El guardián de la puerta
—Tsch… Ya sabía yo que había algo malo ahí —observó Dinekki con acritud—. ¡Si estos jovencitos me hicieran caso alguna vez!
Ratón estaba de pie en la playa junto a la hechicera, aguzando la vista para ver lo que sucedía en la brillante ladera bañada por el sol. Podía ver con claridad la figura enorme, amenazante, armada con un garrote, que descendía lentamente hacia la otra, mucho más pequeña, de Moreen, aferrada a la empinada pendiente.
—¿Qué es eso que hay allá arriba?
—Problemas —respondió la anciana en un tono que a Ratón no le pareció muy esperanzado, aunque sabía que no convenía distraerla mientras buscaba en su morral sin dejar de mascullar. Por fin sacó un pequeño círculo que parecía hecho de astillas y algas.
La hechicera emitió un estridente silbido y las gaviotas que se habían arremolinado por encima de ellos de repente les pasaron rozando las cabezas y una de ellas se posó en el suelo a los pies de la anciana. A Ratón le pareció que Dinekki estaba imitando el sonido de las aves. Graznaba y chillaba mientras la gaviota la miraba con sus ojos oscuros y relucientes. Por fin, la mujer extendió la mano y el ave cogió en el pico la delicada corona. Impulsándose con sus alas blancas, atravesó la playa, rozó la superficie de las aguas y, sin soltar su misteriosa carga, alzó vuelo montaña arriba.
—¿Qué le dijiste al pájaro? —se atrevió a preguntar Ratón por fin, sintiendo que se le encogía el estómago a la vista de la gigantesca criatura que, blandiendo su garrote, bajaba la cuesta hacia Moreen que permanecía apostada en posición precaria. Desde donde él se encontraba resultaba difícil calcular la distancia que los separaba, pero lo que sí sabía era que el bruto descendía sin vacilar y que Moreen daba la impresión de que no se movía.
—Sólo le pedí una pequeña ayuda para Chislev Montaraz. Supongo que tendremos que esperar a ver si lo entendió.
Karyl Drago estaba contento de que su alud inicial no hubiera barrido a todos los humanos pendiente abajo sepultándolos en el mar. Aunque el resultado sería poco más o menos el mismo, la avalancha no resultaba tan divertida como el machacamiento de huesos que él ansiaba. Daba la impresión de que iba a poder probar su garrote y ejercitar un poco sus músculos. A decir verdad, y esto lo admitía el gran ogro en un rincón de su conciencia, puesto que era la única acción en la que había, intervenido desde hacía diez años, no quería que se acabara muy pronto, quería un poco de diversión.
Para ello, bajaba con toda cautela por el empinado terreno de la garganta. Sus pies eran demasiado grandes para la mayoría de los puntos de apoyo, de modo que balanceaba los talones en los escalones y se valía de su mano libre para mantener el equilibrio. En la otra mano sostenía con facilidad el tronco que usaba como garrote, listo para blandirlo en cuanto tuviera a su alcance a alguno de los intrusos.
A pesar de su ventaja numérica, no creía que estos humanos le depararan mucha diversión. Su única esperanza era que llevaran consigo algunas cosas bonitas de oro, de modo que cuando estuvieran muertos pudiera revolver entre sus pertenencias y añadir una o dos nuevas piezas a su colección.
El humano más próximo levantaba ahora la vista hacia él y vio que se trataba de una mujer. Era sorprendente, pero no se veía terriblemente asustada, no como la mayoría de las esclavas humanas que había encontrado en su camino, que solían salir corriendo y gritando sólo con que les alzara una ceja. En lugar de eso, ella lo miraba como si lo estuviera estudiando fríamente, sujetándose a la ladera de la montaña mientras él bajaba.
Todavía estaba a cierta distancia. Sabía que la podría haber hecho rodar por la pendiente de una certera pedrada. Aunque errara algún golpe, ella no tenía donde ocultarse. El gran ogro se encogió de hombros. Había decidido usar su garrote y eso sería lo que haría.
