11

Espía y esclavo

Vendaval ya abandonaba el almacén de la sal cuando sintió que alguien lo cogía firmemente por el hombro. Se volvió y vio a Mike el Negro que lo miraba a los ojos con honda expresión de preocupación.

—Una cosa más. Te voy a estar vigilando —declaró el rebelde de piel cetrina sin disculparse en absoluto—. No me gusta eso de que hayas oído tan rápido mi nombre, ni la forma en que viniste en mi búsqueda.

—Soy hombre de acción —respondió el rey esclavo—. Tus secretos están seguros conmigo y, tal como dije, creo que estoy en situación de ayudar a tu movimiento.

Mike resopló.

—¿Movimiento? ¿Llamas así a andar escondiéndonos y haciéndonos ilusiones de que podría pasar algo? No hay gran movimiento, sin embargo todavía estamos vivos y queremos seguir así.

—Puede que te haya juzgado mal —dijo Vendaval con tono intencionadamente áspero—. Una vida de esclavitud es inaguantable, pero la gente se adapta. ¿Acaso te has adaptado más de lo que querías para seguir adelante?

—¡Sujeta tu lengua! —La presión de la mano sobre su hombro se hizo más fuerte y el montañés agarró rápidamente a Mike el Negro por la muñeca, apretando hasta que los dedos empezaron a aflojar.

—Estoy acostumbrado a sujetar la lengua —respondió Vendaval en tono calmado—. Nunca digo nada que no quiera decir.

El rebelde miró fijamente a Vendaval, como si lo estuviera estudiando. Por fin volvió a hablar.

—Si dices la verdad y realmente quieres hacer algo, trata de averiguar cómo llega el rey hasta lady Thraid. Sabemos que tiene un camino para hacerlo, pero ninguno de nosotros ha podido seguirlo. Siendo como es el rey de esta ciudad no es posible que pase desapercibido, pero se las ingenia para que así sea.

El rey esclavo asintió.

—Mantendré los ojos bien abiertos —dijo con expresión fría.

Dio la espalda al esclavo de mirada aviesa y abandonando el puesto de la sal se dirigió a la sala central del mercado. La cola del pescado era larga, pero esperó pacientemente hasta comprar los dos salmones que le había encargado su señora.

Los dos grandes pescados estaban enteros aunque los habían destripado y envuelto en una lámina de algas frescas. Llevando torpemente la carga en ambas manos, se dirigió hacia la puerta que conducía al paseo.

—Hola, grandullón. ¿Dónde te habías metido?

—¡Hola, Tildy! —Sintió alegría al encontrarse con la mujer baja y fuerte que había llegado hasta él sin que lo notara. Tenía las mejillas brillantes y sonrosadas y sus ojos chispeaban al sonreírle.

—Parece que ya te han encontrado destino.

—Supongo que sí —dijo Vendaval—. ¿Qué vienes a buscar aquí, sal, pescado o algo más?

Ella rio y le mostró un trozo de pergamino.

—Todo eso, y más, pero no tengo que llevarlo a cuestas. Trae una lista y me lo enviarán al Centro de Acogida. Nos mantienen muy bien abastecidos. —Su expresión se volvió seria y lo examinó atentamente—. ¿Y qué tal te van las cosas? ¿Te han buscado un destino decente?

Vendaval se encogió de hombros.

—Una buena casa, y no hay que trabajar mucho. Sin embargo, creo que me volvería loco si tuviera que permanecer en ella un mes o dos.

—Lord Forlane habló de la casa de una noble. ¿Quién es tu señora?

Vendaval vaciló un momento, pero recordó que Tildy había sido la que, indirectamente, lo había puesto en contacto con los rebeldes.

—Su nombre es Thraid Dimmarkull —respondió el rey, sonriendo al ver que los ojos de Tildy se agrandaban con el asombro—. Supongo que has oído hablar de ella.

—He oído y la he visto. Creo que su casa es mejor que muchos de los lugares donde podrías haber ido a parar.

El rey esclavo empezó a mirar en derredor al salir de la gran sala del mercado, temiendo que su encuentro con Mike el Negro se hubiera prolongado demasiado y Thraid sospechara algo.

—¡Eh, tú! ¡Esclavo!

Se volvió y vio a un enorme ogro con el uniforme de los granaderos del rey que lo miraba desde su altura. La boca del bruto estaba plegada en una cruel sonrisa, pero Vendaval no lo reconoció hasta que el bruto se pasó la mano por las narices. Entonces se dio cuenta de que era Hocico Sangrante, el guardia al que había golpeado nada más llegar a Winterheim.

