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La Torre del Viento

El aliento de los dioses

acaricia la madera y la piedra,

penetra bajo las vestiduras y la piel,

y se acurruca en mis huesos.

Portador del cambio,

instigador de tormentas,

y tonos disonantes:

la tempestad y la voz retumban.

El aliento prolongado y suave

susurra entre los cabellos y se esconde

de la playa, y del mar, y de la isla,

de la novia silenciosa de la naturaleza.

Su velo parece de seda.

Nació de la marea;

insustancial como la vida,

el viento acaricia mi mente.

GYRDE KULMSON DE LOH CENTRAL,

Aliento del aire y el latido del corazón

La tormenta rugió con furia toda la mañana. Poco después del mediodía, el viento empezó a amainar. Jinkel escrutó el cielo, alzó un dedo en el aire y asintió. Levó el ancla y ejecutó la maniobra de salida de la bahía con la vela a un cuarto.

—¿Ya podemos zarpar? —preguntó Lethe, incrédulo—. La tormenta apenas ha perdido fuerza.

—Voy a intentar hacer lo que se ha dado en llamar bailar con las olas —dijo Jinkel con un dejo de orgullo—. Esto sólo es posible cuando el viento sopla del nordeste. Navegaremos sobre una ola durante un rato. En caso de que debamos rectificar el rumbo, o si nos acercamos demasiado a la orilla, intentaremos subir a la siguiente ola por debajo de la cresta, atravesando el seno entre las dos con un movimiento suave. El viento empezará a caer gradualmente cuando nos hagamos a la mar. Estaremos en Rint dentro de unas pocas horas.

La Cuervo Negro de la Tormenta corría por delante del viento a través de las olas. Jinkel ejecutó el baile de las olas a la perfección. Resultaba obvio que el pescador disfrutaba con ello. Navegaron entre el cabo norte de Winde y un islote lleno de aves, para dirigirse después directamente a la costa de la isla occidental. Ante sus ojos apareció una aldea de pequeñas casas pintadas de negro, que flanqueaban una playa de arena.

—Eso es Rint —exclamó Jinkel—. Esperad, navegaremos hasta varar en la playa.

Hizo que la barcaza se deslizara en la arena a gran velocidad. La pequeña embarcación se adentró veinte metros, rechinando y crujiendo, antes de detenerse.

Jinkel señaló los contornos de Rint.

—Id a la taberna El Chivo Expiatorio y decid al mesonero, Rombolt, que venís de parte de Jinkel. Es un hombre silencioso y gruñón, pero podéis confiar en él. Además, tiene caballos, con los que podréis cruzar el desfiladero de Gervel. Allí deberéis dejar los caballos y continuar a pie, porque el descenso es demasiado empinado para los animales, y el camino hasta Cueva de Nardelo es angosto. Estoy seguro de que uno de los hijos de Rombolt se ofrecerá a acompañaros como guía. Yo regresaré ahora, porque quiero aprovechar la tregua de la tormenta para navegar de vuelta a Zarpa de Gato. ¿Me ayudaréis a empujar la barca hasta el agua?

Tras ayudarlo, se despidieron y se apresuraron hacia la taberna.

Pasaron la noche en El Chivo Expiatorio y a la mañana siguiente, tras un copioso desayuno, se pusieron en camino. El hijo menor de Rombolt los acompañó como guía. La calma duró tan sólo una noche. Se avecinaba otra tormenta, esa vez desde el noroeste. Viajaron con el viento en contra hacia el desfiladero de Gervel, entre Rinttop y el monte Kator. Ascendieron varios cientos de metros hasta llegar a una planicie rocosa y agrietada. El resistente barrón y la presencia de árboles desnudos, aquí y allá, les indicaron la existencia de vida en aquel paisaje aparentemente yermo.

—¿Cuándo crees que llegaremos a Cueva de Nardelo? —preguntó Matei al hijo de Rombolt, de nombre Tibald.

El muchacho frunció el ceño y examinó el horizonte hacia el este.

—Tres días —respondió—. Como mínimo.

Era un cálculo exacto. Durante el segundo día iniciaron el ascenso hacia el desfiladero de Gervel por un camino que apenas permitía el ascenso a los caballos. Justo antes de que cayera la noche, cruzaron el paso. Poco después, el taciturno Tibald se detuvo.

