7

La amante

Una hora después, Tildy Trew y su baño habían pasado a ser un agradable recuerdo al encontrarse Vendaval escoltado otra vez por un par de enormes guardias ogros y siguiendo a lord Forlane por los pasillos de Winterheim. Supuso que estaban en el nivel más alto de la ciudad, a juzgar por la vista del puerto que entrevió desde el borde de la gran avenida circular que rodeaba el atrio central. Por encima de él sólo había una bóveda de piedra, y se dio cuenta de que estaba contemplando la roca desnuda de la cima de la horadada montaña.

El noble ogro lo hizo pasar por delante de varios guardias y atravesar una gran puerta de piedra. A ambos lados se abrían grandes pasillos y las paredes estaban cubiertas de tapices de lana que representaban cacerías, paisajes y varios ejemplares de gloriosos barcos de vela y galeras. Dos minutos después lo dejaron en una habitación donde el propio Grimwar Bane lo esperaba para examinarlo.

El rey ogro se estaba dando un festín con una pierna de cordero y por las comisuras de su boca chorreaba la grasa. Una docena de sus súbditos, todos ellos machos, estaban sentados a la mesa con él. Todos iban vestidos con largas capas de piel de oso como la que llevaba lord Forlane. Algunos parecían bastante viejos, pues sus caras estaban llenas de arrugas y de sus brazos colgaban flácidos pellejos. Uno de ellos llamó la atención del humano porque era enormemente gordo y tenía un fibroso trozo de cordero colgando, aparentemente sin que él lo notara, de uno de sus colmillos.

Grimwar emitió un gruñido de aprobación, aparentemente satisfecho del aspecto aseado que tenía Vendaval. Los otros ogros observaban al esclavo con interés, y el rey se repantigó en su enorme asiento haciendo un gesto ostentoso.

—Este es el prisionero que yo mismo traje Nos presentó batalla. El y su compañero mataron a una docena de mis granaderos. —Esa descripción suscitó varios silbidos de sorpresa y admiración.

—¿Creéis que todavía será peligroso? —preguntó el ogro gordo con los ojos muy abiertos mientras examinaba a Vendaval de arriba abajo.

—Sí, mucho —respondió el rey mirando con expresión desdeñosa y divertida al enorme ogro. Con un gesto señaló a los dos guardias—. Estos dos lo matarían en cuanto hiciera el menor intento de acercarse a la mesa.

Grimwar Bane se volvió hacia lord Forlane.

—He tomado una decisión sobre qué hacer con este esclavo por el momento —dijo el rey de Suderhold.

Forlane se inclinó hacia él y Vendaval los observó mientras hablaban preguntándose qué destino le tendrían reservado.

—He enviado a Garnet Drake para que trajera a ese esclavo, el que trajimos de Dracoheim, al templo —le dijo Stariz a Grimwar—. ¡Quería mantenerlo allí a fin de prepararlo para la ceremonia de la Marchitez Otoñal! ¡Mi señor, sólo faltan unas cuantas semanas para la ocasión!

El rey acababa de llegar después de una cena con varios de los señores de los diferentes niveles de Winterheim. Estaba ahíto, un poco bebido y cansado. Ni siquiera había podido quitarse las botas y no parecía que fuera a tener ocasión pues el asalto verbal de su esposa continuaba.

—¡A Garnet le respondieron que el esclavo ya había sido asignado y no pudo averiguar cuál era su paradero actual!

Stariz lo miraba hecha una furia con los brazos en jarras. Grimwar se quedó mirándola mientras su odio iba en aumento y trataba de encontrar una manera de frenar el torrente de palabras. Su esposa volvió a abrir la boca para hablar, y de repente se le reveló la verdad: ¡No tenía por qué escucharla!

En lugar de eso se dejó caer en el asiento más cómodo y la miró con una indiferencia tan absoluta que ella tartamudeó sorprendida y por fin cerró la boca. Grimwar no pudo ver su fiera expresión mientras levantaba un pie después de otro para que dos esclavos le quitaran las botas de piel de morsa. Sabía que lo debía de estar apuñalando con los ojos, pero se sentía protegido por una extraña y nueva sensación de invulnerabilidad. ¿Por qué no habría tomado esta decisión hacía años?

De hecho, el rey decidió que ya había tenido bastante de las intimidantes charlas de su esposa. Había muchas cosas de las que podía enorgullecerse. Dejando a un lado la desastrosa campaña, su reino parecía ir viento en popa. Todas las minas de oro eran explotadas a plena capacidad, y sus cofres se llenaban a una velocidad sin precedentes. Su amante se había portado muy bien con él desde su regreso de la campaña de verano y sabía que esperaba con ansiedad su siguiente visita. Thraid sin duda estaría encantada y agradecida de que le hubiera proporcionado un esclavo que la divirtiera, al menos hasta la Marchitez Otoñal.

