Gad Laïn Romat, Dynk, Lak Seymerik, Puerta del Templo, Kath Lydergan, Haramat. Seis nombres, una ciudad. Haramat, capital de las islas Espejo, aparentemente nunca fue una ubicación de demasiada relevancia en el reino bajo todos esos nombres; sin embargo, hay muchos indicios que demuestran lo contrario.
Cada una de las islas Espejo tiene unas dimensiones de aproximadamente doscientos por cien kilómetros. En una ocasión, este grupo de islas fue importante, aunque ahora haya caído en el olvido. Las grandes ruinas del templo de Ak Romat y Ak Sayrahin, que se encuentran en la isla oriental, y de Ak Kator, en la isla occidental, son pruebas palpables de ello.
La extraordinaria Torre del Viento, situada en las proximidades de Cueva de Nardelo, constituye uno de sus mayores misterios. Se desconoce su origen, así como su finalidad, aunque circulan numerosas leyendas al respecto.
Pero incluso las ciudades anónimas sumergidas al norte de ambas islas, cerca de Akor y la localidad de Dedalter, y las menos afamadas pero hermosas ruinas del palacio que se encuentra en el sur de la isla occidental, son silenciosos testigos de un pasado espléndido.
Y si hacemos caso a los arqueólogos, esto no es todo. Recientemente se han descubierto sistemas de cuevas en la isla occidental, no demasiado lejos del monte Kator, excavadas como un laberinto por debajo de gran parte de la superficie de la isla. ¿Quién las excavó? ¿Por qué? Esas preguntas con el tiempo han quedado relegadas al olvido. Otro reciente descubrimiento es el de una segunda Torre del Viento, al sureste de Cueva de Nardelo.
Lo cierto es que las islas Espejo son un paraíso para arqueólogos e historiadores, y por supuesto, para cualquiera que esté interesado en desvelar secretos.
TRYGBALD DE GRAN MELISA,
Réplicas y premisas de la historia del reino de Romander
Dos días después de que se reuniera el grupo, la isla oriental apareció en el horizonte.
Lethe despertó de un sueño confuso, del que apenas pudo recordar nada; únicamente la imagen de un barco de negras velas.
La litera de Matei estaba vacía. El Astuta Cuchilla de los Nueve Mares se deslizaba lánguidamente sobre las largas olas de un mar por fin en calma.
Oyó cómo el vigía gritaba: «¡Tierra al oeste!». Se vistió, desayunó unas cuantas rebanadas de pan con queso de cabra y subió a cubierta, expectante. Era una mañana fría, el cielo estaba despejado. Había una ligera brisa del nordeste. Con todas las velas desplegadas, el navío mantenía rumbo al oeste. Gyndwaene y Pit charlaban en la cubierta de proa. Contra el horizonte se recortaba el contorno de una gran isla; la isla oriental, según la información de Lethe. Echarían anclas en Haramat. Saludó a Mano Firme y caminó hacia la borda. A medida que el barco arribaba a tierra, el ambiente a bordo del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares era distinto. La mayoría de los marineros iban y venían sin hacer nada realmente. Los toneles de aceite que habían sobrevivido a la tormenta fueron desatados, y tres hombres tomaron posición cerca de la cadena del ancla.
Dejaron atrás Rych, un islote rocoso, desolado, cubierto de excrementos de aves, cuya propiedad reivindicaban decenas de miles de gaviotas escandalosas y otras aves marinas, entre ellas, las saltadoras de acantilados. Después, pasaron por debajo de los acantilados rocosos de la costa suroeste de la isla oriental hacia Haramat. Matei apareció en cubierta justo en el momento en el que un enorme complejo de ruinas se hizo visible sobre la falda de una montaña.
—Los templos de Ak Sayrahin —anunció el alto myster—. Al otro lado de las montañas se encuentra el complejo de templos de Ak Romat, incluso de mayores dimensiones y más espectacular.
Lethe quedó impresionado por los misteriosos edificios y el centenar de campanarios, aparentemente inservibles. Matei les informó de que, en primer lugar, se dirigirían hasta Dal Rynzel, la localidad natal de Gyndwaene, y Ak Romat.
Era mediodía antes de entrar en la bahía de Haramat. Lethe mantenía la guardia, nervioso, en busca de un navío con velas negras, pero aparte de una pequeña goleta y tres barcos de cabotaje, sólo podían verse unas cuantas carabelas y una barca de pesca. Se sentía aliviado, en parte, pero al mismo tiempo una sensación de inseguridad crecía en su interior.
Wedgebolt fondeó el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares lejos del malecón.
—Nunca he confiado en esta bahía —rezongó—. Justo por debajo de la superficie, decenas de rocas están esperando nuestra quilla. Antes de que nos diéramos cuenta, la habrían partido en dos.
Matei pagó a Wedgebolt los treinta speets acordados. Gyndwaene añadió a la suma cinco speets más. El capitán no hizo mención de la presencia de Llanfereit y Pit. El alto myster le dio unas palmaditas en el hombro a Wedgebolt.
