4

La promesa

Narizotas no tenía la menor idea del tiempo que había pasado en esa celda, aunque sabía que habían sido muchos días, más de los que podía contar usando los dedos de sus manos y pies juntos. El gran ogro, otrora comandante de una compañía de élite de granaderos reales, ya estaba resignado a pasar el resto de su vida como cautivo de los humanos. Se preguntaba por qué le hacían esto, por qué lo tenían allí, encerrado. No habían hecho el menor intento de castigarlo ni de matarlo, lo cual lo sorprendía. Tampoco lo habían puesto a trabajar, de lo que colegía que no era un esclavo. Le daban de comer e incluso habían curado sus heridas para mantenerlo vivo. Extrañas criaturas estos humanos.

Tal vez lo mataran cuando llegara el momento, pensaba Narizotas. Después de todo, él también había matado a muchos de los suyos y tenía intención de derramar más sangre cuando cayó en la emboscada del guerrero Ratón. Su grupo de asalto había asolado aldeas, masacrado a los granjeros, destruido familias enteras, tal como su rey y su reina habían ordenado. Había sido capturado por sus enemigos y todos sus soldados habían muerto en la batalla.

Una puerta de madera con flejes de acero hacía imposible su huida. Sólo la estrecha rendija de la base se abría una vez al día para introducir un plato de madera con comida y una pequeña calabaza llena de agua. Fuera de algunos empujones sin demasiado empeño, nunca había probado la resistencia de la puerta. Además, ¿de qué le serviría salir de esa celda? Su rey estaba lejos y no había nadie que pudiera darle órdenes. Se limitaba a quedarse allí sentado, esperando la siguiente comida.

Se llevó la mano a la cara, levantó el parche de cuero y se tocó la áspera cicatriz que se había formado donde antes estaba su ojo. Ya no le dolía, e imaginó que seguramente tendría un aspecto feroz si alguna vez salía de ese oscuro agujero, cosa que no parecía demasiado probable.

De vez en cuando venía a visitarlo una mujer humana. Era corpulenta, casi tanto como una ogresa, y extrañamente bondadosa. Los suyos la llamaban Bruni, y Narizotas pensaba en ella como la guerrera Bruni. Bien que recordaba su ferocidad cuando salió blandiendo el Hacha de Gonnas para defender su fortaleza. La respetaba mucho por su fuerza y su coraje.

Había sido ella quien lo había conducido hasta esta celda después de que lo trajeron al Roquedo de los Helechos como único superviviente de su desdichado grupo de asalto. Después de eso, periódicamente venía a traerle ella misma la comida y a charlar un rato con él. Parecía interesada en saber cosas de Winterheim, y también hablaba mucho del Roquedo. Era extraño, pero le resultaba mejor compañera que la mayoría de las ogresas que había conocido. Narizotas encontraba que su cara de luna llena y aquellos ojos grandes y oscuros eran agradables, incluso hermosos.

Aquellas visitas eran poco frecuentes, y el resto de su vida transcurría entre la penumbra y el aburrimiento. Se preguntaba cuándo lo matarían y cómo lo harían, pero hasta entonces no le habían dado un solo puntapié, ni siquiera un puñetazo. La escuálida y anciana hechicera incluso había empleado magia para curar su ojo dañado y asegurarse, ¿cómo había dicho?: de que no «llegara a afectarse» o algo por el estilo. Sólo veía con el ojo que le quedaba, lo cual limitaba su visión, pero la cuenca vacía ya no le producía aquel ardor y escozor que habían llegado a ser una auténtica tortura.

Su celda estaba en las profundidades de las mazmorras de la fortaleza, al extremo de un largo corredor. No había nadie más cerca de él, de modo que ese día, cuando oyó pasos, supo que alguien venía a su celda. Esperaba que fuera su comida habitual (lo cierto es que sus tripas rugieron audiblemente al acercarse los pasos), pero se sorprendió cuando en lugar de deslizarse hacia un lado la abertura de la puerta oyó una llave que giraba en la cerradura.

La puerta se abrió y pudo ver a la guerrera Bruni. A Narizotas se le iluminó la faz. Esta vez Bruni venía acompañada de una mujer pequeña de pelo oscuro. La recordaba. A ella también le faltaba un ojo, aunque llevaba un parche limpio de piel de foca sobre la cuenca. Recordó que era la jefa de este lugar. Se puso de pie con dificultad porque tocaba el techo con la cabeza y farfulló una especie de bienvenida.

