La escarpa dentada
Cuatrocientos doce humanos, un elfo y un enano gully se reunieron en el patio de armas del Roquedo de los Helechos. Grises nubarrones se cernían sobre la fortaleza y en el momento en que se dispusieron a emprender la marcha ya había empezado a caer una llovizna persistente. No era el mejor augurio para el inicio de una expedición peligrosa, y el tiempo, sumado a la bárbara resaca que tenían casi todos ellos, hizo que todos partieran con un aire bastante sombrío.
Las puertas de la fortaleza todavía no habían sido reparadas desde el destructivo ataque del que habían sido objeto a comienzos de ese verano, y los guerreros desfilaron por el boquete de la entrada de una manera bastante desorganizada. Llevaban todo lo que podrían necesitar: comida, armas, abrigo y uno o dos tragos de warqat para combatir el frío de las noches. Muchos más arktos se alineaban en las torres y a lo largo de las murallas de la fortaleza, contemplando en silencio la partida del grupo. Cuando habían recorrido ya más de un kilómetro, Moreen Guardabahía volvió la vista y se encontró con que la ciudadela se había desvanecido en medio de la niebla y la lluvia.
El tiempo inclemente se mantuvo, con lloviznas más o menos constantes, durante los diez días siguientes. Sin embargo, el grupo avanzaba a buen ritmo. Hasta la anciana Dinekki que, por supuesto, había insistido en acompañarlos, andaba con paso ágil. Ratón abría la marcha atravesando el Páramo Blanco, siguiendo la misma ruta que habían tomado dos meses antes cuando tendieron una emboscada al grupo de asalto que comandaba el ogro Narizotas. La larga fila iba dejando atrás una sucesión de aldeas en ruinas. De cada caserío quedaban como recordatorio de la crueldad de los ogros los esqueletos de una docena o más de pequeñas chozas. Cuando la niebla engullía la última aldea en ruinas por la que habían pasado, los arktos y los montañeses sentían un odio renovado por sus enemigos ancestrales y crecía en ellos el deseo de venganza que era el principal motivo de esta misión.
Hasta Slyce parecía triste ante este panorama. Daba la impresión de que esta devastación lo afectaba más profundamente que el accidente en el que habían perecido su camarada y el capitán del sumergible. Moreen vio a aquel tipejo achaparrado gimotear entristecido al pasar por los restos cenagosos de una aldea y ver los trozos de un muñeco de madera que habría pertenecido a un niño.
El terreno de los páramos presentaba suaves ondulaciones y el paisaje estaba desnudo de árboles salvo por unos cuantos bosquecillos de cedros que crecían en los valles más apartados. Ratón condujo al grupo siguiendo casi siempre el curso de los ríos, aunque cuando el camino aparecía bloqueado por extensiones pantanosas se desviaba hacia las formaciones rocosas. Su ruta los llevaba casi directamente hacia el sur, y era el instinto de Dinekki el que determinaba el rumbo que luego confirmaba Kerrick mediante una brújula náutica que había construido con un trozo de imán.
Los meses del sol de medianoche estaban llegando a su fin, y ahora un crepúsculo de cuatro o cinco horas marcaba la medianoche, aunque incluso en esos días nublados y oscurecidos por la niebla nunca se hacía realmente de noche. El breve atardecer era el que mejor reflejaba el estado de ánimo de los caminantes. Sólo paraban el tiempo suficiente para estirarse en el terreno más seco que encontraban, todos ellos cubiertos con sus abrigos de pieles para protegerse lo más posible de la lluvia. Algunos tomaban sorbos de warqat, otros se preparaban jarras de té amargo. Después de dormir algunas horas se levantaban, comían sobriamente algo del pescado seco, unas algas o el pan duro que cada guerrero solía llevar entre sus provisiones, y a continuación reanudaban la marcha.
