37
Dentro del Tiempo

Ninguna hora es igual,

ningún momento es igual.

En ocasiones, mi mano intenta alcanzar sin éxito

el mejor momento del día fugaz.

Otras veces, me libero

de cualquier sentido del tiempo,

presenciando la espesa escena y el sonido del silencio,

apresurándome lentamente hacia perfumes

nuevos, antes desconocidos,

y deleitándome con flores

de tierras lejanas, más allá de Romander.

Busco, y encuentro, el repique de la noche,

tras la exigente búsqueda,

que me devolvió a mi tiempo.

Ninguna hora es igual,

ningún momento es igual.

Sólo existe mi tiempo.

LADY EILIA VANDËRY BETEL DE DEEMSTER,

Lenguaje del pensamiento sobre absurdos y contradicciones del tiempo y el espacio

Nunca antes había sentido tantos ojos posados en ella. Los Solitarios la observaban boquiabiertos. Sentía una pesada carga en sus espaldas. Todos veían en ella a la persona que muy pronto sería capaz de invocar al Señor de las Profundidades. Se estremeció ante ese pensamiento. Había demasiado poder en juego, demasiadas incertidumbres de carácter sobrenatural.

Apenas había sido capaz de asimilar todo lo acontecido en las últimas semanas. Parpadeó, nerviosa. El rubor se extendió por sus mejillas. Qué otra cosa podía hacer, aparte de avanzar hacia aquel hombre, el hombre al que había conocido a través de sus sueños, cuyos ojos cautivadores refulgían con un brillo dorado, el hombre que irradiaba una fuerza contenida.

A medida que avanzaba hacia él, al principio con paso vacilante, algo en su interior sufrió una transformación. Parte de sus dudas se evaporaron en la atmósfera sofocante de la Sala de los Arcos. Las nueve mil mentes y sus pensamientos confluyeron en perfecta armonía para abrazarla en una entrega absoluta, para llenarla de amor. Una sensación cálida fluyó por todo su cuerpo. Sus labios se curvaron en una sonrisa. Simultáneamente, pudo ver cómo el hombre, el dulse, sonreía también. Poco a poco, fue consciente de una sensación turbadora: a medida que se aproximaba a él, el tiempo se ralentizaba.

Con el rabillo del ojo captó un leve movimiento que hizo rielar la superficie del agua en la pila, pero cuando intentó observarlo directamente, la superficie apareció intacta, negra y oscura, como un muro de granito bruñido.

Se introdujo vadeando en el tiempo, que se le antojaba un sirope pegajoso.

¿Estaba soñando? ¿Estaba sucediendo todo eso realmente, o acaso era ella la única persona capaz de experimentar esas sensaciones?

Al intentar apresurar sus movimientos, Asayinda —entonces se sentía más Asayinda que Gyndwaene—, observó a aquel a quien llamaban el dulse y leyó en sus ojos que él había visto lo mismo. Que ya lo había presenciado antes. El tiempo se detuvo. La escena quedó congelada, como una impresionante pintura en tres dimensiones. Respirando entrecortadamente, siguió observando. El movimiento resultaba cada vez más difícil. ¿Acaso estaba quedando atrapada en la parálisis del tiempo? Sintió los latidos de su corazón en la garganta. Intentó girar el rostro para observar la Sala de los Arcos. ¡Lo consiguió! Poco a poco, fueron surgiendo las figuras de los Solitarios, que la observaban como si fueran una sola persona. Inmóviles. Ella era la única que podía moverse. Sus ojos buscaron los del dulse.

—Uno de los dones de la Dama —dijo—. Asayinda, estamos dentro de una fisura del tiempo.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó, todavía jadeando.

Salvó la distancia entre ella y el dulse, y tomó la mano que éste le tendía. Pudo ver y sentir los anillos que la adornaban. Había oído hablar de ellos durante la travesía en barco. Ocho anillos; cada uno representaba un millar de años. «Dentro de tres años, un nuevo anillo», eso era lo que los marineros decían.

