13

Una premonición

Stariz estaba sentada en el suelo del templo con la frente perlada de sudor. Temblaba y respiraba con dificultad mientras trataba de reconstruir los fragmentos de una visión inquietante, una experiencia arrolladora del poder divino que la había dejado exhausta e inconsciente. Desasosegada, se puso de pie sobre el terso suelo de obsidiana, y lanzó un conjuro que encendió los candelabros colocados a ambos lados de la gran cámara.

—¿De qué se trata, oh poderoso señor? —murmuró. En su mente brillaba una imagen de oro reluciente, algo inmaculado y sagrado. Reconoció la evocación: el Hacha de Gonnas, el atesorado talismán que había perdido hacía ya más de ocho años. Todavía pesaba sobre su conciencia la culpa de haberla perdido. El sentimiento se había intensificado dos semanas atrás cuando tuvo un sueño con el hacha.

¿A qué se debía ahora esta visión que se repetía de una manera tan vívida? Era como si tal vez no estuviera perdida para siempre.

Ahora podía creer que realmente el Hacha de Gonnas estaba cerca. No sabía por qué medios, pero la llamaba, y no desde muy lejos. Alguien la traía consigo, la transportaba a Winterheim.

El lugar, una vez más, debía determinarlo la reina y suma sacerdotisa.

Vendaval esperó en su escondite durante más de dos horas, pero nadie salió de la casa de lady Thraid. Por fin vio pasar a los guardias, festejando en privado alguna broma grosera. No vieron al montañés, y este esperó a que hubieran desaparecido tras la esquina antes de salir.

Desde el patio miró a la salida, la única salida de la casa. Desde donde estuvo esperando habría visto a cualquiera que saliera de allí, y en ningún momento decayó su atención. Los únicos que habían pasado durante este tiempo habían sido los dos guardias.

Se acercó hasta la puerta y golpeó a ver qué pasaba. Poco después, Wandcourt abrió y Vendaval entró sin ningún comentario.

—De modo que estás aquí —dijo Brinda saliendo de la cocina.

—¿Quién es? ¿Ha venido Barba de Ballena? —preguntó Thraid desde el dormitorio.

—Sí, mi señora —respondió Brinda con tono de extraña urgencia—. En seguida lo pongo a recoger todo lo de la cena.

—Quiero verlo —dijo Thraid. La puerta de su dormitorio se abrió y asomó la ogresa.

Vendaval miró en su dirección y grabó una imagen mental aunque inmediatamente apartó la vista para que no se notase que observaba. La verdad era evidente por el deslucido carmín de los labios y porque había cubierto desmañadamente con la bata su cuerpo desnudo.

Era evidente que la ogresa acababa de tener una cita con su amante. La presencia de los guardias reales parecía confirmar el rumor que había oído de Mike el Negro, es decir: que el amante de Thraid no era otro que el propio rey. La prueba final era su vigilancia de la única entrada de la casa. No sabía muy bien qué hacer con esa información, pero sabía que era valiosa.

Ahora no tenía la menor duda de que debía de haber un pasaje secreto que conectara el nuevo apartamento de lady Thraid con la zona real de Winterheim.

—¿Cenará mi rey y señor en los aposentos reales esta noche? —preguntó Stariz, solicita.

—¡No lo sé! —le soltó Grimwar Bane—. ¿Por qué tengo que decidirlo en este preciso momento?

—Os ruego que me perdonéis —dijo la reina con aire sumiso y bajando la mirada—. No pretendía ofenderos, sólo esperaba poder contar con el placer de vuestra compañía durante la cena.

—Bueno, sí, puede que cene aquí esta noche —declaró el rey ogro con una mezcla de culpa e irritación en la voz—. Antes tengo que salir, los granaderos están haciendo maniobras y el capitán Verra me pidió que pasara revista a las filas.

—Muy bien, mi señor. Que Gonnas acompañe vuestros pasos.

—Sí, que así sea —replicó Grimwar echándose presuroso una piel de oso blanco sobre los hombros y dirigiéndose a la puerta tan rápido que el esclavo de ese puesto apenas tuvo tiempo de abrirla.