Algo pasó rozándole una oreja y se sorprendió. Oyó resonar algo sobre las piedras por encima y por detrás de él, y al volverse vio una flecha rota junto a un pedrusco cercano. Parpadeando incrédulo, Karyl miró hacia abajo y vio que otro de los intrusos había sacado su arco y en ese mismo momento se disponía a arrojarle un nuevo proyectil emplumado.
La flecha salió disparada hacia arriba, y aunque el gran ogro se hizo a un lado, sintió un pinchazo en el hombro al clavarse allí el proyectil y quedar vibrando como algo vivo. Karyl estaba impresionado. Después de todo llevaba una camisa rígida de cuero curtido y dos capas de piel de oso por encima. Para ese arquero, penetrar semejante protección y en un tiro cuesta arriba no era magra hazaña. Dejó la flecha allí clavada para inspeccionarla posteriormente. Aunque podía sentir el roce de la punta sobre su piel, sabía que no podía haberle hecho auténtico daño.
Al principio, Karyl no prestó atención a la gaviota que pasaba aleteando, pero cuando el ave describió otro círculo en torno a él reparó en ello como una curiosidad, porque las aves costeras no suelen volar hasta tan alto. Se dio cuenta de que la gaviota llevaba algo en el pico, y su mente registró una leve sorpresa cuando dejó caer aquel objeto circular. Rio entre dientes, divertido por la extraña impresión de que lo lanzaba contra él.
Vio que era un pequeño círculo de ramitas e hilos o algo parecido cuando cayó con suavidad sobre las piedras un poco más abajo de sus pies. Llevado por la curiosidad, se agachó para tocarlo, pero retrocedió de inmediato porque se desvaneció ante sus ojos. No sólo la pequeña corona: ¡todo desapareció! Sin que supiera cómo, había surgido una densa niebla, tan espesa que ni siquiera podía verse los pies. El ogro volteó su garrote amenazadoramente en medio del aire húmedo, mientras los jirones de niebla se arremolinaban y flotaban. Podía sentir la humedad en la piel, en el pelo, en el pesado garrote de madera.
Los ogros no se caracterizan precisamente por su capacidad imaginativa, pero Karyl Drago dedujo que la niebla tenía algo que ver con aquella etérea corona: sin duda había aparecido por arte de magia. Dudó de poder disiparla, de modo que se puso a pensar qué hacer a continuación. Su deber estaba claro, por supuesto. Estaba decidido a guardar la entrada a Winterheim por el Paso del Muro de Hielo. Había salido de su puesto para enfrentarse a los intrusos que se aproximaban.
Ahora, sin embargo, no podía ver a aquellos intrusos. Sospechaba que seguían ahí abajo, pero se le ocurrió que tal vez se estuvieran deslizando a su lado, a tres metros de distancia y ni siquiera se diera cuenta debido a la niebla. No perdió tiempo en lamentar no haberlos eliminado a todos con un alud. Tenía muy claro cuál era su deber.
Volviendo sobre sus pasos por la garganta, el gran ogro retrocedió lentamente hasta la parte más alta del paso. La brecha entre los elevados flancos del desfiladero era estrecha, apenas una hendidura de seis metros entre dos enormes paredes de roca helada, y no tuvo problema, tanteando con las manos, para tocar primero una y después la opuesta. Un poco más allá y ala derecha estaba la entrada de la cueva.
Sintió el aire cálido de la entrada al acercarse, le llegó el olor familiar a azufre que había llegado a asociar con el calor del vapor natural de Winterheim. Dos pasos más y se encontró en la boca de la cueva, aunque hasta allí había penetrado la extraña niebla y tuvo que tantear con las manos para asegurarse de que estaba en el lugar adecuado.
Era el momento de alertar a su guarnición. Entró pisando fuerte en la cámara situada a unos cien pasos de la entrada a la puerta del Muro de Hielo, donde los doce guardias tenían su cubil. De una patada despertó a dos que dormían y gruñó una advertencia críptica a los demás.
—Vienen humanos.
Rápidamente, los ogros cogieron sus garrotes, lanzas y hachas y siguieron a su jefe hacia el pasillo principal.
