5

El destino de un esclavo

—¿Que lo has perdido? ¿El rey de Suderhold sale a dar un paseo por su propio palacio y tú no puedes seguirlo hasta donde va? —El tono de la reina estaba cargado de profunda decepción, pero en el fondo de su garganta sentía crecer un rugido, un indicio amenazador de que su disgusto iba en aumento.

—¡Por favor, majestad! —suplicó Garnet Drake arrodillándose servilmente y hablando con la vista fija en el suelo—No pude hacer nada. Sólo siguió al esclavo de la furcia durante un tiempo, después sus caminos se separaron. Naturalmente, escogí seguir a vuestro esposo.

—Sin gran eficacia por lo que se ve —señaló Stariz en un tono tranquilo, despojado de emoción. Le encantaba ver cómo la frente de Drake se iba cubriendo de sudor.

—Bueno, se metió por un callejón estrecho dándose mucha prisa. ¡Lo seguí todo lo cerca que me permitió mi atrevimiento hasta llegar al Camino de los Esclavos! —La voz del hombre se volvía insegura, trémula—. ¡Cuando llegué allí, había desaparecido! No había nadie en cien pasos a la redonda aunque fui de un lado a otro con gran presteza. Fue como si se hubiera desvanecido en el aire y sospecho que es cosa de magia, majestad. ¡Magia negra de siniestro origen!

—No seas estúpido —resopló Stariz, a quien cada vez le resultaba más difícil contener su ira.

Tenía ganas de coger a aquel inútil desgraciado por el cuello y retorcérselo. Eso le habría proporcionado una gran satisfacción, pero su principal espía no era del todo inútil. A decir verdad, le había demostrado su lealtad repetidas veces, y eliminarlo representaría el dolor de cabeza de tener que reemplazarlo por otro.

En lugar de eso entrecerró los ojos y pronunció una plegaria de orden menor invocando el poder de su venerado dios. Inmediatamente, el hombre lanzó un grito y se llevó las manos a la cara mirando a la reina con miedo y horror. Empezó a ahogarse y, volviéndose hacia un lado, cayó al suelo hecho un ovillo.

La reina no se inmutó y observó indiferente cómo aparecían ampollas en la piel de las manos y la cara del esclavo, sabía que después serían llagas que se extenderían a todo su cuerpo. Aumentaban rápidamente de tamaño, hinchándose bajo la piel pálida del hombre.

—¡Por favor…, majestad…, os lo ruego! —gruñó Garnet mientras se revolcaba dando manotazos y pataleando. Se ahogaba, y cada intento de respirar acababa en un ronquido agonizante.

Stariz seguía imperturbable, observando cómo las ampollas se inflaban hasta estallar, una por una, transformándose en llagas sanguinolentas. El espía se debatía entre quejidos roncos, pero cada movimiento aumentaba su sufrimiento. Después de un rato quedó rígido, mirándola con una mezcla de horror y admiración.

Cinco minutos más tarde respiraba un poco mejor mientras gimoteaba lastimosamente, cubierto de sudor y manchado con la sangre de sus llagas en carne viva. Lentamente consiguió ponerse de rodillas y se pasó una palma ensangrentada por la cara para enjugarse las lágrimas. Durante unos días tendría un aspecto asqueroso, pero Stariz estaba satisfecha, incluso complacida por la lección que le había dado.

—Espero que la próxima vez seas más diligente —declaró, a lo que él asintió sin pronunciar palabra.

»Limpia eso —dijo la reina señalando con un gesto los vómitos y la sangre que manchaban el suelo y frunciendo su nariz porcuna como muestra de disgusto—, y ponte ropa limpia. Quiero que me enseñes el lugar donde desapareció el rey de Suderhold.

Stariz no daba crédito a la sugerencia de Garnet según la cual el rey había desaparecido por medios mágicos. Precisamente era ella la que controlaba la magia más poderosa de Winterheim, y nadie se atrevía a ejercer semejante poder por miedo a despertar su ira. No encontraría ningún conjuro ni restos de magia.

Sin embargo, tenía esperanzas de que una minuciosa investigación le permitiera descubrir una puerta secreta.

Vendaval Barba de Ballena y los tres ogros que formaban su escolta caminaron largo rato en silencio, subiendo primero una ancha y sinuosa rampa y después una escalera de caracol que circulaba por un pozo largo y vertical. Dos veces se pararon a descansar, y las dos veces el noble y los dos guardias bebieron agua de un barril que aparentemente estaba para ese fin en los descansillos. Vendaval tenía tanta sed que no le hubiera hecho ascos a beber del cucharón que acababa de vaciar el guardia, pero en ningún momento le ofrecieron la posibilidad.