—Hola, Narizotas —dijo Bruni—. Esta es Moreen, la señora del Roquedo de los Helechos. Le gustaría hablar contigo.

—Hablaré con la dama —accedió.

—Bruni me dice que sabes mucho de Winterheim —empezó Moreen—. Debe de ser un lugar realmente grandioso.

—Grande. Y antiguo —indicó, complacido con sus palabras de alabanza—. La gran Puerta del Mar es una maravilla digna de verse. ¡La abre un ejército de esclavos!, el canal tiene profundidad suficiente para cualquier barco, y es tan ancho que pueden desplegarse los remos de la galera.

—Seguramente habrá otras puertas —sugirió la mujer—, porque cuando uno o dos ogros quieren salir, no tienen que hacerlo en la galera ¿verdad?

—Oh, no —dijo—. Hay muchas puertas del lado de la montaña. Pesadas puertas de piedra que dan a la bahía de Hielo Negro o al Muro de Hielo. Hay muchos ogros que viven en esas puertas. Yo fui capitán de una guarnición en la Puerta del Glaciar Barbudo durante muchos años.

—¿Todas dan a la montaña? —Moreen entrecerró el ojo con expresión meditativa—. ¿Hay alguna que esté más alejada, que no esté en la montaña?

—Ninguna puerta de la ciudad —dijo Narizotas—. No, allí el único camino es el Paso del Muro de Hielo. Ese da al Jardín Lunar y queda bastante lejos de Winterheim.

—El Jardín Lunar. Suena a algo mágico.

—Magia antigua. Las piedras resplandecen en una gran caverna, hacen crecer muchas cosas, como la luz del sol. Allí los esclavos trabajan produciendo alimentos incluso en invierno.

—¿Dónde está ese lugar? Me gustaría verlo —dijo Moreen.

—Está bajo tierra —dijo Narizotas sacudiendo la cabeza, como tratando de ocultar su opinión de que esta mujer no era muy inteligente—. ¡No es posible verlo a menos que se trepe por el Muro de Hielo y se consiga entrar!

—Trepar por el Muro de Hielo parece muy difícil —aceptó—. ¿No hay una puerta para atravesar ese Paso del Muro de Hielo?

Narizotas gruñó y sacudió la cabeza.

—La hay, pero empieza en las estribaciones, donde viven los colmilludos. No penséis que os van a dejar pasar.

—No —aceptó la mujer bajita entrecerrando el ojo mientras pensaba en algo que el ogro cautivo no lograba entender—. No, a los colmilludos no les gustaría eso, de ninguna manera.

Kerrick estaba de pie sobre el bastión del Roquedo de los Helechos que le resultaba tan familiar y desde el cual se dominaba todo el territorio alrededor de la altiva y antigua fortaleza. Había subido hasta lo más alto del recinto hasta salir a una empalizada de la muralla flanqueada por dos torres almenadas. A su izquierda se veía el patio de armas, donde los habitantes, tanto arktos como montañeses, se dedicaban a sus labores de muy buen humor. Un pequeño mercado era un hervidero de actividad, con el ruido de los reclamos al que se sumaba el balido de las cabras y el entrechocar de las herramientas y los productos de cuero que allí se negociaban. Había estructuras para curtir las pieles y un gran horno donde una docena de montañeses, hombres que llevaban varios años viviendo en la fortaleza, hacían carbón. Fuera de las murallas había más gentes llegadas del otro extremo del límite del glaciar, atraídas por el reclamo de la osada empresa de Moreen Guardabahía. Allí se reunían y montaban tiendas y chozas en la tundra.

El elfo miró hacia la derecha, donde el panorama era abierto y despejado. Vio las verdes colinas que se extendían hacia el sur, hacia las fértiles tierras llamadas Páramo Blanco. El horizonte dentado de las estribaciones y la blanca silueta de los Picos del Glaciar se alzaban más allá, justo en el límite de lo que abarcaba su vista, y el elfo sabía que todavía más allá se alzaba hacia el cielo el macizo de Winterheim. Había visto aquella montaña desde el mar y se había quedado boquiabierto ante su majestad, su tamaño imponente. En sus muchos viajes por las costas de Ansalon nunca había avistado un pico comparable.

