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Los dos reyes

La montaña dominaba las quieras aguas de la bahía de Hielo Negro por encima de las estribaciones costeras y de la faz desnuda del acantilado que se extendía hacia el este y el oeste desde las laderas glaciales del enorme macizo. Aunque la tersa barrera blanca, el Muro de Hielo, se alzaba trescientos metros por encima del nivel del mar, quedaba empequeñecida por la grandiosidad de aquella cumbre solitaria cuya majestad parecía casi desmesurada.

El pico penetraba en la atmósfera enrarecida de las alturas, e incluso ahora, en el último mes del verano, lucía su permanente sudario de hielo y nieve. A izquierda y derecha apuntaban hacia el cielo otras montañas, pero hasta las estribaciones más bajas del enorme macizo superaban con mucho los más altos picos de la Cadena Blanca y las demás cumbres serradas que atravesaban los confines polares cubiertos por el hielo. Esas alturas menores eran como los oseznos reunidos alrededor de un gran oso blanco.

Esa montaña era Winterheim y, con toda su grandeza, era mucho más que una mera montaña.

De regreso a este lugar, a su hogar, el rey ogro fijó la vista en el macizo que era también su fortaleza, la capital de su reino. Se sintió confortado al comprobar que al menos este altivo panorama permanecía intacto. Volviendo de una expedición que se había cobrado la vida de su madre, destruido uno de sus dos barcos y derruido un orgulloso bastión de su reino, sabía que había pocas constantes en su mundo, pero esta montaña seguía siendo la mayor de ellas. Eso hizo que se sintiera agradecido y aliviado.

Era consciente de que todavía era un rey poderoso y de que podía ejercer su considerable mando de formas muy variadas.

—Traed a cubierta al prisionero —ordenó, y varios ogros pertenecientes a los Granaderos Reales se apresuraron a obedecer.

El rey sabía que su reina estaba cerca, sentía sus ojos clavados en él, pero no se dignó mirarla. Mantuvo los ojos fijos en aquella cima inmaculada.

Oyó cómo se abría una escotilla, después un arrastrar de cadenas y, por fin, el restallar de un látigo y el golpe de un cuerpo arrojado sobre la cubierta. Sólo entonces bajó la cabeza para mirar al humano que yacía en el suelo, cerca de sus negras botas de piel de ballena.

El hombre alzó la mirada hacia el monarca ogro: los azules ojos reflejaron un odio helado mientras la boca se tensaba en un gesto obstinado. No pronunció palabra, ni siquiera cuando un granadero le dio un puntapié en las costillas.

—¡Arrodíllate, esclavo! —gruñó el guerrero ogro—. ¡Arrodíllate ante tu nuevo señor, el rey de Suderhold!

En lugar de eso, el hombre sucio y barbudo juntó los puños sujetos con cadenas y lentamente, con torpeza, consiguió sentarse. El granadero se dispuso a propinarle otro puntapié, pero Grimwar Bane lo detuvo con un movimiento de la mano y dejó que el humano encadenado se pusiera de pie. El rey observó a su prisionero con franco interés.

Las tres semanas pasadas en las entrañas del barco no habían favorecido al hombre: estaba amarillento y flaco, y los ojos le brillaban como ascuas dentro de unas cuencas que parecían haber retrocedido hasta el centro del cráneo durante el viaje. Parpadeó bajo el brillo de la primera luz del sol que veía en todo ese tiempo. Sus movimientos eran torpes, y un rictus de dolor se reflejó en su cara al tratar de mantenerse erguido. Era un humano alto, aunque mucho más bajo que el rey ogro, y Grimwar recordaba perfectamente la osadía con que se había lanzado en un ataque desesperado, el frenesí con que había esgrimido su espada letal. Era indudable que el granadero también lo recordaba, al igual que una docena de guerreros a los que había herido en aquel ataque salvaje.

Grimwar Bane sabía que los humanos consideraban a este sujeto un rey, y un rey poderoso, y el monarca ogro disfrutaba viéndolo degradado. Puesto que la campaña de ese verano había sido un absoluto desastre, aquel solitario prisionero era lo único que Grimwar podía exhibir como fruto de sus esfuerzos y sacrificios. Claro que el hombre era un cautivo valioso, y el rey encontraba cierto consuelo en ello.