El tiempo recobró su fluir habitual y reconfortante, pero sólo para ellos dos, tal como pudo comprobar por sí misma.

—La explicación llegará más tarde —dijo el dulse—. Primero, debes satisfacer la profecía.

Lo miró sin entender nada. El dulse frunció el entrecejo un instante, pero en seguida la comprensión se hizo patente en su rostro.

—¡Ah, la Dama no es creyente! —Una amplia sonrisa dividió su rostro—. Parece ser que desconoce sus propios poderes. Más vale que no se lo digamos a los Solitarios y a los sacerdotes, ¿no te parece? Algunos de ellos no sobrevivirían.

Sacudió la cabeza, enojada.

—Eso no es cierto. ¡Yo soy creyente!, a pesar de no haber practicado mucho en los últimos años.

El dulse hizo un gesto tranquilizador.

—Como tantos otros, Asayinda. —Volvió a sonreír y añadió—: En realidad, es muy simple. Si sigues creyendo en ti misma, serás creyente, porque tú encarnas tu fe. —Después agregó, como con indiferencia—: Lo que me gustaría saber es si conoces la Epopeya de la Dama.

—Sólo sé que es el título de una de las principales epopeyas en las que se basan las Nueve Mil Palabras. ¿No es uno de los Apodictos? Creía que era el deber de todos los sacerdotes y todos los Solitarios conocer la historia de memoria. La Dama es…

De repente, enmudeció, con los ojos muy abiertos.

—Pero…

El dulse tomó su mano entre las suyas.

—Finalmente ha llegado a ti: tú eres esa Dama, Asayinda. No eres cualquier Dama, una futura sacerdotisa. Tú eres la Dama. Los sacerdotes, los Solitarios, todos los creyentes, te han estado esperando todos estos siglos. En ti se une su roca sólida como la fe. Tú encarnas la ineluctable llegada del Señor de las Profundidades. Yo mismo he estado aguardando tu llegada. Durante los últimos años llegué a perder la esperanza; incluso me reconcilié con la idea de que no volvería a suceder en este ciclo.

«En este ciclo, qué expresión tan enigmática», pensó Asayinda. ¿Qué había querido decir con eso?

—Estás en posesión de un poder que ni siquiera queda al alcance de los altos mysters de Loh —prosiguió el dulse—. Tú eres capaz de predecir el futuro.

Asayinda se había quedado estupefacta. Su mano se deslizó entre las del dulse y retrocedió algunos pasos. Quería decir algo, pero no pudo pronunciar palabra.

—¿Acaso ibas a decir que tú no eres capaz de tal cosa? —preguntó el dulse en un tono casi impertinente—. ¿Que nunca has visto nada antes de que sucediera?

Los ojos de Asayinda le dieron la razón. Se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

—Yo no tengo poderes especiales.

El dulse afirmó lo contrario con un movimiento de cabeza. Se volvió hacia los nueve mil rostros paralizados y extendió sus brazos hacia ellos.

—Nueve mil Solitarios, que representan a nueve mil creyentes multiplicados por nueve como mínimo tres veces. Estos nueve mil Solitarios ponen su fe, el núcleo de sus vidas, en tus manos, con absoluta confianza. Incluso aunque fuera cierto que no tienes poderes especiales, podrías obtenerlos aquí, en este lugar. Son poderes que no puedes ni imaginar. Tú eres el catalizador de su fe en el Señor de las Profundidades. Todo su poder mental fluye a través de ti. En el peor de los casos, tú eres un instrumento. Su instrumento. En la mejor de las situaciones, serás una guía carismática e inspiradora. Los Apodictos así lo dicen.

Mantuvo su mirada sobre Asayinda, en silencio. Ésta empezaba a ser consciente de la extraña eternidad en la que se encontraba inmersa. El letargo estaba llegando a cada fibra de su cuerpo y obstaculizaba la formación de pensamientos claros y completos. La voz del dulse perforó el aletargamiento en ciernes.

