Los salones de Winterheim
Después de las semanas pasadas en la bodega de la galera de los ogros, el simple hecho de atravesar la cubierta y bajar la rampa era para Vendaval un sufrimiento. Tenía los músculos entumecidos y las cadenas le pesaban todavía más. Como un anciano dolorido, se arrastró por la dársena llena de gente reparando en poco más que en el aire puro que se respiraba en ese lugar enorme.
Apenas se dio cuenta de la atención que despertaba aquel barco, del populacho de Winterheim reunido para saludar el regreso de sus reyes. Como una curiosidad añadida, la multitud de ogros examinaba también a este prisionero desaliñado, sucio. A oídos de Vendaval llegaban los murmullos de interés, algunas burlas y risitas, mientras subía la media docena de escalones de piedra desde el muelle hasta la enorme extensión de la plaza del puerto.
En la multitud había algo que lo llenaba de furia, y su primer impulso fue levantar los puños encadenados y maldecir a esos brutos ignorantes, pero se dio cuenta de que eso sólo serviría para divertirlos. No había manera, al menos no la había aquí y ahora, de amedrentar o atemorizar siquiera a los presentes.
Se limitó a caminar erguido, haciendo caso omiso del dolor que sentía al tratar de enderezar la espalda. Dobló los brazos para demostrar que el peso de las cadenas no bastaba para doblegarlo y subió los escalones como si él fuera el rey que volvía a casa, paseando su mirada altiva y desdeñosa por el amplio puerto subterráneo.
A pesar de aparentar lo contrario, no pudo por menos que sentirse hondamente impresionado por el lugar. El puerto era un círculo abierto de agua conectado por un ancho canal que atravesaba las compuertas todavía abiertas. Cada una de esas planchas enormes de piedra era movida por el esfuerzo de cientos de esclavos humanos que tiraban de cables que hacían girar los pesados cabrestantes. Ahora aquellos esclavos lo miraban y él los saludó con una leve inclinación de cabeza, contemplando al mismo tiempo la obra de ingeniería que permitía que un peso gigantesco fuera manipulado por medios tan rudimentarios.
El sol, bajo en el cielo septentrional, derramaba su luz brillante por las plácidas aguas y el ancho malecón. En el puerto había tres atracaderos, hendido cada uno de ellos en una dársena y lo suficientemente anchos para que un barco de gran calado se deslizase entre un par de muelles. El Alas de Oro ocupaba el del centro, y los dos a cada uno de los lados estaban vacíos. Más allá de los muelles una serie de anchas rampas y escalinatas conducían a la gran plaza, situada unos tres metros por encima de la dársena. Allí era donde estaba concentrada la mayor cantidad de ogros. Formaban una multitud festiva que aclamaba al rey y a la reina, que habían sido los primeros en bajar del barco, desplazando después su atención a la tripulación y al prisionero.
Vendaval oyó algunos abucheos, pero no les hizo el menor caso mientras miraba a su alrededor estudiando el lugar con mirada de estratega. Vio a los dos monarcas entrar en algo parecido a una jaula y se quedó sorprendido al ver que el artilugio empezaba a ascender. Mirando con atención, vio a otro grupo de esclavos, una veintena de ellos, que tiraban de unas cadenas que controlaban una especie de mecanismo con engranajes.
Vio que en lo alto había un atrio circular. Aunque aquel pozo vertical se alzaba hasta más allá de lo que podía ver, conjeturó que seguramente se extendería casi hasta la cima de la montaña. El atrio estaba rodeado de balcones, más de los que podía contar, que se multiplicaban hacia arriba formando una gran chimenea. La pareja real subía y subía, provocando una oleada de vítores a medida que ascendía hacia las alturas, y a Vendaval se le ocurrió una idea: si aquellos veinte esclavos de repente soltaran las cadenas, ¿se caería la caja en la que iba el rey hasta estrellarse contra el malecón? Era una idea que merecía ser investigada en el futuro.