Una vez fuera, en el Paseo del Rey, Grimwar Bane respiró hondo, furioso con su esposa y consigo mismo. Una semana antes, cuando había decidido expulsar a Stariz de su vida, se había sentido majestuoso e imperial, dominante y poderoso. Ese sentimiento sólo había durado hasta que volvió a sus aposentos y encontró a su esposa que le ofrecía un par de confortables zapatillas de piel de ballena y una copa de warqat frío de la mejor cosecha.

¿Por qué tenía que mostrarse tan agradable con él así de repente? No necesitaba de sus favores, ni siquiera los quería. Ahora que había tomado la decisión de actuar, su mera presencia le molestaba, y habría sido mucho más fácil si lo hubiera tratado con frialdad, despertando los sentimientos de desagrado que habían sido tan comunes durante los diez años que llevaban casados. En lugar de eso, era como si estuviera tratando de hacer el papel de buena esposa.

Pues bien ¡ya era tarde para eso! A grandes Zancadas se iba abriendo camino entre la multitud de ogros de menor jerarquía como un gran barco que fuera navegando entre una bandada de aves marinas. Los ciudadanos de Winterheim sabían interpretar la expresión de su rostro y rápidamente le abrían paso, saludándolo con reverencias y murmurando tratamientos honoríficos pero sin osar mirarlo a la cara o entablar conversación con él. Eso era lo que él deseaba, y empezó a sentirse mejor mientras descendía por la larga rampa hacia el nivel militar.

Cuando por fin llegó a los cuarteles de los granaderos casi había recuperado su natural confianza en sí mismo. Sin duda habría que reconsiderar lo de Stariz, pero lo dejaría para después de la ceremonia de la Marchitez Otoñal. Hasta ese momento, lo mejor que podía hacer era evitarla todo lo posible. Fue entonces cuando recordó que acababa de decirle que cenarían untos esta noche.

—¡Majestad, gracias por honrarnos con vuestra presencia!

El capitán Verra, de los granaderos, se apresuró a salir a su encuentro y lo saludó con una gran reverencia. Estaban en la gran sala de entrenamiento donde los ogros hacían prácticas con sus armas así como marchas y otras formaciones ceremoniales. Varios de los guerreros de uniforme rojo estaban allí en ese momento y se habían cuadrado para saludar la entrada del rey. Grimwar sabía que los demás estarían limpiando sus armas o reparando su equipo en las muchas salas menores adjuntas a esta sala de entrenamiento.

—Sí, claro —dijo el monarca con voz tonante—. ¡Pasemos la revista en seguida!

—Por supuesto, señor. ¡Ahora mismo!

Verra, que era un ogro veterano y había participado en muchas incursiones y campañas, giró sobre sus talones y dio orden de formar filas. Más de doscientos granaderos salieron de la docena aproximada de puertas que había en la pared del otro lado, ajustando sus guerreras y atándose las botas y los cascos mientras acudían presurosos.

Observando cómo formaban en filas, el rey no pudo por menos que quedar impresionado. Esos guerreros ogros eran el orgullo de Winterheim, lo sabía, y realmente hacían un buen papel allí formados. Para ser ogros, eran elegantes y musculosos, sin esa tendencia a engordar en la parte media que caracterizaba a la mayoría de los ogros adultos, incluido el propio rey, forzoso era admitirlo. Todos llevaban una alabarda de mango largo y de su cinto colgaba una espada de hoja ancha. Esos cintos, igual que las botas y los correajes que cruzaban sus guerreras y sus cascos, estaban tan pulidos que eran de un negro reluciente.

Además de su aspecto impresionante, el rey observó complacido que marchaban perfectamente coordinados, girando a derecha e izquierda al son de las órdenes de sus sargentos mayores. Sus pesadas botas golpeaban el suelo con una cadencia que conmovía su corazón. Cuando por fin se detuvieron, las filas seguían tan apretadas y precisas como cuando empezaron el ejercicio.