Moreen por lo general se situaba en medio del grupo, manteniendo la cabeza alta mientras avanzaba trabajosamente entre los arktos y los montañeses. La mayor parte eran hombres, pero varias docenas de mujeres arktos se habían sumado de buen grado al grupo. Bruni iba con ellas, por supuesto, lo mismo que otras veteranas de la larga marcha hasta el Roquedo de los Helechos de la que ya habían pasado ocho años. Hasta la esbelta Rabo de Pluma, que por aquel entonces no era más que una niña, llevaba ahora un atado de lanzas sujeto a la espalda y vestía la pesada casaca de cuero que era la tradicional y única armadura de su pueblo costero.
Todos los días, la jefa de los arktos las miraba con orgullo y cierto sentimiento de culpa. Durante toda su vida, y en los tiempos de sus padres y de todos sus demás ancestros, los humanos del límite del glaciar habían vivido en el terror a los ogros, corriendo y escondiéndose y, cuando era posible, tratando de defenderse de sus asaltos y ataques. Dar la vuelta a esa relación de siempre era como tratar de cambiar la mismísima realidad del mundo en el que vivían.
Moreen se decía que estaban haciendo lo que era necesario hacer. ¿De qué servía haber conducido a su pequeña tribu al Roquedo de los Helechos y defendido la ciudadela de dos ataques en los ocho últimos años? ¿Qué significaba eso si en los próximos ocho años los ogros estaban en condiciones de atacarlos dos, tres, o tal vez ocho veces o más? Todo lo que habría conseguido al final para su gente sería un poco más de tiempo en ese sendero que los conducía a su destino inevitable. Ahora, si entraban en la capital de los ogros y sacaban de allí a Vendaval Barba de Ballena y a quién sabe cuántos esclavos, podrían cambiar las relaciones entre los ogros y los humanos hasta el fin de los tiempos.
Por fin, la ondulante extensión del Páramo Blanco llegó a su término. La alta tundra estaba encajonada entre la costa rocosa del mar del Oso Blanco y la altiva cresta de la cadena Fenriz, las impasibles montañas que marcaban el límite oriental del largo glaciar del mismo nombre. Los guerreros se reunieron en la última elevación de los páramos que dominaba un valle de unos tres kilómetros de ancho. Un río poco profundo bajaba de las montañas recorriendo el centro del valle desembocaba en el mar. Un poco más allá del valle, una escabrosa cadena, parcialmente visible en la inconstante bruma, se interponía en su camino.
—Este es el río Entrepeñascos —explicó Ratón a Moreen, Kerrick y Barq Undiente—. Aquella cadena que se ve a lo lejos es la Escarpa Dentada, que se eleva entre quince o treinta kilómetros más allá del valle. Casi todo lo que queda después del río es territorio thanoi.
—¿Crees que los thanoi sabrán que venimos? —preguntó la jefa de los arktos. No tenía miedo de los hombres morsa que, aunque fieros, no se caracterizaban por su brillante inteligencia, pero le molestaba la perspectiva de encontrárselos en su camino.
—Es difícil saberlo con seguridad, aunque no lo creo —dijo el guerrero arktos—. No hemos visto huellas en los páramos. Con todo, sospecho que tienen vigilado este valle. Como podéis ver, no hay posibilidad de ocultarse en toda su extensión, de modo que es inevitable que nos vean cuando vayamos a cruzar el río.
Kerrick echó una mirada al cielo.
—Está oscureciendo. ¿Quieres que acampemos aquí y nos pongamos en marcha a plena luz del día?
—Creo que deberíamos seguir avanzando —dijo Moreen—. La noche nos dará alguna oportunidad de pasar desapercibidos, aunque no tanto como yo quisiera. Además, si seguimos ahora tendrán menos tiempo para prepararnos la bienvenida.
—Bien pensado —dijo Barq, sorprendiendo a Moreen con una aprobadora inclinación de cabeza—. ¡Sigamos adelante y que los dioses se apiaden de cualquier colmilludo que se atreva a detenernos!