En los niveles inferiores había más espectadores que contemplaban el iluminado puerto. Entre todos los presentes le llamó la atención una ogresa que lo estudiaba desde un balcón situado unos treinta metros por encima de él. Le sostuvo la mirada inspeccionándola a su vez con frialdad. Era desusadamente voluptuosa para alguien de su raza, muy diferente de aquella ogresa cuadrada y parecida a un oso que era la reina. Esta tenía unos pechos impresionantes y un talle estrecho e iba enfundada en un vestido rojo brillante que destacaba entre la vestimenta de piel blanca o marrón o de piel de ciervo que llevaba el populacho de Winterheim. Su rostro no tenía esa expresión bestial, sino que era bastante atractivo en su redondez, y su boca esbozó una pícara sonrisa mientras una de sus manos lo saludaba como de pasada.
Un empujón hizo avanzar al cautivo que se tambaleó haciendo resonar las cadenas, y a punto estuvo de perder el equilibrio. Se dio la vuelta para enfrentarse a un guardia receloso armado con una espada de hoja ancha y punta roma.
—Sigue adelante —gruñó el ogro con expresión cruel—. No querrás que te pasen por encima.
Irguiéndose otra vez, Vendaval siguió andando tras la escolta de varios guardias reales a los que recordó que llamaban granaderos y que se apartaron del grueso de los guerreros que volvían a casa. Hicieron entrar al montañés en un alto túnel que tomaba la dirección contraria a la del puerto, donde una vez más el frío y las sombras lo envolvieron. Consciente de que llevaba detrás al mismo guardia armado con la espada, procuró avanzar al mismo paso que sus captores hasta que llegaron a una gran puerta de madera.
La puerta fue abierta desde dentro dejando ver una caverna iluminada por antorchas donde unos cuantos ogros estaban reunidos sin hacer nada en tomo a una mesa. Saludaron con gruñidos al grupo que acababa de llegar. El rey humano conjeturó que sería una especie de sala de guardia para los guerreros ogros. A lo largo de las paredes había muchos bancos, así como espadas y lanzas colgadas de ganchos.
Vendaval sintió que lo empujaban de nuevo, esta vez con tanta violencia que cayó al suelo. Se revolvió, poniéndose en cuclillas y mirando con furia al despectivo guardia.
El ogro levantó la espada, se la apoyó en el hombro e hizo señas a otro guardia, que se acercó con un gran llavero.
—Quítale las esposas —dijo el bruto—. Ya no hay posibilidad de que escape. No de Winterheim.
Vendaval se frotó las muñecas mientras le retiraban los grilletes y luego estiró las piernas para liberarse de las cadenas. Sólo cuando se hubo despojado de ellas se puso de pie lentamente, mirando con el rabillo del ojo al ogro que sostenía la espada.
Ya de pie, el montañés arqueó la espalda y extendió los brazos, continuando con la charada de estirar sus articulaciones entumecidas. La mayor parte de los ogros de su escolta estaban ocupados aflojando sus cintos, sentados para quitarse las botas o colgando las armas de los ganchos de las paredes. Intercambiaban toscos saludos con sus camaradas, dándose empujones o golpes en la espalda o en los hombros.
Vendaval quedó sólo bajo la vigilancia de aquel bruto, y aprovechó el momento. Apretando el puño, giró de repente y descargó un puñetazo con todas sus fuerzas en la nariz del ogro. El guardia lanzó un rugido y dejó caer la espada mientras se tambaleaba y se llevaba las manos al sangrante hocico.
—Eso por empujarme —dijo Vendaval, mirando sin inmutarse al indignado guardia.
La sangre fría del cautivo contribuyó a enfurecer más a la bestia.
—¡Es mío! —rugió, apartando a sus compañeros que se abalanzaron para sujetar a Vendaval—. ¡Insolente escoria humana!