Varios destacamentos avanzaron para hacer demostraciones con sus armas, y esa parte de la exhibición ayudó aún más a levantar el ánimo un poco abatido de Grimwar. Le encantaba el movimiento ágil de las alabardas, el entrechocar de las espadas en rutinas perfectamente coreografiadas. En una maniobra impactante, dos filas de una docena de ogros intercambiaron roncos desafíos y luego se lanzaron una contra otra entablando un aparentemente frenético combate cuerpo a cuerpo. Con estilizados movimientos se desplazaban por el suelo, avanzando y retrocediendo en líneas precisas.

El último ejercicio de las maniobras era un enfrentamiento a espada en el cual se batieron en duelo por parejas dieciséis esgrimistas consumados. A diferencia de la precisa y medida demostración de los alabarderos, que pretendían parecer furiosos mientras seguían formas preconcebidas de ataque y defensa, los combates a espada eran enfrentamientos reales, aunque los filos de las espadas se habían preparado, dejándolos romos, para la ocasión. La primera serie de duelos dejó como saldo ocho ganadores y varias contusiones y huesos rotos entre los vencidos. A continuación, los ocho que quedaban se redujeron a cuatro y por fin quedó solamente la mejor pareja de espadachines del preciado regimiento.

Estos dos finalistas hicieron una demostración soberbia de esgrima, lanzando y parando estocadas y desplazándose adelante y atrás por la gran sala. Los granaderos que presenciaban el combate animaban a sus favoritos, y muchas piezas de oro cambiaron de mano como consecuencia de las apuestas. Por fin, el vencedor, un sargento de aventajada estatura que sabía sacar muy buen partido a sus largos brazos, derribó a su adversario y puso la punta de su espada sobre la garganta del caído.

—¡Bravo! —gritó el propio rey mientras las filas de ogros eran un hervidero de aclamaciones o de gruñidos, según la suerte los hubiera tratado. Grimwar Bane colocó una pesada cadena de oro macizo al cuello del ganador y a continuación se retiró con el capitán Verra a la sala de oficiales, donde brindaron con unas jarras de warqat.

—Os felicito por el estado del regimiento —dijo el rey, levantando su jarra.

—Sois muy amable, majestad —replicó Verra—, pero debo confesar que estos buenos ogros me hacen sentir orgulloso. —El oficial pareció indeciso un momento, después carraspeó antes de seguir—. ¿Puedo hablar con franqueza, majestad?

Grimwar, que se sentía comunicativo, le indicó que continuara. Le tenía aprecio a este soldado y confiaba en él. Se quedó observándolo con curiosidad, preguntándose qué querría decirle el capitán.

Verra tenía una expresión decidida, y sus dos colmillos apuntaban hacia arriba unos centímetros, en una demostración de masculinidad. Tenía los hombros cuadrados, y sus ojos reflejaban una curiosidad y una sagacidad nada común entre los machos de Winterheim. Fijó los ojos en su rey.

—Me preocupa la seguridad del reino —empezó Verra—. Entreno a mis hombres para que su rendimiento sea óptimo, pero no somos suficientes. La ciudadanía de la ciudad se ha despreocupado mucho respecto de una gran amenaza que se alza aquí mismo, en medio de nosotros.

Grimwar gruñó entre dientes.

—Al hablar de «amenaza» os referis, sin duda, a los esclavos humanos que en tan gran número conviven con nosotros—sugirió.

—Así es, señor. Habréis notado que en muchas familias, incluso entre las de la nobleza superior, la que tiene conciencia de la historia, a los esclavos se les concede una gran libertad. Toman decisiones, planifican las comidas, hacen planes como si fueran los amos.

—Siempre ha sido así ¿verdad?

—Lo que quiero decir, señor, es que la situación se ha vuelto extrema. Mis hombres me han hablado de rumores sobre un nuevo levantamiento, una conspiración de esclavos que pretenden derribar vuestro régimen, sublevar a todo el populacho y reclamar Winterheim para sí.