—¿Y a ti te llamaban rey? —dijo Stariz ber Bane burlonamente, incapaz de seguir callada. La reina se dirigía al cautivo mientras caminaba describiendo un círculo a su alrededor, mirándolo desde su altura con desprecio, aunque el hombre hacía caso omiso de su imponente presencia—. ¡Ahora verás cómo se recibe a un auténtico rey, y contemplarás una fortaleza que hará que tu pequeño castillo parezca una choza en medio de la tundra!

Grimwar apoyó las palabras de su esposa con un bufido volviéndose una vez más a mirar a su imponente montaña. La galera se deslizaba hacia la base del macizo, donde los acantilados caían a pico en las aguas profundas y oscuras de la bahía de Hielo Negro. Allí la superficie rocosa era lisa y, al acercarse, el rey asintió con la cabeza, complacido al oír el retumbar del enorme cabrestante y el sonido metálico de las toneladas de cadenas de hierro que empezaban a moverse. Esta era una demostración más de su poder: una legión de esclavos que se ponían a trabajar porque se había observado la llegada del rey. Lentamente, de una manera casi imperceptible, la gran compuerta de Winterheim empezó a deslizarse hacia un lado.

—En este momento hay quinientos humanos como tú accionando esos engranajes —apuntó Grimwar como de pasada—. Si fueras un prisionero menos importante, podrías acabar ocupando un lugar entre ellos, trabajando codo con codo junto a ellos hasta la muerte, pero no, eres demasiado valioso para tener ese destino. Tendremos que encontrar otra tarea que esté a tu altura.

El hombre entrecerró los ojos y al rey ogro no le extrañó el brillo de ira que vio en ellos.

El sombrío boquete se agrandó dejando ver la enorme caverna que era el corazón de Winterheim. Las tranquilas aguas de la bahía penetraban en el protegido puerto y, a medida que la abertura se ensanchaba, la luz del sol iba penetrando en el interior, iluminando las enormes terrazas encolumnadas de la plaza fuerte de los ogros. La puerta no tardó en quedar totalmente abierta, y el Alas de Oro, impulsado sólo por unas pocas paladas de sus remos, se deslizó por debajo del elevado arco de piedra y se internó en el calor y la humedad que hacían de Winterheim un lugar confortable durante los meses gélidos del tenebroso invierno.

Dirigiéndose al extremo de la cubierta, Stariz levantó los brazos y señaló a Grimwar, suscitando el clamor atronador de los ogros reunidos para dar la bienvenida a sus gobernantes. Los súbditos del rey gritaban desde los muelles del puerto y desde la enorme plaza del mercado que rodeaba los muelles y cuya superficie plana se elevaba apenas unos metros por encima del nivel del agua. Más ogros estaban apostados en los balcones del enorme atrio, la gran columna con forma de chimenea que se elevaba hacia la cumbre de la montaña permitiendo a los ciudadanos de todos los niveles tener un panorama despejado de la plaza y del puerto.

Incluso desde las alturas no iluminadas por el sol se elevaban vítores al rey.

—¡Grimwar Bane!

—¡Larga vida al rey!

La galera se deslizó suavemente hasta su atracadero. Después de los primeros clamores, el monarca dejó de hacer caso de las aclamaciones de la multitud de ogros reunidos en la plaza del puerto mientras la plancha bajaba sobre el muelle. Era el regreso a casa más desalentador que había experimentado jamás, y sentía con tanta fuerza las pérdidas de la campaña que casi no encontraba placer en volver a su gran ciudad fortaleza.

Lo habían educado para eso, y le daría a su pueblo lo que quería. Bajó por la rampa y atravesó la escollera con porte real. Para el populacho mostró un aspecto orgulloso y regio, se mostró honrado por su presencia y complacido de ser su rey. Saludó a derecha e izquierda y sonrió, gestos y expresiones que le salían de forma automática, enmascarando lo sombrío de sus sentimientos.

Los signos del poder, como siempre, contribuyeron a disipar su desolación. Vio a los jóvenes de la nobleza golpeándose el pecho con los puños, el saludo tradicional del ogro macho a su señor. Las macizas hembras alineadas a los lados del camino, ondeaban estandartes y sonreían embobadas cuando los ojos del rey se volvían en su dirección.