—Yo mismo di orden de que se trasladara al esclavo —dijo finalmente, repantigándose en su silla e indicando a los esclavos que se marcharan. Instantes después el rey y la reina estaban a solas—. No quería que le hicierais ningún daño, no por ahora. Será vuestro para la ceremonia, pero no antes.

—¡Debo prepararlo y lo sabéis! Hay que aplacar la ira del Obstinado y ¿qué mejor manera que depurando la sangre de quien tanto lo ha ofendido? No teníais derecho…

—¡Yo tengo todos los derechos, mujer! —rugió el rey impulsándose con sus poderosos brazos para ponerse de pie. Stariz lo miró, cortando su diatriba y con los ojos entrecerrados, observándolo con desconfianza.

El rey continuó gritando, encantado de poder dar rienda suelta a su furia.

—¡No olvidéis que yo soy el rey aquí, el rey de Suderhold! ¡Si estáis en el puesto que ocupáis es porque yo os he puesto en él! Estoy harto de discutir con vos cuestiones sobre las que sólo yo tengo que decidir. Olvidáis a menudo cuál es vuestro puesto. ¡Pero yo soy el rey! ¡Soy el señor de Winterheim, el monarca de Suderhold! ¡Soy vuestro señor!

Ella se replegó ante sus palabras como si le hubiera levantado la mano, y el rey disfrutó enormemente de la expresión de miedo reflejada en el rostro de la reina. Bajó la voz hasta transformarla en un gruñido y mostró sus impresionantes colmillos.

—Veo que me tenéis miedo, reina mía. Recordad esta sensación. No debéis olvidarla nunca, porque no os faltarán motivos para temerme si no aprendéis de una vez a manteneros en el puesto que os corresponde.

—Os ruego me perdonéis, señor —dijo Stariz con expresión sumisa, la más sumisa que había mostrado ante el rey en todos sus años de matrimonio—. Recordaré vuestras palabras y os agradezco la bondad de vuestra advertencia. —Inclinó la cabeza y lo dejó atónito al hacerle una reverencia.

El rey estaba bastante impresionado por el cambio abrupto de su talante. Su ira se disipó y fue reemplazada por una sensación de gozosa satisfacción. Girando sobre sus talones salió a grandes zancadas de sus aposentos con los pies descalzos y se dirigió al paseo desde donde se dominaba el puerto. Estaba muy satisfecho con la forma en que había zanjado la cuestión. El esclavo humano quedaría olvidado durante las semanas siguientes, y tal vez resultara un poco más fácil convivir con su esposa.

Eso, si le daba la gana seguir viviendo con ella.

Tal idea, atrevida y sacrílega, le surgió espontáneamente. Pensó en las palabras que le había dicho. Todo era verdad: él era el señor aquí. Y entonces, si era el señor de un poderoso reino, ¿por qué no habría de ser el señor de su propio dormitorio?

Claro que había habido razones para ese matrimonio, todas ellas de índole política. Stariz era de Glacierheim, una baronía que históricamente había sido una de las más conflictivas en los dominios de Suderhold. Como suma sacerdotisa, Stariz era la figura más importante de la religión de los ogros, intérprete suprema de la voluntad de Gonnas, algo que había usado en su propio provecho en muchas ocasiones.

Por lo que respecta a Glacierheim, aquel reino perdido entre los hielos, hacía años que estaba pacificado, y él tenía fuerzas suficientes en su ejército para sofocar una rebelión dondequiera que surgiese. Lo más preocupante era el aspecto religioso de la influencia de su esposa. Sabía que sus poderes sagrados eran reales, que el dios de su templo era una deidad orgullosa y obstinada, pero Grimwar Bane lo honraba en todos los sentidos. Al menos existía la posibilidad de que el poderoso inmortal no desatara su ira sólo para aplacar la furia de una ogresa desdeñada.

Y lo más importante en este momento: ni Glacierheim ni Gonnas le parecían al rey tan importantes como su renacida sensación de poderío. Después de todo, ya había precedentes de reyes ogros que habían satisfecho sus propios deseos sin tener en cuenta nada más. Sin ir más lejos, su padre se había divorciado de su esposa por una mujer más joven, lo cual había sido la causa del exilio de la reina viuda a Dracoheim. A lo mejor Grimwar Bane debía aprender una lección de la historia.