Los guerreros continuaron la marcha, siguiendo la cresta de una pequeña elevación hasta bajar al terreno llano del valle. Después apuraron el paso. A lo largo de toda la columna, los humanos llevaban las manos en las empuñaduras de sus armas y vigilaban con nerviosismo la orilla opuesta del rio, preguntándose si habría allí enemigos agazapados esperándolos para tenderles una emboscada. El crepúsculo avanzaba, y cuando llegaron a las inmediaciones del río Entrepeñascos, el gris espeso de la noche estival se había cerrado por encima de ellos enmascarando las elevaciones de uno y otro lado.
Moreen no tardó en darse cuenta de que el valle que había parecido tan llano desde lo alto de los páramos, en realidad estaba atravesado por numerosas gargantas y cauces secos. Por lo general no tenían más de dos metros de profundidad, pero eran de bordes escarpados y fondo cenagoso, lo que obligó a Ratón a dar un rodeo al aproximarse al auténtico cauce del río. Era ya medianoche cuando llegaron a la pedregosa orilla y le echaron la vista encima al propio canal.
La oscuridad se había hecho más densa y apenas podían ver, unos doscientos metros por delante, lo que parecía ser más o menos el ancho del río. Por una vez el cielo estaba claro y las estrellas titilaban en el purpúreo cielo septentrional, extremo opuesto al horizonte meridional por el que apenas asomaba el sol. Moreen hubiera preferido la densa cobertura de las nubes, o incluso la persistente llovizna, pero tal como estaban las cosas tendrían que conformarse con ese crepúsculo estival tardío del sol de medianoche.
La mayor parte de la orilla eran extensiones de arena y grava, y entre las islas que formaba este tipo de suelo seco corrían canales de aguas oscuras y ondulantes y de profundidades diversas. Algunos de ellos parecían profundos y oscuros mientras que otros eran someros y discurrían sobre un fondo rocoso.
—Nunca había llegado hasta aquí —admitió Ratón—. No conozco ningún vado adecuado, pero si vamos escogiendo el camino con cuidado deberíamos llegar al otro lado sin necesidad de nadar.
—Ve delante —dijo Moreen, que confiaba en la vista y el buen juicio del hombre.
Encontraron un lugar donde la orilla descendía suavemente hacia las aguas someras y empezaron a vadear el río. Ratón y Barq Undiente abrían la marcha, con Moreen, Kerrick y Bruni detrás. Valiéndose del extremo romo de una larga lanza, Ratón sondeaba la profundidad del agua mientras el corpulento thane sostenía con ambas manos su gran hacha de guerra listo para atacar. La jefa de los arktos y el elfo llevaban sus espadas desenfundadas mientras que Bruni esgrimía su garrote. El perfil del Hacha de Gonnas, la hoja dorada enfundada en una bolsa de cuero, sobresalía de su fardo, lista para ser usada en una emergencia.
El agua fría salpicaba y se introducía en las botas de Moreen que seguía a los dos hombres a través del canal. Su guía había elegido bien, y avanzaron unos cincuenta metros por un tramo del río de fondo plano que parecía libre de piedras aguzadas y otros obstáculos. Poco después salieron a uno de los bancos de arena, donde Ratón giró aguas arriba y los condujo por terreno seco siguiendo la trayectoria curva de la tierra e internándose más en el ancho cauce del río.
A continuación atravesaron un canal más profundo cuyas aguas le llegaban a Moreen hasta la cintura. Aquí los humanos y el elfo se cogieron de los brazos y así, apoyados por la presencia de muchos camaradas, se abrieron camino a través de una corriente capaz de arrastrar a cualquier caminante solitario. Dinekki se las ingenió para cruzar por sus propios medios, aunque Slyce estuvo a punto de ser arrastrado por las aguas en las que no hacía pie. Un montañés de aventajada estatura cogió al enano gully por el cogote y lo remolcó por el canal. Salieron a un ancho banco de grava por el que pudieron avanzar más allá del centro del cauce hasta otra extensión de aguas someras que parecía el último obstáculo antes de la orilla de escasa altura que se veía en el otro extremo del canal del río.