—Lleva al prisionero a las Cuevas de la Sal —ordenó al capitán de granaderos—. Después decidiremos qué hacer con él.

Algunos miembros de su tripulación se apresuraron a formar una escolta para el humano, mientras que una doble fila de guardias de palacio, ataviados con sus uniformes de color escarlata y portando enormes alabardas ceremoniales, flanqueaba la trayectoria que habrían de recorrer el rey y la reina hasta el elevador que los llevaría al nivel real. Los monarcas se introdujeron en la caja y se volvieron, dando la cara a la multitud, mientras la puerta de barras de metal se cerraba con un chirrido.

—¡Levantad, esclavos! —gritó un capataz, restallando su látigo a modo de advertencia. De inmediato, dos docenas de esclavos aplicaron los hombros a los dientes semejantes a engranajes de un gran cabrestante. Hubo ruido de cadenas y el suelo se sacudió bajo los pies de Grimwar antes de iniciar un sostenido ascenso. Más aclamaciones salieron de las gargantas del público, y el rey volvió a saludar a sus súbditos.

Casi no habían ascendido un metro por encima de la multitud cuando Stariz, aprovechando que ya no podían oírlos ni los guardias ni el público, se lanzó al ataque. Llevaba todo el viaje rabiando por hablar, pero como el barco estaba atestado, este era el primer momento de auténtica privacidad que experimentaban desde que habían zarpado de Dracoheim.

—¿Cómo pensáis recuperaros de este desastre? —preguntó—. Habéis perdido el castillo de Dracoheim y uno de vuestros barcos.

—¿Pensáis que lo he olvidado? —la cortó el rey, cuya voz retumbó superando el ruido metálico del elevador.

—Tenía mis dudas —respondió ella con aspereza—, pero si me hubierais hecho caso…

Grimwar Bane no estaba de humor para escuchar los reproches de su esposa, pero, como de costumbre, eso no bastaba para reprimir la verborrea de la reina, y al rey le llegaba con nitidez la desusada mordacidad de sus palabras. Tal vez a eso se debiera que en lugar de responder con un rugido exasperado lo hiciera con un gruñido estruendoso…, un tono que, cuando menos, consiguió llamar la atención de la ogresa.

—¿Creéis que no lamento la pérdida de mi propia madre? ¿Qué no comprendo que fueron los humanos los que provocaron el desastre? ¿Creéis que me olvido de que fuisteis vos la que me hizo ir a Dracoheim para que hicieran otra esfera? ¡Si hay alguna culpa en este palacio, mi reina, recae sobre vuestros anchos hombros!

Stariz resopló y esquivó la mirada del rey, volviéndose hacia el enrejado de la puerta del elevador. Los dos ogros reales subían sin titubeos por el gran atrio central de Winterheim. La galera Alas de Oro se veía abajo en su atracadero, iluminada por el sol que todavía se colaba por las puertas abiertas del puerto. El barco tenía las marcas de una temporada de intensa campaña, y se veía tan vapuleado y cansado como se sentía el propio Grimwar. El siguiente amarre, donde debiera estar atracado el Hornet, y ahora vacío le rompía el corazón al rey. Ahora su hermoso barco era madera a la deriva esparcida sobre las rocosas costas que dominaba la fortaleza del Roquedo de los Helechos.

Stariz respiró hondo, señal de que, cosa rara en ella, estaba haciendo una pausa antes de volver a las andadas. Cuando habló por fin, su voz se había suavizado y su tono era todo lo meloso y persuasivo que podía ser.

—¿Por qué os negasteis a ejecutar al prisionero en Dracoheim? —insistió—. Vuestros propios hombres fueron testigos de la destrucción que provocaron los humanos. ¿No os disteis cuenta de que una demostración de vuestra resolución y de vuestro espíritu de venganza habría sido lo mejor para subirles la moral? ¿Qué sentido tenía traer a ese miserable esclavo de vuelta a Winterheim? Puede que sea un robusto ejemplar de hombre, pero no es más que eso, un hombre.

Aunque su tono era suave, pensó el rey, era tan áspero como el rugido de una osa.

—Eso ya lo sé, y sé también que este humano no es un prisionero corriente. Su valor no se debe al hecho de que sea un esclavo más. ¡Ya tengo miles de esos desgraciados! Es el único… ¡Ya visteis cómo lo reverenciaba su compañero! ¡Es el rey de los humanos!