Cuanto más pensaba, tanto más razonable le parecía la idea. Imaginó una vida sin Stariz pegada a él como una espina ponzoñosa y con el cuerpo exuberante de Thraid calentando su real cama.

Siendo como era un rey, un poderoso rey, ¿por qué no habría de tener lo que deseaba?

—¡Oh, gran Gonnas el Fuerte, Obstinado Señor de los Ogros, dame la sabiduría para entender el peligro y el poder para actuar en defensa de tus intereses!

Stariz, con el rostro oculto por la gran máscara negra de su oficio, estaba postrada en el liso suelo de pizarra, con el corazón doliente y aterrorizada. La enorme estatua de obsidiana de la cruel deidad, cuya estatura su eraba tres veces la de cualquier ogro mortal, la miraba desde su altura, silenciosa e impasible. En el pasado siempre había encontrado consuelo en aquella enorme presencia.

Ahora, sin embargo, el miedo que le roía las entrañas no cedía.

Recordó amargamente los terribles reproches de su esposo y la obediencia, aún más reprochable, que ella había simulado para aplacarlo, al menos temporalmente. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? ¿No se daba cuenta de su fortaleza, de la prudencia que ella aportaba a la pareja real? ¿No temía su poder?

La verdad, sospechaba que no, al menos no tanto como debiera. De no ser por ella, lo más probable es que Grimwar Bane se hubiera conformado con amasar una fortuna y vivir en esta ciudadela, señor de un reino antiguo y en decadencia. Había sido ella, Stariz, quien lo había convencido de la necesidad de mantener una guerra sin cuartel contra los humanos, de expulsarlos de las costas y de los verdes valles, tierras que por derecho pertenecían a Suderhold. Ella había sido la responsable de que trajera cientos de esclavos a los campamentos de Winterheim y de que en todo el límite del glaciar los humanos estuvieran a la defensiva. Ella había cortado de raíz los intentos de rebeldía entre los esclavos gracias a su red de espías y a los poderosos augurios de su dios. Había aplicado castigos ejemplares, convincentes, y en todo el reino no había la menor esperanza de incitar a una rebelión, por modesta que fuera.

¡El rey era un necio! Lo tiraría todo por la borda, ella lo sabía, si en algún momento dejara de aguijonearlo, de guiarlo por los senderos escogidos por su dios oscuro y guerrero. Había sido seducido por una ogresa hermosa, aunque sin cabeza y sin carácter, que no ofrecía nada al reino como no fuera diversión carnal para su monarca.

Stariz empezaba a entender. El rey tenía razón en algunas cosas. Era poderoso, demasiado poderoso para que ella lo hiciera cambiar de opinión cuando se le ponía algo entre ceja y ceja, de modo que no haría nada contra el rey intocable. Tenía que encontrar a alguien en quien descargar la mayor parte de su ira, alguien cercano al rey pero vulnerable. Alguien cuyo destino sirviera de advertencia al rey.

Alguien como esa dama: Thraid Dimmarkull.

Una vez más, Vendaval fue conducido por los pasillos de Winterheim, en esta ocasión descendieron varios niveles desde el palacio hasta que supuso que estaban aproximadamente en el nivel medio de la alta ciudad fortaleza. Lord Forlane abría la marcha y los dos robustos guardias eran su vigilante escolta. Salieron de una larga rampa descendente y tomaron por la ancha calle que al parecer rodeaba el atrio en cada nivel.

No tardaron en internarse en una estrecha calle lateral que recorría la parte trasera del atrio, cerca de la oscura pared exterior de la montaña y a la que casi no llegaba la luz. Varias lámparas, presumiblemente alimentadas con aceite de ballena, iluminaban la entrada a un estrecho patio que tenía una puerta en el extremo más alejado. Vendaval supuso que esta estructura, en el límite de la ciudad, se apoyaba contra la sólida roca de la propia montaña.

Uno de los guardias se adelantó y llamó a la puerta que abrió rápidamente un humano musculoso de mediana edad, o tal vez algo mayor. Un montañés, conjeturó Vendaval, viendo su ancha frente y sus ojos azules. En alguna época debía de haber tenido el pelo de color paja, pero ahora este era fino y quebradizo y estaba lleno de canas, lo mismo que su barba.

—Bienvenido, lord Forlane —dijo—. Seguramente traéis al nuevo esclavo de la casa que mencionó nuestra señora. —El humano maduro se volvió a mirar a Vendaval. Su expresión era impenetrable.

»Mi nombre es Wmdcourt.

—Llamadme Barba de Ballena —dijo Vendaval al entrar. Lord Forlane lo acompañó al interior.

—¿Está lady Thraid en casa? —preguntó el noble ogro.