—Seguid este sendero hasta que se bifurque y tomad el desvío a la derecha. Después, ningún otro camino se cruza con el vuestro. No deberíais tardar más de un día y medio en llegar a Cueva de Nardelo.

Tomó las riendas de los caballos y se volvió sin decir adiós siquiera.

Los seis compañeros siguieron descendiendo hasta que anocheció. No encontraron ningún lugar adecuado para pasar la noche. Tras algunas deliberaciones, decidieron dormir en el camino por turnos, para tener la posibilidad de arroparse con los mantos. Tuvieron suerte, puesto que el viento dejó de soplar en el crepúsculo. Gaithnard y Artod se turnaron para hacer guardia esa noche.

A la mañana siguiente, llegaron a una llanura salpicada de unas cuantas dunas solitarias que semejaban islas. Fabulosos promontorios rocosos sobresalían de las colinas. Pero el paisaje no influyó demasiado en su impresión de aquel día. Únicamente al día siguiente, tras haber pasado la noche en posiciones inverosímiles, recostados sobre unas rocas, pudieron distinguir una silueta que se alzaba en el horizonte.

—La Torre del Viento —dijo Matei—. Llegaremos a Cueva de Nardelo en unas cuantas horas.

Como si la torre tuviera algo que decir, empezó a soplar un viento del norte. Sombríos retazos de silbidos de múltiples tonos flotaron hacia ellos con el viento. A medida que se aproximaban a la torre, y podían distinguirla con mayor detalle, Lethe fue cayendo en la cuenta de que se trataba de una estructura extraordinaria. Sus cimientos de basalto, de como mínimo diez metros de altura y cincuenta de ancho, soportaban una segunda base de mangiet rojo de la que surgía una esbelta columna redonda de mangiet negro. En lo alto de la columna había una estructura de cincuenta metros de ancho, con aberturas de varios tamaños. La estructura estaba coronada por una cúpula dorada. Lethe determinó, en un cálculo aproximado, que la Torre del Viento tenía unos doscientos cincuenta metros de altura.

—Cuenta miles de años de antigüedad —dijo Pit, que caminaba detrás de Lethe—, y sin embargo, apenas muestra señales de desgaste.

Lethe no pudo oírla. De repente, se dio cuenta de que los silbidos procedían de la torre. Involuntariamente, se quedó con la boca abierta. Se detuvo bruscamente. Pit chocó contra él.

—¿Qué te sucede?

—Oigo silbidos por todas partes —murmuró Lethe en voz baja.

Acto seguido, sus ojos captaron la silueta de una ave de grandes dimensiones que volaba hacia la torre.

—¿Mirada Rasuradora? —se preguntó Lethe en voz alta.

El ave aterrizó en una de las aberturas de mayor tamaño y se ocultó saltando entre las sombras. «No puede tratarse del águila imperial», descartó Lethe. Sería demasiada coincidencia que Mirada Rasuradora se cruzara de nuevo en su camino. Debía de haber cientos de águilas por esos parajes. Sintió cómo la tensión crecía en su mente. Algo importante estaba a punto de suceder.

Los otros cuatro habían interrumpido la marcha.

—¡¿Venís?! —exclamó Matei—. Si nos damos prisa podremos inspeccionar los alrededores de la torre.

Pit empujó a Lethe por la espalda.

—En marcha, soñador, parece una perspectiva interesante, ¿no crees?

Lethe asintió, ausente, aunque Pit no pareció darse cuenta.

Ascendieron por una pendiente. La cima les ofreció una primera vista de la Cueva de Nardelo, la principal población de la isla occidental, compuesta por cuarenta casas de madera construidas sin orden ni concierto al borde de un acantilado. Nadie conocía el origen del nombre de aquella aldea.

Lethe miró por encima del hombro de forma instintiva. Dos figuras en movimiento se perfilaban en el desfiladero. «Peligro», advirtió su mente.

Aceleró el paso hasta alcanzar a los demás.

El viento arreció. El silbido empezó a asemejarse más a un chillido estridente. Un escalofrío recorrió la espalda de Lethe.

Mientras proseguían por el camino a buen ritmo, Llanfereit empezó a hablar sobre la torre.

