9

Sacerdotisa y reina

Resplandeció en su mente como el sol, brillante, y dorado y rodeado de fuego. Era más glorioso, incluso más precioso que la esfera vivificante del cielo, porque era el talismán de su dios, la imagen de su poder y el símbolo de su voluntad omnipotente. Lo veía vívidamente, distinguía cada uno de los símbolos tallados y perfectamente facetados. Una vez había sido suyo, había sido su guardiana, pero le había fallado a su señor, su dios.

El Hacha de Gonnas no estaba a su alcance, pero Stariz trataba desesperadamente de apoderarse una vez más de aquella arma mágica. Sus dedos lo intentaban, pero eran demasiado cortos para la tarea. Su brazo era inadecuado, y el gran peso de su cuerpo la mantenía anclada a la tierra. El objeto resplandeciente parecía alejarse más y más cada vez que respiraba, jadeante. Sus pies se hundían en un barro pegajoso y un poderoso bruto, su esposo, el propio Grimwar Bane, sujetaba a la ogresa por los hombros, impidiendo que fuera en pos de lo que deseaba desesperadamente.

Estaba envuelta en un sudor frío cuando se despertó jadeando, angustiada, porque sabía que el ansiado trofeo estaba fuera de su alcance. Estaba perdido, reconoció en lo más profundo de su ser, y por su culpa, por no haber matado al Mensajero elfo cuando tuvo ocasión de hacerlo. Aunque ahora estaba muerto, el hacha seguía inalcanzable, encerrada en la fortaleza de los humanos.

¿O no era así? Al recuperar su pulso el ritmo normal reflexionó más atentamente sobre su sueño. La intensa emoción, y los brillantes colores eran signos de algo más que una mera fantasía mundana inducida por el sueño. Había habido una cualidad mágica, una presencia vívida que podía sentir en la boca del estómago. Era indudable que se trataba de un sueño enviado por el propio Gonnas.

¿Con qué propósito? ¿Qué trataba de decirle? ¿Qué quería que hiciera?

—¡Oh, Obstinado Gonnas! Te ruego que perdones mi ignorancia —musitó—, y me concedas la sabiduría necesaria para entenderlo.

El gran dormitorio, su santuario particular, permanecía oscuro y silencioso, salvo por el sonido acompasado de su respiración. Las paredes estaban frías, las lámparas apagadas. Fuera cual fuera el propósito del sueño de su dios, sólo ella debía descifrarlo.

El hacha seguía en su mente cuando se levantó y también mientras se aseaba. Rechazó incluso los servicios de sus doncellas, ya que deseaba estar sola para pensar. ¿Acaso alguno de los humanos se habría atrevido a usar el hacha para sus propios fines? ¿La habrían sacado de la sala del Roquedo de los Helechos? Rezaría y meditaría sobre esta cuestión en la esperanza de que se hiciera la luz.

Uno de los esclavos de la casa la informó de que el rey ya había partido con la intención de inspeccionar su tesoro. Así lo creyó, pues era demasiado temprano para una de sus aventuras, y Grimwar Bane no era tan tonto para tratar de engañarla con una mentira tan fácil de desenmascarar.

Contenta de tener algo de tiempo para sí, la reina encendió las tres velas que rodeaban su mesa y concentró su energía mental en el parpadeo de la llama. Las diminutas luces ampliaban su pensamiento, y el poder de su dios pensante le permitía enviar un mensaje silencioso por el éter del espacio mágico. Se sintió complacida, incluso sorprendida, cuando, apenas unos minutos después, Garnet Dane llegó a la puerta secreta de sus aposentos.

—Entra rápido —le dijo—. El rey estará fuera durante la próxima hora, pero yo tengo mucho que hacer en estos preciosos minutos de libertad.

