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El alba

Los Solitarios han sobrevivido el paso de los siglos. En muchas ocasiones se predijo su fin, y en varias épocas de la historia, el dulse contó con muy pocos seguidores. Pero en última instancia, su poder no hizo más que aumentar.

El actual dulse, Aernold de Sey Hirin, es un hombre poderoso, con influencia incluso en las decisiones que emanan del palacio de Kryst Valaere, en la ciudad de Romander. Ninguna otra religión fue nunca tan poderosa ni tan omnipresente en todas las islas y prácticamente en todas las culturas del reino.

El alto myster Karn, en una ocasión, dijo de los Solitarios que eran el único elemento de cohesión entre los distintos pueblos de las islas. A su Señor, el desran, no le habría complacido semejante comentario.

TRYGBALD DE GRAN MELISA,

Réplicas y premisas de la historia del reino de Romander

La niebla matinal se extendía como una alfombra sobre las Aguas Negras y los acantilados rocosos de la península de Yle. Las primeras olas provocadas por los vientos alisios de Gyt se aproximaban por el noroeste a Lan-Gyt, deshilachando la niebla. Sus jirones flotaban por encima de la neblina como aves con sus alas desplegadas, empujadas por el viento.

Había un hombre de pie, al borde de un acantilado que se adentraba en el mar. Su larga capa de color gris basalto ondeaba debido a la fuerte brisa matinal, pero la figura no se movió. Mimetizado, casi parecía una roca más de las que coronaban el acantilado. Juntó los puños cerrados, con la mirada aparentemente fija en el horizonte cubierto por la niebla. Frunció sus oscuras cejas y una profunda arruga le surcó la amplia frente. Durante un instante, sus ojos dorados brillaron con una luz cegadora. Después, giró el rostro y entrecerró los ojos, que quedaron reducidos a una exigua ranura. Una vela triangular se recortó en el horizonte.

—A ver, Aernold de Sey Hirin —murmuró para sí, usando una mano a modo de visera—. Ahí llegan, por fin. En nombre del Creador, que traigan resultados. El torrente del tiempo fluye y se abalanza hacia el remolino de la historia. Galle tenía razón, como siempre.

Se había arriesgado considerablemente al hacer venir a los cinco altos sacerdotes hasta allí para proseguir con la votación. Había apostado basándose en nada más que una vaga sensación: el presentimiento de que ése era el Día del Alba, y de que, por tanto, podría influir en la votación.

Con el corazón latiendo con fuerza, intentó distinguir el color del gallardete, pero bajo la típica niebla de la costa norte de Lan-Gyt cualquier posible matiz se diluía en la gama de grises. Giró lentamente sobre sí mismo y dirigió la mirada hacia el horizonte, ocupado en parte por una visión familiar: una edificación de dimensiones descomunales. Un conjunto de diez torres se alzaba desde un edificio de forma redonda, de como mínimo un kilómetro de diámetro y más de cien metros de alto, cuya estructura soportaban arbotantes que se elevaban muy por encima del suelo. No era fácil determinar cuál de las torres se erigía con su robusta aguja a mayor altura.

—Yle em Arlivux —murmuró con un tono de voz cargado de emoción, algo entre el orgullo y la aquiescencia.

Tras la colosal estructura, que parecía estar constituida totalmente por figuras esculpidas, refulgía el contorno irregular de una cadena montañosa que, desde el interior, protegía las torres como los muros pertinaces de una fortaleza.

Volvió de nuevo la mirada hacia la pequeña embarcación que surcaba velozmente las aguas. En dieciocho ocasiones había visto a la pequeña carabela regresar de las islas Espejo a principios de invierno, época en la que cualquier patrón en su sano juicio desearía ver su barco atracado en un muelle o fondeado en una bahía segura. No obstante, el dulse no recordaba haber visto a esa carabela o cualquiera de las que la habían precedido en una situación de peligro.

Se había acostumbrado a ver el banderín blanco, el blanco virginal de «manos vacías», de «no haber encontrado nada».

Sin embargo, ese día, le dio un vuelco el corazón: ¡el gallardete era de color púrpura! De repente, empezó a hervirle la sangre como un remolino de arroyos cálidos y benignos que recorrían todo su ser. Lanzó mentalmente una roca imaginaria en el estanque de su euforia. Apretó los puños. Era el mejor día de su vida. ¡La Dama había sido encontrada! Por fin, las plegarias de los Solitarios habían sido atendidas.