—Sí, mi señor. De hecho os está esperando a ambos —replicó Wandcourt con una inclinación de cabeza.

El mayor de los esclavos condujo al ogro y a Vendaval por una antesala de paredes de piedra y con un amueblamiento sumamente escaso dadas sus proporciones. El montañés tuvo la impresión de que este lugar no llevaba ocupado mucho tiempo.

Esa idea se acentuó cuando pasaron bajo una gran arcada de piedra y entraron en la gran sala del apartamento. Había un gran hogar en la pared divisoria y varias pieles de oso en el centro de la habitación, además de una butaca y un gran diván. En unos huecos practicados en la pared brillaban varias lámparas pero, al igual que la antesala, la estancia parecía vacía, como si todavía estuviera esperando más muebles. Al menos requería el toque confortable de unas cuantas pieles más.

Sólo entonces reparó Vendaval en que alguien ocupaba el diván, una ogresa que estaba de espaldas a él y parcialmente oculta por el respaldo del largo asiento semejante a una cama. Wandcourt le hizo rodear el diván y al encontrarse frente a ella se apresuró a hacer una reverencia.

—¡Lord Forlane! Qué honor veros en persona —declaró la ogresa, con una voz que era como un ronroneo, el ronroneo de un oso muy grande y muy amenazador. Se incorporó, sentándose en el diván, y extendió una mano que el acompañante de Vendaval se inclinó para coger.

—Mi señora, nunca dejaría pasar la oportunidad de permanecer unos momentos en vuestra encantadora presencia. Cuando su majestad me pidió que me ocupara de la entrega de vuestro nuevo esclavo doméstico, pensé que era una buena ocasión para haceros una visita.

—¿Es este el esclavo? —murmuró Thraid. Vendaval, con la cabeza inclinada todavía, sintió que la ogresa centraba en él su atención, aunque no pudo interpretar su tono—. Levanta la cabeza y deja que te eche una mirada.

Hizo lo que se le pedía y devolvió la inspección mientras ella lo examinaba. Le sorprendió ver a una criatura toda suavidad y curvas, con carmín en los labios y pestañas pintadas con henna. La reconoció de inmediato: era la ogresa que lo estaba observando al desembarcar y que le había hecho una señal con la mano cuando lo sacaron de la galera. Cambió levemente de postura y se apoyó en un codo para reclinarse parcialmente en su asiento. El rey esclavo tuvo una sensación de indefensión, como si fuera un pequeño ratón al que un gato estuviera estudiando, sopesando si el bocado tenía la carne suficiente para tomarse el trabajo de matarlo.

Tentado estuvo de hacer alguna observación de saludo, pero decidió que, dada su nueva condición, lo menos peligroso era esperar hasta que se dirigieran a él. Una vez más, ella ronroneó, curvando sus carnosos labios en una leve sonrisa.

—Por tu aspecto creo que serás muy adecuado —observó—. ¿Cómo te llamas?

—Soy Barba de Ballena, mi señora —respondió Vendaval—. Es un honor pasar a formar parte de vuestro servicio.

—Realmente muy bien. —La ogresa acompañó sus palabras con una risita—. No todos los de tu origen se distinguen por unos modales como los tuyos. Eres montañés, ¿no es cierto?

—Así es, mi señora.

—¿De noble linaje, tal vez?

—Algunos dirían que sí —dijo Vendaval encogiéndose de hombros—. He oído algo sobre tus hazañas bélicas —musitó—, incluso se me llegó a sugerir que podías ser…, vaya…, peligroso, pero yo tuve una corazonada la primera vez que te vi, cuando desembarcaste en el puerto…, la sensación de que serías un buen esclavo, de que podría confiar en ti. Seguramente entenderás, como podrán confirmarte Wandcourt y Brinda, que hay muchos lugares peores para un esclavo que la casa de una noble ogresa.

—Eso no lo he dudado ni un momento, señora —replicó Vendaval sin alterarse.

Thraid Dimmarkull se incorporó muy lentamente de su diván. No se puso en pie de una sola vez, sino en una serie de movimientos ondulantes hasta adoptar una postura erguida. Era tan alta como el rey montañés, que una vez más observó el exagerado contorno de su figura. Sus colmillos eran apenas visibles tras los carnosos labios siempre plegados en un mohín. Alargó una mano y la apoyó en el hombro de Vendaval. Este se quedó quieto, sin saber lo que podía esperar, pero la sorpresa no le permitió ofrecer resistencia cuando ella, con una presión repentina y fuerte como un golpe de martillo, lo obligó a ponerse de rodillas.