—Ten cuidado —le advirtió Tildy en un susurro, algo totalmente innecesario.

—Sujétame esto un momento —respondió Vendaval entregándole los salmones a la mujer.

—Te andaba buscando —dijo el ogro acercándose más.

—Me alegra ver que tu nariz ha dejado de sangrar —dijo el hombre en tono de burla.

Hocico Sangrante rugió ostensiblemente, agachó la cabeza y embistió con los brazos extendidos. Recordando los latigazos que había recibido en la espalda, Vendaval saltó a un lado y dejó pasar al ogro. El bruto rabioso fue dando tumbos y a punto estuvo de caer hasta que paró en la puerta del mercado.

Docenas de esclavos se apartaron de su camino. Muchos miraban boquiabiertos al ogro enfurecido y a su adversario, que lo miraba con tranquilidad insultante. Se oían los gritos de los guardias ogros del mercado, pero la muchedumbre allí reunida no les permitía salir e intervenir.

Vendaval se disponía a esquivar otra embestida cuando vio que Hocico Sangrante vacilaba mirando algo más allá de él, en el paseo.

—¡Barba de Ballena! ¡Ya iba siendo hora!

Sintió un gran alivio al ver a la noble ogresa que avanzaba hacia él. Se dio la vuelta y le hizo una marcada reverencia.

—Sí, mi señora. —Recogió rápidamente el salmón que le alargaba Tildy—. Volvía con el pescado, como vos me encargasteis.

—¡Has tardado mucho! —dijo mirando con altivez primero a Hocico Sangrante y después a Tildy Trew—. ¡Llevo mucho rato esperando!

—Os ruego me disculpéis, señora —dijo humildemente—. Había muchos esclavos en la cola y tal vez no empujé lo suficiente.

—¡Hummm! —resopló Thraid. Extendió la cadena y la sujetó al collar de Vendaval mientras este permanecía quieto, conteniendo la ira que le provocaba aquella humillación. Estaba esperando que ella tirara de la cadena, de modo que cuando lo hizo ya se estaba moviendo y no lo hizo caer.

—¡Vámonos, entonces! —dijo la ogresa con desdén, dando otro tirón a la cadena.

Vendaval se permitió una mirada hacia atrás y vio a Hocico Sangrante que lo miraba furioso y a Tildy Trew que le guiñaba un ojo y le sonreía divertida. Vendaval se amoldó al paso de Thraid que avanzaba rápidamente por el paseo.

—¿Has hablado con la ramera que te suministra la información? —preguntó Stariz mirando a Garnet Dane con furia en el templo donde se habían reunido. El hombre avanzó encogido de miedo y luego se puso de rodillas tocando el suelo con la cara antes de contestar—. ¡Quiero saber lo que ha hecho mi esposo con su esclavo montañés!

—Sí, majestad. Mi contacto tiene buena información. Me dijo que el montañés prisionero ha sido asignado nada menos que a lady Thraid Dimmarkull como esclavo doméstico.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Mi esposo intenta esconder a su presa en casa de su amante?

Al principio, su reacción fue de furia absoluta. ¿Cómo se atrevía? Su enfado subió de tono al pensar en esta humillación adicional que sin duda obedecía a algún capricho de aquella zorra. Sin embargo, mientras se revolvía y pensaba en ello, lentamente se fue dibujando una apretada sonrisa en su cara cuadrada. Había una forma de volver las cosas en su favor. Tal vez esto no fuera del todo malo, nada malo.

—Eso parece, mi reina —respondió Garnet Dane—. ¿Queréis que yo o alguno de mis agentes emprendamos alguna acción?

Stariz lo miró, entrecerrando los ojos.

—No, por ahora me basta con saber que está bien situado. Creo que su espíritu todavía aplacará la sed de venganza de nuestro dios en la ceremonia de la Marchitez Otoñal, aunque podría tener otros usos antes de eso. Dime, sobre esta informante tuya, ¿tienes confianza en ella? ¿Está bien situada para mantener contacto con el esclavo?

—Puedo decir que ha sido una fuente fiable de información durante muchos años, majestad. Está bien situada en los círculos de los esclavos humanos y tiene acceso a mucha gente. Tengo la impresión de que todos confían en ella.

—¿Quién es? ¿Dónde se encuentra? —preguntó Stariz de pronto.

Quedó sorprendida cuando su espía se enderezó, mirándola con expresión temerosa pero decidida.