—Nadie sabe cuándo fue construida la Torre del Viento. La referencia más antigua data del año 3217, pero incluso en aquel entonces la torre era considerada como uno de los edificios más antiguos de Romander. Detrás de la fachada se insertan dos anillos interiores, también con aberturas, que permiten el paso del viento a través de ellos. El arquitecto debía de ser un genio. La combinación de piedras empleada es prácticamente indestructible. No hay nada tan duro como el basalto de sus cimientos. La técnica utilizada con el mangiet es inaccesible para los constructores de hoy en día. Pero lo más fascinante es, por supuesto, la estructura de lo alto de la torre. La finalidad de la construcción sigue siendo un misterio. Hay innumerables hipótesis al respecto. Tal vez Trygbald fuera quien más se acercara a la verdad. Creía que un pueblo volcado hacia el mar había construido la torre. Trygbald conjeturaba que el laberinto de ranuras de la estructura había sido ideado como un instrumento para informar a los marinos de la fuerza del viento. Cuanto mayor es la virulencia de la tormenta, más ensordecedor resulta la disonancia de la torre. Quién sabe, quizá estuviera en lo cierto.

Las notas de falsete procedentes de la Torre del Viento acompañaron la historia de Llanfereit. Lethe se preguntaba cómo los habitantes de Cueva de Nardelo podían soportar esos sonidos. Él mismo no creía que pudiera resistirla durante más de medio día sin perder la cabeza.

Pareció que Llanfereit le había leído la mente.

—Los habitantes de Cueva de Nardelo afirman que ya no oyen la torre, que los silbidos les parecen tan naturales como el mismo viento.

—Cuando era niño —añadió Artod—, viví en Wintergait, en las proximidades de una cueva porosa. Como la mayoría de las islas, Wintergait se ve azotada en invierno por muchas tormentas. En ocasiones, el viento silbaba a través de sus agujeros durante días. Apenas lo percibíamos. Para nosotros, era el sonido del viento.

El camino hacia Cueva de Nardelo se desviaba en dirección oeste, y se alejaba de la Torre del Viento, que se alzaba imponente sobre ellos. Un sendero vagamente marcado conducía a la torre.

—¿Qué os parece que debemos hacer? —preguntó Matei—. ¿Debemos buscar un lugar para pasar la noche, o echamos un vistazo al interior de la Torre del Viento?

Tras deliberar, decidieron dividirse. Llanfereit, Pit y Gaithnard fueron a buscar una posada; Lethe, Matei y Artod se dirigieron hacia la torre.

Lethe se adelantó, espoleado por una sensación de desasosiego que ensombrecía sus pensamientos como una nube de tormenta. ¿De dónde provenía su miedo? ¿Tenía algo que ver con las dos figuras que había visto aproximándose un poco antes?

La Torre del Viento apenas distaba cien metros de la costa rocosa. Sintió que ya había visto antes esa imagen. Alzó la vista. Había algo en un rincón de su mente que oponía resistencia. Las gentes que habían construido esa impresionante estructura debían de haber sido excepcionalmente hábiles.

—Auc, auc.

Una águila imperial, probablemente la misma que había visto antes, se dejó caer desde la abertura y se alejó volando hacia el sur. Lethe imaginó que reconocía la llamada de Mirada Rasuradora, pero en seguida se rió de su propia ocurrencia. Su imaginación le hacía ver visiones. Intentó encontrar un acceso.

—Tranquilízate, Lethe —exclamó Matei—. No serás capaz de encontrar la puerta.

Matei señaló un enorme agujero que se abría en los cimientos. La entrada de una cueva.

—Estuve aquí hace algunas semanas —dijo Matei—. Ésta es la entrada, aunque en esa ocasión no la utilicé.

Entraron en la cueva. Matei prendió una antorcha y encabezó la marcha. Descendieron por los escalones excavados en la roca.

—Nos hemos equivocado de camino —advirtió Lethe.

Matei hizo un gesto tranquilizador. Siguieron descendiendo y muy pronto llegaron a un angosto corredor que giraba bruscamente hacia la derecha. Un hedor espeso y salado dificultaba la respiración. Ascendieron por una estrecha abertura y, de súbito, se dieron cuenta de que se encontraban en el interior de la torre.