A escasa distancia del acceso a la puerta, una estrecha plataforma restringía el paso a una cornisa que bordeaba una profunda grieta. Karyl desplegó a sus hombres en varias oquedades poco profundas que había en la pared opuesta a la grieta, advirtiéndoles que permanecieran allí hasta que él ordenara atacar. Por último, se situó de frente hacia el exterior y se sentó en la roca cuadrada que había sido su puesto de vigilancia durante los diez últimos años, se colocó el garrote cruzado sobre las rodillas y esperó la llegada de los humanos.
Moreen sabía que tenía que agradecerle a Dinekki su milagroso recurso. Ya en otra ocasión la magia de la hechicera los había ayudado a ocultarse de los ogros haciendo surgir una cortina de niebla impenetrable. No sabía cómo se las había ingeniado la anciana para hacer llegar el conjuro hasta la cima de la alta montaña, pero de todos modos elevó una muda plegaria de agradecimiento.
Aguzó el oído, tratando de oír alguna señal del avance del monstruo. No se atrevía a moverse siquiera, segura de que si lo hacía, algún ruido traicionaría su posición. Sin embargo, cambió levemente de postura para dejar libre la mano derecha y poder sacar la espada. El frío acero de la hoja, cargado de la humedad de la niebla y a escasos centímetros de su cara, le dio al menos una sensación ilusoria de seguridad.
Por fin oyó una pisada sobre la roca, el desplazamiento de unos cuantos cantos rodados. Aliviada, se dio cuenta de que el sonido llegaba de abajo, y un instante después Kerrick estaba junto a ella sobre la escarpada superficie rocosa con la espada desenvainada.
—¿Qué era eso? —preguntó el elfo—. ¿Tuviste ocasión de echarle una mirada?
Moreen asintió encogiéndose de hombros.
—Una especie de gigante, supongo. Puede que fuera un ogro enorme, pero nunca he visto uno tan grande. Su cara daba miedo, tenía unos colmillos tan grandes como los de un hombre morsa.
—¿Has vuelto a verlo?
—No desde que empezó la niebla.
—Menudo ardid —dijo Kerrick—. Nos salvó la vida, al menos por ahora.
—¿Y qué pasó con Bruni y Barq?
—Vienen detrás de nosotros —respondió el elfo—. Nos separamos por precaución, pero los tres seguimos subiendo. El resto de la partida nos sigue con cautela.
Moreen hubiera querido preguntarle qué debían hacer ahora, pero él sabía tanto como ella, y ella creía que no tenía sentido otra cosa que no fuera seguir adelante con su misión.
—Sigamos avanzando —dijo—, y confiemos en que esta niebla nos oculte hasta llegar a la cima.
Kerrick asintió. La niebla era terriblemente desorientadora, pero la pendiente era tan empinada que no tuvieron dificultad para elegir el camino. En medio de la niebla encontraban a la altura de sus caras los salientes para impulsarse hacia arriba, y así iban subiendo, palmo a palmo.
Era como si hubiera pasado todo un día, aunque en realidad tal vez llevaran apenas algo más de una hora avanzando cuando de repente la pendiente se niveló. Por primera vez desde que habían iniciado el ascenso pudo Moreen mantenerse en pie. Ella y Kerrick llevaban sus espadas preparadas, pero no se veía ni se oía nada.
La mujer sintió una ráfaga que le rozaba la cara y se estremeció. Lentamente, la niebla se fue dispersando arrastrada a través del desfiladero por el viento. Pronto pudieron ver a Barq Undiente y a Bruni justo por debajo de ellos a uno y otro lado, y esperaron a que sus dos compañeros se les unieran en la hendidura del Paso del Muro de Hielo. Más abajo se veía al grueso de los guerreros liderados por Ratón. Slyce trepaba junto a él, e incluso Dinekki se las ingeniaba para hacer el camino rechazando la ayuda que le ofrecían. Pronto empezaron a coronar la cuesta, una docena, después veinte o más hombres que se unieron a sus compañeros.