—Me gustaría encontrar un buen lugar para salir del río antes de hacer la última parte del vado —indicó Ratón, mirando con expresión preocupada hacia la orilla—. Tiene casi dos metros de altura y pienso que es el lugar más indicado para que nos tiendan una emboscada.
—Que los arqueros tensen sus arcos —sugirió Moreen—. De esa manera podrán darnos cobertura si necesitamos luchar para salir del río.
—Buena idea —respondió el guía.
Aproximadamente cien de los guerreros, arktos y montañeses, iban armados con los arcos cortos de doble curvatura que usaban los cazadores del límite del glaciar. Capitaneados por Thedric Drake, que tenía un aspecto muy marcial con un casco de metal plateado, prepararon sus armas y se desplegaron sobre el banco de grava. El resto de la partida, con Ratón y Barq Undiente a la cabeza, empezaron a cruzar el último tramo del canal.
Moreen no apartaba la vista de la orilla sin relieve, tratando de ver a través de la maraña de pequeños arbustos que la coronaban. Al parecer no había ni el menor movimiento, y a medida que se acercaban Moreen empezó a albergar la esperanza de que su avance hubiera sorprendido a los colmilludos. Al pie del terraplén, Ratón preparó su lanza mientras Barq echaba mano de unas ramas que sobresalían por encima de su cabeza y se impulsaba para subir por la empinada y arenosa pendiente.
Algo se movió entre los arbustos y Kerrick fue el primero en dar la voz de alerta.
—¡Cuidado!
El robusto thane montañés cayó hacia atrás maldiciendo mientras Ratón hurgaba entre los arbustos con su afilada lanza de punta de acero. Barq tenía el hombro cubierto de sangre que manaba de una herida producida por algo aguzado que había atravesado su grueso Capote. Maldijo y se tambaleó antes de recuperar el equilibrio.
A la vista de todos apareció una rugiente criatura con unos colmillos afilados dispuestos a clavarse como lanzas en los dos hombres. Ratón arremetió otra vez con su lanza y el thanoi se retorció sobre el arma que había penetrado en sus entrañas. La criatura se precipitó por el terraplén hasta el cauce del río, dejando caer un ensangrentado cuchillo de piedra. Blandiendo su hacha de combate en una mano, Barq la descargó con fuerza y el hombre morsa no volvió a moverse.
Un grupo de brutos, no menos de una docena, salieron de entre los arbustos arrojando lanzas contra los humanos. Una de esas lanzas pasó rozando a Moreen y le produjo un arañazo en la oreja, lo cual la puso realmente furiosa. Se lanzó hacia adelante, trepando por la orilla ayudándose de una mano, mientras con la otra lanzaba estocadas contra los arbustos que bordeaban el río.
Lanzó una maldición al sentir que algo trataba de sujetarla, pero no tenía apoyo suficiente para mantener el equilibrio y se precipitó hacia el agua cayendo de espaldas sobre Kerrick. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el elfo la había cogido por la ropa para apartarla del enemigo.
—¿Qué estás haciendo? —le soltó, sentándose en el cauce poco profundo y sacudiendo la cabeza para desalojar el agua que no le permitía ver.
—¡Agáchate! —le respondió él, burlón, con tono autoritario.
Moreen abrió la boca para discutir mientras él la sacaba del agua con rudeza empleando las dos manos.
Esta vez, cuando se encontró fuera del agua ni siquiera intentó hablar. En lugar de eso apretó el puño y lo descargó con todas sus fuerzas en el hombro del elfo. Olvidada de los thanoi, descargaba contra él toda su furia hasta que se dio cuenta de que Kerrick se estaba riendo de ella.
—¿Dónde está la gracia? —preguntó, sorprendida de que su rabia se hubiera desvanecido.
—Te habrían herido tus propios arqueros de haber trepado a la orilla —dijo frotándose el hombro. Ahora ya no se reía—. ¡Me has hecho daño!