Recorrieron la oscura estancia con la mirada. La única luz provenía de una rendija que dejaba pasar además el viento ululante. En el centro de la sala, una escalera de caracol de piedra se enroscaba alrededor de un pilar negro hasta desaparecer en la cúpula. Era lo único que había en aquella estancia.

—¿Debemos subir? —preguntó Matei.

Lethe asintió con la cabeza. Examinó el rostro de Artod. El maestro de armas le devolvió una fría mirada. Lethe se asustó. En respuesta, Artod sonrió y acarició la empuñadura de la espada.

—Estoy intentando imaginar qué se siente allá arriba —dijo con voz ronca—. No me gustan las alturas. Estaba muerto de miedo al atravesar aquellos desfiladeros.

—Entonces, mejor quédate aquí —dijo Matei—. No creo que haya ningún peligro.

Artod torció la boca.

—Tal vez sea lo mejor —concedió.

Tras unos momentos más de reflexión, se desabrochó el cinto y dejó la espada en el suelo.

—De acuerdo, esperaré aquí —dijo.

Lethe sabía que estaba mintiendo, pero desconocía el motivo.

Empezaron el ascenso. En tantos siglos, muchas personas habían subido por esas escaleras; el espacio entre los desgastados escalones era excesivo para la medida humana. Llegaron a la altura de la base de mangiet rojo. Era una sala vacía. Acto seguido, penetraron en el interior hueco de la columna. La tonada del viento, muy por encima de sus cabezas, aumentó hasta convertirse en una cacofónica disonancia.

El ritmo constante y las inacabables vueltas de aquella escalera hicieron que Lethe se mareara. Le pareció que muchas presencias reclamaban su atención; sus voces apenas eran audibles.

—Matei —empezó a decir.

El alto myster se detuvo y lanzó a Lethe una mirada inquisitiva.

¿Qué podía decir? ¿Que tenía un mal presentimiento? ¿Que oía voces en su cabeza? Simplemente se encogió de hombros.

—Nada.

Matei lo miró con perspicacia, pero Lethe bajó la vista.

Siguieron subiendo. Lethe se tapó con fuerza las orejas: los silbidos y aullidos eran cada vez más ensordecedores. En su interior, el caos iba en aumento.

A medio camino, Lethe pudo ver los restos deshilachados de una cortina, o tal vez un estandarte, de proporciones gigantescas, que pendía de los muros de la columna.

—No tiene nueve mil años —dijo Matei—. El estandarte imperial perteneció a Kolm Fray Achenton hace poco más de mil años. Fue un personaje histórico importante.

Lethe creyó oír algo; miró por encima del hombro. Nada. Empezó a sentirse incómodo. ¿Por qué se mostraba tan excitado? No había razón para creer que estaban en peligro. Decidió ignorar su sensación de malestar.

Por fin subieron los últimos escalones. Todavía jadeando, entraron en la estructura. El viento silbaba, ululaba, cantaba y rugía a través de cientos de rendijas, agujeros y ranuras de distintos tamaños. Curiosamente, era mucho más soportable allí que en el interior de la columna. Ráfagas de viento intentaron desgarrar las túnicas desde todos los rincones. Lethe examinó la cúpula, que también parecía dorada en la parte interior. Percibió un movimiento con el rabillo del ojo. Se giró rápidamente. No vio nada.

Matei se dirigió hacia la izquierda y se arrastró a través de un agujero hacia el anillo interior.

Lethe permaneció donde estaba. Se preguntaba si las dos figuras que había visto estarían más cerca. Gateó a través del anillo interior e intermedio y atisbo por una ranura con la intención de localizarlos. Vio el sol en su descenso hacia el horizonte y se arrastró un poco más a la izquierda. Se puso en cuclillas al lado de un agujero de dos metros de ancho y uno de alto. Por su nariz penetró el denso olor de las piedras antiguas. Al principio, no pudo ver nada, pero de pronto dos figuras aparecieron detrás de una colina. Podrían llegar a la torre en quince minutos, o tal vez simplemente iban de camino hacia Cueva de Nardelo. Ya daba por terminada la comprobación cuando vio a una de las siluetas agitando algo en el aire. Eran dos hombres, y parecían tener prisa; corrían por el camino como si les fuera en ello la vida.