—Prepárate, Asayinda, Dama. Prepárate para cumplir con tu cometido, para afrontar tu destino. En este día, el veintisiete del mes de Sahmander, del año 8997, tu vida va a cambiar. De forma permanente, irrefutable e irreversible. Tu vida hasta este día no era más que un prólogo para tu verdadera vida, que empieza ahora como la Dama de Yle em Arlivux, como la más alta sacerdotisa de los Solitarios.

Asayinda lo miró de nuevo. En sus ojos empezó a aflorar el pánico. Su vida estaba cambiando en ese preciso instante y en ese lugar concreto, y no había forma de detener el maremoto que se abalanzaba rugiendo sobre ella.

El dulse se acercó a ella, y tomó nuevamente su mano. En comparación, sus propias manos estaban calientes. ¿O acaso era la de Asayinda la que estaba fría?

—No temas nada —dijo el dulse, que le ofreció una sonrisa alentadora—. Uchate y yo nos ocuparemos de enseñarte todo lo necesario. Te instruiremos en todos los conocimientos o habilidades que necesites. Dentro de algunas semanas soñarás con las Nueve Mil Palabras. Ningún Apodicto te será ajeno. —La miró profundamente a los ojos—. En caso necesario, podremos volver a conversar dentro del tiempo —susurró.

Dejó su mano libre, dio un paso atrás e hizo una serie de complicados gestos. Un silbido estridente sonó fugaz, y el tiempo reanudó su fluir. Asayinda sintió vértigo, como si se estuviera precipitando al vacío. El dulse avanzó rápidamente y pudo frenar la caída a tiempo.

—Ahora no hay sitio para la debilidad —le susurró al oído—. Los Solitarios esperan una Dama fuerte, que los guíe con firmeza hacia la Era de la Resurrección.

La sensación de mareo cesó. Asayinda enderezó la espalda y se desasió del abrazo del dulse. Se percató de que éste había detenido nuevamente el tiempo, probablemente para evitar que los Solitarios se dieran cuenta de su debilidad.

—¿La Era de la Resurrección? —preguntó.

—Más tarde, Asayinda —dijo el dulse—. Dispondremos de tiempo de sobra para hablar, para hablar mucho, pero ahora debemos satisfacer la euforia de los Solitarios.

De nuevo, inició las complicadas maniobras manuales.

Cuando el tiempo volvió a iniciar su transcurrir, Asayinda observó con el rabillo del ojo el movimiento de las aguas negras. Centró su mirada en la pila. En el centro, un minúsculo estremecimiento, una ondulación apenas perceptible, fluyó por encima del agua.

—Somos los únicos capaces de verlo. Puedes llamarlo conciencia elevada —susurró el dulse, quien todavía la asía del brazo.

Tomó conciencia de los Solitarios. Fascinada, recorrió a la multitud con la mirada.

Un Solitario por cada palabra de las Escrituras —dijo una voz procedente de su interior— Al igual que cada palabra es única, cada palabra es un núcleo, un poder en sí mismo. Nueve mil palabras son nueve mil veces nueve mil.

—¿Dulse? —murmuró, con la voz entrecortada, mientras lo miraba de hito en hito.

El dulce asintió.

Lenguaje de la mente. —La palabra resonó en su interior—. Otro de tus dones. Ahora debes dirigirte a los Solitarios. Están esperando las palabras apropiadas, pero tú las desconoces todavía. Yo haré que salgan de tus labios.

El dulse dio un paso atrás y desapareció de la tarima. Asayinda se encontraba sola ante los Solitarios y los cinco sacerdotes. Aclaró la voz. El dulse tomó posesión de su discurso.