—¿Y eso qué tiene que ver con mantenerlo con vida? —inquirió Stariz.

—No lo sé, pero al menos es un motivo para pensar y hacer planes. Si tiene que morir, al menos que sirva para conseguir algo.

Le sorprendió que ella asintiera como si estuviera de acuerdo con sus palabras y estuviera pensando.

—Tal vez tengáis razón. Entonces ¿cómo hay que matarlo?

—Todavía no lo he decidido —declaró el monarca ogro, dándose cuenta de que no lo había decidido porque no había pensado en ello seriamente. Hasta el momento le bastaba con saber que tenía prisionero a un importante líder enemigo—. Lo he estado pensando mucho —declaró despreocupadamente—. Os lo haré saber cuando tome alguna decisión.

—¡Debería ser ejecutado el día del equinoccio, en la ceremonia de la Marchitez Otoñal! —anunció Stariz con nerviosismo—. Será una muerte presenciada por todos los esclavos de la ciudad y les servirá de lección. ¡Les dejará bien claro vuestro dominio!

El rey sintió que la furia volvía a invadirlo.

—¡He estado pensando sobre la cuestión y la resolveré a mi manera, no a la vuestra! —rugió—. Ahora lo que me apetece es darme un baño y ponerme ropa de corte. A menos que tengáis algo importante que decir ahora mismo, os sugiero que os retiréis a vuestros aposentos y hagáis otro tanto.

Stariz frunció el entrecejo, con una expresión enfurruñada y agria que transformó su cara hombruna en algo horroroso. Su marido tuvo que reprimir un poderoso impulso de estrellar el puño contra su nariz porcuna. No fue la presencia de la guardia de honor, de las tropas reales que se reunieron cuando el elevador se paró al llegar al elevado nivel real de la ciudad, lo que sujetó su mano. En realidad, estos ogros le eran leales a él, y muchos habían sido objeto de la mordacidad de la reina. No cabe duda de que no les disgustaría una demostración del temperamento real. Tampoco le preocupaban los esclavos, hombres y mujeres humanos que se mantenían alejados de la trayectoria real esperando ayudar al rey y la reina con el baño y la comida. Estos eran menos que nada, no sabía lo que pensarían si el rey le diese una bofetada a la reina, pero tampoco le importaba.

A decir verdad, aunque sólo lo reconocía en lo más íntimo de su ser, lo que lo contenía era el miedo, el miedo no de su esposa sino del vengativo dios que era su auténtico señor, ya que Stariz ber Glacierheim ber Bane no sólo era la reina de Suderhold y señora de Winterheim, era la suma sacerdotisa de Gonnas el Fuerte, vidente de verdades místicas y artífice de funestas magias.

Tenía miedo de que, si su enfado se expresaba violentamente, las represalias de ella, aunque sin duda más sutiles, fueran algo mucho peor que un puñetazo en la nariz. ¿Acaso sus entrañas empezarían a arder en medio de la noche sumiéndolo en una atroz agonía hasta explotar envenenándolo? ¿Se le secarían y marchitarían los ojos hasta quedarse ciego? ¿Empezaría a perder la razón hasta transformarse en un ser débil y babeante, incapaz incluso de llevarse una cucharada de gachas a la boca? ¿O acaso concebiría ella una venganza todavía más terrible?

Eran preguntas para las que no tenía respuesta y sobre las que tampoco le interesaba indagar. Saludó a su esposa con una reverencia y dejó atrás a los guardias mientras atravesaba con altivo porte la puerta del palacio y recorría el amplio pasillo hasta los aposentos reales. Los esclavos abrieron las puertas y por fin sintió que podía respirar libremente al encontrarse en el confortable y familiar ambiente de las señoriales habitaciones. Un fuego ardía en la enorme chimenea y las cómodas butacas distribuidas por la estancia, todas ellas tapizadas con piel de oso blanco, contribuyeron inmediatamente a aliviar su cansancio.