El espía asintió con humildad y nerviosamente se coló por la puerta, quedando de pie en el hueco sombrío cerca del fondo del vestidor. Levantó hacia la reina su mirada temerosa y ella quedó complacida al ver que sus medidas disciplinarias al parecer le habían dejado una impresión perdurable. Hacía tiempo había aprendido que el miedo es un instrumento importante, un elemento clave para inculcar obediencia en sus súbditos, incluso en su marido.

—Hay un esclavo en la ciudad, el hombre al que trajo de Dracoheim tras capturarlo en la isla —explicó secamente—. Es un luchador salvaje, un hombre muy peligroso y creo que mi esposo no entiende la amenaza que significa. Hace diez días el esclavo fue enviado a algún lugar de Winterheim por orden del propio rey.

—Es cierto, majestad. Lo vi desembarcar y tengo entendido que la emprendió a golpes con uno de sus guardias mientras lo llevaban a las barracas. —El espía la miró con expresión taimada—. ¿Queréis que lo matemos?

Stariz resopló con desprecio.

—Lo que yo quiero es cosa mía. Sin embargo, no quiero que tú lo mates. ¡Te ordeno que lo encuentres!

—Por supuesto, majestad. Os ruego que perdonéis mi impertinencia. ¿Debo suponer que sigue en la ciudad?

—Sí, seguramente. Mi esposo lo ha destinado a algún lugar y no quiere revelarme su paradero. No creo equivocarme al suponer que no ha sido enviado a las minas del sur… Después de todo, tenemos planes para él en la ceremonia de la Marchitez Otoñal. Más bien tengo la impresión de que Grimwar Bane tenía en mente un lugar relativamente seguro para este esclavo en particular. No me sorprendería encontrarlo en la ciudad superior, en alguna mansión privada. No creo que esté en la Puerta del Mar ni en el mercado del pescado ni en los aserraderos.

—Como sabéis, tengo muchos contactos en las Terrazas Medias. Hay una mujer en particular muy bien situada para proporcionar información en asuntos como este. Me pondré a trabajar de inmediato —prometió el espía.

—Sabía que lo harías —replicó la reina irónicamente—. Hazme llegar tu informe lo más pronto posible, pero por ahora no quiero que este hombre sepa que suscita el interés real.

—Por supuesto, majestad. Como siempre, mantendré la discreción.

—Es tu mejor cualidad —respondió la reina entrecerrando los ojos y fijándolos en el espía, que empezó a sudar—. Podrías decir que es lo que te ha mantenido vivo, hasta ahora.

Un momento después, la puerta secreta se cerró tras Garnet Dane. La reina pasó a otras cuestiones más mundanas, segura de que el hombre haría todo lo que estuviera en su poder para que ella no se sintiera defraudada.

—Barba de Ballena, te voy a llevar al Mercado de los Nobles. Cargarás con el salmón para esta noche, dos ejemplares.

—Thraid Dimmarkull anunció el hecho con un aire de excitación, el primer sentimiento de entusiasmo que había mostrado en la semana que el rey esclavo llevaba a su servicio. Se reclinó en el diván forrado de piel en el que había pasado las últimas horas y finalmente se sentó.

—Sí, mi señora —respondió Vendaval Barba de Ballena.

Trató de disimular su propia reacción, pero también él estaba contento de tener una oportunidad de salir de las aburridas habitaciones en las que lo habían confinado.

—Brinda, trae mi capa de paseo —ordenó la ogresa.

—Sí, señora.

Brinda estaba haciendo pan en la cocina. Dejó de amasar sólo el tiempo necesario para apartarse de la frente un mechón de cabello gris. Vendaval pensó que tenía aspecto cansado, y no era para menos. Todas las mañanas, la esclava ya estaba trabajando cuando él se levantaba de su jergón de esclavo. Estaba ocupada todo el día y seguía limpiando cuando Wandcourt y él se retiraban por la noche. Ahora se dirigió sin la menor queja a traer una capa de piel de oso blanco ribeteada con piel roja. Su esposo la recogió y cubrió con ella los hombros de su señora.