—La Era del Alba ha empezado. —Se oyó a sí misma hablando con voz segura—. Aquí me tenéis, soy la Dama de Yle em Arlivux. Han llegado los días de los que hablan las Nueve Mil Palabras. El regreso del Señor de las Profundidades se avecina. ¡Preparaos, mis Solitarios! Podría suceder hoy, mañana, o el año próximo.

Ella habría hablado de otro modo. En un acto reflejo, intentó recuperar el control de su voz. Sintió que el dulse se retiraba. Durante unos instantes, su voz tembló, pero en seguida notó cómo su propia conciencia y la seguridad en sí misma fluían a través de ella como una cálida ola. Su mirada se deslizó por encima de los Solitarios hacia el fondo, hacia la plataforma sobre la que destacaba la brillante arcada dorada bajo la luz que llenaba la estancia. Examinó a los cinco hombres y sintió repulsión, hostilidad y odio puro mezclado con afectuosidad y aceptación. Afloró a su memoria un dicho de su padre. «Existe mayor descontento entre aquellos que deben guiar a un pueblo, que entre todos sus súbditos», habría dicho él. Casi pudo sentir su presencia. Nueve mil Solitarios, de idéntico parecer, absorbieron sus palabras en un conato de éxtasis, pero cinco de sus líderes estaban enfrentados sin remedio.

Sopesó las palabras que llegaban a su mente desde una fuente desconocida, para modificarlas ligeramente.

—Solitarios, preparaos para la llegada del Señor de las Profundidades. Indicad a vuestros sacerdotes la dirección que debemos seguir.

Dirigió su mirada hacia los sacerdotes. Uno de ellos avanzó un par de pasos hacia adelante. A pesar de la distancia, Asayinda pudo ver el fulgor de sus ojos.

Dark de Ynystel —susurró el dulse en el lenguaje de la mente— Nuestro mayor oponente. Pero no olvides el hombre alto a su derecha: Egamin Wayrant, de Delft. Su fundación es menos importante que la de Dark, pero es mucho más inteligente y astuto, lo cual lo hace más peligroso.

—Inclinemos nuestras cabezas en una reverencia —prosiguió la voz de Asayinda por iniciativa propia. Mientras, consultaba con el dulse a nivel mental—: ¿Por qué es tan importante?

Hoy, en el día de tu llegada, decidiremos si debemos despertar o no al Señor de las Profundidades. Dark y Egamin insistieron en la necesidad de hacerlo durante el último servicio del medio solsticio. Están a favor de la invocación.

Cinco altos sacerdotes —dijo Asayinda con aire pensativo—. Son tres contra dos, entonces, ¿no es cierto?

Basra de Aerges y Wendelmut de la fundación Fernion son contrarios a la invocación; seguramente votarán en contra. Pero Ozar de Ak Romat, el mismísimo medio dulse, tiene sus dudas. Dark y Egamin se remiten a las Nueve Mil Palabras. Hacen una interpretación distinta de uno de los pasajes de la Pauta para la Segunda y Tercera Eternidad.

—¿Cuándo debe tomarse la decisión?

De inmediato, después de las plegarias del deseo, a las que daré paso en breve por última vez. Después nos retiraremos a la antigua sacristía que se encuentra por debajo de la arcada, en compañía de Uchate y los cinco altos sacerdotes.

—¿Cuál es nuestra participación en todo esto?

Tus preguntas son acertadas, señora —respondió el dulse con un tono de aprobación en la voz de su mente—. Dark y Egamin se han preparado a conciencia. Se han asegurado de que la votación tenga un carácter cerrado. En caso de celebrarse ahora una votación pública, en la que participasen todos los Solitarios, la mayoría estaría en contra de la invocación. En principio, sólo tenemos derecho a voto los cinco sacerdotes y yo mismo. Incluso aunque la votación esté bastante igualada, la invocación se llevará a cabo, porque la oposición, es decir, nosotros, no hemos conseguido convencer a la mayoría para que voten en contra de la propuesta de los otros dos sacerdotes. Por tanto, es nuestro deber asegurarnos de que Ozar vota en contra de la propuesta.