La pierna casi no le dolía, así de efectivo había sido el conjuro curativo de Dinekki. Había subido la larga escalera hasta ese lugar sin dificultad, disfrutando de la libertad después de las semanas que había estado encerrado en el diminuto sumergible. Le encantaba mirar las nubes, el amplio escenario de la tundra y el océano desde esta elevada atalaya. Sus pensamientos eran tan ligeros y libres como esas nubes, y durante un tiempo vagaron sin restricciones por el cielo y por el paisaje en el que había transcurrido su vida. Pensó en el glorioso y cristalino Silvanesti, en la suave música del laúd y en las delicadas damas elfas.

Poco a poco y de una manera natural, sus pensamientos fueron volviendo a este lugar, a ella. Era una mujer increíble esta Moreen Guardabahía. El elfo rio para sus adentros al darse cuenta de que estaba contento con su nueva gesta, contento de volver a tener una causa.

¡Claro que todo parecía indicar que estaba loca, que había perdido totalmente la razón! Ahora estaba allá abajo, en las mazmorras de la fortaleza, hablando con el prisionero ogro que Ratón había capturado este verano, tratando de sonsacarle alguna idea sobre cómo entrar en la plaza fuerte de Winterheim. Mientras tanto, guerreros arktos y montañeses se iban reuniendo aquí, acampando en la tundra en torno al Roquedo de los Helechos, esperando las órdenes de su jefa o de sus thanes. Todos venían de buena gana y mostraban gran coraje al sumarse a esta campaña desesperada, aunque a todos les costara creer que había alguna oportunidad de éxito.

—¡No veo siquiera cómo vamos a llegar a ese lugar, y mucho menos cómo vamos a sacar a Vendaval Barba de Ballena vivo de allí! —dijo el elfo el voz alta, mirando hacia el sur, como si esperara que el paisaje resolviera sus dudas.

—¿Cómo puedes saberlo?

La respuesta sonó a sus espaldas, en un tono tan tranquilo y con tal inmediatez que Kerrick a punto estuvo de saltar por encima del muro con la sorpresa. En lugar de eso giró sobre sus talones, reconociendo la voz y seguro de haberse vuelto loco.

Allí estaba, recostado como quien no quiere la cosa contra el parapeto, sonriendo despreocupadamente, como si hubiera estado todo el tiempo paseando al lado de Kerrick.

—¿Cor… Coralino Pescador? —tartamudeó el elfo, mirándolo embobado—. Pero… pero… ¿cómo es que estás aquí?

—Yo pregunté primero —dijo el kender, irguiéndose en toda su escueta estatura para mirar entre dos almenas y golpeando con los pies contra la pared como un niño impaciente—. ¿Cómo sabes que nunca llegaremos a Winterheim?

—¿Sabes lo que tiene pensado hacer? —preguntó el elfo tras un momento, enmudecido casi por la misteriosa aparición de su antiguo compañero de navegación, el kender al que sólo Kerrick había visto alguna vez, y además únicamente a bordo del Cutter, cuando había supuesto que estaba solo, lejos de la costa, en la soledad del océano meridional—. ¿Cómo has llegado aquí? ¡Cuando se hundió mi barco temí no volver a verte nunca! —Sólo entonces sopesó las palabras exactas del kender—. Espera. ¿Quieres decir que vendrás con nosotros? ¿A Winterheim?

—¡Demasiadas preguntas! A la primera, sí, sé cuáles son sus planes: va a rescatar a Vendaval, a traerlo a casa. Creo que es muy valiente —reconoció Coralino—. En cuando a lo último, bueno, por supuesto, gracias por la invitación, quiero decir: ¡una oportunidad de ver Winterheim! ¿Quién no querría ir? Una ciudad entera dentro de una montaña, según dicen. Bueno, eso no es algo que pueda encontrarse en otra parte, no a menos que andes por ahí con los enanos y, la verdad, no creo que eso le interese a nadie.

—A mí no —rio Kerrick—. Estoy tan contento de estar con los humanos. ¡A veces incluso los prefiero a los elfos!

—Vaya, desde luego. Los humanos son mucho más divertidos, más animados. Los elfos pueden ser tan, bueno, tan serios. No se ríen mucho, ¿te has dado cuenta? Exceptuando a los presentes, por supuesto.

Kerrick sí que se rio entonces, sin estridencias, no fuera a romper el encanto del momento. Disfrutaba del tiempo que pasaba con Coralino, y temía que si llamaba la atención de alguien más, el kender se desvaneciera como tenía por costumbre. Sintió un arrebato de cariño por aquel pequeño ser.

—La Escarpa Dentada también es algo digno de ver. Aunque yo tendría cuidado con esa parte… tal vez querrías llevar algo fuerte para el camino.