¡Podrías haber tenido una larga vida aquí, pero eres demasiado estúpido para eso y ahora vas a morir!
El montañés apartó de un puntapié la espada, flexionó las rodillas y se colocó en posición de responder al ataque. Pensó que había cosas peores que morir peleando con un ogro captor, y se preparó para recibir unas cuantas patadas más antes de caer. El ogro bajó la cabeza y embistió. Vendaval lanzó otro puñetazo que esta vez alcanzó al bruto en una oreja. El humano se agachó antes de que los largos brazos del ogro pudieran atraparlo y a continuación se incorporó ágilmente con los puños en alto esperando la siguiente embestida.
—¡Basta ya!
La poderosa voz llegaba de la entrada de la sala de la guardia desde donde otro ogro miraba con furia al guardia que seguía resoplando airado. Al ver el líquido rojo que manaba del hocico herido, Vendaval sonrió aviesamente. Para él, este ogro sería en adelante Hocico Sangrante.
—¡Lord Forlane! —gritó uno de los guardias, y toda la compañía se puso firme, todos excepto Hocico Sangrante que trataba de contener la hemorragia mientras de rodillas buscaba la espada que el montañés había mandado de un puntapié al otro lado de la habitación.
El recién llegado estaba ataviado con lo que Vendaval supuso que eran refinadas prendas nobles. Su capa de piel de oso blanco lucía impecable y le llegaba hasta la pantorrilla. Las botas de piel de morsa estaban lustrosas, y aunque toda su vestimenta era de cuero curtido, llevaba a la cintura un cinto de oro macizo y muchas cadenas del mismo precioso metal colgaban de un cuello tan grueso como el tronco de un pino.
—¡La orden era traer aquí al prisionero sólo para quitarle las cadenas! —gruñó el noble, que al parecer había identificado a Hocico Sangrante como la fuente de su enfado—. ¿A qué se debe que os encuentre en medio de esta barahúnda?
—Él…, él me golpeó —declaró el ogro, que seguía sangrando mirando al humano con sed de venganza—. Me disponía a defenderme.
—Una espada es más útil en la mano que en el suelo —se burló lord Forlane. Varios ogros le festejaron la gracia, haciendo caso omiso de la mirada asesina de su camarada. El noble se volvió a mirar a Vendaval con sagacidad—. Tengo instrucciones de llevarte a la sección de los esclavos en el nivel real. ¿Tendré que maniatarte para llevarte allí?
El rey de los montañeses hizo una fría reverencia al reconocer que sus circunstancias habían cambiado y que debía aprovecharse de ello.
—Será para mí un gran honor acompañar a vuestra señoría —dijo.
—Muy bien. —Forlane rio por lo bajo y fue como si se moviera la grava en el fondo de una criba para oro—. Limpia bien todo esto —le soltó al dolorido guardia señalando las manchas de sangre del suelo—. Y de paso lávate la cara. —Con un gesto se dirigió a otro guardia—. Dale al esclavo dos latigazos como castigo. Debe aprender que no toleraremos la violencia contra los nuestros.
Vendaval no tuvo siquiera ocasión de reaccionar cuando ya el látigo lo había golpeado en la magullada piel de la espalda. Fue un dolor insoportable. Apretó los dientes y se tambaleó, pero consiguió mantenerse firme para soportar el segundo latigazo. Aunque volvió a tambalearse y tuvo que respirar hondo, no cayó de rodillas y en cambio miró a lord Forlane con los ojos entrecerrados y con una expresión muy distinta. El noble al parecer también midió al prisionero con la mirada. Con una expresión entre curiosa y divertida llamó a un par de granaderos.
—Vosotros dos, venid conmigo y no perdáis de vista a este tipo.
Los dos avanzaron y cogieron a Vendaval, cada uno por un brazo, con los ojos fijos en la puerta por la que ya salía lord Forlane. El montañés sintió los ojos de Hocico Sangrante horadándole la espalda mientras salía de la cámara detrás del noble. Vendaval decidió andarse con cuidado con aquel bruto, que tenía todo el aspecto de ser de los que no olvidan.