A lo largo de los pasillos encontraron a otros esclavos humanos que caminaban con la vista baja, vestidos con sencillas prendas de lana marrón. Se apartaban prestamente del camino al acercarse el grupo, y una mujer se encogió amedrentada cuando uno de los guardias levantó el puño amenazador para que dejara libre el paso. Vendaval observó que ninguno de ellos iba encadenado, y la mayoría daba la impresión de ir de un lado a otro a hacer sus recados sin que nadie los supervisara ni pusiera límite a sus movimientos.

Por fin salieron a un corredor recto, otra vez en una planta a nivel. Pasaron por una habitación donde se mezclaba el entrechocar de ollas con tentadores aromas entre los que destacaban el del pan recién horneado y el del pescado cocido al vapor. Varias veces se cruzaron con grupos de hombres y mujeres que se hacían a un lado y saludaban con una reverencia respetuosa a lord Forlane. También estos esclavos mantenían la vista baja, aunque el rey humano notó que algunos de ellos le dirigían miradas furtivas cuando el noble ogro ya había pasado.

Vendaval devolvía las miradas subrepticiamente y hacía algunas observaciones. Aunque ninguno de los humanos estaba precisamente gordo, tampoco se los veía demacrados. A diferencia de los esclavos de los niveles inferiores, llevaban prendas de lana de colores, y tanto su ropa como sus caras, su pelo y sus barbas tenían un aspecto bastante pulcro, nada que ver con los pobres desgraciados a los que el rey había visto trabajando en los cabrestantes del puerto. Sospechó que sería una de las ventajas de trabajar como esclavo en los niveles superiores de la fortaleza de los ogros.

Por fin llegaron a una ancha puerta que se abrió después de haber llamado con un solo golpe. Lord Forlane condujo a Vendaval a una antesala brillantemente iluminada con lámparas de aceite. Allí trabajaban algunos humanos limpiando unas mesas largas y, en un rincón, otros cosían parches a varias capas viejas de cuero.

—¡Tildy! —llamó la poderosa voz de Forlane—. ¿Dónde está Tildy Trew?

—¡No perdáis la calma, señoría! —La irritada respuesta llegó de una de las muchas puertas abiertas que conducían a esta gran sala. Un momento después se asomó una mujer corpulenta, de rubicundas mejillas, que miró con impaciencia al noble ogro—. ¿Qué pasa? ¿No sabéis que estamos ocupados preparando el banquete de bienvenida al rey? ¿Qué queréis ahora?

Vendaval se sorprendió ante la temeridad de la esclava. En su propio castillo, un sirviente que hablase así merecería una reprimenda o incluso una bofetada. Lord Forlane rio divertido a pesar de la cara de pocos amigos de la mujer.

—Este deberá ser presentado en el festín para ser reconocido por la corte. El rey quiere que se lo limpie y vista para la ocasión y todo eso.

—¡Vaya! ¡Estupendo! —musitó Tildy Trew examinando a Vendaval con los ojos entrecerrados. Le dio la impresión de que era corta de vista—. ¿Acabas de llegar en el barco?

—Sí —respondió.

—Pues bien. Creo que no tengo otra opción. Podéis decirle al rey que haré lo que pueda…, aunque no creo que se le pueda sacar mucho partido —concluyó dirigiéndose al ogro.

Cuando este, que todavía se reía entre dientes, se dio la vuelta para marcharse, Vendaval se dio cuenta de que Tildy era algo más joven de lo que le había parecido en un primer momento. Su cara limpia y redonda no tenía arrugas y su pelo era de un hermoso color pardo oscuro, como el del suelo fértil. Era mucho más baja que él, pensó que incluso más baja que Moreen, y sus ojos verdes brillaban con una especie de buen humor.

—Muy bien, desvístete —dijo en cuanto la puerta se cerró detrás de Forlane.

—¿Cómo?

—Tengo que mirar si tienes heridas, ya sabes. Curarte si hace falta. —Se dio la vuelta y gritó con una voz chillona como el canto de un halcón—. ¡Sherris! ¡Prepara un baño caliente para nuestro huésped! ¡Da la impresión de que habrá que quitarle algunos piojos!

Vendaval oyó correr agua en otra habitación en respuesta a la orden. Sacudió la cabeza: ¿piojos?, ¿qué el rey de Guilderglow tenía piojos? Todo era posible, reconoció mientras Tildy lo cogía de la mano y lo arrastraba hasta la habitación vecina. Además, un baño no le vendría mal…, nada mal.