Vendaval estaba ansioso por salir y ver algo más de la ciudad. Hasta ahora había trabajado en el ámbito de la casa, donde le habían ordenado que hiciera unos estantes para almacenar cosas y que realizara tareas domésticas de limpieza. Esperaba una oportunidad de conocer y hablar tal vez con otros esclavos, especialmente en la zona del Mercado de los Nobles. Después de unos cuantos intentos fallidos de conversación, el rey había aprendido a guardar para sí sus ideas y sus palabras.

Thraid trajo una cadena y un collar de metal, y Vendaval se dio cuenta de que no tendría mucha libertad en esta excursión. Sin embargo, el nuevo esclavo estaba dispuesto a soportar la humillación de llevar un collar al cuello si eso le permitía salir de los apartamentos durante unas horas. A pesar de todo, miró con furia a Wandcourt, y el anciano esclavo se encogió de hombros disculpándose sin palabras mientras le colocaba el artilugio. Thraid tiró de la cadena arrastrando a Vendaval hacia un lado y comprobando que era segura.

—Caminaré de buena gana, mi señora —dijo con los dientes apretados—. No tendréis necesidad de tirar de mí.

—¡Ah, es que me gusta hacerlo! —respondió ella con una risita y tirando con tanta fuerza que lo hizo caer de rodillas.

Thraid sonrió encantada, y mientras se ponía de pie, el hombre pensó con cierta sorpresa que no era una expresión cruel sino en cierto modo la alegría de una niña con un juguete nuevo.

—Ahora, vamos, Barba de Ballena —dijo la ogresa.

Atravesaron la puerta principal, cruzaron el patio y salieron a una calle estrecha que al parecer sólo conducía a la casa de Thraid. Vendaval seguía a la ogresa voluptuosa, procurando no distanciarse. A pesar de todo, ella tiró de la cadena cuando llegaron a la esquina.

—¡Por aquí! —exclamó, señalando ostensiblemente y llamando la atención de los que podían oírla.

Se incorporaron a la corriente de otros esclavos y ogros que recorrían el paseo de la terraza. Aquí, como en los demás niveles de Winterheim que había visto, el paseo era una gran avenida circular que rodeaba totalmente el atrio central de la ciudad. Los humanos solían permanecer alejados de la balconada, caminando pegados a los edificios que bordeaban un lado de la ancha avenida. Era mejor dejar el otro lado, con su vista imponente del puerto, a los ogros, que paseaban con mucha más parsimonia que los humanos.

Vendaval, atado como iba, se encontró caminando entre los ogros. Observó las miradas burlonas y despreciativas e imaginó que los brutos se deleitaban al verlo encadenado. Hizo caso omiso a las miradas y procuró mantenerse cerca de lady Thraid. Tardó un rato en darse cuenta de que algunas de las miradas, especialmente las de las otras ogresas que expresaban desprecio, parecían dirigidas a su señora, no a él. Eso lo sorprendió, porque había pensado que el interés personal del rey sobre su destino significaba que la dama era una favorita del propio rey.

El Mercado de los Nobles estaba dos niveles más arriba, y la ogresa y el rey esclavo subieron la rampa a grandes zancadas. Por fin llegaron a una doble arcada que desembocaba en un lugar sombrío donde pululaban los esclavos y unos cuantos ogros armados daban órdenes con voces destempladas o manejaban látigos de puntas lacerantes. Había un gran murmullo de conversación y muchas discusiones por un lugar en las largas colas.

—Vaya panda de malolientes —dijo Thraid frunciendo la nariz y señalando a la multitud de humanos—. Esclavo, te ordeno que me traigas dos salmones grandes. Yo te esperaré en la taberna de la plaza tomando una jarra de té. —Se inclinó y con una pequeña llave abrió el aro que sujetaba la cadena a su collar y luego le puso dos piezas de oro en la palma de la mano—. Estas son para el pescado y nada más. ¿Entiendes? Por tu honor, vuelve a mí prestamente.