—Eso no os lo puedo decir, mi reina, es una de las pocas cuestiones sobre las que debo guardar silencio.

—Eres audaz además de impertinente —dijo con frialdad—. ¿Has olvidado tan fácilmente el castigo por tu fracaso?

—No, mi reina, no lo he olvidado. Quiero que sepáis que no volveré a fracasar, pero hay secretos que debo guardar para asegurarme de que mi propio valor sea… entendido.

La reina asintió lentamente. A su pesar, admiraba esta pequeña muestra de autoprotección. Además, la identidad de los agentes del espía no parecía una cuestión que requiriera una intervención suya inmediata.

—Muy bien. No olvides tu promesa y mantén el contacto con la confidente. Adviértele que debe ser sumamente discreta. Por ahora debe observar y esperar. En el momento adecuado, actuaremos.

—Será como vos mandéis, mi señora —replicó el espía, que seguía con la cara pegada al suelo—. ¿Tenéis más instrucciones para mí?

—No. Esta vez lo has hecho bien. Déjame ahora. Tengo que realizar algunos rituales y después volver a los aposentos reales.

El espía se retiró presuroso y la sacerdotisa reina se puso su extraña máscara. Rápidamente entró en el santuario dominado por la negra estatua y se arrodilló a los pies de la monstruosa imagen.

—Mi Obstinado Señor —empezó, e inmediatamente se vio aplastada contra el suelo por el peso inmortal de Gonnas sobre su carne. La extraña mezcla de placer y dolor la hacía respirar con dificultad y apenas pudo pronunciar su promesa de acatar todo lo que le mandara su señor.

—¿Qué deseas de mí, oh, Gonnas? —dijo entrecortadamente con el poco aire que pasaba por su garganta.

La respuesta no fue verbal, pero inmediatamente percibió imágenes de peligro y amenaza, de furia y violencia que invadían su mente. Gimió por la sensación de rabia apenas contenida. Imaginó a un ogro encadenado, tratando frenéticamente de romper sus cadenas y casi a punto de liberarse. Era su dios, aterrador y excitante a la vez. Se estremeció al pensar en el poder indecible, en la destrucción desproporcionada que podía desencadenar el Obstinado de desatarse su ira sobre el mundo.

Esta vez en su visión acechaba un oso pardo seguido por un ciervo que daba brincos, y reconoció en ellos dos símbolos de los dioses humanos: Kradok, el dios de los montañeses, representado a menudo como un oso, y Chislev Montaraz, la deidad de los arktos, que podía asumir la forma de un ciervo, un pájaro, un pez, o cualquier otro animal salvaje. Ante sus ojos, el oso abrazó al ciervo y ambos rodaron por el suelo hasta fundirse en un solo animal.

—Lo comprendo, señor —murmuró—. Conozco a tu enemigo, y es el mío también.

En ese momento el peso que la oprimía se hizo mucho más intenso, mucho más doloroso que antes, y ella gruñó y gritó de dolor.

—¿En qué te he fallado, mi señor? —gritó, suplicando una respuesta.

La respuesta le llegó con otra visión, la imagen de un árbol frondoso que brotaba en la desolada tundra, con las ramas bien extendidas y su verde follaje desplegado desafiando abiertamente a la nieve y el hielo que lo cubrían todo en todas direcciones. El árbol parecía tener una luz propia, un brillo interior que repelía la oscuridad invernal que debería haber envuelto una escena como esa.

Esto era el símbolo de otro dios, Zivilyn Verdeárbol. Lo reconoció y le pareció una advertencia. Pero ¿una advertencia de qué? Este no era un dios de los humanos ni del límite del glaciar. El árbol verde era el dios de los elfos marineros.

Sintió miedo y luego un dolor frío, mordaz, que se le instaló en la boca del estómago.

—Aguardaré aquí a lady Thraid —dijo Grimwar Bane agriamente a los dos esclavos de su amante.

—Por supuesto, señor —respondió Wandcourt. El esclavo preparó una piel y varias almohadas sobre el enorme diván, y el rey se puso cómodo—. Supongo que la señora volverá en menos de una hora.

—¿Puedo ofrecer a vuestra majestad una jarra de cerveza o de warqat? —ofreció la esclava Brinda.

El rey Grimwar asintió con aire distraído y luego, mientras la mujer iba en busca de la bebida ofrecida, llamó con un gesto al hombre.

—El nuevo esclavo de la señora…

—¿Sí, señor?