—Os agradezco la franqueza —dijo el rey—. La verdad es que una conversación como esta no se tiene todos los días. Por lo general, aquellos con quienes hablo sólo dicen lo que creen que yo quiero oír. Sin duda sabréis que siempre ha sido así. Hay unos cuantos revoltosos entre los esclavos. Cuando se los coge, como inevitablemente sucede, se les aplica un castigo ejemplar para que los demás sepan a qué conduce esa resistencia disparatada.

—Así ha sido, señor, en el pasado, pero mis fuentes me señalan que este grupo de rebeldes se caracteriza por su organización y su prudencia, con lo que, hasta el momento, ha evitado ser descubierto.

—¿Contáis con información específica? ¿En qué puestos están esos esclavos y cuál es la naturaleza de sus planes?

El rey empezó a percibir en esto una oportunidad. Una de las funciones más valiosas de la reina había sido descubrir estos complots, y si pudiera ponerla en la pista de algo así, sería la distracción perfecta para ella la siguiente semana, hasta la ceremonia de la Marchitez Otoñal.

—Los indicios señalan que al menos algunos de esos rebeldes están en el Mercado de los Nobles. Me gustaría daros más detalles, pero por los dioses que no tengo nada más que ofreceros. Sin embargo, los rumores indican que el movimiento está muy extendido y siguen sumándose nuevos adeptos.

—Capitán, os agradezco vuestra valiosa información —dijo Grimwar Bane, levantándose para despedirse—. Le hablaré de este asunto a la reina, tal vez podamos ofrecer algunos sacrificios importantes este año en la ceremonia de la Marchitez Otoñal.

—Vuestra majestad me honra —replicó el capitán Verra—. Os agradezco la atención que me habéis prestado. Espero sinceramente que esos canallas puedan ser ajusticiados públicamente.

—Sí —concedió el rey mientras se marchaba—. Creo que sería un buen final para todos los implicados.

Thraid se relajó en la bañera de agua caliente mientras por su cabeza pasaban agradables recuerdos de su amante.

Lo que más la había complacido era que el rey pareciera un poquito celoso de su nuevo esclavo cuando supo que lo había llevado al Mercado de los Nobles. Le encantaba atormentarlo con cosas como esa. Al fin y al cabo lo consideraba justo. ¿Acaso no sabía que ella también se ponía celosa sabiendo que todas las noches tenía que volver junto a esa vaca de ogresa?

Sí, desde luego era un raro placer poder pagar con la misma moneda. Rio por lo bajo divertida mientras se hundía más en la bañera. ¿Se estaba enfriando un poco el agua? Pensándolo bien, no importaba.

—Eh, Barba de Ballena —llamó, incorporándose un poco de modo que la parte superior de sus enormes pechos sobresalía del agua, túrgida y brillante.

—¿Sí, señora? —preguntó, permaneciendo discretamente al otro lado de la puerta.

—Necesito más agua caliente. ¡Tráemela enseguida!

—Por supuesto —respondió él. La ogresa oyó el roce de una olla al ponerla a calentar sobre el fuego. En unos minutos, se la echaría en la bañera.

Tal vez hasta le pediría que le enjabonara la espalda.

—Esta mañana, en el templo, tuve una visión del Hacha de Gonnas —le anunció Stariz a Grimwar mientras cenaban juntos en la larga mesa de los aposentos reales.

El rey contuvo un suspiro. Había tenido un día muy agradable y hasta el momento había conseguido evitar cualquier conversación trascendente con su esposa. Ahora tendría que fingir interés por este tema tan aburrido. Levantó la cabeza de la pata de buey que estaba comiendo e hizo un gesto con la cabeza que esperaba fuera el reflejo de una honda preocupación.

—¿Ah, sí? ¿Fue algo fuera de lo común? —preguntó.

Sabía lo mucho que amargaba a la reina la pérdida de su precioso artefacto. No se cansaba de lamentarla. No obstante, puesto que era una de las pocas dificultades de su vida de las que jamás había podido culparlo, se permitió una perversa satisfacción mientras hablaban de ello.