—¿Una bebida fuerte? ¿Por qué? —preguntó Kerrick.

El kender prosiguió como si no lo hubiera oído.

—Lo malo es que no puedo acompañarte todo el camino. Ya sabes lo ocupado que estoy, tengo montones de cosas que hacer.

—¡Ah, claro! —replicó Kerrick exasperado, recordando en qué consistía el arte de la conversación tal como lo practicaba el kender, como si siempre estuvieran hablando de cosas diferentes—. Tal vez debería preguntarte dónde has estado. Desapareces durante años, y ahora apareces de repente. Nadie más te ve y todos piensan que estoy loco cuando hablo de ti. Sin duda estás fuera haciendo esas cosas importantes ¿no es verdad?

—¿Necesitas preguntarle? Yo también tengo una vida, ya sabes.

El elfo sacudió otra vez la cabeza y se volvió a mirar por encima del borde del parapeto.

—Sí, todos tenemos nuestras vidas —dijo en voz baja—, y ella cuenta con que sacrifiquemos las nuestras, si es necesario, para ayudarle y, por Zivilyn, es lo que voy a hacer.

Oyó pasos y risas. Varias personas subían por la escalera acercándose a la muralla. Kerrick se volvió y buscó con la mirada a Coralino que, por supuesto, ya no se veía por ninguna parte.

Barq Undiente tenía realmente varias piezas en sus encías, por lo menos cinco o seis, según los cálculos de Moreen, pero sin duda era el incisivo de oro macizo el que le había valido aquel nombre al tosco montañés. Ese diente era claramente visible mientras el robusto thane la miraba desde el otro lado de la mesa del banquete que se había organizado en el gran salón del Roquedo de los Helechos. La jefa observó aquel trozo de metal brillante mientras el barbudo montañés, vestido enteramente con pieles desde las botas, pasando por las calzas y la casaca hasta el enorme capote, partía un trozo de pan y lo masticaba como si fuera la cabeza de un guerrero enemigo.

Con repulsión, se volvió hacia el otro thane que se había erigido en portavoz del grupo de unos doce señores montañeses. También él estaba sentado a la mesa de la jefa para este banquete preparado con precipitación. Thedric Drake era de Seascape, uno de los reinos costeros. Moreen se había dado cuenta de que los montañeses que vivían cerca del mar eran al menos un poco civilizados, a diferencia de los clanes que vivían en la montaña, como el de la fortaleza de Barq, en Southhelm.

Había muchos representantes de ambos grupos, y también más de un centenar de arktos, hombres y mujeres de su tribu, y otros. Todos ellos habían jurado colaborar en su gran causa y se habían reunido en el gran salón para hacer planes y despedirse. Hasta el enano gully, Slyce, había insistido en ser de la partida, de hecho se había ofrecido voluntario al saber que habría cerveza y warqat en el banquete de despedida.

El sol de medianoche era pálido, casi tocaba ya el horizonte al acercarse el fin del verano, y su tenue luz entraba por las altas ventanas del salón mezclándose con el humo del fuego para dar al lugar una atmósfera nebulosa. Bruni y Dinekki estaban también allí, y Ratón, por supuesto, y Kerrick. Moreen sintió una vez más en su corazón la calidez que desprendía la presencia de todos estos buenos y fieles amigos.

—¡Por Vendaval Barba de Ballena, rey de los montañeses! —gritó Thedric Drake, levantando su jarra de warqat y ofreciendo un brindis—. ¡Que pueda respirar aire libre otra vez antes de la próxima Tormenta de Hielo!

—¡Rey Vendaval! —El nombre se repitió como un eco por el gran salón al pronunciarlo más de cuatrocientas personas, arktos y montañeses, en honor del ausente. Moreen tuvo buen cuidado de probar apenas un sorbo de la acre bebida, aunque observó que eran pocos los allí reunidos que estaban dispuestos a beber con discreción. Aunque la noche era joven todavía, ya empezaba a crecer considerablemente el nivel del ruido y el bullicio.

¿Por qué no? Sabía que todos estos hombres y mujeres estaban dispuestos a jugarse la vida embarcándose en una empresa que ofrecía pocas oportunidades de éxito o de supervivencia, incluso. ¡Que bebieran esta noche!

