El Muro de hielo
Karyl Drago ber Glacierheim era un ogro inmenso, incluso por comparación con las enormes proporciones de esos seres. En realidad, otros de su misma raza decían que era demasiado grande, como si tal cosa fuese posible en un guerrero ogro. No era por su capacidad para la lucha que se consideraba su tamaño algo negativo. Por el contrario, la destreza de Karyl con su gran garrote de cabeza de piedra era legendaria.
Podía enarbolar un arma que a un ogro normal le hubiera resultado difícil levantar del suelo. Jamás había sido derrotado en combate, ni por esclavos humanos, ni por enemigos thanoi, ni por oponentes ogros. Una vez había roto el cuello de un oso polar en un combate sobre la arena, sólo por el placer de hacerlo.
Desgraciadamente, la fuerza de su musculatura y su habilidad con el poderoso garrote no iban acompañados por un trato fácil con los demás ogros ni con unos modales adecuados para la vida en la noble Winterheim.
Karyl Drago había nacido y crecido en el remoto puesto avanzado de Glacierheim, donde al llegar a la edad adulta ya se había ganado su reputación como el guerrero más destacado de la baronía. Incluso allí, en esa comunidad bárbara carente de refinamientos, su falta de aptitudes sociales lo había convertido en un marginado.
En esas reyertas de borrachos que eran los festejos del barón, nadie quería sentarse junto a Karyl Drago. No sólo ocupaba en el banco el espacio de dos ogros normales sino que además no permitía que nadie cogiera ni el más mínimo trozo de comida ni una sola gota de bebida que estuviera al alcance de su brazo que, siendo de longitud proporcional a la del resto de su cuerpo, limpiaba toda la mesa del banquete sin dejar más que las sobras para los demás ogros que ocupaban los puestos próximos a él.
Cualquier intento de cambiar las cosas desembocaba inevitablemente en una provocación a la violencia del gran bruto, y no había ningún ogro, ni siquiera grupos de dos o tres, que se atrevieran a enfrentarse a Karyl Drago cuando estaba enfurecido. También resultaba inútil el intento del propio barón de hablar con él después de incidentes de ese tipo. Drago prometía siempre que se comportaría la vez siguiente, y realmente lo hacía con sinceridad, pero se olvidaba de todas sus promesas en cuanto se encontraba otra vez ante la tentación de la carne de oso asado y del warqat añejo.
Cuando la hija del barón, Stariz ber Glacierheim, había sido llamada a la capital por el entonces rey, Grimtruth Bane, con miras a un matrimonio con su hijo Grimwar, el barón había enviado a una veintena de guerreros de su guarnición como guardia de honor de Stariz y para que permaneciesen con ella en la ciudad. Tuvo buen cuidado de asignar a Karyl Drago a dicho destacamento.
Las reacciones del propio Drago fueron claras. Hizo lo que se le ordenaba, por supuesto, y mostró entusiasmo ante la perspectiva de vivir en Winterheim, reconocida ampliamente como el centro de la cultura de los ogros. De hecho, Drago sentía una fascinación secreta por todo lo que fuera de oro y sabía que Winterheim era el mayor imán para el oro de todo el mundo, al menos en todo ese mundo que era el límite del glaciar. Allí esperaba encontrar algunos bonitos juguetes que reunir y atesorar.
Con respecto a la futura reina Stariz, con sus misteriosos rituales y su innegable influencia ante el Obstinado, lo que le inspiraba era miedo, como a casi todo el mundo. De hecho, corrían rumores de que su propio padre encontraba su presencia tan amenazadora que había procurado por todos los medios su boda con el rey y había accedido a una dote sorprendentemente pequeña, unas cuantas minas de plata y un centenar de esclavos humanos, para asegurarse de que partiera hacia la capital.
Mientras que Stariz se había encontrado enseguida en su elemento en Winterheim, adueñándose del gran templo incluso antes de que su esposo accediera al trono, Drago estaba todavía más fuera de lugar en la gran ciudad de lo que había estado en el lugar menos refinado donde había nacido. Su primera experiencia en un banquete real había estado a punto de terminar en un desastre cuando de un codazo había sacado de en medio al obeso lord Quendip en el intento de apoderarse de una sabrosa costilla de buey, bueno, en realidad, de todo el costillar. Los seis guardaespaldas del lord habían tratado de intervenir y habían acabado con un brazo roto y dos hombros dislocados. Lord Quendip exigió la pena de exilio para el bruto ofensor, pero el rey, que sabía reconocer a un buen combatiente cuando lo veía, decidió que el enorme Karyl fuera asignado a las guarniciones de las empalizadas exteriores.