Estaba seguro de que habría mucho resentimiento y una gran sed de venganza en este lugar.
—Estará haciendo los preparativos para verse otra vez con esa zorra, tal vez en las próximas horas —dijo Stariz con tono sibilante—. Quiero que lo sigan. ¡Quiero saber dónde se reúnen y cuánto tiempo pasan juntos!
—Sí, mi reina, por supuesto —respondió Garnet Drake, su espía de confianza.
Garnet era un humano, pero había nacido y crecido entre los esclavos de Winterheim. La reina no tenía la menor duda de su lealtad, ya que los favores que ella le concedía le habían valido una categoría dentro de los de su clase. La reina se ocupaba de hacerle llegar como regalo buenos alimentos y cerveza y, a su vez, él hacía lo que ella le pedía y la tenía informada de todo lo que sucedía en la ciudad de Winterheim.
Ahora, como de costumbre, el objeto de su curiosidad no era otro que su propio y real esposo. Apenas un instante se quedó Stariz mirando con nostalgia la tina de agua que ya no humeaba, el baño que habían preparado para ella sus esclavas personales. ¡Qué bien le sentaría sumergirse en ese calor tranquilizador! Se obligó a hacer a un lado aquel pensamiento, aquella añoranza, reconociéndolo como una señal auténtica de debilidad.
Sin duda, su esposo ya se habría dado su baño y estaría soñando con uno más de los fantasiosos placeres que ocupaban gran parte de su limitada atención. Porque Grimwar Bane era débil, le faltaban decisión y determinación, aspectos en los que su esposa era fuerte. Por un momento se permitió otro tipo de añoranza, el deseo remoto de que el rey ogro reconociera las admirables virtudes de su reina. ¿Acaso no veía que habían sido su sagacidad y su inteligencia las que los habían llevado a donde estaban ahora?
La verdad, Grimwar Bane, con la ayuda de su inteligente reina, tenía la posibilidad de ser uno de los grandes gobernantes de Suderhold, una auténtica figura histórica. Stariz se sabía bien la historia de este reino, una colonia formada a partir del antiguo dominio de los ogros, que se había transformado en un reino poderoso cuya influencia se extendía a todo el Krynn civilizado. Pero desde entonces habían pasado miles de años, y aquel distante imperio de los ogros había empezado a desmoronarse.
Pensó con amargura en el segundo barco de la flota real. El Hornet había sido diseñado por un elfo cautivo y construido por esclavos humanos, pero a Stariz le asomaban las lágrimas al recordar la explosión que había destruido aquella preciada embarcación. También le asomaban las lágrimas al recordar que su aliada más poderosa, la reina viuda Hannareit, estaba muerta. Ahora todo dependía de ella, de Stariz ber Glacierheim ber Bane.
Sólo había algo de bueno en el reciente desastre: Stariz estaba convencida de que el Mensajero elfo había perecido en la explosión. Sabía que se había introducido en Dracoheim, y su dios la había advertido de que el elfo era un heraldo de destrucción. En realidad, había sido un tormento en su existencia desde su llegada al límite del glaciar, hacía de eso unos ocho años. La certeza de que estaba muerto le producía cierto grado de placer.
Garnet Drake seguía de pie ante ella, esperando pacientemente las siguientes palabras de su señora. Hizo una inclinación de cabeza cuando ella elevó hacia él la mirada.
—¿Sigue teniendo esa zorra sus aposentos habituales?
—Así es, mi reina. En las últimas semanas ha dedicado algo de tiempo a preparar un nuevo lugar, una casa con terraza que da a los niveles medios de la ciudad. Encargó nuevas butacas, dos docenas de pieles de oso, cien lámparas para el lugar, y… —Garnet tosió pesaroso.
