, que estaba apoyado contra una de las paredes de la caverna, unos doce pasos por delante del elfo—. Realmente sabes manejar la espada.

Kerrick lo saludó con un resoplido de reconvención.

—¿Y ahora te presentas? Supongo que era mucho pedir que echaras una mano.

Si aquellas palabras lo habían ofendido, el kender no lo demostró. En lugar de eso se acercó a Kerrick y metió la mano en la bolsa que el elfo llevaba al cinto.

—No queda nada de warqat ¿verdad? —dijo, decepcionado.

El elfo parpadeó sorprendido.

—No, pero fue una buena sugerencia lo de llevar algo fuerte para beber en la Escarpa Dentada. ¿Cómo supiste que tenías que decirme eso?

—¿Saber que tenía que decirte qué? Creí que te lo beberías. ¡Jamás pensé que fueras a desperdiciarlo en el interior de un gusano polar!

—Bueno, de todos modos fue una buena advertencia —señaló Kerrick—, pero hemos perdido casi a la mitad de los hombres y todavía no hemos entrado en Winterheim. ¿Qué tenemos que hacer ahora?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —exclamó el kender con una indiferencia exasperante. Sin embargo, pareció alegrarse, incluso sonrió—. ¡Supongo que ahora es cuando empieza a ponerse realmente interesante!

Kerrick se despertó sobresaltado y se incorporó de golpe en el suelo de la caverna llevando instintivamente la mano a la empuñadura de su espada, que salió sin ruido de la vaina y lanzó un destello frío en aquel espacio sin luz. Estaba solo en un ensanchamiento del pasaje subterráneo que partía de la puerta del Muro de Hielo. Sin duda se había quedado traspuesto apoyado contra la pared.

—¡Por Zivilyn! —consiguió articular en un susurro—. ¡No puedo creer que me haya dormido así!

Pero así había sido, y cualquier persona o cosa podría haberlo matado al encontrarlo totalmente indefenso.

—¿Coralino? —llamó, recordando que había estado hablando con el kender antes de quedarse dormido.

No se sorprendió al no recibir respuesta, pero cuando colocó su mano sobre las piedras donde había estado sentado su compañero marinero, tuvo la sensación de que la roca todavía estaba caliente. A lo mejor no había estado tan indefenso como creía.

—Gracias, viejo amigo —musitó.

Cuando se puso de pie sintió incomodidad y rigidez, como un viejo al volver de la batalla, hasta que empezó a moverse y poco a poco consiguió que desaparecieran los calambres de sus articulaciones y de sus miembros. La batalla con el monstruoso ogro le había dejado unas secuelas que sin duda le llevaría días superar.

Encontró al grupo de guerreros desperezándose, aunque también la mayoría parecía sufrir las consecuencias de la lucha; todos menos Slyce, que farfullaba bajo la influencia de una sorda resaca.

—¡Eso te enseñará a no robar más warqat! —le soltó el montañés.

—Más nunca jamás —concedió el enano gully con tono lúgubre.

—¿Seguimos por el mismo camino? —preguntó Barq escudriñando el oscuro pasadizo que Kerrick había explorado.

—No hay otra elección —dijo Moreen. Luego se dirigió a Kerrick—. ¿Abres tú la marcha?

—Por supuesto —afirmó el elfo mientras Bruni encendía una antorcha. A lo largo de toda la fila empezaron a brillar otras luces hasta dar la impresión de que el grupo de combatientes iba escoltado por una legión de enormes y humeantes luciérnagas.

De espaldas a las luces, Kerrick se dio cuenta de que podía ver bastante bien. Aquí el camino no presentaba dificultades. Era evidente que era una caverna natural, con estalactitas en lo alto y estalagmitas elevándose desde el suelo en muchos lugares. Aquí y allá las paredes presentaban señales de cinceles y martillos en los lugares donde los ogros, o sus esclavos, habían ensanchado la ruta para hacerla más transitable. En su mayor parte el piso estaba nivelado, aunque eran frecuentes los tramos de empinada pendiente. En todos esos tramos se habían hecho escalones que, aunque un poco altos para el paso humano, facilitaban relativamente el descenso.

En ningún lugar se estrechaba la caverna tanto como a la entrada. Kerrick conjeturó que la puerta se había dejado así para facilitar su defensa, mientras que el interior había sido ensanchado y alisado para que la marcha fuera más fácil, tal vez para un gran contingente de ogros. En todas partes el aire era húmedo y templado, muy parecido al de las cavernas que había por debajo del Roquedo de los Helechos. Sabían que esto se debía a la presencia de fuentes termales subterráneas que, al igual que en el Roquedo, permitían que Winterheim mantuviera una temperatura interior agradable y constante, incluso durante los embates más duros de la Tormenta de Hielo y del invierno sin sol.