Su primer destino había sido la Puerta Sur, donde convergían los caminos que venían de las minas de oro. Drago formaba parte de una guarnición de cien ogros encargada de la minuciosa observación de todos los que entraban en la ciudad o salían de ella y de hacer funcionar la pesada puerta de piedra. La fuerza de Karyl era un gran activo para la apertura de la puerta, ya que podía accionar él solo el enorme cabrestante, tarea para la cual se requería antes el esfuerzo de media docena de ogros fornidos. Sin embargo, también allí sus toscos modales hacían que sus compañeros de acuartelamiento lo rechazaran. Daba la impresión de que nunca había comida o bebida suficientes para Drago y para los otros noventa y nueve ogros que compartían plaza con él.
No obstante, fue en este destino donde Drago empezó a sentir la pasión que habría de acompañarlo hasta el fin de sus días. No era una emoción respecto de ningún otro ser, ni macho ni hembra, lo que desbordaba su enorme corazón. Más bien empezó a cultivar la fascinación y el apego al metal dorado, al producto de las prolíficas minas que siempre había hecho volar su fantasía.
No es que fuera codicioso ni que tuviera inclinación al robo o a amasar una fortuna: lejos de ello. La afición al oro, auténtica veneración, era una expresión puramente estética. En pocas palabras, le gustaba porque le proporcionaba placer mirarlo. Le encantaba estudiar el metal, acariciar los objetos dorados con sus enormes manazas, sentir su solidez y su peso contra su pecho. Las piezas de oro que prefería no eran los lingotes que constantemente eran traídos a la ciudad, sino más bien los pequeños adornos, los anillos, las cadenas, los medallones, incluso los juguetes infantiles con forma de foca o de oso. Para la mayor parte de los ogros, estos carecían del valor de una barra de oro macizo, con lo cual Drago no tuvo ningún problema para reunir una colección de esas bagatelas. Cuando no estaba trabajando solía sentarse en la habitación que tenía en el cuartel, rodeado por sus juguetes, para admirarlos.
Al final, como había sucedido antes en palacio, fue un incidente con un noble lo que hizo insostenible su permanencia en la Puerta Sur. Al duque Grackan Marst le habían encomendado la administración de casi la mitad de las minas reales. En una ocasión, decidió hacer un viaje de inspección de incógnito para que nada advirtiera por adelantado de su llegada. Tras abandonar la ciudad a pie acompañado de sólo media docena de esclavos que debían transportar las provisiones que necesitaba el duque para su excursión de tres días, Grackan Marst entró con su comitiva por la puerta que acababa de abrir Karyl Drago.
—El último de sus esclavos llamó la atención del descomunal guardián de la puerta al que se le había despertado el apetito por el esfuerzo de desplazar con la ayuda del cabrestante las seis toneladas de granito macizo. Una pata de venado envuelta descuidadamente asomaba de la carga que transportaba el infortunado humano, y Drago reaccionó sin pensar. Alargó la mano y tiró hasta sacar la carne del fardo, pero sin darse cuenta le rompió el cuello al esclavo en el proceso.
La misión del duque se vio desbaratada por la subsiguiente demora, por más que su ira quedó aplacada por una compensación real. Una vez más, Drago fue enviado a otro destino. En esta ocasión, como un supervisor más de los cientos de esclavos que movían la puerta del Mar, el enorme acceso que permitía la entrada de los barcos al puerto subterráneo de la ciudad. Su trabajo era satisfactorio, ya que su presencia terrorífica hacía que los esclavos obedecieran sin rechistar, pero dado que esta era la vía por la que los pescadores de salmón introducían su mercancía en la ciudad, fue sólo cuestión de tiempo que volvieran a surgir problemas.