—¡Habla! —exigió la reina—. ¿Qué?
—Encargó a los carpinteros la construcción de una nueva cama. Dio órdenes específicas al maestro esclavo de que debía estar lista antes de que el rey volviese de su campaña.
Stariz se estremeció y sintió que enrojecía. Durante un momento no pudo hablar, sólo apretar los dientes haciendo asomar los romos colmillos que salían de su quijada inferior.
—¡Esa furcia impertinente! —exclamó por fin—. ¿Es que su desvergüenza no tiene límites?
—A lo mejor sirve de consuelo a vuestra majestad el hecho de que aparentemente entre los esclavos e incluso entre los ogros nadie conoce las… indiscreciones del rey. Al menos ella ha tenido la delicadeza de impedir que la cuestión fuera objeto de habladurías.
—¡Eso no es ningún consuelo! —rugió Stariz, fijando una mirada de hielo en Garnet Drake, que sólo pudo disculparse con una inclinación de cabeza—. ¡Menudo consuelo! ¡Ahora ve y haz tu trabajo!
El esclavo espía se marchó para poner en movimiento a sus agentes. Ni un solo movimiento del rey y de Thraid Dimmarkull quedaría sin comunicar, pero en el silencio de sus aposentos, a solas con sus pensamientos, Stariz llegó a la conclusión de que no bastaría con conocer los movimientos de su esposo. No…, había llegado la hora de entrar en acción.
Una vez más miró la tina en cuyo interior el agua se estaba enfriando. Sentía la piel tirante. La sal del mar le había dejado el pelo apelmazado y las pocas comodidades del camarote del barco hacían que se sintiera sucia; sin embargo, el baño tendría que esperar. Había otras prioridades.
Con una breve pausa para recoger su máscara y su manto, símbolos de su jerarquía como suma sacerdotisa, del armario donde la esperaban, abandonó los aposentos reales y se dirigió al paseo.
Necesitaba ir al templo a orar y meditar y a practicar la magia de su poderoso dios. Como siempre, dejaría que la voluntad de Gonnas el Fuerte le señalara el camino.
Grimwar Bane avanzaba por el corredor en dirección contraria a los aposentos reales. Por allí había más viandantes —esclavos y también ogros—, pero su esposa había partido hacia el templo y estaría ocupada mucho tiempo. Eso le daba a él, por fin, ocasión de ser libre.
No perdía de vista al esclavo humano, Wandcourt, que iba doce pasos por delante de él. Sabía que Stariz tenía a sus espías apostados, de modo que el esclavo de Thraid Dimmarkull y el rey ogro hacían ver que no iban juntos. Era importante que Grimwar observara el camino que seguía Wandcourt porque era el que lo llevaba a su objetivo.
El hombre se introdujo en un callejón, uno de los múltiples pasajes que comunicaban los grandes edificios de piedra del nivel real de Winterheim. Este pasaba directamente por debajo de la muralla exterior del palacio. El giro no lo tomó por sorpresa, pero el rey siguió adelante aparentando indiferencia. Ya se habían puesto de acuerdo antes porque si ambos tomaban el mismo callejón la cosa sería demasiado obvia.
En lugar de eso, Grimwar siguió hasta la siguiente manzana de edificios: tiendas elegantes en cuyos escaparates se exhibían objetos de oro y especias exóticas, y tomó el callejón siguiente. Recorrió presuroso el oscuro pasaje hasta llegar al corredor de comunicación, más oscuro todavía, que por lo general sólo usaban los esclavos y que pasaba por detrás de los desgarbados edificios que bordeaban el paseo. Este pasaje era sombrío y estaba sembrado de desperdicios, pero el rey no se dejó distraer por esas minucias. En lugar de eso, buscó hasta encontrar un oscuro espacio a su izquierda que estaba justo donde Wandcourt había dicho que estaría. Se introdujo en él rápidamente y oyó el ruido sordo de la puerta secreta al cerrarse detrás de él. Sólo entonces descubrió el esclavo la lámpara que llevaba, cuyo pálido resplandor sólo le permitió ver un pequeño rellano y una escalera empinada que se internaba en la base rocosa de la montaña.