Después de horas de marcha en medio de un silencio únicamente interrumpido por susurros ocasionales de asombro ante las enormes proporciones de una cámara o ante una exótica columna de piedra que parecía formada por barro solidificado, llegaron a la escalera más larga del camino, una serie de treinta escalones con un amplio rellano cada diez de ellos. Descendiendo por ella llegaron a una cámara muy grande donde Bruni y los demás alzaron sus antorchas lo más alto que pudieron. La luz a duras penas llegaba a las paredes, pero su reflejo al chocar sobre unas superficies lo suficientemente lisas reveló una caverna del tamaño del gran salón del Roquedo de los Helechos.

Allí el aire era algo más frío y Kerrick sintió la humedad sobre su piel. Mirando en derredor en un momento de callada admiración oyó el murmullo de agua que corría. Al cruzar la cámara se encontró con un pequeño estanque en el que desaguaba una corriente proveniente de una brecha abierta en la piedra y un pequeño canal que aparentemente pasaba por otra oquedad de la pared opuesta y que indudablemente continuaba la marcha descendente hasta el mar. Junto al estanque había una extensión ancha y plana de arena fina. Allí decidieron hacer un largo descanso.

—¡Mirad, peces ciegos! —exclamó Moreen señalando hacia las aguas poco profundas del estanque.

Kerrick vio un buen número de aquellos habitantes de las profundidades, entre ellos un par que tenían casi medio metro de largo. Rápidamente colocó una flecha en su arco y con unos cuantos disparos certeros consiguió pescar dos de los de mayor tamaño. Las relucientes criaturas se debatieron hasta que, con hábiles movimientos de su cuchillo los abrió y los limpió mientras Bruni juntaba trozos de madera que al agua había arrastrado hasta allí.

Varios montañeses se apostaron a lo largo del río con lanzas ligeras mientras otros sostenían antorchas que les permitían verlos destellos de los nadadores al reflejarse en la superficie. Poco tiempo les bastó para aprovisionarse de docenas de peces que otros limpiaron y asaron. Los comieron acompañados de algo de pan seco mientras compartían unos sorbos de la escasa cantidad de warqat que les había quedado.

Moreen y una docena de arktos se ofrecieron para hacer la primera guardia a fin de que los demás tuvieran ocasión de dormir. No es fácil calcular el tiempo que permanecieron aquí, en la oscuridad de la gruta, turnándose para vigilar, pero cuando por fin se despertaron, todos estaban descansados y listos para continuar.

Barq se tocó con cuidado la maltrecha cara.

—No duele tanto ahora —dijo—. Sin embargo, todavía está hinchada ¿no es cierto?

—No, realmente tiene mucho mejor aspecto —dijo el elfo con dudosa sinceridad. No dijo con respecto a qué había mejorado.

Siguieron adelante por la cueva. Formaban una larga columna, con algunos pasos de distancia entre cada guerrero y el precedente. Pasaron por una sucesión de cavernas, algunas estrechas y con el techo bajo y otras que formaban una alta bóveda por encima de sus cabezas. Empezaron a encontrar más agua en forma de pequeños riachos o de límpidos estanques.

—¿Cuánto calculas que hemos andado? —preguntó Moreen cuando se pararon para lo que suponían era el descanso de mediodía.

—Es difícil decirlo con tantas vueltas, pero contando con lo de ayer, supongo que hemos andado por lo menos quince kilómetros —aventuró Kerrick—. Debe de ser la mitad de la distancia hasta la ciudadela a juzgar por el punto en el que vimos la montaña allá afuera.

—Será mejor que estemos alerta —apuntó Barq con expresión seria—. Es inevitable que haya más de esos enormes ogros esperándonos. No van a dejar que entremos en la ciudad así como así.

Los demás asintieron, aunque Kerrick no estaba tan seguro. Empezaba a pensar que el ogro Narizotas tenía razón, que esta era una ruta bastante olvidada de acceso a la ciudadela de los ogros y no un lugar que algún ciudadano de Winterheim usara para alguna finalidad práctica.

—Deberíamos llegar a ese lugar, el Jardín Lunar, que está en algún punto de esta ruta —dijo Moreen—. ¿Creéis que lo reconoceremos cuando lo encontremos?