En cuestión de minutos la niebla mágica desapareció totalmente, dejando ver una vez más la extensión bañada por el sol del mar del Oso Blanco. Por primera vez pudieron ver más allá del Muro de Hielo, y Moreen quedó impresionada por la vista de los glaciares y las cumbres nevadas que se extendía ante ellos, el paisaje más inhóspito que jamás hubiera imaginado.
—Bueno, hasta aquí hemos llegado —gruñó el thane montañés. Saludó a Bruni con una inclinación de cabeza, un poco avergonzado—. Debo mi vida, al menos los huesos que tengo sanos, a esta moza…, bueno, esta mujer. Hizo una buena captura.
Bruni sonrió bonanciblemente.
—Confío en que habrías hecho lo mismo por mí —dijo.
—Por supuesto que sí —replicó Barq. Miró con furia a Kerrick y a Moreen como desafiándolos a desmentirlo.
En lugar de eso, la jefa de los arktos asintió y luego se volvió hacia el desfiladero.
—¿Y ahora hacia dónde? —se preguntó.
—Aquí mismo —dijo Kerrick señalando la ladera de la montaña. Moreen vio una bocanada de vapor y sólo entonces cayó en la cuenta de que había una estrecha grieta en la pared rocosa.
—¿Crees que el gigante, o lo que sea, nos estará esperando ahí dentro? —preguntó la mujer mientras examinaba la boca de la estrecha caverna que penetraba en la roca viva en la cima del Paso del Muro de Hielo.
—Creo que debemos suponer que sí —replicó Kerrick—Y creo que podemos llamarlo gigante. ¡El garrote que llevaba tenía el tamaño de un árbol!
—Bah, gigante u ogro, ambos sangran, y todos muerden el polvo cuando caen —gruñó Barq Undiente. Cogió su gran hacha de guerra con ambas manos—. Tengo cuentas pendientes con el bruto ese. Yo iré delante.
Bruni blandió su cayado y Moreen y Kerrick llevaban sus espadas preparadas cuando se reunieron detrás del aguerrido montañés tratando de ver lo que había en las profundidades de la puerta del Muro de Hielo. El resto de los hombres se apiñaron detrás de ellos, algunos seguían subiendo todavía, pero por lo menos un centenar de guerreros habían llegado a la cima del paso, y todos ellos empuñaban sus espadas y lanzas o tensaban sus arcos mientras avanzaban hacia el espacio cerrado. De la entrada salían bocanadas de vapor, y todos sintieron el calor que salía de aquel agujero en el suelo.
—Debe de ser como el Roquedo de los Helechos —sugirió Moreen—. Calentado desde dentro por el vapor que sale del interior de la tierra.
—No me interesa cómo lo calientan —resopló Barq—. Lo que quiero es ver cómo lo protegen. No veo ningún indicio de ese enorme bastardo todavía, pero aquí está muy oscuro.
—Toma. —Bruni sacó de su fardo una de las muchas antorchas que habían traído sabedores de que tendrían que hacer buena parte del camino bajo tierra. Kerrick hizo saltar una chispa con su yesquero y en un momento el extremo impregnado de aceite de la antorcha se encendió.
—Tened las antorchas preparadas ahí atrás —ordenó Kerrick a los hombres que se disponían a entrar en la caverna—. ¡Una por cada cuatro o cinco personas bastará, y el que la lleve que tenga cuidado de mantenerla alta!
—Sí, llevadlas altas —remarcó Barq, iniciando la entrada en el oscuro pasaje. Las paredes estaban tan próximas que sólo podían ir de uno en fondo, de modo que Bruni iba detrás de él seguida por Kerrick que llevaba la antorcha en alto.
Moreen, detrás de esos tres, sólo podía apretar la mano que empuñaba la espada mientras deseaba poder ayudar a sus compañeros. Se frotó el parche que cubría su cuenca vacía, sintiendo con agudeza la falta de profundidad de su campo de visión.
De repente, oyó que Barq lanzaba un grito de guerra. Vio el hacha del montañés en alto mientras él cargaba hacia adelante seguido a la carrera por los demás. El grito del thane quedó casi instantáneamente tapado por un rugido bestial que salía de las profundidades de la caverna.