—¿Piensas que nos habrán visto? —musitó el rey.
—No lo creo, señor —replicó el humano—. Vi una sombra, como de alguien que se introducía en el callejón detrás de vos, pero para entonces vos ya habíais llegado a la parte trasera del edificio. Si alguien os seguía, no sabrá adónde fuisteis después de ese momento.
—Bien. Sigamos —ordenó el monarca con un atisbo de impaciencia en la voz.
El esclavo inició de inmediato el descenso, sosteniendo la luz para iluminar los pasos del rey, a pesar de que en la oscuridad la vista de los ogros es mucho más aguda que la de los humanos. Sin embargo, Wandcourt parecía saberse muy bien el camino, porque avanzaba con paso firme y a buen ritmo.
Siguieron bajando largo rato. Después de todo, el nivel de las terrazas estaba aproximadamente en la parte media de los niveles de Winterheim, mientras que el palacio real estaba en la cima misma. Durante todo el recorrido, el rey no dejó de percibir en sus oídos los latidos de su corazón, y no era por el esfuerzo del descenso, sino porque la idea de lo que le esperaba hacía que le sudasen las palmas de las manos y el deseo aceleraba su respiración.
Por fin llegaron a otra puerta a la que Wandcourt llamó discretamente antes de abrir. Grimwar casi empujó al hombre que, con su experiencia en estas lides, se apresuró a hacerse a un lado. El rey casi no reparó en lo que lo rodeaba y pasó rápidamente por una pequeña antesala al ver que se abría una puerta al otro lado.
Ella lo estaba esperando tal como él había imaginado, y estaba todavía más bella de como la recordaba. Su traje, aquel brillo de seda carmesí tan diferente de la vestimenta predominante en Winterheim, no disimulaba precisamente las voluptuosas curvas de su cuerpo. Llevaba los labios pintados del mismo color y sus ojos brillaban de alegría cuando el rey se acercó y la envolvió en sus poderosos brazos.
—¡Mi Grimwar! ——musitó, atrayéndolo hacia sí. El rey oyó que a sus espaldas se cerraba una puerta y supo que el esclavo se había retirado—. ¡Cuánto os he echado de menos!
Sin deshacer el abrazo, los dos amantes se introdujeron de lado en otra habitación: el tocador. Sin perder tiempo, el rey cerró la puerta de un puntapié mientras la besaba frenéticamente, casi con rabia, y ella respondía al abrazo con pasión propia. Las manos de Grimwar recorrían el cuerpo de la ogresa, y ella se quejaba débilmente sin dejar de besarlo. A él le temblaban las rodillas y tenía necesidad de respirar hondo, pero no estaba dispuesto a dejarla. En lugar de eso siguieron juntos, atravesando con lentitud la habitación suntuosamente decorada. El rey sólo miró un momento con el rabillo del ojo para asegurarse de acertar con la cama.
El templo de Gonnas era una cámara sagrada, enorme y oscura, situada en la zona más alta del nivel noble de Winterheim, justo debajo del palacio real. Era el lugar favorito de Stariz en el mundo, la gran estancia en la que realmente sentía su propio poder y al mismo tiempo conocía la fuerza del que superaba con mucho su simple ser mortal.
La imagen de Gonnas el Fuerte la miraba desde la altura de su inmensa estatua de piedra negra que superaba tres veces o más la estatura de un ogro corpulento. El Obstinado estaba representado como un robusto macho de su especie, una imagen que tenía un extraño parecido con la cara ceñuda de su esposo, el rey. Pero el carácter indolente y vacilante de Grimwar Bane, sometido a las tentaciones de la carne y a las distracciones de una mente ociosa, nada tenía que ver con la firmeza implacable de Gonnas.