Se dirigió de inmediato hacia la cámara de baño donde lo esperaba una bañera de agua caliente. El agua lo limpió y lo relajó, y el calor alivió los dolores de la larga campaña. Allí estuvo, semiinconsciente, comiendo una rebanada de pan fresco y cinco truchas de los hielos cocidas al vapor, hasta que su vida volvió a parecerle buena. Estaba limpio, bien alimentado y se dio cuenta de que podía pensar en cosas más placenteras.

Una en particular le vino a la cabeza, pues sabía que Thraid Dimmarkull, la amante real, le tenía preparada una bienvenida que disiparía todas las preocupaciones que todavía acechaban desde los rincones de su mente.

Thraid Dimmarkull se asomó por encima de la barandilla de uno de los balcones inferiores de la ciudad, nerviosa y asustada al mismo tiempo. Le habría encantado correr hasta la galera que ya se encontraba en el puerto y rodear a su amado Grimwar con el afectuoso poder de su blando y envolvente abrazo. Aunque le parecía terriblemente injusto, sabía que una demostración así sólo conseguiría ponerlo furioso.

Lo más duro de ser la amante del rey, amante secreta por ahora, era que Thraid debía ser paciente, y a veces eso le resultaba muy difícil. Había acudido a aquel sitio porque, en el presente inmediato, no tenía otro lugar adonde ir. El rey tenía que desembarcar y estaría ocupado durante varias horas, pero ella sabía que pronto estaría ansioso por verla. Esperaba que le gustara el lugar apartado que había preparado para ellos en el nivel de la terraza. Era discreto, absolutamente privado y suntuosamente decorado.

Y lo mejor de todo: un único túnel conectaba la parte trasera de los aposentos con la sección real de la ciudad para que el rey pudiera acudir a su cita sin que nadie lo viera.

Thraid había confiado a su esclavo Wandcourt un mensaje para Grimwar Bane con todos los detalles del encuentro. Wand era un humano, pero había demostrado su lealtad a lo largo de los años. En realidad, ella confiaba en él más que en ningún ogro para esta tarea. Tarde o temprano, el rey vendría, y ella estaría allí.

Se quedó mirando mientras la reina bajaba por la rampa, paseando la mirada torva por toda la ciudad como si esperara encontrar un motivo de queja, buscando señales de que algo se hubiera torcido durante la ausencia de la real pareja, una ausencia que, a pesar de que el rey había prometido lo contrario, había durado todo el verano.

Su corazón y todo su ser se encendieron cuando su Grimwar, el más guapo, fornido y poderoso, hermoso incluso, de todos los ogros de Krynn, bajó a grandes Zancadas por la rampa. Sintió un orgullo íntimo cuando los ogros que se habían reunido en el malecón, casi un millar de ellos, estallaron en un clamor al verlo. Grimwar sonrió, siempre cumplido con su pueblo, pero incluso desde la altura en que ella se encontraba pudo ver que estaba cansado, desalentado, francamente agotado.

Con qué desesperación ansió anidar su gran cabeza en su seno, acariciarle el pelo y murmurarle palabras cariñosas y tranquilizadoras. ¡Cuánto la necesitaba! No le cabía duda de que aquel largo viaje, encerrado a bordo con aquella odiosa ogresa, lo habría afectado enormemente.

Thraid había oído cosas, rumores sobre una batalla perdida, sobre la destrucción del Hornet, incluso sobre un desastre mayúsculo en Dracoheim, pero en la mente de la amante del rey esas cosas ocupaban un lugar secundario, incluso eran cuestiones triviales. Para encontrar la explicación a la fatiga de Grimwar no tenía que buscar más causa que la presencia de la horrible reina.

En ese momento, Stariz se volvió y miró hacia atrás, no hacia Grimwar, sino a otra cosa, algo que había en el barco. Thraid observó cómo el resto de la tripulación abandonaba los asientos de los remeros y recorría pesadamente la rampa. Le llamó la atención una figura de estatura más baja que los ogros y de pelo rubio. Iba encadenado, pero aun arrastrando sus cadenas caminaba con un aire de indoblegable orgullo.

Se dio cuenta de que era un humano, alguien hecho prisionero por su Grimwar y traído a la ciudad.

El hombre miró con furia a su alrededor y, en cierto modo, incluso a la distancia a la que se encontraba, Thraid sintió la mirada acerada del hombre. Era interesante este prisionero, y tenía un extraño atractivo. A la reina Stariz poco le faltaba para escupir su odio, y la ogresa apostada en el balcón se dio cuenta de que el humano era el objeto del odio de la reina.