Vendaval protestó y trató de ponerse de pie, pero ella lo mantuvo en esa posición con una mano mientras con la otra le cogía la barbilla y le levantaba la cabeza. Su expresión era levemente divertida, salvo por la chispa de fuego que el rey observó en sus ojos. Era evidente que esto le resultaba divertido.

—Bonitas palabras —dijo Thraid, frunciendo los labios en una expresión que Vendaval no pudo interpretar—. Siempre y cuando recuerdes cuál es tu lugar y caigas de rodillas cuando yo lo ordene, harás bien tu papel.

La ogresa le pellizcó las mejillas y a Vendaval empezó a hervirle la sangre, pero recurrió a todo su autocontrol para ocultar sus sentimientos.

—Wandcourt, enséñale a Barba de Ballena su alojamiento. Tú y Brinda necesitaréis algún tiempo para ponerlo al tanto de las tareas de la casa. Por ahora dejadme con lord Forlane. Tengo cuestiones importantes que tratar con él, cosas que no son para los oídos humanos.

—Muy bien, mi señora —replicó el esclavo más antiguo.

Vendaval se puso de pie con cierto envaramiento y lo siguió a través de la arcada hacia un pasillo más estrecho y oscuro. El rey esclavo decidió prestar atención y aprender lo que pudiera. Siempre se mantendría alerta, analizando a sus nuevos señores para llegar a conocer sus debilidades, que sin duda las habría, en las endebles relaciones de Winterheim con sus esclavos.

El Apostadero Real era la plataforma más alta de las faldas exteriores de Winterheim. Sólo la propia cima, escarpada y cubierta de hielo, se elevaba por encima de ella. Varios senderos llevaban a esta superficie plana y cuadrada que, según la tradición, sólo podían hollar los pies del monarca de Suderhold.

Grimwar Bane estaba allí de pie, solo, cubierto con su capa de piel de oso negro, mirando hacia el noroeste, donde el sol se aproximaba al horizonte, marcando el fin de un día de comienzos de otoño. Miró a través de las Puertas de Hielo hacia la brillante extensión del mar del Oso Blanco. Incluso a tan gran altura el aire era fresco pero no frío.

Pensó fugazmente en su capa, la única piel de oso negro que nadie había visto jamás. La había cobrado como botín en la que él había tomado por una simple aldea de campesinos arktos nueve años antes. Sus guerreros no habían dejado con vida a un solo hombre de la tribu, y dado que sólo unas cuantas mujeres y niños habían escapado hacia las colinas, él llegó a pensar que la tribu estaba erradicada.

¡Qué ironía que justo una de aquellas mujeres se hubiera convertido en uno de sus más acérrimos enemigos! Había sido ella quien había conducido a su pueblo al Roquedo de los Helechos, recuperando aquella plaza fuerte largo tiempo abandonada de manos de los salvajes thanoi, que habían establecido en ella su residencia. Ella había convertido el lugar en una auténtica fortaleza, un bastión capaz de resistir el ataque más devastador.

Aquella mujer humana ahora estaba muerta, había muerto junto con su acompañante elfo en la explosión catastrófica que había hecho volar por los aires el castillo de Dracoheim. Sin embargo, seguía ejerciendo sobre él un efecto fascinante. Esta era una de las razones por las cuales el guerrero cautivo, el esclavo que había enviado a casa de Thraid Dimmarkull, le resultaba interesante. Ese hombre había estado dispuesto a dar su vida por la señora del Roquedo de los Helechos, y tarde o temprano el rey tenía intención de preguntarle por qué.

Por el momento le preocupaban cosas más importantes. En realidad, el rey de Suderhold tenía muchas cosas en mente.

Una de ellas era de vital importancia. La cuestión de su molesta esposa tenía que ser resuelta, una resolución que permitiría al monarca seguir adelante con su vida, con su futuro, de la forma que él eligiera. Si Stariz seguía vinculada a él, sería su perdición, un cáncer capaz de ir mermando su hombría y su gobierno hasta convertirlo en un gigantón emasculado, un mero juguete de la sacerdotisa-reina.

Había bramado y amenazado, rogado y hablado con ella, pero seguía siendo la misma. Todo ese tiempo había estado buscando una solución que funcionara con Stariz ber Glacierheim ber Bane. Ahora, finalmente, veía que la diplomacia no servía para nada. Con ella no había solución posible porque ella misma era el problema.

Ahora sabía que debía mandarla lejos. Esperaría a que hubiera realizado el sacrificio ritual de la ceremonia de la Marchitez Otoñal y a continuación lo anunciaría, a ella y a su pueblo.

Sería el fin de su matrimonio y podría empezar por fin el resto de su vida.