Finalmente, el rey encontró el destino perfecto para Drago. Había una puerta solitaria que daba acceso a las mazmorras de Winterheim, lejos de la ciudad y de casi todos los ciudadanos ogros, tanto de noble cuna como plebeyos. Era un puesto tan pequeño e irrelevante que apenas se necesitaba una docena de ogros para guardarlo, siempre y cuando tuvieran como jefe a un guerrero de valor inquebrantable y de gran capacidad guerrera. En otras palabras, era el puesto adecuado para Karyl Drago.
Lo asignaron a la puerta que coronaba el Paso del Muro de Hielo. Vigilaba la estrecha puerta durante los meses del año en que había sol y sólo se retiraba al interior de la ciudad durante la furia de la Tormenta de Hielo y los tres meses de gélida noche que seguían a la épica tempestad anual. Era frecuente la incursión de osos y focas en torno al Muro de Hielo, y a Drago y a sus hombres les estaba permitido cazarlas y comerlas sin restricciones. Tenían una abundante provisión de carbón para cocinar, y cada tantos meses una caravana de esclavos llegaba desde las destilerías de la ciudad con un cargamento de warqat.
Los ogros de esta guarnición formaban la partida más inculta y bárbara de todo el límite del glaciar. Respetaban a Drago como su jefe y le permitían escoger primero todo lo que necesitaba para sí, ya fuese sólido o líquido. A su vez, él les daba libertad para beber, cazar y jugar sin los límites que impone la sociedad civilizada.
Jamás molestaba a otros ogros porque nunca veía a otros ogros, y el rey tenía la seguridad de que la guarnición del Muro de Hielo estaba mandada por el mejor guerrero de cuantos tenía a su servicio.
Karyl se había llevado consigo sus chucherías de oro, por supuesto, y en los días en que sus subordinados vigilaban el mar y la tierra, él dedicaba la mayor parte de su tiempo a jugar con su tesoro, admirando la superficie tersa de una pequeña foca de oro o imaginando los rugidos de un dorado oso rampante. Se colgaba al cuello los medallones y los anillos y le encantaba su tintineo metálico que para él era el sonido más melodioso del mundo.
Diez años llevaba Drago en este puesto. Muchas mañanas soleadas se encargaba personalmente de la vigilancia y contemplaba la reluciente extensión del mar del Oso Blanco que se perdía en la recóndita base septentrional del Muro de Hielo. Cuando las nubes o la niebla oscurecían el día, patrullaba incansablemente el empinado y estrecho desfiladero asegurándose de que ningún intruso osara circular por él. En diez años no había habido ninguno si no contamos a los desventurados osos que de vez en cuando confundían la entrada de la puerta del Muro de Hielo con la boca de una acogedora caverna.
A pesar de que no había amenazas reales, Karyl Drago nunca bajaba la guardia. Su brutal aspecto podría haber hecho pensar a cualquiera en cierta simplicidad mental, pero, salvo en lo tocante a cuestiones de autocontrol, era sin duda un ejemplar bastante inteligente de su raza. Conocía cada centímetro del paso, todos los puntos de acceso a la estrecha entrada que sin duda parecía la entrada a una caverna. Aunque ráfagas de vapor natural calentaban el refugio y el interior de la caverna, jamás descuidaba los deberes que lo obligaban a salir al exterior para estudiar, inspeccionar y patrullar. Sus hombres habían llegado a respetarlo, incluso a tenerle afecto, porque era justo y estaba dispuesto a trabajar tanto como cualquiera de los guardias que tenía a su mando. Además, podía aplastarle el cráneo y romperle los huesos a un ogro, o a un par de ellos, sin desmelenarse, y en un guerrero de su clase esta era una cualidad que imponía respeto y absoluta obediencia.
Fue así que una soleada mañana en que la ladera de la montaña apareció cubierta por una precoz helada otoñal decidió echar una mirada a su mundo. Relevó de la vigilancia a Bizco, que había estado de guardia durante el pálido amanecer, y salió solo a vigilar, paseando la mirada por la empinada cuesta y por la tundra siempre desierta. Se estiró, bostezó, escudriñó los alrededores y se quedó expectante. ¿Había algo allá abajo? Miró y remiró, se frotó los ojos y volvió a mirar preguntándose si su vista le estaría jugando una mala pasada.