—Por razones de discreción, querría que el esclavo no supiese de mi presencia aquí. Quiero que mandes venir a dos de mis granaderos del puesto de vigilancia del nivel de la terraza y les digas que monten guardia en la puerta. Deben ocuparse de que el esclavo permanezca fuera cuando tu señora regrese a casa.

—Así se hará, majestad —dijo el hombre con una inclinación de cabeza antes de abandonar el apartamento.

—Estabas flirteando con ella, lo vi —le espetó Thraid a Vendaval mientras volvían al nivel de la terraza.

—¿Con quién? —preguntó él, sobresaltado.

—Con esa Trew. La conozco. Brinda ya me advirtió de que es una zorra sospechosa.

—No estábamos flirteando —replicó el rey esclavo, molesto—. Fue amable conmigo cuando me llevaron al Centro de Acogida. Sólo me preguntó cómo me había ido la vida desde entonces.

—¿Ah, sí? ¿Y qué le dijiste?

Vendaval hizo una respetuosa reverencia.

—Le expliqué que me habían asignado a la casa de una gran mujer de la nobleza y que estaba comprando pescado para ella en el mercado, y fue en aquel momento cuando me agredieron.

—¿Ese granadero? ¿Y por qué te atacó?

—Porque yo le había dado un puñetazo, mi señora, cuando me bajaron del barco. Se hizo el gallito y yo me enfadé.

Ella lo miró con picardía y frunció los labios en un mohín mientras estudiaba sus palabras.

—Me habían advertido de que podías ser peligroso. ¿Te atreverías a atacarme?

—No, vos no tenéis unos modales como los suyos —respondió Vendaval, y se sorprendió al comprobar que hablaba con sinceridad.

Ella sonrió, al parecer complacida con sus palabras, y aflojó la cadena mientras iban bajando. Pronto llegaron al nivel de la terraza, y diez minutos después embocaron la calle que llevaba hasta su casa desde el paseo. Las lámparas de aceite de ballena, como siempre, mantenían la calle iluminada, aunque Vendaval tuvo la impresión de que había menos peatones de los habituales en pleno día.

El apartamento de Thraid estaba en el extremo de la calle. Ya había observado antes que los aposentos de su señora daban a la ladera de la montaña, en la periferia del núcleo hueco de Winterheim. En una ocasión ella mencionó que esto contribuía a asegurar su privacidad y a eliminar el problema de vecinos ruidosos.

Al llevar su carga de pescado al patio, siguiendo siempre a la ogresa, Vendaval iba pensando en cuánto le apetecía un vaso de agua fría, dejar su carga y recobrar el aliento. Lo tomó por sorpresa cuando dos grandes ogros, con la librea escarlata de los granaderos del rey, los abordaron ante la puerta delantera de la casa.

—Lady Thraid, bienvenida —dijo uno con una profunda reverencia.

—Gracias, pero ¿a qué se debe…? —De repente sus redondas mejillas se ruborizaron y se llevó una mano a los labios—. ¡Oh, dioses! —exclamó y rápidamente pasó entre los guardias, abrió la puerta y desapareció en el interior. La correa de Vendaval quedó colgando, y este hizo intención de entrar tras ella.

—¿Adónde vais, esclavo? —preguntó uno de los granaderos poniendo una mano pesada sobre el hombro de Vendaval e impidiendo que siguiera adelante.

—Esta es la casa de mi señora —replicó secamente—. He traído un recado para lady Thraid.

—¿Ah, sí? Pues ahora ella tiene otro recado para sí misma.

—¿Qué debemos hacer con él? —bisbiseó el otro guardia.

—Bah, no puede ir muy lejos. Búscate algo que hacer, y vuelve dentro de… —El ogro miró a su compañero con un guiño y una sonrisa.

—Será mejor que sean dos horas —dijo el primer guardia con una risita divertida.

—Muy bien —respondió Vendaval, intrigado, hasta que, de repente, entendió la extraña sonrisa del guardia—. Dejaré este pescado aquí y volveré más tarde.

Los guardias asintieron sin prestarle demasiada atención, replegándose hacia las sombras de donde habían salido para que los escasos viandantes que llegaban hasta allí desde el paseo no pudieran verlos. Vendaval Barba de Ballena les dio la espalda y se alejó hasta llegar a la esquina y perderse de vista. Allí encontró un pequeño hueco en un lateral de la calle donde esconderse. Poniéndose lo más cómodo posible se dispuso a esperar.

Y a vigilar.