De inmediato se despertó en Thraid el interés de averiguar más cosas sobre él.

Mientras el barco era amarrado en el muelle, Vendaval Barba de Ballena examinó cautelosamente su nuevo entorno. Fuera lo que fuera lo que el destino le tenía reservado, le faltaban la energía y la resistencia necesarias para entablar una pelea. Sin embargo, su espíritu mantenía la vitalidad, de modo que buscaría la manera de recuperar las fuerzas, de estudiar a sus enemigos y de planear algo.

Se había alegrado de salir de la bodega sobre todo por la posibilidad de respirar aire fresco. Durante dos semanas, había respirado el aire en que se mezclaban el olor de despojos de pescado y el de grasa de ballena de la profunda bodega de la galera, un hedor sofocante e irrespirable. Allí, debajo de los bancos en los que remaban los ogros, había una pesada escotilla de madera que no permitía el menor atisbo de sol o de mar, transformando la pequeña cámara en una celda asfixiante.

El solitario prisionero había sufrido el silencio y la inmovilidad, ya que unos pesados grilletes le sujetaba las muñecas, le laceraban la piel y lo mantenían atado de través en un ancho banco. El agua, en la que flotaban un montón de restos siempre en movimiento, mantenía sus pies permanentemente fríos. Le ardían las heridas mientras que el hambre le roía las tripas y la sed hacía que se le cuartearan los labios. Sin embargo, Vendaval Barba de Ballena estaba decidido a no quejarse, a no mostrar la menor señal de flaqueza que produjera satisfacción a sus captores.

A decir verdad, ¿qué queja podría haber articulado? No había palabras capaces de expresar la devastación que oscurecía su corazón, haciendo que su propia suerte careciera de valor. Había una verdad más descarnada que se cernía sobre todo su futuro, que marcaba el final de sus sueños y esperanzas. En lo más profundo de su corazón sabía que era así, porque la señora del Roquedo de los Helechos estaba muerta.

Cuando los ogros lo habían maniatado y arrojado a la maloliente bodega había sentido una especie de alivio, no por el hecho de haber sobrevivido, sino por estar encerrado allí, sin testigos, para llorar su pérdida en privado. En aquel compartimento había llorado como un niño hasta que, entumecido, magullado y agotadas sus lágrimas, había caído en una sima de sueño vacío. Los momentos que pasaba despierto, la pena se apoderaba de él, y durante las semanas que duró su viaje sólo encontró alivio en los intervalos de sueño.

En aquel ambiente solitario y sombrío, comprendió algo sobre sí mismo, un descubrimiento sorprendente fruto del insuperable dolor que atenazaba su corazón. Aunque durante años había perseguido a Moreen resueltamente, tratando de convencerla para que se casara con él como si le estuviera proponiendo un acuerdo político, lo cual por una parte era cierto, nunca llegó a considerar la posibilidad de estar realmente enamorado de ella. Sin duda la había deseado más que a ninguna otra mujer que hubiera conocido, pero ese deseo era más bien un sentimiento parecido al del cazador que acecha a su presa. Había visto a Moreen Guardabahía como un trofeo valioso y deseado, pero poco más.

Ahora ella estaba muerta y veía en toda su crudeza lo equivocado que estaba.

Había perdido la cuenta de los días o de las noches cuando por fin se abrió la escotilla y los guardias ogros bajaron la escalera, recogieron sus cadenas y lo hicieron subir a cubierta, lo único que sabía era que había pasado mucho tiempo. Vio la montaña y se obligó a aparentar indiferencia a pesar de lo majestuoso del lugar en el que estaban entrando.

De modo que esto era Winterheim. Contempló la enorme compuerta con aire inexpresivo, no se mostró maravillado ante el puerto protegido y ni siquiera se inmutó ante la multitud de ogros que vitoreaban a sus gobernantes y abucheaban al nuevo cautivo. Cuando las sombras de los subterráneos del puerto se cerraron sobre él, el rey de los montañeses levantó la mirada hacia la luz del sol preguntándose si la estaría viendo por última vez en su vida.

Aquello tampoco importaba demasiado, porque la señora del Roquedo de los Helechos estaba muerta.