En ese punto, el paso se ensanchaba, y Moreen se adelantó hacia un lado y vio la monstruosa forma del guardián de la puerta que superaba con mucho la altura de Barq Undiente, dando la impresión de llenar todo el espacio con su enorme cuerpo. Al montañés no le faltaba valor, y la mujer quedó boquiabierta al ver su temeraria carga. Descargó el hacha con todas sus fuerzas, pero el enorme garrote del gigante lo derribó como si no fuera más que un niño molesto. Barq rodó hacia la izquierda tratando de afirmar las rodillas y después desapareció con un grito de alarma.
Bruni se aproximó a continuación mientras Kerrick, a su lado, atacaba al mismo tiempo con su afilada hoja de acero y con la antorcha flameante. La luz se agitó, iluminando los colmillos y unos ojos encendidos y brillantes. Moreen estaba segura de haber visto una expresión casi de admiración en ellos al reanudarse la batalla. El enorme guardián de la puerta balanceó su gigantesco garrote una vez más y Bruni levantó su propio cayado con intención de parar el golpe. Moreen dio un grito ronco al ver que el arma de su amiga nada podía hacer y ella era arrojada contra la pared de la caverna y lentamente se iba deslizando hacia el suelo.
La jefa de los arktos vaciló mientras buscaba un lugar donde atacar, y los hombres se le adelantaron. Dos montañeses atacaron frenéticamente a la monstruosa criatura con sus hachas, pero el guardián de la puerta soltó un aullido salvaje y los derribó a ambos de un solo golpe. Salieron rodando en pos de Barq Undiente, y en un instante desaparecieron igual que él.
Sólo entonces se dio cuenta Moreen de que un enorme abismo se abría a la izquierda, un precipicio profundo y oscuro que se había tragado a Barq Undiente al resbalar el montañés hacia ese lado. A la luz vacilante de las antorchas, mientras más guerreros pasaban al frente, Moreen vio los dedos de Barq aferrados al borde del abismo y se tiró de bruces al suelo cogiendo con sus manos las del montañés.
Mientras tanto, Kerrick esquivaba con agilidad el siguiente ataque del gigante, aunque no sin antes hacer una buena herida en el enorme muslo de la criatura. Esa estocada arrancó un rugido a la bestia que hizo retumbar la roca bajo el cuerpo de Moreen. Se sentía terriblemente desprotegida mientras tiraba de las manos de Barq. Un solo golpe de aquel poderoso garrote bastaría para romperle la espalda o bien aplastarle el cráneo.
Pero Kerrick no iba a permitir eso. El monstruo dio un paso al frente y el elfo volvió a atacar describiendo un remolino con su espada y la antorcha. El monstruo atacó con el garrote y otra vez el elfo lo esquivó. La contundente pieza de madera golpeó contra la pared de la caverna, y además del crujido, una lluvia de aguzadas astillas inundó el suelo. El extremo del garrote rebotó más allá de donde estaba Moreen y desapareció tras el borde del precipicio. Pasaron varios segundos antes de que lo oyera golpear contra unas rocas, pero aun entonces siguió cayendo hasta rebotar violentamente en las profundidades subterráneas.
Más montañeses se unieron en una furiosa carga. Las flechas silbaban en el aire. La mayoría se estrellaban contra la dura piedra, pero muchas se clavaban en la rígida guerrera del monstruo que ya parecía un puerco espín. Las espadas lanzaban destellos a la luz de las antorchas, y la bestia golpeaba con su garrote a diestro y siniestro, sacando de en medio a una docena de guerreros. Sólo entonces pareció tomar una decisión el enorme ogro, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una orden gutural.
—¡A mí, mis brutos! —gritó—. ¡Atacad ahora!