Sus ojos estaban bien. Había una fila de individuos allá abajo, tal vez humanos o thanoi, ya que eran muy pequeños para ser ogros, y parecían dirigirse directamente hacia la base del Paso del Muro de Hielo. Mientras miraba boquiabierto, Drago observó que iban vestidos con prendas de piel y de lana y que no tenían los colmillos característicos de los thanoi. Esto no hacía más que confirmar sus primeras sospechas: había humanos marchando hacia su paso, hacia su puerta. El poderoso guerrero ogro se puso en cuclillas en la parte alta del paso y examinó a los posibles intrusos. Calculó que había varios cientos de ellos.
A derecha e izquierda se levantaba el Muro de Hielo formando un perfecto precipicio, una barrera infranqueable para todas las criaturas que no tuvieran alas. Sólo aquí, donde el gran acantilado se abría en un desfiladero, era posible el paso, de modo que Drago supo inmediatamente que se dirigían hacia la puerta y que era su solemne obligación defenderla.
El enorme ogro cogió el garrote que llevaba colgado a la espalda y se dispuso a esperar. Pensó en alertar a la guarnición, pero decidió esperar. Después de todo, no eran más que unos cientos de humanos y les quedaba mucho que subir antes de que pudiesen plantear auténticos problemas.
—Oídme bien. Ahora debéis tener mucho cuidado —advirtió Dinekki con la preocupación pintada en sus ojos mientras miraba la superficie lisa y empinada del Paso del Muro de Hielo—. Me duelen los huesos y eso significa que aquí hay peligro… un peligro real y terrible.
—Gracias por la advertencia, abuela —replicó Moreen, sentada en una estrecha extensión de grava que había en la base de la pendiente. Estaba escurriendo sus botas que se le habían llenado de agua al atravesar un río de aguas poco profundas para sortear la base del Muro de Hielo—. Es la puerta de una fortaleza de los ogros, estaría más preocupada si tus huesos te dijeran que no hay ningún peligro.
Los guerreros, que sumaban unos trescientos después de las bajas en la batalla con los colmilludos y con el remorhaz, todavía estaban cruzando las tranquilas aguas, siguiendo una plataforma de grava donde la profundidad no pasaba de medio metro. Se iban reuniendo en el pequeño valle situado en el límite meridional del mar del Oso Blanco. Unas cuantas gaviotas volaban en círculos por encima de ellos. Aparte de las aves y de alguna que otra foca, el grupo no había visto señales de vida en estos confines desiertos y desolados. Siguiendo el Muro de Hielo, en la costa, se divisaba la silueta amenazadora de Winterheim, a más de treinta kilómetros de distancia. La cima se elevaba hacia el cielo límpido, envuelta la cumbre entre jirones de nubes suspendidos como estandartes reales.
La vieja hechicera chasqueó la lengua, irritada.
—No me refiero a un peligro cualquiera. Allí arriba hay algo vigilante y acechante.
—Yo lo tomo muy en serio —dijo Kerrick, que estaba de pie al lado de Moreen tensando su arco mientras estudiaba la altura impresionante—. Sea lo que sea que guarda este paso, tiene todas las de ganar. En el desfiladero no hay cobertura posible, y la superficie es francamente resbaladiza, de modo que tendremos que mirar muy bien dónde ponemos los pies. Un desprendimiento de piedras bien calculado podría poner fin a esta misión incluso antes de empezar.
—Bah —protestó Barq Undiente con expresión desdeñosa. Sostenía su pesada hacha con las dos manos y miraba con desprecio la pendiente como si fuera un enemigo vivo—. No hay nada capaz de detener a un montañés. Vosotros, gentes de la costa, esperad aquí, que yo me ocuparé de esto. Os avisaré cuando allá arriba ya no haya peligro. ¡Será mejor que os busquéis un lugar resguardado!
Kerrick no hizo el menor caso a las bravuconadas del humano y se volvió a mirar a Bruni que llegaba vadeando el río. El gran fardo que llevaba a la espalda superaba la altura de sus hombros y de él sobresalía el Hacha de Gonnas, con la hoja dorada protegida todavía por el envoltorio de piel de foca. Daba la impresión de que llevara un extraño peinado.
—Tal vez sería mejor que la llevaras en algún lugar de donde la pudieras sacar con mayor facilidad —indicó el thane montañés señalando la enorme arma.
Bruni levantó, el enorme cayado en que se apoyaba para andar, una pesada rama de cedro de casi dos metros de largo.