Lethe miró por encima del hombro para comprobar dónde estaba Matei, pero no se veía ni rastro de él. Se desabrochó el cinto del que pendía la espada y depositó a Rax cuidadosamente en el suelo, a su lado. Después se agachó, se arrastró por el interior del agujero y sacó la mano. Parecía que el hombre que le había hecho señas quería lanzar algo. Intentaba decirle algo. Se oyó un grito, pero éste no llegó a los oídos de Lethe; el hombre estaba aún demasiado lejos. Detrás de las dos figuras, Lethe vio una ave de gran tamaño que pasó rozando la torre.

Retrocedió arrastrándose, hasta quedar en mitad del agujero. Entonces, una aguda voz perforó su mente.

—¡Cuidado!

—¡Mirada Rasuradora! ¿Eres tú?

No hubo respuesta.

Una sombra cayó sobre él. Asustado, miró hacia arriba. Unos verdes y fríos ojos tenían la vista fija en él.

—¡Artod! —exclamó entrecortadamente.

De repente, el rostro del maestro de armas coincidió con el de la persona que había visto en sueños.

Artod se acercó hasta poner su cara al lado de la de Lethe. Pestañas blancas. Lethe cayó en la cuenta cuando ya estaba paralizado por el miedo. Pestañas blancas, justo igual que en su sueño. Vio en las pupilas de Artod prender un fuego helado. Quería decir algo, gritar, avisar a Matei, pero su garganta no obedecía. Sintió que lo asían dos manos para obligarlo a volver la cabeza hacia el agujero. Un rayo de sol se abrió camino a través de la abertura y le acarició el rostro.

«¡Quiero vivir!». De cada rincón de su mente brotó ese pensamiento. Instintivamente, intentó luchar, pero el maestro de armas era demasiado fuerte. La cabeza y los hombros ya sobresalían por el borde.

—¡Dotar! —oyó que decía una voz que llegaba desde el llano—. ¡Dotar! El desran…

El resto se perdió en un silbido agudo.

—Lo siento de veras —susurró el hombre—, pero tengo que hacer esto.

Había soñado todo aquello, y sabía lo que sucedería a continuación.

Lethe luchó por conservar la vida, pero sintió que perdía contacto con el suelo. Había conseguido dar media vuelta y entonces estaba de cara al abismo. Sólo un poco más, un firme empellón de Artod, y se precipitaría al vacío. Notaba los latidos de su corazón en la garganta. Su cara enrojeció hasta tal punto que parecía que iba a explotar. Buscó a tientas con ambas manos la abertura, pero no había nada a lo que pudiera aferrarse.

¡Iba a caer al suelo desde una altura de más de cien de metros!

La mayor parte de su cuerpo había superado el punto crítico. Gritó para ahuyentar el pánico.

Un remolino frenético. Gritos. Entonces, una masa chocó contra él y lo empujó de nuevo hacia el agujero. Había plumas flotando por todas partes.

—¡Fuera de mi camino!

A Lethe le dio un vuelco el corazón.

¡Mirada Rasuradora!

Dejó de sentir la presión de las manos de Artod. Lethe vio cómo el maestro de armas retrocedía dando traspiés cuando el águila entró de un salto.

—¡Matei! —exclamó Lethe.

Temblando, salió del agujero con la espalda pegada a la pared. Mirada Rasuradora atacó al maestro de armas. Lethe vio a Artod flexionar el dedo meñique y el anular de su mano derecha.

—¡La mano derecha! ¡Tiene un puñal! —gritó en el lenguaje de la mente.

El ave emprendió el vuelo y la puñalada de Artod, aunque veloz como un rayo, no alcanzó su objetivo. Lethe se arrastró hacia la espada.

Apareció Matei, que observó la escena, atónito.

Mirada Rasuradora se abalanzó sobre Artod con las garras extendidas. Lethe vio que Artod estaba herido cerca de un ojo. La sangre salía a borbotones de la herida, que no tenía demasiado buen aspecto. Una de las cejas del maestro de armas estaba partida. Debajo de ella asomaba otra, estilizada y de color blanco.

¡Artod era un regulador!

Matei también pudo verlo.

—Ríndete, Artod —dijo. «Enturbamiento de la Voluntad y la Fuerza de las Caricias», concluyó Lethe—. No dudaré en matarte, pero quiero saber quién eres, a qué se debe esto. —El alto myster lanzó una mirada fugaz a Lethe—. ¿Estás bien?