—¿Qué sacan ellos de todo esto?

Todavía no podemos saberlo, pero temo que sus planes se opongan a nuestros intereses futuros.

Durante unos instantes se produjo el silencio en la conversación inaudible.

—Puesto que el Señor de las Profundidades nos escucha desde la superficie de la oscuridad que fluye, dirijámosle nuestras plegarias —dijo Asayinda en voz alta—. Dejemos que el dulse nos guíe hacia el lugar en el interior de nuestros corazones que alberga nuestra fe.

»¿Cómo puedes estar seguro de que estoy de tu parte? —preguntó mentalmente—. No puedo discernir si la invocación, en este caso prematura, sería positiva o justamente lo contrario.

No estoy seguro —replicó el dulse inmediatamente—, pero una vez estés en posesión de todo el conocimiento, presiento que estarás en contra.

Dame el conocimiento —pidió con la mente—. ¡Ahora!

La Dama crece muy de prisa. Abre tu mente, Asayinda —dijo el dulse, complacido, y en cierto modo, sorprendido.

Acto seguido, el dulse infundió toda una serie de pensamientos, recuerdos, observaciones y características relacionados con los cinco altos sacerdotes, además de algunos acontecimientos y ocasiones importantes, en la mente de Asayinda.

La Dama examinó los conocimientos recién adquiridos y combinó elementos aparentemente irreconciliables. Mientras el dulse guiaba a los Solitarios hacia el éxtasis en las plegarias del deseo, Asayinda tomó una decisión.

Apenas reconozco a la joven insegura de mis sueños —fue la opinión que se le escapó al dulse mentalmente.

Asayinda sonrió, para concentrarse después en las plegarias del deseo, que conducían a los Solitarios al éxtasis.

Cada uno de los Solitarios profería en voz alta su plegaria. El resultado era un bullicio terrible, que resonaba en la Sala de los Arcos multiplicado mil veces por el eco.

Todas las plegarias empezaban con la fórmula: «Señor de las Profundidades, yo deseo…». Los Solitarios reconocían sus pequeños y grandes pecados ante el Señor de las Profundidades. Después, guardaban silencio durante unos instantes para escuchar las respuestas en el silencio de sus mentes y de sus almas. A continuación, lanzaban el siguiente pecado al aire para volver a callar en seguida.

Asayinda percibió un fenómeno extraño: cada vez que miraba a uno de los Solitarios, podía escuchar su plegaria particular por encima de la de los demás.

—Señor de las Profundidades, yo deseo ser como el solitario Averdan del corredor del Hacha —exclamó un Solitario de barba corta y rubicunda—, puesto que él parece perfectamente satisfecho consigo mismo. Cada mañana…

Se sintió levemente avergonzada.

Averdan también puede oírle —decía la voz del dulse en su mente—. Los Solitarios están abiertos unos a otros, con sus defectos y sus virtudes; de ese modo, purifican sus mentes.

Asayinda hizo un esfuerzo por imaginar las implicaciones de semejante estilo de vida, un intento, por otro lado, irremediablemente condenado al fracaso. Había crecido en un mundo en el que lo normal era guardarse para uno mismo los pensamientos más íntimos, y protegerse por todos los medios posibles de la perfidia del mundo exterior. Los habitantes de las islas Espejo rara vez expresaban sus sentimientos, ni siquiera los más superficiales, ante los demás, por no hablar de sus más intensas emociones.

El dulse soltó una carcajada, pero en seguida recobró su seriedad.

Sus espíritus se purifican y quedan limpios de pecado. El éxtasis está llegando a su fin, señora. Prepárate para tu primer discurso. Si titubeas, yo te ayudaré.

Lenta pero implacablemente, el tumulto cesó. El dulse juntó las palmas de las manos y rozó sus mejillas con la punta de los dedos. Inmediatamente, se hizo en la sala el silencio más absoluto.