—Tengo esto —dijo—. En cuanto al talismán del dios ogro, digamos que lo reservo para alguna ocasión especial.
A Kerrick lo satisfizo esa respuesta. Sabía que la mujer la había usado de no muy buena gana contra el remorhaz, pero sabía, igual que ella, que era mejor mantener el hacha oculta el mayor tiempo posible.
—Creo que algunos de nosotros deberían adelantarse y explorar el paso —dijo la hechicera—. Esta pendiente es muy peligrosa y no me gusta la idea de que sorprendan a toda la partida.
—Buena idea —dijo Barq muy dispuesto—. Yo iré delante. Elegid a los que irán detrás de mí.
Moreen dijo que ella también iría, y Kerrick y Bruni insistieron de inmediato en formar parte del grupo de exploradores. La jefa de los arktos se llevó la mano a la empuñadura de la espada que colgaba libremente de su cinto. Hizo un gesto como de desenvainar y la soltó a continuación.
—Creo que voy a necesitar las dos manos para subir esta cuesta.
Kerrick, que todavía sostenía el arco, se estaba planteando lo mismo. Aunque a esta hendidura en el Muro de Hielo la llamaban «paso», no se parecía en nada a ningún paso que hubiera visto en su vida. Cierto que la cima del enorme precipicio formaba aquí una buena hondonada. Tenía unos doscientos cincuenta o trescientos metros de altura, mientras que el resto de la barrera tenía casi el doble, pero no había un sendero o camino visible que llevara desde esta estrecha playa hasta la brecha que se veía en lo alto. En lugar de eso, la pendiente subía abruptamente con un ángulo próximo a los cuarenta y cinco grados.
No obstante, el elfo corrigió su primera impresión al notar que el muro estaba surcado por una serie de gargantas o barrancos paralelos que formaban unas líneas verticales desde la cumbre hasta el llano. Aunque esta barrera llevaba el nombre de Muro de Hielo, vio que el terreno era, en casi toda su extensión, roca viva. Largas franjas de hielo y nieve dura se habían acumulado en el fondo de las gargantas, acrecentando la impresión de rayas en el terreno.
—Creo que podemos sujetarnos de las rocas y apoyar los pies con bastante seguridad —dijo.
Sin esperar a estas observaciones, Barq Undiente ya había emprendido la marcha. Atravesando la playa se encaminó directamente al mismo barranco que el elfo había identificado como el camino más prometedor. El montañés trepó a una roca, usó la mano que le quedaba libre para asirse de otra y rápidamente empezó a subir. Ni siquiera miró para atrás.
Moreen hizo un gesto de exasperación, pero Kerrick se limitó a sonreír y a darle unas palmaditas en el hombro. Ella lo miró con furia y se puso en marcha tras el montañés.
—Dale un poco de espacio —sugirió el elfo avanzando sin prisa en pos de Moreen mientras Bruni cerraba la marcha—. Si hace que se desprenda una roca te alegrarás de tener tiempo para esquivarla.
Atendiendo a su advertencia, Moreen esperó un minuto más antes de empezar a subir la cuesta. Kerrick hizo lo mismo antes de partir tras ella. Quedó impresionado al ver que Barq había elegido un camino bastante decente. Se parecía más a subir una escalera que a caminar por un sendero, pero muchos de los «escalones» de piedra tenían la parte superior plana, y todos ellos parecían firmemente anclados a la montaña. A buen paso, colocando los pies con cuidado y usando las manos cuando era necesario para mantener el equilibrio, fue subiendo.
Kerrick se sorprendió cuando media hora más tarde miró hacia abajo y vio que los guerreros reunidos en la playa parecían hormigas junto a las tranquilas aguas. Allí estaban secándose, descansando, quitando la sal de sus espadas y sus lanzas y observando el avance de los cuatro exploradores. Kerrick rio por lo bajo al ver a un montañés que de un bofetón desmontaba a Slyce del fardo donde llevaba sus pertenencias. El enano gully todavía no se había resignado a la pérdida del warqat que habían empleado para deshacerse del remorhaz. Había dado muestras de una habilidad considerable para fisgonear en la carga de los guerreros que, en consecuencia, se habían puesto en guardia contra él.