En el camino que conducía al acantilado, apareció una figura que corría hacia él.

—¡Dulse, los altos sacerdotes han llegado! —gritó el hombre desde lejos.

—Todo parece encajar —murmuró el dulse—. Una buena señal, aunque yo mismo sea, en parte, responsable. Una vez más, las Nueve Mil Palabras dicen la verdad. Una vez más, el Señor de las Profundidades nos muestra el camino. —Avanzó hacia el recién llegado y exclamó—: Prepara el Vestíbulo de los Arcos, Uchate. Reúne a los Solitarios y organiza un breviario; corto pero completo.

El hombre dio media vuelta con la intención de ponerse en marcha, pero el dulse tenía otro mensaje para él.

—Espera, Uchate. La Dama. Imagínate: ¡la Dama ha sido encontrada!

Uchate, un hombre pálido y delgado, lo miró, boquiabierto. Sólo cuando el dulse le hizo un gesto de impaciencia con los dedos adornados de anillos de oro, el hombre se volvió y corrió con premura hacia el edificio. La toga le ondeaba al viento.

Cuando el dulse caminaba por la inmensa Sala de los Arcos, después de haberse introducido por una puerta lateral oculta, algunos minutos más tarde, los Solitarios ya estaban haciendo entrada a través de las decenas de puertas alternativas. Todos y cada uno de ellos inclinaban la cabeza en una reverencia ante la pila de granito negro, con unas dimensiones de cien metros por cincuenta, que separaba la estancia de una tarima que se alzaba a cinco metros de altura. En las cuatro esquinas había estatuas gigantes de Atai Wericylem, Dai, Sombor y Tervylex, los cuatro dioses de los vientos. La pila estaba llena hasta el borde de agua negra. Los doce componentes del Coro de las Voces Puras entonaban las Canciones de las Profundidades en un registro agudo que llenaba toda la estancia. Murmullos de agitación llenaban la sala. Diez minutos más tarde, no quedaba libre ninguno de los nueve mil asientos; todos sus ocupantes tenían los ojos puestos en la cortina de color púrpura que colgaba de un arco dorado detrás de la tarima.

Los doce miembros del coro interrumpieron sus cánticos y ocuparon su lugar entre los bastidores de las cortinas de cincuenta metros de largo.

La multitud empezó lentamente a calmarse.

Por fin, se hizo el respetuoso silencio que el dulse consideraba apropiado para su intervención. Uchate le tendió la voluta, el báculo del tamaño de una persona, de madera retorcida de sauce y coronado por un pomo dorado con forma de criatura alada. Con los ojos cerrados, el dulse dejó caer la cabeza hacia atrás y murmuró para sí mismo la letanía de la Purificación Absoluta. Como solía sucederle, tomó plena conciencia de su posición. Al mismo tiempo, percibió la soledad que conllevaba el cargo. Volvería a unir las mentes de los nueve mil Solitarios sin participar en el éxtasis del Raptux Intangible, el arrobamiento de la mente que sólo él podía invocar. La melancolía se abrió paso a través de sus pensamientos para acurrucarse en lo más profundo de su ser. Retazos de recuerdos de tiempos mejores se desprendieron de los huecos de su mente. Se desmembraron días, años, siglos. Abrió los ojos. Su mirada se dirigió, certera, hacia la estrecha abertura de la cúpula. El Ojo de Arlivux, así había decidido llamarla en su interior. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—La elección está hecha —susurró con voz ronca—. En una ocasión, se tomó una decisión. —Profiriendo un suspiro, añadió—: La eternidad no lo es todo.

Acto seguido, recobró la compostura e hizo una señal de aprobación a Uchate. El segundo sacerdote, cuyo nombre completo era Loine em Uchate de Rak, ocupó la tarima y apretó con fuerza ambos puños.

—Aernold, dulse de las Torres de Arlivux y de la península de Yle —anunció con solemnidad.

El dulse abrió la cortina y avanzó hacia el estrado. Recorrió con la mirada los millares de cabezas inclinadas.

—Yle em Arlivux es el único lugar. Aquí, el tiempo nos protege. Y el espacio recobra su significado primigenio —dijo en un tono de voz suave, que atravesó velozmente las aguas negras que se extendían ante él para fluir por cada rincón de la sala—. Aquí, el tiempo y el espacio confluyen, puesto que son una misma cosa.

Nueve mil cabezas se alzaron a un tiempo.

—¡Dulse! —resonó la invocación procedente de tantas otras gargantas como una breve ráfaga de tormenta.