—¿Grimwie?

No le gustaba nada que lo llamara así, pero estaba demasiado a gusto, demasiado satisfecho para protestar. En lugar de eso se limitó a acomodarse mejor en el montón de pieles que hacían las veces de colchón.

—Habéis traído un esclavo en el Alas de Oro. ¿No es cierto?

—Mmmm —respondió.

—Me pareció que tenía buen aspecto, no como muchos de esos humanos mugrientos y escuálidos. Parecía fuerte y alto, con un aspecto que no te haría avergonzarte de él si alguien lo viera en tu casa. Me preguntaba algo.

Otro suspiro. El rey esperaba que acabara de hablar, pues lo que realmente le apetecía era dormir.

—¿Grimwie?, ¿mi rey? —prosiguió ella. Ahora acompañaba las palabras con movimientos de sus manos, otra distracción poco oportuna.

—¿Qué queréis, cariño mío? —Trataba de que su voz sonara paciente, pero le faltaban las fuerzas para soportar uno de sus enfurruñamientos—. ¿Qué es lo que os estabais preguntando?

—Bueno, ya sabéis que mi esclavo, Wandcourt, se está haciendo viejo. Vaya, él y Brinda me han dicho que sus hijos han tenido hijos en algún lugar del Jardín Lunar. Puede que lo hayáis notado mientras lo seguíais, ya no es tan ágil como antes. Creo que se pasaría la mitad del día durmiendo si no le diera cosas que hacer. Por eso pensé que podría tener un esclavo más joven, uno que ayudara a Wandcourt en sus tareas…, alguien un poco más capaz, más fuerte y que luciera bien mi librea.

—¿Queréis el esclavo que he traído de Dracoheim? —A Grimwar le disgustó inmediatamente la idea aunque no sabía muy bien por qué—. No creo que sea adecuado como esclavo doméstico, cielito. Es un salvaje, atacó a toda una compañía de mis guardias y mató a unos cuantos. No, es muy peligroso, demasiado peligroso para ser esclavo doméstico. Puede que lo destine a la Puerta del Mar. Con semejante espalda puede hacer el trabajo de dos hombres.

El rey mentía. En realidad, había pensado en incorporar al prisionero como esclavo de su propia casa ya que tenía una presencia y una dignidad que lo diferenciaban del común de los humanos. Por supuesto, el rey de los montañeses tendría que enfrentarse muy pronto a un destino diferente. Stariz había dejado bien claras sus intenciones acerca de su muerte en la ceremonia de la Marchitez Otoñal y, como tenía a su favor la voluntad de Gonnas, el rey no estaba dispuesto a discutir por esa cuestión. Sin embargo, hasta entonces…

—Bueno, cuando haya sido doblegado, se entiende —insistió Thraid—. En realidad, yo podría ocuparme de eso. Sin duda Wandcourt y Brinda serían una buena influencia, son casi todo lo perfectos que pueden ser los esclavos.

—Creí que habíais dicho que se estaban haciendo demasiado viejos —replicó el rey.

—Bueno, quiero decir al margen de eso. Siempre han sido leales. Y discretos… Ya sabéis lo importante que es eso. Este nuevo esclavo sería perfecto. Le eché una buena mirada la noche en que lo bajasteis del barco.

Grimwar reflexionó, recordando la discusión que había tenido con Stariz cuando hablaron del destino del esclavo. Sabía que ella ansiaba con todas sus fuerzas matarlo y satisfacer con ello su sed de venganza por el desastre de Dracoheim. Este prisionero era el único que quedaba de aquellos saboreadores sin escrúpulos. Sin duda estaba condenado. Sin embargo, hasta que llegara ese momento tal vez pudiera sacar algún provecho de él antes de que lo mataran.

En realidad, ¿qué mejor manera de sacárselo de en medio y de ganarse la gratitud de Thraid que entregarlo temporalmente a su amante? Haría feliz a Thraid y eso siempre tendría consecuencias agradables. Ahora sus dedos juguetones habían dejado de resultarle molestos.

—Está bien, cariño mío —dijo despreocupadamente—. Os lo mandaré para que le echéis un vistazo. Entonces podréis decidir si lo queréis realmente.

—¡Oh, Grimwie, gracias! —dijo volviéndose para darle un beso en la carnosa mejilla.

—Ya está bien de hablar —dijo el rey, atrayéndola hacia sí—. Es hora de dedicarme a lo que realmente quiero.

—¿Sería mucho pedir un poco de privacidad? —preguntó Vendaval mirando con ojos codiciosos la bañera de piedra llena de agua caliente. Los piojos que antes no había notado empezaban a producirle picor y estaba ansioso por desvestirse, sumergirse y darse un buen baño.