Mientras hacía una pausa para recobrar el aliento, el elfo se deleitó con el espectáculo del mar sembrado de unas cuantas islas rocosas apenas visibles en el horizonte septentrional. Miró a Bruni que avanzaba a buen paso hacia él y vio que la mujerona marchaba con unas Zancadas bien calculadas. A pesar de la gran carga que, igual que Barq, llevaba a cuestas, la mujer no parecía cansada. Cuando levantó la cabeza, Kerrick vio que el sudor le corría por el rostro, pero no dejó de sonreír abiertamente al encontrarse con su mirada.
—Un agradable paseo por la montaña —observó respirando hondo mientras subía lentamente hasta acercarse al elfo.
—Sin duda. Ojalá fuera todo tan agradable —replicó Kerrick.
Reanudaron la marcha después de un breve descanso, dejando entre uno y otro una distancia de algo menos de dos metros. Al pie del paso, algunos de los guerreros empezaban a subir siguiendo sus pasos, pero todavía había mucha distancia entre ellos y los del grupo de avanzada. Mirando hacia arriba, Kerrick calculó que el montañés debería de estar ya cerca de la cima, aunque desde la posición lateral en que se encontraba no se podía ver bien la culminación del ascenso.
Oyó un choque repentino, como de piedra contra piedra, y luego vislumbró algo parecido a un gran oso pardo por encima de Barq Undiente. El elfo aguzó la vista tratando de ver lo que sucedía. La enorme figura, más parecida a un hombre que a un oso, quedó fuera de su campo de visión, pero no antes de que pudiera ver numerosas piedras que rodaban pendiente abajo. Barq dio un grito de alarma, después gruñó y cayó hacia atrás al ser derribado de la piedra en la que estaba encaramado.
—¡Agarraos! —gritó Kerrick. Por encima de él, Moreen se pegó contra la ladera de la montaña procurando sujetarse con las manos y apoyar firmemente los pies. Varias rocas pasaron dando rumbos, unas cuantas por encima de ella, pero su puesto era seguro.
No tuvo la misma suerte el montañés. Había caído de espaldas y seguía rodando pendiente abajo; moviendo brazos y piernas pasó junto a Moreen y cada vez bajaba más rápido. Iba directamente hacia el elfo, que afirmó bien los pies y una mano y extendió la otra consiguiendo asir un extremo del capote de piel de oso de Barq. El tirón casi le dislocó el brazo a Kerrick y arrancó al montañés un juramento ahogado, pues el cierre del capote primero estuvo a punto de ahogarlo y luego se rompió.
Kerrick se quedó con la piel de oso en la mano mientras Barq continuaba su descenso imparable, cabeza abajo por el barranco. Se oyó el ruido de más rocas que caían y el elfo instintivamente se pegó a la ladera de la montaña mientras se ponía la piel de oso sobre la cabeza para protegerse. Sintió los golpes de piedras del tamaño de un puño o de una cabeza, pero consiguió mantener su posición a pesar de la avalancha.
Momentos después, dejaron de caer piedras y el ruido se fue alejando pendiente abajo.
Una rápida mirada hacia arriba le mostró que Moreen todavía estaba en su sitio. Miró a continuación hacia abajo y vio que Bruni también se había puesto de lado y había conseguido aferrar el tobillo de Barq Undiente mientras este pasaba dando tumbos. Estaba apostada en medio de la barranca, con los pies apoyados en dos grandes rocas y el brazo más próximo a la cima transformado en una columna de sujeción mientras se esforzaba en parar la caída del pesado montañés por el camino. Las piedras golpeaban sobre sus hombros, rebotaban en su fardo y seguían su camino, y a pesar de todo ella se mantenía firme.
Maldiciendo a voz en cuello, pero conservando sentido suficiente como para no tratar de soltarse de la mano de su rescatadora, Barq se balanceaba y trataba de apoyar los pies en el suelo. Satisfecho al ver que el montañés no iba más lejos, Kerrick volvió a mirar hacia Moreen, y más allá de donde ella estaba vio aquella enorme figura que se movía otra vez sobre la ladera de la montaña.
Decididamente no era un oso. Parecía demasiado grande para ser un hombre, pero fuera lo que fuese, ahora blandía un enorme garrote y descendía lenta y cuidadosamente hacia la garganta donde se encontraba la señora del Roquedo de los Helechos.