—¡Por el valiente entre los valientes, por Randall el Loco! —brindó Kerrick Fallabrine en tono más sombrío. Estaba sentado a la izquierda de Moreen y se tambaleó levemente al alzar su jarra. De repente empujó la silla hacia atrás haciéndola caer y se mantuvo de pie, un poco vacilante—. ¡Un auténtico guerrero que fue muerto por los ogros pero antes se llevó por delante a una docena de esos bastardos! —Se volvió y tiró su jarra al fuego, donde el resto de warqat se encendió con una llamarada azul. El elfo parpadeó sorprendido y luego rio estentóreamente.

—¡Por Randall el Loco! —El brindis se convirtió en un clamor y muchos montañeses aporrearon la mesa. Incluso Moreen se dejó llevar por la emoción del momento y una lágrima resbaló por su mejilla al recordar al valiente y leal amigo. Tomó un buen trago de warqat y apretó los dientes cuando el ardiente líquido le abrasó la garganta.

—¡Seguiremos luchando! —rugió Barq Undiente poniéndose de pie y levantando su jarra con tal violencia que el warqat salpicó a toda la mesa—. ¡Los ogros aprenderán a temernos… y morirán! ¡Randall el Loco será vengado por todos los montañeses!

—¡Randall el Loco será vengado por toda la humanidad! —gritó Bruni, cuya voz resonó por encima de los vítores que siguieron a las palabras del thane—. Era un hombre valiente, un amigo de verdad.

—¡También por Aghar! —proclamó Slyce, subiéndose a la silla al lado del elfo. Se inclinó y le susurró a Kerrick en voz perfectamente audible—. ¿Quién era Randall el Loco?

—¡Por todo el límite del glaciar! —añadió Kerrick, y Moreen a punto estuvo de reírse del brindis… Después de todo era un elfo, pero había unido su suerte a la de los humanos de esta tierra. Ese pensamiento conmovió su corazón, y cuando el elfo la miró, ella le dedicó una sonrisa que hizo brotar en el rostro de Kerrick unos colores no muy propios de un elfo.

—Por el regreso de Vendaval Barba de Ballena. Que pueda volver a sentarse en su trono —declaró Moreen, ahora más calmada, sopesando las palabras—. Todos nosotros, arktos, montañeses y elfo, hemos perdido un gran amigo, un poderoso líder y un fiel amigo. —Por toda la sala se extendió un murmullo de aprobación al expresar cada hombre y mujer su propia determinación.

—Creo que vos, mi señora, tendréis un motivo especial para lamentar su captura. —Thedric Drake se inclinó para susurrarle esas palabras. Su tono era suave, pero su mirada seguía tan penetrante como siempre.

—¿Por qué decís eso? —preguntó Moreen, aunque tras meditarlo un instante lo entendió.

—Había muchos en nuestros dos pueblos que pensábamos que la unión de nuestro rey y de la señora de los arktos sellaría a la perfección una alianza que de hecho existe desde hace siglos. ¿No sabéis que os amaba? —Ahora el tono del thane sonaba levemente a reproche.

—Sé que él y yo hablamos de la posibilidad de un matrimonio en varias ocasiones —respondió la jefa de los arktos un poco molesta—. Las palabras que intercambiamos pertenecen al plano personal entre el rey y yo.

—No os casasteis con él y sin embargo él os acompañó, entregó su libertad al servicio de la tribu de los arktos.

—Sí. Lo hizo no como mi futuro esposo sino como un leal amigo —replicó Moreen—, y ahora yo prometo rescatarlo.

—¡O morir en el intento! —Otra vez fue Barq Undiente quien habló, tambaleándose y sacudiendo su jarra que volvió a salpicar a todos. Arrojó la jarra al fuego, y por la llamarada que se produjo era evidente que había dejado una buena cantidad de warqat en el recipiente.

—¡O morir en el intento! —La promesa se propagó por todo el salón y Moreen se estremeció levemente ante el macabro brindis, pero una vez más alzó su copa y se unió a él.

Thedric Drake se puso de pie, jarra en mano, y se hizo un silencio general mientras todos esperaban otro brindis. En lugar de eso, Drake miró a Moreen y con una sonrisa amistosa le indicó que se pusiera de pie. Cuando lo hizo, habló tranquilamente.

—Ahora que nos hemos unido en esta empresa, ¿podéis decirnos cuál es vuestro plan?

Repentinamente, Moreen se sintió un poco ebria. Sabía que su idea era descabellada, pero le pareció lo suficientemente sensata para que estas buenas gentes la entendieran.