Sobresaltada, se acordó del enemigo y se dio la vuelta para mirar hacia los arbustos. Pudo atisbar a algunos thanoi que caían hacia adelante con varias flechas clavadas en sus cuerpos inmóviles. De los demás no había ni rastro. Para más datos, la arenosa orilla por la que ella había tratado de trepar estaba erizada de flechas emplumadas. Era evidente que los arqueros habían lanzado una andanada letal.
—No creo que hayamos acabado con todos —dijo Ratón con aire preocupado—. Más bien creo que los que no murieron salieron corriendo tan pronto como empezaron a llover las flechas. Supongo que irán a alertar a los suyos. Me atrevería a decir que este no habrá sido nuestro último encuentro con los colmilludos.
Moreen rebuscó en el agua dando tumbos hasta encontrar su espada.
—Lo siento —le dijo a Kerrick en un susurro—. ¡Ah! Gracias.
—A tus órdenes —respondió él despreocupadamente—. Y gracias a ti.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Por haber tirado la espada antes de atacarme con ella.
—Ah —fue su respuesta. No tuvo ganas de explicarle que en aquel momento no se había dado cuenta de que había perdido su arma.
Kerrick recorría el perímetro del campamento tratando de penetrar con sus ojos la niebla que había aparecido antes del crepúsculo. Algunos de los humanos estaban durmiendo, tapados con sus pesados capotes para mantenerse aislados de la humedad y del frío penetrante. El descanso no iba a ser largo, pero después de una marcha ininterrumpida de casi veinticuatro horas, la fatiga los había obligado a hacer ese alto.
Sin embargo, el elfo no estaba especialmente cansado. Se había ofrecido para formar parte del primer turno de guardia, unos cincuenta o sesenta guerreros que permanecían despiertos y que, como él, patrullaban los límites de la cima de la colina donde el grupo había decidido asentar su campamento. Aquí el terreno era más escarpado que en los páramos, y formaba una pendiente ascendente y constante hacia la Escarpa Dentada de la que todavía los separaban unos doce o quince kilómetros. La niebla se había hecho más espesa y no le permitía ver a más de quince metros en cualquier dirección, de modo que Kerrick tenía que luchar contra la sensación de soledad impuesta por la niebla.
Trató de centrarse en lo que lo rodeaba, pero sus pensamientos se inclinaban naturalmente hacia el interior, hacia la reflexión. Qué extraño parecía que él, un marino de los civilizados Silvanesti, se encontrara aquí, tan cerca del fin del mundo. Un elfo entre hombres, en eso se había convertido su vida, y en casi todos los aspectos había llegado a aceptar esa existencia, incluso a disfrutar de ella. Sin duda no lamentaba formar parte de esta expedición. No había ningún lugar de Krynn en el que prefiriera estar a menos que fuera acompañado de estos valientes amigos y al servicio de la señora del Roquedo de los Helechos.
El elfo mantenía los ojos bien abiertos, examinando con desconfianza el borroso paisaje. La expedición había acampado en la cima de una colina redondeada, unos ocho kilómetros al sur del río Entrepeñascos. Como en el resto de esta zona del límite del glaciar, aquí no había árboles. Los últimos bosquecillos dispersos se encontraban hacia el lado norte del río. El terreno estaba cubierto de verde hierba salpicada aquí y allá por extensiones de piedra blanca de aristas cortantes. Kerrick prestaba especial atención a estas rocas ya que, suponiendo que los estuvieran vigilando, esas rocas ofrecerían un escondite perfecto a los exploradores enemigos.
Por desgracia, los ojos de los elfos no tenían mayor sensibilidad que los de los humanos para atravesar la oscuridad. La niebla parecía tener vida propia, y lo mismo se adensaba que se adelgazaba en un abrir y cerrar de ojos.
¿Era aquello algo que se movía? Imaginó que había una figura de piel coriácea y largos colmillos agazapada detrás de una roca próxima. Lo más probable es que fuera un jirón de niebla, pero desenvainó la espada y bajó unos cuantos pasos por la ladera. Con un salto repentino lanzó una estocada, pero sólo encontró una mancha de musgo.