Moreen vio a una docena aproximada de ogros que salían de lugares ocultos en las paredes de la caverna. Muchos montañeses cayeron en aquella primera embestida, derribados por los garrotes y las lanzas de los recién llegados o empujados al borde del precipicio por la barahúnda de los primeros momentos. Entre rugidos y aullidos, los nuevos atacantes se incorporaron a la tumultuosa lucha que se desarrollaba en el escaso espacio llano que quedaba entre la pared por un lado y la sima letal al otro. Dos hombres cayeron, gritando, mientras otros humanos se unían para empujar a uno de los ogros hacia el abismo. Otro guardián avanzó amenazante, pero Ratón se dejó caer de rodillas y extendió su lanza a modo de obstáculo. El ogro tropezó en ella y cayó aullando al vacío. Moreen no soltaba las manos del thane mientras rogaba que ningún ogro reparase en su situación de indefensión.
Mientras tanto, Barq Undiente se las arregló para levantar una pierna por encima del borde del precipicio. La señora del Roquedo de los Helechos retrocedió tirando con todas sus fuerzas y deslizándose en un suelo resbaladizo por la sangre derramada. Un cuerpo pesado, otro ogro, cayó a su lado con una lanza atravesada en el cuello. La mujer aprovechó el cuerpo para hacer palanca, luchando denodadamente para poner a salvo a Barq, que con un gruñido y un juramento consiguió subir su cuerpo hasta el suelo.
La jefa de los arktos giró en redondo y recogió la espada que había dejado a un lado en su zambullida para salvar la vida del thane. Al levantar la vista vio al gigantesco defensor de la cueva que rugía como un oso enardecido amenazando a Kerrick desde su altura, como una montaña que se cierne sobre el templo de una aldea. Examinándolo a la luz de las antorchas, Moreen llegó a la conclusión de que se trataba de un ogro enorme con dos colmillos amarillentos y romos. Su abdomen descomunal desbordaba por encima de su tosco cinturón de cuero, y cada uno de sus pies estaba enfundado en una bota del tamaño de un hombre morsa adulto.
Los demás defensores eran ogros malolientes, no tan grandes pero duros. Un grupo de montañeses atacó con decisión, y uno de los ogros empujó al más cercano de los guerreros hacia el abismo. Otro ogro acudió a ayudar, y Moreen le clavó su espada en un costado. El ogro lanzó un aullido de dolor y tambaleándose dio con sus huesos en el suelo donde otro humano lo remató de un hachazo mientras la jefa de los arktos volvía a prestar atención al gigante buscando una forma de ayudar a Kerrick.
El elfo blandía la antorcha ante sí en movimientos zigzagueantes, pero el ogro seguía avanzando mientras trataba de apartar el fuego con la mano como si fuera un insecto molesto. Kerrick tenía la pared a su espalda y era evidente que su adversario lo estaba acorralando. Ahora su garrote estaba reducido a la mitad, pero con su extremo astillado resultaba aún más peligroso que antes.
Kerrick atacó una vez más y de una estocada consiguió inferir una nueva herida en el descomunal muslo del ogro que lanzó otro bramido. A continuación saltó hacia un lado y consiguió esquivar al guardián mientras este se daba la vuelta. Tras internarse más en la cueva, el elfo se volvió plantándole cara al ogro que, de espaldas al resto del combate, parecía totalmente centrado en este solitario contrincante.
Toda la caverna estaba sembrada de cadáveres, y hombres y ogros tropezaban y caían mientras maniobraban frenéticamente sobre una superficie cada vez más complicada. Tras ponerse de pie con dificultad, Barq se disponía a atacar cuando Moreen lo cogió por la muñeca. Sorprendido, frunció el entrecejo y se paró en seco al ver a Bruni pegada a la pared. Los tres intercambiaron una mirada.
El enorme jefe de los ogros arremetió contra Kerrick y golpeó el suelo con el extremo astillado de su garrote al errar el golpe. El elfo vio que los otros tres lo observaban y, captando una señal de Barq, retrocedió otra media docena de pasos. En su empeño ciego, el monstruo avanzó sin darse cuenta de que apenas medio paso lo separaba del abismo que tenía a su izquierda.
Al unísono, los tres avanzaron sin más ruido que el de sus pies rozando sobre el suelo. Al mismo tiempo, el ogro lanzó un brutal golpe de lado que Kerrick consiguió esquivar. El impulso del golpe hizo que el ogro perdiera el equilibrio y se balanceara hacia la izquierda para recuperarlo.