—Lo que propongo es que nos dirijamos a Winterheim, que entremos en la ciudad de los ogros y que encontremos y liberemos a Vendaval Barba de Ballena —anunció sin preámbulos—. Lo que me propongo es traerlo con nosotros y salir todos sanos y salvos. Si podemos liberar a más esclavos, incluso a todos ellos, lo haremos también.

Barq Undiente lanzó un silbido de sorpresa y a continuación cayó de bruces sobre la salsa de carne que había en su plato.

—Admiro vuestro coraje y vuestra disposición, pero la cuestión importante es: ¿cómo pensáis hacerlo? —insistió Thedric sin inmutarse—. ¿Habéis estado alguna vez en Winterheim, habéis encontrado un camino de acceso?

—He sabido de una entrada a la ciudad de los ogros a través de una caverna llamada el Jardín Lunar. Podemos llegar hasta allí por tierra, aunque eso significa escalar la Escarpa Dentada y luego el Muro de Hielo. Considero que ese camino ofrece por lo menos una oportunidad razonable de éxito.

—¿Cómo habéis sabido de esta entrada? —preguntó Thedric cauteloso.

—Tenemos un prisionero ogro, el único superviviente de un grupo de asalto apresado en el Páramo Blanco. Bruni ha entablado amistad con él en las últimas semanas y ha resultado ser muy conversador. Me he basado en sus palabras para trazar mi plan.

—¿Un prisionero? ¿No sospecháis que pueda haber una traición? —planteó el thane—. Puede que os haya lanzado directamente a los brazos de una guarnición permanente.

Moreen miró a Bruni, quien sacudió la cabeza.

—Debo decir que confío en él —dijo la mujerona—. Me baso en que estoy totalmente segura de que no tiene la inteligencia suficiente para tramar un engaño de esa clase. Nos habló voluntariamente y parecía muy contento por el simple hecho de tener con quien hablar. Creo que he conseguido ganarme su confianza. Además, es evidente que no piensa que constituyamos ninguna amenaza verosímil para la fortaleza de su rey. Está convencido de que no puede derivarse daño alguno delo que nos ha contado.

—Pero ¡la Escarpa Dentada! —exclamó un thane montañés al que Moreen no conocía—. Allí viven un millar de hombres morsa.

—¡Pues los mataremos a todos! —decidió Kerrick de pie y vacilante mientras balanceaba una nueva copa a derecha e izquierda, derramando parte de su contenido. Siguió un momento de silencio y estupor, luego un clamor generalizado se extendió por el gran salón.

—¡Muerte a los colmilludos! —El nuevo lema fue repetido por el eco y se vaciaron más copas.

—¡Llevaré el Hacha de Gonnas y golpearé a los ogros con su propio talismán! —exclamó Bruni, señalando con un gesto el arma sagrada capturada ocho años antes y expuesta ahora en la pared del salón, sobre la gran chimenea—. ¡Ni siquiera el dios ogro puede detenernos!

—Hay otras cosas que temer, además de los dioses —dijo Dinekki, cuya frágil voz consiguió imponerse al ruido ambiente—, pero también nosotros tenemos dioses de nuestra parte: dioses, hombres e incluso un elfo —añadió dirigiéndole un guiño a Kerrick.

—¿Cómo podríamos fracasar? —preguntó Bruni, que a Moreen le pareció sorprendentemente sobria. Aquella corpulenta mujer levantó su jarra, bebió un buen trago y a continuación exclamó en voz alta—: ¡Por la Escarpa Dentada!

—¡Por el Paso del Muro de Hielo! —añadió Kerrick.

—¡Y a través del Jardín Lunar a Winterheim! —proclamó Moreen. Otras tres copas se estrellaron contra las brasas y los vapores del warqat se transformaron en una llamarada azul que amenazó con sobrepasar los límites de la chimenea.

Sobrevino un silencio, y la jefa de los arktos sintió que todas las miradas estaban fijas en ella. Ya se sentía despejada, despierta y esperanzada en compañía de buenos amigos. Sin prisa y con tristeza en el rostro levantó su copa para un último brindis.

—Una promesa leales compañeros, prometo llevaros hasta Winterheim. Entraremos en la plaza fuerte de los ogros y rescataremos a Vendaval Barba de Ballena.

—¡O moriremos en el intento! —Barq Undiente había conseguido recuperarse lo suficiente para levantar su faz barbuda llena de salsa de carne para dar el último toque a la promesa de Moreen.

—¡O moriremos en el intento! —repitió Moreen, vaciando su copa.

Y todo iba en serio.