—No me importaría que te quedaras por aquí unos cuantos días, capitán —dijo animosamente—. Me restan unos cuantos speets. Es muy probable que volvamos a necesitar de tus servicios. Parece ser que después deberemos visitar las Rompientes Exteriores, aunque nuestros planes pueden cambiar.
—Los speets siempre me ponen de buen humor —respondió Wedgebolt—. De todos modos, mi intención es pasar aquí lo que queda del invierno. No me gustan las multitudes de las grandes ciudades portuarias. Nos veremos muy pronto, Matei. Ten cuidado, hay gentes extrañas en las islas Espejo, especialmente en la isla occidental. Aquí no puedes confiar en la primera persona que encuentres. —Se giró hacia Kalyk—. ¿Qué te parece si obsequiamos a Matei y a sus compañeros con un paseo en bote hasta Haramat?
Kalyk sonrió y señaló con el pulgar por encima del hombro.
—El bote ya está en el agua, capitán, y el equipaje de nuestros pasajeros, a bordo.
Se despidieron afectuosamente de la tripulación. Mano Firme tendió a Lethe un montón de documentos.
—Léelos antes de iniciar vuestra empresa. En los últimos días he estado recopilando información sobre las islas Espejo y he tomado algunas notas para ti.
Lethe estaba gratamente sorprendido. Agradeció de manera efusiva el esfuerzo del timonel y siguió a los demás, que ya descendían por la escalera de soga hasta el bote.
Gaithnard condujo a Adwyne a una humilde posada que estaba cerca del muelle. Ésta había decidido quedarse en Haramat y buscar una pequeña vivienda.
—Hay muchas casas vacías en la costa de Haramat —comentó Gyndwaene—. Estoy segura de que encontrarás algo que te convenga.
Gaithnard abrazó a su media madre durante más tiempo del habitual.
—Ahora debes irte —dijo Adwyne, finalmente, con voz suave—. Si todo va bien, volveremos a vernos en un par de semanas.
Poco después, Matei y Gyndwaene encabezaban el grupo a través de las estrechas callejuelas del viejo Haramat.
—Si seguimos las recomendaciones de Gyndwaene, debemos contratar un guía y llevar con nosotros a Ak Romat otro maestro de armas —dijo Matei—. Los caminos del sur de la isla son peligrosos. Hay bandidos y cuadrillas de ladrones que asaltan a los viajeros que atraviesan la región entre Dal Rynzel y Ak Romat.
—Sé de un hombre —dijo Gyndwaene—, un primo segundo de mi padre, que conoce la isla oriental palmo a palmo. Se llama Domre y no tiene demasiados quehaceres durante el invierno. Estoy segura de que no le importará hacernos de guía. Además, puede proporcionarnos caballos para nuestro viaje hasta Dal Rynzel. A partir de ahí, el camino es demasiado estrecho y empinado para seguir a caballo. Tal vez también conozca a alguien que pueda protegernos de los bandidos.
—Podemos pasar la noche en Dal Rynzel —dijo Matei—, con el padre de Gyndwaene. Así podremos aprovisionarnos.
Gyndwaene se detuvo delante de una casa pequeña con una fachada de ladrillos irregular. Subió los escalones que conducían a la entrada y dio unos golpes en la puerta, que se abrió con un chirrido transcurridos algunos minutos.
—¿Quién es? ¡Ah, eres tú!
Cuando la puerta se abrió del todo, apareció ante ellos un hombre calvo, de gran estatura.
Gyndwaene explicó brevemente a Domre el motivo de su visita. El hombre asintió con la cabeza. Después, presentó a sus compañeros.
—Bueno, bueno —comentó—, un impresionante equipo: magos, aprendices y un maestro de armas. Y tú estás con ellos, Gyndwaene. Será un honor para mí guiaros.
—¿Conoces a alguien que pueda acompañarnos como escolta?
Domre negó con la cabeza, pero, de pronto, pareció recordar algo. Se cubrió con una capa negra y bajó las escaleras.
—Espera un momento, alguien dejó una nota en la esquina, en la posada El Búho de Largas Orejas, esta tarde. Un maestro de armas que ofrecía sus servicios; alguien de las islas exteriores. Vuelvo en seguida.
Desapareció por un callejón y poco después regresó con una nota: «El maestro de armas Artod de Wintergait se ofrece para protección y seguridad. Actualmente disponible. Me alojo en La Liebre Chillona».
—Wintergait, al sur de la isla Ancha —murmuró Pit, pensativa—. ¿No es allí donde se encuentran los mejores maestros de armas?
—Después de Quym —replicó Gaithnard en tono cortante.
—Entonces, necesitamos a ese Artod —dijo Matei—. Iré a buscarlo con Domre. Supongo que podéis esperar aquí, en casa de Domre.