Pudo abarcar entonces con la vista una extensión mayor colina abajo. Una forma atravesó velozmente el límite de su campo visual y aguzando la vista pudo ver más figuras desdibujadas y agazapadas dispuestas a avanzar sigilosamente. Diez, veinte, eran tantas que no podía contarlas, y avanzaban hacia ellos amparándose en la oscuridad.
Rápidamente, el elfo retrocedió, deshaciendo el camino hacia la cima hasta que vio otra vez las siluetas tranquilizadoras de sus compañeros. Dio un grito de alarma, poniendo a los arktos y a los montañeses en actitud de combate, y provocando al mismo tiempo un rugido generalizado proveniente de la niebla que se cernía colina abajo. Los humanos se sacudieron la somnolencia en un instante, formando un círculo defensivo en torno a la cima de la colina. Esgrimiendo todavía la espada, el elfo ocupó un puesto en la línea, situándose entre Moreen y Bruni, dispuesto una vez más a batallar con los enemigos de sus amigos.
Una oleada de atacantes surgió de entre la niebla precedida por rugidos y gruñidos que eran como fantasmas furiosos. Al acercarse, las formas desdibujadas se concretaron en un ejército de thanoi vociferantes, bestiales, armados con lanzas, cuchillos y mazas con cabeza de piedra.
Los humanos los recibieron según los cánones: una resuelta y apretada línea de guerreros con casi la mitad de las fuerzas esperando en reserva en el centro del círculo. Moreen no perdía de vista al gran macho que, armado con una gruesa lanza, cargaba directamente contra ella. En los ojos inyectados en sangre de la criatura brillaba el odio, y su cara casi grotesca estaba contraída en un rictus de rabia enajenada. De su mandíbula superior sobresalían dos colmillos, y cuando levantó la cabeza para lanzar un penetrante rugido, esos dientes enormes apuntaron directamente hacia la cara de la mujer.
Ella mantuvo la espada a la altura de la cintura, con el brazo plegado hacia atrás como un muelle recogido. El thanoi avanzó raudamente junto con sus compañeros, subiendo la colina con una velocidad y una agilidad sorprendentes. Al acercarse dio un salto, usando la lanza como un tercer colmillo. Moreen se agachó y por una vez en su vida dio las gracias por su reducida estatura ya que pasó por debajo de las tres armas letales. A continuación acompañó una estocada con un elástico movimiento de las piernas y tras atravesar el vientre de la bestia hizo una mueca de asco al llenársele de sangre la mano con la que blandía la espada. El monstruo aulló y se retorció tratando de arrancarse la hoja hasta que finalmente se desplomó sobre las filas de sus camaradas. Sin solución de continuidad, Moreen descargó hacia un lado un golpe fulminante que hizo penetrar la cortante hoja de la espada en el costado de otro colmilludo. Para cuando este mordió el polvo, la línea entera estaba enzarzada en una lucha cuerpo a cuerpo entre aullidos y entrechocar de armas. En el primer choque cayeron muchos de ambos bandos, pero los montañeses y los arktos mantuvieron su posición. Desde algún lugar llegaba la voz de Dinekki entonando una oración de alabanza a Chislev Montaraz y rogando la protección de la diosa contra los enemigos. Aquella bendición animó a la jefa de los arktos, y con fuerzas renovadas volvió a parar otro golpe para atacar a continuación.
Después de luchar denodadamente durante un par de frenéticos minutos, la brutal masa de atacantes vaciló y finalmente retrocedió a la vista de la decidida resistencia.
No se retiraron a una gran distancia, sino que se mantuvieron a unos diez o veinte pasos y desde allí empezaron a rugir y a golpearse el pecho con los puños y las armas en una barahúnda ensordecedora.
—¡Arqueros, lanzad tres andanadas! ¡Que se coman nuestras flechas!