—Así lo haré, mi señora. —El rostro del esclavo era inexpresivo, pero su corazón palpitaba ante la idea de quedar libre entre una gran congregación de esclavos, y además en el Mercado de los Nobles. ¡El lugar que más ansiaba visitar de la ciudad!

Entró por la puerta y miró en derredor, dando gracias de que su altura le permitiera ver por encima de casi toda la multitud. En las paredes que rodeaban la plaza había entre seis y ocho grandes oquedades que tenían una temperatura mucho más baja que el resto de Winterheim.

Después de una rápida inspección, el rey montañés llegó a la conclusión de que esa especie de cuevas debían dar a un gran almacén donde se guardaban distintas clases de alimentos. Los huecos se usaban para despachar. Unos carteles de madera con unas imágenes bastante burdas marcaban los lugares. Encontró con facilidad un pez, una aceitera y un pan, y un estudio un poco más detenido reveló que también se ofrecían sal, bayas y verduras.

Compraría el salmón, pero primero aprovecharía este momento para disfrutar de su libertad. Recordando las palabras de Tildy Trew, se puso en la cola de la sal, esperó a que un hombre alto y moreno llenara los sacos de la media docena de esclavos que tenía delante. El hombre, que evidentemente era un arktos, indicó con un gesto breve que pasara el siguiente.

—No puedo despacharte sal si no tienes un saco —dijo mirando a Vendaval sin sombra de desdén.

—No quiero sal —fue la respuesta—. Quiero hablar con Mike el Negro.

Aunque sabía que cualquier tipo de reacción era posible, el rey montañés se sobresaltó cuando el tipo, furioso, estiró la mano por encima del mostrador y lo cogió por su collar. Con un movimiento de su musculoso brazo, tiró de él hasta que lo tuvo a escasos centímetros de su cara.

—¿Dónde has oído un nombre como ese? ¿Qué clase de tonto eres para usarlo aquí? —La boca del hombre estaba apretada formando una línea delgada y de sus labios salían gotas de saliva cuando gruñía.

Con firmeza, el rey se liberó y con sus propios dedos retorció la muñeca del vendedor de sal ejerciendo una presión constante mientras se inclinaba hacia atrás y arrastraba medio cuerpo del otro hacia el mostrador.

—¿Dónde podemos hablar? —preguntó con tono conspirador.

El otro entrecerró los ojos, y el pelo y la barba negros enmarcaron la cara morena como si fuera una piel erizada. En ese momento Vendaval supo que aquel era Mike el Negro en persona.

—Garic, hazte cargo —dijo el vendedor de sal, y otro tipo, un montañés larguirucho de pelo largo, salió de la oscuridad de la trastienda.

Mirando de lado a los dos hombres al pasar, ocupó su lugar en el mostrador de la sal. El esclavo que estaba en la cola detrás de Vendaval ya estaba empujando cuando el rey montañés se hizo a un lado, pasó por la puerta que le abrió el otro y entró en una habitación oscura y fresca. Allí había apilados bloques de sal de más de tres metros y medio de altura apoyados sobre las paredes de la habitación y formando varios pasillos. De vez en cuando había escaleras de madera que daban acceso a los bloques más altos. A un lado, cerca del mostrador, varios esclavos se ocupaban de reducir los bloques de sal a gránulos para su distribución.

—Voy a llevar al hombre nuevo al cuarto de evaporación —anunció el guía de Vendaval. Siguieron un estrecho corredor entre dos pilas de bloques de sal, doblaron una esquina cerca de lo que parecía la parte trasera de la estancia y luego pasaron bajo una arcada de piedra que llevaba a un amplio pasillo de conexión. Al final del mismo había una puerta que el hombre abrió haciéndose luego a un lado para dejar pasar a Vendaval.