—Yle em Arlivux es el único lugar —respondió el dulse.

—El dulse es su guardián —fue la réplica que se escuchó en la sala.

—El agua es la vida.

—El agua es la vida.

—Su oscuridad infinita alberga a nuestro soberano.

—El Señor de las Profundidades.

Las últimas palabras, enfatizadas por todos los asistentes, retumbaron con el eco de la sala. El silencio que siguió a continuación quedó entrecortado cuando el dulse ocupó el centro de la tarima, detrás de un altar de granito negro satinado. En el altar descansaba un libro cuyas páginas medían un metro por sesenta centímetros. Estaba abierto por la mitad, en algún punto concreto. El dulse rozó brevemente una de las páginas con el dedo índice. Observó el texto a través de los párpados semi cerrados; parecía que estuviera acariciando las palabras. La presencia del dulse llenaba por completo la estancia. Lo sentía; los Solitarios también podían sentirlo.

Buscó con la mirada la arcada dorada situada a muchos metros de distancia, al otro lado de la sala, bajo la cual había otra plataforma que soportaba una reluciente piedra negra en un altar similar. Tras él, esperaban cinco sacerdotes en distintas poses, que expresaban otros tantos humores.

El sacerdote Dark de Ynystel estaba de pie, con el rostro girado a medias, pero el rubor de sus mejillas, los puños apretados y todo su cuerpo, contraído por la ira, hablaban por él: se encontraba allí en contra de su voluntad. El dulse prácticamente lo había secuestrado del templo que era su hogar en Ynystel del Norte. La mirada de indiferencia que había en los ojos del enorme Egamin Wayrant de Delft no llegó hasta el dulse; fue perdiendo intensidad y se quedó a medio camino en algún punto de la sala.

Basra, el más alto sacerdote de Aerges, se restregaba las manos sobre su prominente panza, que se intuía por debajo de la toga gris, y esperaba pacientemente, con la mirada fija en el dulse. Wendelmut, de la Fundación Fernion, sonreía, e hizo un saludo con su fina mano cuando la mirada del dulse se fijó en él. Ozar de Ak Romat, el medio dulse de las islas Espejo, estaba recostado en uno de los cinco pilares que sostenían la arcada, con la cabeza gacha, aparentemente perdido en sus pensamientos. Dos oponentes irreconciliables, dos aliados, y el escéptico más recalcitrante. Aún más razón para dotar el discurso del tono más apropiado.

Pero antes, el breviario. Miró de reojo el lugar en el que el abnegado Uchate se disponía a ocupar el estrado como segundo sacerdote, ataviado con una toga de color púrpura, cuyo nombre era Agua del Alba. Hasta entonces, Uchate era la única persona a quien se había otorgado el derecho de llevar el manto sagrado, que tenía una cola de como mínimo cuatro metros. La única otra personalidad con derecho a llevar la pesada toga era la Dama que Llega con el Alba. De acuerdo con los conocimientos de los nueve mil Solitarios y los cinco sacerdotes, podrían pasar años antes de que eso sucediera. Precisamente ese día, el día del medio solsticio, entre el otoño y el medio invierno, era el día en que debía llegar la Dama. En caso contrario, deberían esperar al siguiente medio solsticio, entre la primavera y el medio verano, cuando los signos fueran de nuevo favorables.

Todos sabían que la Era del Alba había llegado, pero sólo el dulse y su segundo sacerdote estaban seguros de que ése era precisamente el día en el que acaecería el evento tan largamente esperado.

Uchate conduciría el breviario con su devoción habitual y el más absoluto respeto por el Señor de las Profundidades y su representante sobre la superficie del mar.

Las plegarias fueron recitadas por todos los asistentes con la vehemencia de rigor, aunque el dulse estaba convencido de que Dark de Ynystel movía los labios sin decir nada. Al margen de ese detalle, fue un buen servicio matinal.

Sin embargo, daba la impresión de que los pensamientos de los nueve mil Solitarios se encontraban en otro lugar. Tal vez, la presencia de los sacerdotes distraía excesivamente su atención.

Cuando Uchate se retiró y el dulse ocupó su lugar, la atmósfera de la Sala de los Arcos sufrió una transformación. Los sacerdotes pasaron a segundo plano.