Bruni y Moreen aprovecharon para atacarlo por el lado derecho mientras Barq lo cogía por la capa de piel de oso y tiraba de él hacia la izquierda. La jefa de los arktos empujó con todas sus fuerzas valiéndose de la empuñadura de su espada para golpear a la bestia en el costado. Uno de los enormes pies resbaló por el borde del precipicio y por un momento el ogro quedó como suspendido en un paso de baile.
Se recuperó con una agilidad sorprendente, poniéndose a cuatro patas para recuperar el equilibrio y apoyando la bota izquierda firmemente en el borde del abismo. Con una poderosa sacudida se deshizo de Moreen y Bruni, pero la primera consiguió herirlo con su espada en el brazo antes de salir despedida por el suelo de la caverna.
Girando sobre sus pies, el ogro dio un puñetazo a Barq Undiente en pleno rostro. El golpe sacudió la cabeza del montañés hacia atrás haciéndolo trastabillar entre gritos de dolor. Finalmente cayó de espaldas justo al borde del precipicio, donde quedó inmóvil y sangrando profusamente por la nariz.
Moreen también yacía de espaldas con la espada apretada en la mano. Vio que el monstruo se inclinaba amenazador sobre ella. La cara bestial la miró desde arriba y el monstruo vaciló mientras lentamente cerraba un ojo. Moreen tuvo la extraña impresión de que estaba examinando el parche que llevaba sobre el suyo, como si tratara de reproducir su visión bloqueando la de uno de sus propios ojos. Aprovechando aquella vacilación momentánea, rodó hacia un lado y se puso en pie de un salto, retrocediendo hacia la pared opuesta al vacío.
Tropezó con el cadáver de un ogro y vio a un grupo de cuatro o cinco de los suyos que luchaban contra otro de los brutales defensores. Trabados en un frenético combate al borde del precipicio, todos ellos cayeron como una sola criatura. De las sombras se elevaron gritos y aullidos en los que se mezclaban voces humanas y de ogro hasta que todo terminó unos segundos después con el golpe de los cuerpos contra la piedra del fondo.
Bruni estaba de rodillas por allí cerca, revolviendo entre sus cosas para sacar el Hacha de Gonnas. El gran ogro le echó una mirada pero luego fijó la vista más allá de ella, evidentemente preocupado todavía por el esquivo elfo. Kerrick estaba agazapado en las sombras con su larga espada extendida. Barq no se había movido y Moreen rogaba que el bruto no reparase en el montañés, ya que un leve empujón habría bastado para precipitarlo en el vacío.
Por fin Bruni sacó la enorme hacha. Con un solo movimiento quitó la funda de cuero y levantó el arma imprimiéndole un movimiento circular. La débil luz de una antorcha mortecina se reflejó en la dorada hoja, y los ojos del ogro se agrandaron prendados del brillo del metal puro. Bruni levantó el hacha e inmediatamente surgieron las llamaradas delineando su afilado borde. Con un rugido casi animal, la mujerona se lanzó a la carga enarbolando el arma. Con su impetuoso movimiento, las llamas se transformaron en una crepitante bola de fuego que se dirigió directamente hacia la cabeza del ogro.
Los enormes ojos seguían abiertos de par en par con una expresión que a Moreen le pareció más de admiración que de temor. El monstruo emitió un quejido sorprendentemente lastimero mientras Bruni seguía acercándose y el fuego prendía en la peluda pechera del capote del ogro. Sin embargo, en lugar de retroceder, la criatura extendió la mano como si quisiera apoderarse del fuego, de la dorada hoja, y atraerlos hacia sí, aplastándolos. Bruni persistió en el ataque, amenazando con la feroz arma, y por fin el bruto dio un paso hacia atrás.
Detrás de él no había nada, sólo vacío. La mujer no aminoró la furia de su ataque, pero esta vez el ogro había ido demasiado lejos para recuperar el equilibrio. Trató de apoderarse del hacha de un manotazo, pero erró por varios palmos al ponerla Bruni fuera de su alcance.
El ogro cayó en el abismo y desapareció.