El montañés sintió que un escalofrío de alarma le recorría la nuca, pero había llegado demasiado lejos para volverse atrás ahora. En realidad, lo animaba el hecho de que su pregunta hubiera provocado semejante reacción. Apretando los puños, pasó por la puerta y miró rápidamente a la derecha.

Allí había un hombre esperando con un garrote levantado, y el montañés reaccionó de inmediato dándole un puñetazo en la cara que arrancó una maldición del que se suponía que debía atacarlo. Vendaval sintió que alguien lo golpeaba en la cabeza desde atrás, sin duda el garrote de alguien que esperaba al otro lado de la puerta, y Mike el Negro lo atacó de lado precipitadamente.

El rey cayó, pero no antes de haber dado un puntapié al segundo atacante en el abdomen. Sus manos buscaron al tercer hombre, y los dos rodaron por el suelo hasta que Vendaval quedó encima. Sólo cuando vio a los dos de los garrotes dispuestos a atacarlo desde ambos lados dejó libre al tercero y se puso de pie para hacer frente a los tres.

—¿A qué viene esto? —preguntó—. ¡Hago una simple pregunta y tratáis de romperme la crisma!

Lentamente fue tomando conciencia de que en la habitación había más hombres, una docena o más de tipos de expresión amenazadora que avanzaban desde las sombras para rodearlo.

—Te sacaré la verdad sea como sea. ¿De dónde sacaste ese nombre? —preguntó Mike el Negro.

—¿Tu nombre? —Vendaval se dejó llevar por la intuición y vio por la expresión del otro que había dado en el clavo—. Una mujer esclava me lo dijo, me dio a entender que podría interesarme hablar con Mike el Negro.

—Entonces eres terriblemente descuidado —gruñó el así llamado—. Dame una razón para no matarte ahora mismo.

—¿Por ejemplo que no me gusta la vida de esclavo en Winterheim? Llevo aquí sólo diez días, de modo que te pido que me perdones si no conozco algunas de las reglas de etiqueta de la rebeldía.

—¿Diez días? —El que habló era uno de los otros esclavos, un montañés musculoso y corpulento—. ¿Eres el tipo que llegó en la galera con Grimwar Bane? ¿Eres el rey?

—El mismo —respondió Vendaval.

Se oyeron algunos silbidos de admiración entre los hombres.

—Bueno, por lo que veo te han puesto a trabajar, por ahora —dijo uno de ellos con una risita sombría.

El montañés se preguntó qué querría decir aquel tipo, pero no se tomó el tiempo necesario para preguntar. Otro esclavo asintió con la cabeza, aparentemente impresionado.

—Oí decir a los granaderos que les diste una buena paliza antes de que se hicieran contigo. A esos bastardos les hubiera encantado ver tu cabeza clavada en una pica. ¿De modo que eres el rey de Guilderglow?

—Era rey. Ahora parece que soy un esclavo, pero sigo siendo un hombre y no han quebrantado mi orgullo.

Mike el Negro estudiaba a Vendaval con una mirada más intrigada y decididamente menos hostil. Se frotó la garganta donde lo habían atenazado los dedos de Vendaval.

—Eres un luchador, eso lo reconozco, pero ¿qué quieres de mí? ¿Por qué viniste preguntando por Mike el Negro?

—Quiero salir de este lugar. Quiero romperles la espalda a estos babeantes señores ogros. Deseo ver a nuestra gente en libertad, yendo a donde le apetece, no como esclava de unos brutos que a duras penas pueden recordar los símbolos de su propia civilización. La mujer con la que hablé me dio a entender que algunos podíais aspirar a lo mismo.

—Esas son palabras peligrosas en Winterheim —dijo Mike el Negro sacudiendo la cabeza—. No eres el primero que ha pensado así, todos nosotros lo hemos hecho, pero deberías saber que todos los que intentaron hacer algo fueron castigados con una muerte rápida y horrible. ¿Qué te hace creer que en tu caso sería diferente?