—Cuando el deseo entorpece nuestro pensamiento como los torrentes de fango de las Aguas Negras, nuestra inquebrantable fe en el Señor de las Profundidades es un claro manantial. El agua es la vida.

—El agua es la vida —respondieron al unísono nueve mil mentes purificadas y libres de pecado. Sus voces parecían sonar entonces más diáfanas y puras.

De nuevo, el dulse repitió el gesto con las puntas de sus dedos. Después, avanzó hacia el altar negro y pasó unas cuantas páginas de las Nueve Mil Palabras.

—El libro de nuestra fe nos enseña y nos indica. Nos enseña nuestros deberes y nos indica el camino que deberemos seguir cuando hayan transcurrido los nueve mil años. Ese camino tiene un nombre. Os leeré un fragmento de Retazos de Perseverancia, volumen séptimo. Palabras veintiocho a treinta y cuatro.

Alzó la vista e hizo una señal a Asayinda con un movimiento apenas perceptible de los dedos. Después, se inclinó sobre el texto, si bien lo conocía de memoria.

—Aunque pueda parecer una paradoja, nuestra mortalidad encarna la belleza de la eternidad. Nuestra vida, tan corta, oscila al ritmo de las olas, pero cuando el cielo se oscurece y la última tormenta se avecina, sabemos que podemos refugiarnos bajo la superficie, en los dominios del Señor de las Profundidades. Él llegará, en el Día del Alba, y la Dama ejecutará los actos y pronunciará las palabras que lo despertarán. Esperad, pues, creyentes, las palabras de la Dama. Ella hará germinar el conocimiento en vuestro corazón. El conocimiento crecerá, y un día lo poseeréis. Vuestro conocimiento, sus acciones y sus palabras despertarán al Señor de las Profundidades.

El dulse seguía con la mirada fija en la florida escritura de las palabras antiguas.

Da un paso hacia adelante —ordenó en el lenguaje de la mente.

Asayinda sintió cómo se desvanecían los últimos retazos de duda que albergaba su mente y su cuerpo. Se situó al lado del dulse y se inclinó sobre el libro, el original de las Nueve Mil Palabras, de nueve mil años de antigüedad. Desde uno de los rincones de su mente, observó las páginas, perpleja. De haber afirmado alguien que el libro había sido confeccionado el día anterior, ella lo habría creído. ¿Cómo era posible? ¿Magia?

Más tarde, señora.

El dulse retrocedió un paso.

Asayinda ocupó su lugar. Se olvidó de los nueve mil Solitarios y los cinco sacerdotes. Incluso el dulse desapareció en un lejano segundo plano.

Asayinda.

El nombre penetró con fuerza en su mente, como una ráfaga de aire, y aclaró sus pensamientos. De su interior salió una nueva presencia, liberada.

No necesito tu ayuda, dulse —dijo con el lenguaje de la mente.

El dulse abandonó de inmediato la mente de la Dama. Estaba sola en presencia de un ser que abría su mente hacia ella.

Durante los cinco o seis segundos que permaneció en silencio, la criatura desplegó su mente ancestral ante ella. Asayinda descubrió su nombre, siguió profundizando y encontró uno de los nombres secretos que abarcaban gran parte de su ser. Se sintió flotar a través de la asombrosa construcción de la mente de la criatura y leyó todos los pensamientos que una vez existieron en ella. Revivió todas sus experiencias. Descubrió todos sus objetivos y sus planes. Absorbió todo lo que la criatura le permitió saber. Sus pensamientos y lo más profundo de su ser cambiaron para siempre. Entre todos los sueños y pensamientos de la criatura, encontró la capacidad, un poder que podría serle de gran utilidad.

La presencia parecía estar luchando con su laringe por un momento, con su forma habitual de hablar.

Mi voz es… distinta —suspiró un aliento a través de su mente.

Después, Asayinda, la Dama del Alba, alzó la vista y empezó a hablar.