—¡Sí! —replicó ella con los ojos relucientes de entusiasmo—. ¡Fue realmente un mensaje de esperanza, una señal del Obstinado! ¡Creo que se nos presenta una ocasión para recuperar el hacha!

La expresión del rey inmediatamente se ensombreció.

—¡Si se trata de un sueño que me hace ir otra vez al Roquedo de los Helechos, me niego! —advirtió—. ¿Cuántos cientos de mis guerreros deben morir para que estéis contenta? Además, ya tenemos encima el invierno.

Se sorprendió un poco al ver que ella sacudía la cabeza, interrumpiéndolo.

—No, el hacha está cerca. ¡El hacha viene hacia nosotros!

—¿Os explicó vuestra visión por qué medio se acerca? —preguntó, con un tono más ácido de lo que pretendía.

Ella no pareció notar su escepticismo.

—Alguien la trae. Casi siempre la trae cubierta, de lo contrario la percibiría con más fuerza, pero hasta el momento la ha usado en dos ocasiones retirándole para ello la cubierta. Pude oír cómo me llamaba clamando venganza. ¡Es la voluntad de Gonnas, mi señor!

Esta conversación se volvía cada vez más preocupante.

—¿Y qué hay del elfo? ¿Has soñado con el Mensajero elfo?

Esa era, sin duda, su peor pesadilla. Volver a encontrarse con la criatura que había sido la causa de todos sus problemas a lo largo de ocho años. Había sido el elfo el que se había apropiado del hacha, el que había conducido a los arktos por mar hasta el Roquedo de los Helechos y el que había arrastrado al rey a su última y funesta aventura en Dracoheim. Aunque no tenía pruebas, confiaba en que estuviera muerto.

Stariz negó con la cabeza.

—No, no vi indicios de ninguna persona en especial. Creo que podemos estar seguros de que murió en la explosión de la Esfera Dorada.

—Sí, tiene que estar muerto, y esa mujer también, la jefa del Roquedo de los Helechos. Pero entonces, ¿quién tiene el talismán de nuestro dios? ¿Quién trae a Winterheim el Hacha de Gonnas?

—Eso es lo que espero averiguar. Volveré al templo por la mañana. Allí rogaré al Obstinado y confiaré en que me favorezca con su iluminación. Mi señor, esposo mío, estoy convencida de que tenemos una oportunidad real. ¡Confiad en mí, el hacha está cerca!

—Confío en vos —mintió—. En cuanto sepáis algo más, hacédmelo saber.

—Así lo haré, señor —replicó, inclinando la cabeza sumisamente.

—Muy bien. Esta noche tengo intención de retirarme temprano —dijo, empujando la silla hacia atrás y levantándose para escapar. En ese momento recordó lo que le había planteado el capitán Verra, una cuestión en la que podrían sacar ventaja de las habilidades de su esposa—. Una cosa más, mi reina.

—Sí, señor. —Stariz lo miró, expectante.

—¿Os han informado vuestros contactos de algún rumor sobre un malestar soterrado entre los esclavos? Algo mayor de lo habitual quiero decir. ¿Tenéis pruebas de una posible insurrección?

—No puedo decir que nada de eso haya llegado a mi conocimiento, no en el pasado inmediato —respondió—. Se dio el caso de aquellos herreros traicioneros que descubrí en la fundición el otoño pasado, pero los ejecutamos en la celebración de la Tormenta de Hielo, como bien recordaréis. ¿Por qué me preguntáis esto? ¿Os han llegado rumores?

—Algo que me dijo uno de los granaderos, un oficial de confianza. Dijo que había cierta actividad inusual en el Mercado de los Nobles y tenía dudas sobre algunos de los esclavos que trabajan allí.

—Interesante. Es un lugar donde los humanos se encuentran con escasa vigilancia —dijo Stariz—. Sin duda es una situación potencialmente peligrosa. Me ocuparé de ello de inmediato.

—Sabía que lo haríais —dijo el rey, satisfecho de dejar la cuestión en buenas manos. Abandonó el comedor con paso elástico, dispuesto a dormir a sus anchas esa noche.