—¿Privacidad? ¡Eres un esclavo! —dijo Tildy Trew con un resoplido de indignación—. No voy a ver nada que no haya visto antes. ¿Crees que no me las sé arreglar con los mozos? —preguntó mirándolo con furia y plantando los brazos en jarras sobre sus redondas caderas—. Mi trabajo es vigilar que estés bien limpio, y creo que deberías mostrar algo más de gratitud. ¡Mira esas magulladuras, por ejemplo!

—¿Qué?

La mujer indicaba las señales que tenía en las muñecas, donde había tenido los grilletes, y a Vendaval le dio grima ver las marcas amarillo-rojizas que le subían hasta la mitad del brazo.

—¡Eso fue porque estuve encadenado! —gruñó.

—Claro —dijo ella—, y te ha quedado una marca bien poco presentable. Ahora, si dejas que yo te atienda me ocuparé de ponerles pomada balsámica y barro y quedarás como nuevo antes de que te des cuenta.

Vendaval trataba de decidir lo que debía hacer. Jamás otro ser humano le había hablado así, aunque tuvo que admitir que Moreen había estado cerca en algunas ocasiones, y se estaba impacientando. Tildy Trew estaba tratando de ocuparse de él en las molestas condiciones impuestas por su mutua esclavitud, y él no podía olvidar el hecho de que tenía aquí muchos enemigos reales y peligrosos. No tenía sentido añadir a la lista alguien que podía ser neutral.

Suspiró resignado, se despojó de su ropa de espaldas a ella y se sumergió en la bañera lo más pronto que pudo. Por desgracia, el agua estaba tan caliente que tuvo que meterse poco a poco.

Plenamente consciente de su poco digna situación, cuando volvió la cabeza se encontró con que Tildy lo examinaba con mirada chispeante y una ancha sonrisa. Era lo que le faltaba. Haciendo caso omiso de que el agua estaba casi hirviendo, se dejó caer por el borde de la bañera y se sumergió hasta la barbilla.

—Mmm… —dijo la mujer—. Una vez peinado y con la barba recortada, tal vez se pueda sacar algún partido. Veremos qué podemos hacer con esas magulladuras, aunque veo que también tienes muchas en la espalda.

—De cuando me tuvieron atado en el banco —le aclaró Vendaval tratando de adoptar un tono altivo, pero demasiado relajado para conseguirlo.

—Da la impresión de que ya hubieras probado el látigo algunas veces —observó la mujer en un tono más suave y sombrío que antes—. ¿Qué has hecho para provocarlos?

—Hice que sangrara por las narices un ogro que trató de empujarme —replicó con no poco orgullo.

Tildy chasqueó la lengua con un gesto de preocupación que parecía sincero.

—Será mejor que aprendas a doblegarte a la voluntad de estos brutos, de lo contrario no durarás mucho por aquí.

—No estoy seguro de querer durar —respondió con amargura—. Dime, ¿y todos estos esclavos? Me da la impresión de que los humanos superamos en número a los ogros aquí en Winterheim.

—Ah, claro que sí…, al menos por dos a uno tan sólo en montañeses. También hay cientos de arktos —dijo Tildy—, quizá más.

—¿Se ha pensado alguna vez en…, bueno…, en una revuelta?

Siguió un largo silencio y Vendaval finalmente levantó la vista. Se quedó sorprendido al ver la faz descarada de Tildy pálida de ira, con los labios apretados formando una delgada línea. Se sacudió la mano que él le apoyó en el brazo.

—¡Ni siquiera pienses en eso! —dijo con tono sibilante mirando en derredor con aire preocupado. Vendaval se había cuidado de hablar cuando nadie pudiera oírlo, por eso lo dejó boquiabierto la reacción de la mujer.

—¿Por qué no? —preguntó en voz baja mirándola fijamente a los ojos—. ¿Acaso todos vosotros habéis olvidado lo que es la libertad?

Volvió a sorprenderse cuando los ojos de ella se llenaron repentinamente de lágrimas. Vendaval aguardó a que recuperase la compostura.

—No quiero hacerte llorar —dijo por fin—. Acabo de llegar aquí y no entiendo este lugar, no entiendo nada, pero creía conocer a los montañeses, y también a los arktos. ¡Suponía que estarían haciendo algo contra sus captores!

Cuando volvió a mirarlo, tenía los ojos secos y su tono era tranquilo pero grave.