—Sí.

Mirada Rasuradora se preparaba para el siguiente asalto.

Lethe pensó con rapidez. Recordaba haber oído decir a Artod: «Lo siento de veras, tengo que hacerlo». Después recordó otra cosa: Rax no había cantado. Artod no representaba al mal, paradójicamente.

Espera —susurró Lethe en el lenguaje de la mente.

—¿Por qué? —La pregunta surgió inmediatamente, obedeciendo el mandato de Lethe. Pero el águila interrumpió el ataque.

Ese hombre estaba cumpliendo órdenes. Le han asignado esta misión.

Incomprensión. Mirada Rasuradora no sabía cómo interpretar esas y otras palabras semejantes.

Créeme, es mejor dejarlo con vida, Gehandyr. Así sabremos quién está detrás de todo esto.

La comprensión procedente de la mente Mirada Rasuradora se filtró en la de Lethe.

Esperaré. Si el atacante vuelve a la carga, lo mataré.

El águila ocupó su puesto en la abertura. Lethe extrajo a Rax y dirigió la punta hacia Artod.

Matei desarmó al maestro de armas. Después, miró alternativamente a Lethe y a Mirada Rasuradora.

—Has hablado con el águila —dijo por fin—. Entonces, tienes poderes, aunque seas el Sin Magia.

—He fracasado —confirmó Artod con frialdad. Extrajo una pequeña ampolla de un bolsillo y se la acercó a la boca.

—¡Espera! —exclamaron al unísono Lethe y Matei.

El regulador hizo a un lado la ampolla. Se incorporó con un gemido, que mereció un graznido anormalmente sibilante de Mirada Rasuradora.

—Soy Dotar —dijo el hombre al que conocían como Artod—, primer regulador de su alteza el desran. Estaba llevando a cabo una misión, pero ha…

—Dotar —murmuró Matei—. Yo te conozco.

Dotar se volvió hacia el alto myster.

—Es cierto. En una ocasión hablamos en palacio.

—¿Por qué no intentaste matarme antes? —preguntó Lethe.

—Durante mucho tiempo, dudé —respondió Dotar—. Marakis, el príncipe heredero, me hizo una visita antes de mi partida. Me informó de que no estaba conforme con mi misión. Intentó convencerme de que tal vez no debería asesinar al No Mago. Incluso mi maestro me hizo algunas advertencias respecto a esta misión. Pero en última instancia, mi juramento como regulador es más importante. Es la fuente de mi lealtad incondicional. Incondicional es una palabra que no puedo ignorar, que no ignoraré jamás.

Se oyeron ruidos.

—¡Detente, Dotar! —gritó una voz—. El desran, mi padre, ha anulado tu misión.

Algunos segundos más tarde, el rostro sofocado del príncipe apareció a través de la pequeña abertura que daba al anillo central. Dotar y Matei miraron fijamente en esa dirección.

—¿Marakis? ¿Aquí? —exclamó Matei—. Una sorpresa detrás de otra.

El príncipe examinó con los ojos desorbitados la estancia. Su mirada se detuvo al llegar a donde estaba Dotar. No había recuperado el aliento cuando de nuevo se oyeron pasos. Esa vez fue la cara ruborizada de Pit la que se asomó por la abertura. La muchacha corrió hacia Lethe y lo abrazó.

—¡Lethe! ¡Estás vivo!

También hicieron aparición Llanfereit y Gaithnard.

—¿Cómo…? —empezó a decir Lethe.

—Te oí gritar —dijo Pit, jadeando—. Estábamos de camino. ¿Qué ha sucedido?

—He intentado llevar a cabo mi misión —dijo Dotar con total naturalidad. Se incorporó lentamente—. Una misión que ahora sé que ya no existe. Lethe sigue vivo gracias al águila.

Todos posaron sus ojos en Mirada Rasuradora. El ave parecía incómoda ante tanta atención.

Entiendo parte de los motivos del humano que te atacó. El peligro ha pasado. Debo partir. Que los vientos te sean favorables.

Espera —dijo Lethe mentalmente—. ¿Volveremos a vernos?

El águila imperial dio media vuelta, hizo un giro hacia el cielo y desplegó sus poderosas alas.

Volveremos a encontrarnos. Mi destino está ligado al tuyo.