Al mirar hacia atrás, Moreen vio con satisfacción que Thedric Drake estaba arengando a sus arqueros en medio del círculo formado por los defensores. Su casco de metal, único entre los integrantes del pequeño ejército, brillaba como un faro de plata. Iba de un lado a otro, gesticulando y vociferando. Los arqueros lanzaron sobre los atacantes una lluvia de misiles y, en cuestión de segundos, veinte o más hombres morsa yacían muertos por los dardos letales.
Era difícil hacer un cálculo, pero Moreen estimaba que el enemigo los superaba en una proporción de tres o cuatro a uno. La única esperanza de los humanos era su apretada formación. Mientras pudieran mantener sus defensas, los hombres morsa no podrían aprovechar su ventaja numérica, pero ¿cuánto podía durar eso?
Una vez más los atacantes se abalanzaron entre rugidos bestiales contra la muralla de acero y carne humana. Bruni le partió el cráneo a un enorme jefe adornado con plumas mientras Kerrick manejaba su esbelta hoja con deslumbrante habilidad.
La jefa luchaba contra un par de enemigos, brutales criaturas que se lanzaron al unísono usando sus lanzas para bloquear las frenéticas estocadas de Moreen. La mujer hincó una rodilla en tierra mientras un hacha de piedra pasaba rozando su cuero cabelludo, y cuando el otro levantó su lanza, Moreen vio a la muerte mirándola a la cara.
Su compañero elfo estaba dispuesto a intervenir. Librándose de su propio enemigo de un golpe en la cabeza, Kerrick se volvió y atacó, abriendo en el costado del thanoi una herida profunda y ancha. El monstruo retrocedió entre aullidos llevándose las manos al costado en un vano esfuerzo por contener las tripas que se le escapaban. Moreen se puso en pie de un salto y clavó su espada ensangrentada en las entrañas de otro thanoi. Empezaba a sentir la espada como un peso muerto y no estaba segura de poder levantarla otra vez, pero afortunadamente la oleada de atacantes volvió a retroceder dejando a más de cien de sus integrantes sangrantes e inermes sobre el revuelto campo de batalla.
Respiró hondo y apoyó la punta de su espada en el suelo, a la espera de la siguiente arremetida. Alguien llamó su atención con unos golpecitos en el hombro. Al volverse vio a Thedric Drake.
—No podremos resistir así todo el día —dijo el guerrero, que la superaba en edad y cuyo rostro estaba surcado por hondas líneas de preocupación. Se quitó el casco para enjugar el sudor de su frente y Moreen quedó sorprendida al ver su enorme calva.
—¿Tenéis una idea mejor? —preguntó con impaciencia.
—Sí. No esperemos a que nos ataquen. Hagámoslo nosotros, así minaremos su moral.
Moreen miró a Kerrick, que había estado escuchando. El elfo asintió en señal de acuerdo.
—Al menos podremos avanzar hacia el sur —añadió—. ¡Haremos que los bastardos se den cuenta de que no vamos a huir, de que si es necesario vamos a combatir hasta la mismísima cima de la Escarpa Dentada!
A la jefa de los arktos no se le escapaba la audacia de la idea, pero también se daba cuenta de que los thanoi estaban tan cansados como su propia gente. Tal vez una demostración de determinación era lo que hacía falta para quebrantar su voluntad.
—¡Adelante! —dijo.
El plan se difundió con rapidez: los thanes, la jefa y Ratón explicaron rápidamente la idea a todos los combatientes. Cinco minutos después, Barq Undiente enarboló su hacha y lanzó un estremecedor grito de guerra haciendo que toda la formación se pusiera en movimiento.
El corpulento montañés partió con su hacha el cráneo de un sorprendido thanoi, y los guerreros que los flanqueaban imitaron su empuje. Los colmilludos se fueron apartando de su trayectoria, pero no antes de que varios más cayesen bajo las armas de los furiosos humanos. En apretada formación, un círculo cerrado de arqueros y un número cada vez más mermado de reservas en el centro, el grupo avanzó colina abajo, y después, siguiendo el fondo del valle, en dirección sur.