Una hora más tarde encontraron la respuesta a esa pregunta cuando atravesaron un estrecho arco en el camino y entraron en una cámara mucho más grande que cualquiera de las que habían visto hasta entonces. No había forma de que la luz de las antorchas iluminase ni siquiera la mitad de la enorme caverna, pero tampoco era necesario. En realidad, Bruni se apresuró a apagar la antorcha y los demás miraron en derredor con cara de asombro.

—Es como un bosque de setas —dijo Moreen, señalando con un gesto el fondo de la caverna que se veía unos quince metros más abajo. Por todas partes había enormes grupos de hongos, algunos del tamaño de arbustos o de grandes piedras, otros tan grandes como una cabaña.

Entre los grupos de setas corrían riachuelos, algunos formando ondas al atravesar unos rápidos, otros llenos de remolinos o remansados en profundas pozas. Por el aire, a cierta distancia, se desplazaban unos seres voladores que bajaban en picado o volaban en círculo, y Kerrick dijo que parecían murciélagos. Había mil o más.

—Estamos bajo tierra —dijo Moreen señalando el alto techo que se perdía en la oscuridad—, pero podemos verlo todo.

—Son las paredes —observó el elfo tras inspeccionar la piedra en las inmediaciones del arco por el que habían entrado—. Están cubiertas de un liquen fluorescente que parece extenderse por todo este lugar.

En realidad, la iluminación era sutil, con una tonalidad verdosa y muy agradable a la vista. No proyectaba sombras sino que más bien daba una luminosidad suave y uniforme que se parecía a una noche de verano, cuando los cielos son claros y brilla la luna llena. Todos cayeron en la cuenta al mismo tiempo y se miraron unos a otros con mirada de inteligencia. Fue Barq Undiente el que expresó la idea que había irrumpido en el cerebro de todos.

—Creo que hemos encontrado el jardín Lunar —dijo.

Sintió un dolor lacerante en el costado derecho. Vagamente, después de bastante tiempo, se dio cuenta de que tenía el brazo retorcido a la espalda de una manera casi inverosímil. Pensó que tal vez estuviera roto.

Karyl Drago tenía motivos para estar apesadumbrado. Estaba encajado entre las paredes del precipicio, a una distancia del borde que ignoraba.

El gigantesco ogro emitió un gemido y trató de girar el cuerpo. Se dio cuenta de que había sido su enorme abdomen el que lo había dejado allí suspendido, en el punto en que las paredes del abismo se aproximaban. Su enorme barriga le había salvado la vida. Había arrojado una cantidad suficiente de piedras en este abismo en los años que llevaba allí de servicio para saber perfectamente que casi no tenía fondo. De haber pasado de este punto habría seguido cayendo una distancia desconocida y encontrado un destino fatal. Moviendo las piernas tenía la sensación de que la brecha era mucho más ancha por debajo del lugar donde se encontraba.

¿Cómo habían conseguido hacerlo caer así? Reflexionó sobre la cuestión, ya que no estaba acostumbrado a analizar su fracaso después de un combate. En realidad, lo habían derrotado antes, aunque en su vida había luchado incluso contra media docena de ogros al mismo tiempo.

¡Había sido esa hacha! Recordó el fuego que había surgido ante sus ojos, deslumbrándolo, llenándolo de asombro. La hoja dorada y brillante era lo más hermoso que había visto en su vida, un milagro que conmovió su alma e hizo que entrara en trance. La sensación de admiración fue tal que hizo que se le aflojaran las rodillas. Esa debilidad había sido su perdición.

¿Estaría condenado? Con un poco más de decisión, se movió ligeramente y llegó a la conclusión de que su brazo no estaba roto. Poniendo en juego toda su fuerza, se afirmó en las paredes con ambos brazos y muy lentamente, centímetro a centímetro, empezó a trepar. Unos diez minutos después había conseguido superar el embudo en el que había quedado apresado y ya podía apoyarse sobre las piernas abiertas, afirmando sus enormes pies en ambas paredes del abismo.

Miró hacia arriba. El barranco no era de una anchura tan terrible, y se preguntó si podría seguir afirmándose así hasta llegar al borde. Con determinación, siguió empujando, alzándose algunos centímetros antes de desplazar los pies hasta un nuevo apoyo. Ahora sabía que no estaba atrapado aquí, que no estaba condenado.

Rio entre dientes y el eco difundió el sonido que retumbó sordamente por todo el abismo. Aquello era un buen augurio para él y un funesto presagio para los que lo habían dejado allí. Ahora podía salir e ir tras ellos. Era su deber, por supuesto, y no estaba dispuesto a fracasar, pero también tenía otra razón secreta. Era imprescindible ver otra vez aquella maravillosa, hermosa hacha.