Todos los Solitarios centraron su atención en la figura de la tarima. Se decía que el dulse de Yle em Arlivux era el hombre más poderoso del reino, más poderoso incluso que el desran, según algunos. Más de la mitad de los habitantes del reino de las islas se consideraban creyentes y aceptaban al Señor de las Profundidades como el poder más elevado, muy por encima del desran. Y en el dulse reconocían a su principal portavoz y ejecutor. Sus súbditos, en efecto, mostraban una mayor predisposición a obedecer al dulse que a poner en práctica los decretos y mandatos del desran.

El dulse desplegó sobre el libro la mano derecha con los dedos separados mientras alzaba la izquierda en un gesto que recomendaba prudencia.

—La Era del Alba ha llegado desde las Profundidades de nuestro Soberano, cuyo rostro permanecerá bajo la superficie del mar mientras la Dama no responda a la llamada del Profeta.

Esa vez, la introducción fue distinta a la que estaban acostumbrados los Solitarios. El silencio cobró intensidad; «un silencio más ensordecedor que las plegarias de deseo proferidas al unísono por nueve mil Solitarios», pensó el dulse.

—La Dama se encuentra de camino a Yle em Arlivux —prosiguió sin alzar la voz, como si se tratara de un anuncio de poca importancia.

Una oleada de agitación y consternación recorrió la sala. Los cinco sacerdotes exteriorizaron de distinta forma su perplejidad. Dark se volvió hacia Egamin para hablar con premura al alto sacerdote de la Fundación de Delft. El dulse siguió hablando, imperturbable.

—Leeré un fragmento de las Nueve Mil Palabras, porque éste es el día del que nos habla el Soberano en sus escritos. En este día memo-rabie, procedo a leer Retazos de Perseverancia, volumen quinto. Palabra catorce.

Inclinó la cabeza sobre el texto, a pesar de que lo conocía de memoria. Su voz quedó reducida a un susurro, que flotaba sobre las cabezas de los Solitarios hacia la arcada dorada.

—Todos nuestros esfuerzos van encaminados al Alba. Todas nuestras expectativas sobre el futuro coinciden con la llegada de la Dama. Vendrá a nosotros desde más allá del horizonte del mar del tiempo, tímida y humilde como nuestra servidora. Su voz, la voz del pasado, volverá a escucharse, y desde las Profundidades de las aguas de Arlivux, el Soberano será como el eco de sus palabras. Sus pensamientos, los pensamientos del futuro, echarán raíces en esta tierra, tierra natal y sepultura a un tiempo de los Solitarios.

Alzó la vista. Nueve mil Solitarios le devolvieron la mirada; ya había indicios del éxtasis que invariablemente provocaba la lectura de las Nueve Mil Palabras. Tras todos esos ojos fijos en él, el dulse pudo ver fugazmente las máscaras de la muerte. El torrente del tiempo se arremolinaba como una hélice por todo Yle em Arlivux, pero sólo el dulse podía percibir las visiones que de él emanaban. Una espiral de emociones inundó todo su ser: intensa tristeza, desespero, un conato de agradecimiento, esperanzadoras expectativas y un dolor que parecía no tener fin. Con el tiempo, su mente, purificada por infinidad de experiencias, podría observar todas esas emociones desde una perspectiva distinta. Cada una de ellas se estrellaba contra la costa rocosa que era su alma encallecida. Sin embargo, por primera vez en muchos años, sintió el eco de la verdadera melancolía en su mente. Le pareció como si volviera a la vida tras haber estado aletargado durante años.

Miró a un lado. Uchate hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Detrás, el dulse pudo ver a la muchacha que con tanta frecuencia lo había visitado en sueños, ataviada con la toga llamada Agua del Alba. Por primera vez, la veía en carne y hueso. Estaba envuelta en un velo tejido por diminutos secretos. Se reconocieron mutuamente: ella lo miró con fijeza, con los ojos muy abiertos, y se sumergió en el oro de la mirada del dulse.

—La Dama sellará la alianza con las Profundidades mediante sus actos —prosiguió—. Unirá el pasado y el futuro atravesando las fronteras del tiempo. Sus acciones son justas, puesto que no puede ser de otro modo.

Retrocedió, y acompañó sus pasos con un ademán solemne.

—En este día, el veintisiete del mes de Sahmander, del año 8997, finalmente la Dama hace entrada en sus dominios, la Sala de los Arcos de Yle em Arlivux.

Uchate la animó amablemente a avanzar hacia el estrado. Cuando adivinaron su frágil figura tras la toga de color púrpura, demasiado grande para ella, un suspiro embelesado, multiplicado nueve mil veces, resonó con el eco de la Sala de los Arcos.