Después del vapuleo que le había dado Thraid, por Gonnas que lo necesitaba.

Vendaval esperó a que todos estuvieran dormidos en la casa. Brinda, la última en retirarse, había apagado su lámpara hacía ya media hora y podía oír su respiración acompasada detrás de la cortina donde ella y su marido compartían un camastro. Lentamente y sin hacer ruido, Vendaval se puso de pie, salió de la zona de los sirvientes y se dirigió al gran salón. Cerró la cortina exterior y encendió una pequeña lámpara.

A continuación apoyó el oído en la puerta de Thraid, satisfecho de oír los sonoros ronquidos que indicaban que su señora estaba profundamente dormida. Lo tranquilizaba saber que había pedido una bebida después del baño y que él mismo se había ocupado de que fuera bien cargada. Confiaba en que durmiera profundamente.

Por último, miró en derredor, preguntándose por dónde empezar su búsqueda de una puerta secreta. Descartó las paredes de la cocina, ya que daban al patio. También descartó el dormitorio de Thraid, una de cuyas paredes lindaba con la calle.

Una posibilidad era el salón, otra era una pared de la sala de estar, y una tercera, la despensa. Todas estas estancias daban a la roca de la ladera de la montaña y podían tener comunicación con un pasadizo oculto.

Empezó por el salón, sosteniendo la luz cerca de la pared y agradeciendo que todavía hubiera pocos muebles y la mayor parte de la superficie de piedra estuviera al descubierto. Se pasó largo rato yendo y viniendo, tanteando las paredes, estudiando cada irregularidad, buscando alguna evidencia de una grieta, algún tipo de abertura. Media hora después llegó a la conclusión de que la superficie era de piedra maciza.

Pasó después a la despensa; cerró la puerta tras entrar y le dio a la lámpara la máxima potencia. Repitió la inspección de las dos paredes de la habitación que podían comunicar con la roca viva de la montaña y tampoco consiguió encontrar ningún indicio de un pasadizo escondido. Después de reponer el aceite de la lámpara del barril que había en la despensa, pasó al pequeño recibidor.

Esa estancia tenía tres paredes que lindaban con otras habitaciones del apartamento, pero una cuarta daba directamente a la montaña. Una vez más cerró la puerta tras de sí y dio a la lámpara su máxima apertura. La estancia no tenía muebles y según sus cálculos casi no se usaba. Inmediatamente atrajo su atención una piel de oso colgada sobre la pared, el único elemento decorativo del lugar.

En cuanto apartó la piel supo que había encontrado el panel secreto. Se percibía apenas el contorno de una puerta, pero era evidente una profunda hendidura.

La puerta parecía bien encajada en su marco, pero él sabía que tenía que haber una forma de abrirla. Examinó las pequeñas hornacinas de la pared destinadas a las lámparas y que en nada se diferenciaban de las que había en todas las casas y habitaciones de esta ciudad subterránea. Aquí había dos, cada una de ellas con un soporte de hierro. Tanteó en la hornacina más próxima a la puerta, tiró del soporte y le imprimió un leve movimiento giratorio.

Inmediatamente oyó un roce de piedra sobre piedra y al tocar la piel de oso sintió que la pared que había detrás se estaba retirando. Unos segundos después cesó el ruido que confiaba hubiera sido lo bastante leve para no despertar a los durmientes. Apartó la piel de oso y vio un angosto pasillo que dos pasos más allá se convertía en una estrecha escalera que llevaba hacia lo alto.

Rápidamente, Vendaval volvió a colocar la piel de oso en su sitio y a continuación hizo girar el soporte para cerrar la puerta. Estaba seguro de que el pasadizo conducía a la parte superior de Winterheim, al nivel real, puede que incluso a las estancias reales. Todavía no sabía qué provecho podía sacarle a su descubrimiento, pero apagó su lámpara y se fue a su camastro a dormir con la sensación de que había descubierto algo muy importante, algo que sin duda habría de resultar muy útil.