Había dos rasgos que Stariz admiraba por encima de todo y trataba de emular en la medida de sus considerables posibilidades.
—¡Oh, Gonnas! Mi señor, mi maestro inmortal, por favor perdona mis fracasos… Vuelvo a presentarme ante ti no con la victoria que mereces sino para buscar tu guía y tu sabiduría, para conocer las verdades que puedes ayudarme a ver y saber qué pasos debo dar en tu tan temido nombre.
La suma sacerdotisa apoyó su cara enmascarada en el suelo, en la pulida obsidiana negra, tan brillante y oscura como la propia estatua. Su gran máscara, la grotesca y exagerada imagen del dios, pareció fundirse con la lisa superficie y sintió que sus ropajes se extendían como aceite sobre agua caliente. Hasta tuvo la impresión de que su carne se amoldaba al suelo como si fuera simplemente una estera, digna sólo de amortiguar los pasos de su amo todopoderoso.
Sintió la presencia de Gonnas como un peso aplastante sobre su persona. Una sacerdotisa menor habría gritado de dolor, y más de una diaconisa había sucumbido ante la primera sensación de este favor divino, pero para Stariz ber Bane, la presión de su señor era una bendición, incluso un éxtasis. Jadeó de placer al sentir que el peso se acentuaba, y supo que su dios estaba complacido con ella, si no con todos sus fieles. La suma sacerdotisa no podía respirar, pero eso no importaba porque ahora el poder de Gonnas oxigenaba su carne y revitalizaba su mente.
Estaba dispuesta a permanecer así todo el tiempo que quisiera el Obstinado, y a disfrutar de cada segundo. Su mente estaba vibrante y activa, llena de ideas de gloria, de ansias de castigo para los enemigos de su pueblo y de enaltecimiento de su dios y de su tierra.
Lentamente, con dolorosas e incitantes aproximaciones, la voluntad de Gonnas se hizo patente. Vio al esclavo humano, al rey que habían capturado en Dracoheim, abierto en canal para que su sangre pudiera caer en las fauces insaciables del dios. La imagen fue tomando forma en su mente hasta que vio a Grimwar Bane, a todos los ogros de Winterheim y también a los esclavos, presenciando el sacrificio. Stariz supo que su primer impulso había sido acertado, y esa certeza le causó un placer que invadió todo su cuerpo.
—Se hará tu voluntad, mi señor. El rey humano será sacrificado en la ceremonia de la Marchitez Otoñal, y todo Winterheim será testigo de su sufrimiento, de su destino y de tu gloria eterna.
Hubo una muestra más de poder de su señor y ella gritó de pura alegría bajo la inclemente presión de su propio placer. Su corazón se llenó de amor al saber que había satisfecho la voluntad de su poderoso dios.
Stariz estuvo a punto de perder el sentido, tan arrollador fue el abrazo, el poder aplastante de Gonnas. Tuvo que hacer uso de toda la fuerza de su voluntad para no desvanecerse mientras murmuraba palabras de alabanza y exaltación, prometiendo una y otra vez que el rey esclavo sería sacrificado en el altar de la gran ceremonia de fin del verano conocida como Marchitez Otoñal. Esto era lo que había deseado, y le causaba placer saber que sus propios deseos coincidían tanto con los de su verdadero dios.
Sólo entonces, cuando los últimos atisbos de conciencia la abandonaron finalmente, el Obstinado le susurró que su esposo, Grimwar Bane, podía llegar a ser un gran rey de Suderhold, tal vez el más grande del último milenio. Ella era la clave de esa grandeza porque tenía la fortaleza que a él le faltaba, y sólo gracias a su diligencia y preocupación podría conseguirse esa majestad.
Aunque le partió el corazón oír la orden de su dios, entendió la última insinuación de su voluntad e hizo votos de obedecer.
Había que vigilar al rey ogro, y muy celosamente.