—Tal como dijiste, soy un luchador, pero no un tonto. Quiero encontrar a otros hombres, luchadores como yo, y ver con ellos lo que podemos hacer. Tal vez podría ayudar, estoy destinado en la casa de una ogresa noble.

—Hay muchos esclavos en casas como esa —se burló Mike—. La mayoría están muy bien domesticados. ¿Quién es tu señora?

—Thraid Dimmarkull, lady Thraid Dimmarkull —respondió Vendaval. Esperaba que el nombre tuviera alguna repercusión, pero quedó sorprendido al oír los gruñidos de asombro de algunos hombres y reparó en algunos codazos y expresiones de humor grosero.

—Eso sí que es interesante —dijo Mike el Negro—, y exclusivo.

—¿Por qué? —preguntó el rey.

—Veo que eres demasiado nuevo aquí para saber lo que sucede. Te interesará saber que estás al servicio de la propia querida del rey.

A Grimwar Bane se le estaba agotando la paciencia. Su esposa llevaba varios días vigilándolo como un halcón y no había podido siquiera hacer llegar un mensaje a Thraid. El día anterior se había visto obligado a inspeccionar el tesoro, y como resultado de ello, una oportunidad espléndida, seis horas completas del tiempo que su esposa dedicaba a la formación de las diaconisas, había sido desperdiciada.

Ahora Stariz había ido de nuevo al templo, y él sabía que estaría fuera la mayor parte del día. Aunque no se había comunicado con su amante, estaba decidido a aprovechar la ocasión y a sorprenderla con su visita. Salió del palacio para dar un paseo y rápidamente tomó por el Camino de los Esclavos. Seguro de que nadie lo veía, empujó la puerta secreta, encendió la lámpara y bajó la larga escalera de caracol hacia el nivel de la terraza. Sus pies marcaban una cadencia al golpear en las piedras que lo llevaba cada vez más abajo.

Finalmente, jadeando de cansancio y bañado de sudor, llegó al extremo del pasaje subterráneo. La discreción imponía prudencia, de modo que se paró y golpeó rápidamente en el panel, sabedor de que era el único que solía venir por este camino. Pasaron varios segundos sin que pasara nada, de modo que, cada vez más agitado, volvió a llamar; entonces, con más fuerza.

Se estaba preparando para un tercer intento que lo más probable es que hubiera arrancado la puerta de cuajo, cuando esta se abrió dejando ver a Wandcourt que lo miraba con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¡Majestad! —dijo el esclavo con una profunda reverencia—. Perdonad. ¡No os esperábamos!

El rey entró ansiosamente por la puerta, atravesó la habitación que había al otro lado y llegó a la cámara principal del apartamento.

—¡Mi señora! —llamó con un áspero susurro—. ¡He venido a veros!

—Eh… señor —dijo Wandcourt, vacilante.

El rey miraba a todos lados, dándose cuenta de que no había ni señal de Thraid Dimmarkull. Entonces se volvió hacia el humano.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está? ¡Habla, hombre!

—No está aquí, majestad, aunque estará terriblemente afligida cuando sepa que se ha perdido vuestra visita. Se ha llevado al nuevo esclavo, Barba de Ballena, al Mercado de los Nobles.

—¿Sacó al esclavo a la ciudad? —preguntó el rey, anonadado.

¿Acaso no había insistido él en que no dejara que nadie lo viera? ¿No había sido bien claro? Gruñó levemente al darse cuenta de que tal vez no lo había sido demasiado. Ahora era seguro que Stariz se enteraría del paradero del hombre. A pesar de todo, el hombre no estaba aquí ahora, y eso podía ser bueno. Grimwar Bane sabía que la discreción seguía siendo importante.

—¿Lo cubrió con una capa?, ¿lo ocultó con algo? —preguntó el monarca ogro con un asomo de esperanza.

—No exactamente, mi señor —explicó Brinda que había salido de la cocina y se había colocado al lado de su marido—. Es decir, creo que quería exhibirlo.