Una pequeña banda de colmilludos aunó sus fuerzas y se lanzó frenéticamente contra el frente del círculo. Fueron derribados con brutal eficiencia sin que el reducido ejército disminuyera siquiera el ritmo de avance pasando por encima de los cadáveres de sus enemigos. El resto de los hombres morsa seguían rugiendo y golpeándose el pecho, pero ya no volvieron a tratar de bloquear su avance.
En el flanco, Moreen y Kerrick mantenían vigilado al enemigo que ya estaba fuera del alcance de las flechas. Los thanoi todavía los rodeaban, pero la formación circular, erizada de armas, mantenía su paso constante en dirección sur. Durante tres o cuatro horas siguieron así, repeliendo ocasionalmente los ataques de los pequeños grupos de thanoi que los hostigaban. Los humanos no tuvieron que enfrentarse en ningún momento a la carga de todo el peso del enemigo, aunque por todos lados se veía a un número de mil o más de ellos que seguían con su infernal barahúnda. De esta manera recorrieron toda la extensión del valle aprovechando el suelo llano que bordeaba un torrente poco profundo. Por fin, la marcha se hizo más lenta al enfrentarse la formación al ascenso gradual hacia las fuentes del río.
—Estamos al pie de la Escarpa —declaró Ratón—. No es tan empinada como yo pensaba, aunque la cumbre tiene el aspecto de un abrupto acantilado.
—Creo ver un paso por allí —observó Kerrick—. Tal vez podamos atravesarlo sin escalar el precipicio.
De hecho, el torrente que seguían parecía brotar de un estrecho corte de las rocas en la cabecera del valle, y Moreen se preguntó si los thanoi tratarían de tenderles allí una emboscada para impedir que atravesasen las estribaciones penetrando en las tierras salvajes del otro lado. En lugar de eso, la sorprendió ver que los colmilludos iban quedando cada vez más lejos a medida que ellos subían la ladera. Ahora las criaturas formaban un largo semicírculo, un arco en torno a la cola de la formación. Estaban a varios cientos de metros de distancia, fuera del alcance incluso de los arcos más potentes, y parecían contentarse con dejar que el grupo siguiera su camino.
Los humanos se acercaron al desfiladero de escarpadas paredes que parecía un buen lugar para atravesar la Escarpa Dentada. El círculo de guerreros se comprimió para pasar a través de aquella abertura, ajustando paulatinamente su formación y reduciéndola a una columna en la parte delantera mientras que en la retaguardia seguían manteniendo una línea defensiva en prevención de cualquier ataque. Bruni, Kerrick y Moreen se unieron a la retaguardia para no perder de vista a los siniestros thanoi, mientras que Thedric Drake y Barq Undiente marchaban con osadía al frente de la columna.
De repente, la columna se detuvo y Moreen oyó exclamaciones consternadas de los líderes. Se volvió a mirar y contempló con horror a una monstruosa criatura que hacía caso omiso de una andanada de piedras y, encabritada, se levantaba sobre sus patas traseras alcanzando una altura de seis o siete metros. Parecía algo así como un insecto gigante, y estaba provista de unos horripilantes ojos saltones y una boca flanqueada por dos pinzas cortantes. Un insecto de tamaño comparable al de una ballena que emitía un zumbido irritado, tenso y amenazador.
Barq Undiente lanzó un fiero y ululante grito de guerra y corrió hacia adelante blandiendo el hacha. Otros montañeses unieron sus gritos al suyo y Thedric Drake los instó a cargar con él. El monstruo levantó una de las varias patas aguzadas que salían de su cuerpo segmentado como el de un ciempiés y de un golpe derribó al fornido montañés que cayó hacia un lado.
La espantosa cabeza se disparó hacia adelante y hacia abajo como un latigazo mortal seguido de un rechinar de mandíbulas. Thedric Drake gritó una sola palabra: «¡Kradok!», el nombre del dios de los montañeses, y desapareció dentro de las temibles fauces. La bestia volvió a levantar la cabeza, tragó ostensiblemente y dejó salir un rugido amenazador.
Thedric Drake había desaparecido.