—¡Es la reina! Ella tiene medios para saber cuando alguien piensa en plantear problemas. Había un hombre, Redd Dearman, que trató de organizar una pequeña resistencia hace algunos años. Lo hizo con discreción y suma cautela, pero vinieron a por él durante la noche. Murió en el altar de la Marchitez Otoñal, pero no antes de que la reina hiciera de ello un castigo ejemplarizante para todos los esclavos de Winterheim. Hasta los niños más pequeños tuvieron que acudir a ver el espectáculo.

—Razón de más para rebelarse —dijo Vendaval—. ¿Cómo puede vivir la gente bajo semejante tiranía y sometida a tanta crueldad?

—Hacemos lo que podemos —dijo Tildy mirándolo con expresión seria—. Hay algunos a los que les gustaría armar jaleo, como Mike el Negro, que trabaja en la cocina real. He oído hablar de él, y eso significa que otros también lo conocerán. Es sólo cuestión de tiempo que la reina se entere. Es una pena.

—¿Quién es ese Mike el Negro? ¿Qué clase de jaleos arma? —preguntó el rey montañés tratando de ocultar la ansiedad que sentía.

—Por el momento, calladamente —dijo Tildy—. Ni siquiera debería decírtelo, pero está tratando de reclutar esclavos, hombres y mujeres, para un fin secreto. No sé de cuántos será el grupo que ha formado, pero sí sé que el peligro para él y para muchos otros es real. —Cogió los fuertes antebrazos de Vendaval en sus pequeñas manos—. Prométeme que te mantendrás al margen, que no le darás a la reina ninguna excusa para fijarse en ti.

—Bueno, siempre me las he arreglado para cuidar de mí mismo.

—¡Hasta que fuiste capturado y esclavizado! —le replicó intencionadamente.

Él se puso rígido.

—No tengo nada que lamentar. Hice un sacrificio para ayudar a una amiga, la mujer a la que todavía lloro, que hizo un sacrificio todavía mayor. Si este tiene que ser mi destino, sólo espero enfrentarme a él con el mismo coraje con que ella aceptó el suyo.

—Lo siento —dijo Tildy rápidamente—. ¡Al menos que mis palabras te sirvan para ser más cuidadoso, por favor!

Vendaval Barba de Ballena asintió.

—No haré nada precipitado —prometió—. Ni pondré a otros en peligro, pero voy a tener los ojos bien abiertos.

Ella asintió con expresión seria, después empezó a restregarle con fuerza la cabeza con agua y jabón. En un momento dado lo sobresaltó volviéndose hacia la puerta de la sala de baño y gritando:

—¡Eh, Barkstone! —gritó con tanta fuerza que el rey se estremeció.

—¿Qué pasa, bonita? —preguntó un hombre asomando la cabeza por la puerta. Su acento sonaba familiar. Era de uno de los clanes montañeses próximos a la propia fortaleza de Guilderglow. Vendaval reconoció el acento, aunque no podía ver nada porque le caía el jabón encima de los ojos.

—Aquí, el rubito, que cree que yo no sé nada de los hombres. ¡Eso me dijo! —Tildy estaba otra vez indignada—. A lo mejor podrías contarle sobre lo nuestro en el Jardín Lunar aquella vez.

—Ah, Tildy…, eso es algo que recordaré mientras viva y que me mantendrá caliente aunque viva mil inviernos, pero no sería propio de un caballero hablar de ello ¿no te parece?

—¡Te digo que no quiere creerme! —declaró la mujer.

—¿Quién es? —preguntó Barkstone acercándose.

—Uno que acaba de llegar en la galera, tan nuevo como lo eras tú hace nueve años cuando los ogros te cogieron en la costa.

—Lo lamento, amigo mío —dijo el esclavo—. Aquí vamos viviendo, pero es una pálida imitación de la vida en libertad.

—Eso pienso yo —respondió Vendaval quitándose el jabón de los ojos y mirando hacia arriba. Se sorprendió cuando el hombre, al que no había reconocido, dio un paso atrás e hincando una rodilla en tierra hizo una reverencia.

—¡Majestad! —gritó Barkstone—. No puedo creer que os hayan cogido.

—¿Majestad? —dijo Tildy molesta—. Nadie me informa de nada. —Miró a Vendaval con enfado y se limitó a encogerse de hombros modestamente—. ¿Quién eres a fin de cuentas?

—¡Es Vendaval Barba de Ballena, señor de Guilderglow y rey de todos los montañeses! —declaró Barkstone.

—¡No fastidies! —Tildy le echó otro cubo de agua por encima—. Será mejor que lo deje realmente limpio —dijo, con los ojos brillantes.