No había transcurrido ni un cuarto de hora cuando Matei y Domre regresaron en compañía de un hombre de ancha frente y tranquilos ojos verdes enmarcados por unas cejas oscuras. Su cabello negro estaba untado de grasa, al estilo de la mayoría de los maestros de armas de las islas occidentales, y recogido en una trenza, como era costumbre en la isla Ancha y Ribbe. Los andares ágiles de aquel hombre denotaban su condición de luchador experimentado. Sus movimientos eran controlados. Cargaba una larga espada enfundada en una vaina tejida, pero Lethe pudo advertir, además, la presencia de algunas armas debajo de las mangas: probablemente, un puñal y una daga. Sobre el hombro llevaba una pequeña bolsa de color rojo, que contrastaba con el verde de su túnica. Artod parecía no necesitar mucho.
Lethe lo observó atentamente. ¿No le había visto antes? Estaba casi seguro, pero no podía recordar dónde ni cuándo. Era incapaz de concretar la primera impresión que le causó Artod. El hombre mantenía una actitud distante, pero al mismo tiempo tenía una aura que le inspiraba confianza.
—Os presento a Artod de Wintergait —anunció Matei—, maestro de armas con un respetable historial de servicios. Él y Gaithnard nos protegerán de los bandidos en nuestro viaje por las islas. —Se volvió hacia Domre—. ¿Podemos partir?
—Voy a preparar mi equipaje. Después iremos a las caballerizas de Bertot. Dispone de buenos caballos. Podemos alquilárselos y dejarlos en Dal Rynzel. Espero que haya suficientes para todos.
Bertot tenía siete caballos, pero el equipo estaba formado por ocho. Lethe intuyó cuál sería la solución.
—No veo inconveniente en que Pit y Lethe compartan un caballo —dijo Llanfereit.
Les correspondió una vieja yegua parda con el lomo ya combado.
El camino que conducía a Dal Rynzel no era más que una sinuosa pista de tierra que discurría sobre colinas desnudas, tan estrecha que no permitía el paso de dos caballos simultáneamente. Sólo las orillas de los escasos arroyos estaban cubiertas con pasto marrón y algunas hierbas de color verde pálido. La silueta de un sistema montañoso de poca altura se recortaba en el horizonte.
Los andares de la yegua que montaban Lethe y Pit eran desgarbados e incómodos. Se detenía a intervalos regulares, por lo que con frecuencia se deslizaban hacia sus cuartos traseros. Lethe iba delante, y Pit le rodeaba con ambos brazos la cintura. Al principio, Lethe se había sentido incómodo, pero después de un rato empezó a disfrutar de la sensación. Pit olía a bayas y a tierra fresca. No paraba de hablar. Su voz clara llenaba su mente, aunque en realidad no atendiera a todas sus palabras.
Dejaron atrás una bahía. Después de un rato, Pit dejó de hablar. Sólo se oía el sonido de los cascos y el ir y venir de las olas. El aire salado reconfortaba a Lethe. El cielo estaba despejado, aunque otra tormenta parecía estar formándose al norte, en el horizonte. «El viento nunca cesa —pensó Lethe—; revuelve las mentes».
El camino estaba desierto. A lo lejos, Lethe vio cómo una figura aparecía sobre una colina y se esfumaba en seguida. Cuando llegaron al lugar en el que la había visto, no quedaba rastro de ella.
Las colinas se transformaron gradualmente en montañas de poca altura, hasta que la primera cadena montañosa surgió, imponente, sobre el horizonte. Gyndwaene señaló hacia ella.
—Ésas son las montañas del Tiempo. Detrás se encuentra Dal Rynzel —dijo.
El sol empezó a descender por el horizonte. La pista de tierra era entonces más abrupta y ascendía serpenteando por las faldas de las montañas del Tiempo. Dejaron atrás los últimos vestigios de vegetación. Cuando llegaron a la cima, hicieron un alto. En lo más profundo de un amplio valle, un conjunto de casas quedaban ocultas bajo unos cuantos árboles a la altura en que se bifurcaba un arroyo.
Lethe volvió la vista atrás y descubrió que la figura los espiaba desde el pie de una colina. El hombre, si es que de un hombre se trataba, estaba de pie, inmóvil, con un báculo en la mano izquierda.
—Ya lo he visto —dijo Artod con voz tranquila—. Nos vigila desde que salimos de Haramat.
Era la primera vez que Lethe le oía hablar. Su voz correspondía a la de un maestro de armas seguro de sí mismo: tranquila y un tanto ronca.
Matei se dirigió en su montura hacia Artod y Lethe.
—¿Estamos en peligro? —preguntó al maestro de armas.
Artod se encogió de hombros.
—Ya he estado aquí antes. Siempre he sido espiado al abandonar una población. Forma parte del carácter de los isleños.
Gyndwaene confirmó esa impresión.
—Incluso a mí me espían cuando salgo de Dal Rynzel. Casi siempre se trata de curiosidad inofensiva. No hay muchos ladrones en la isla oriental, pero la isla occidental es famosa por sus bandidos.
Descendieron hacia Dal Rynzel. Había unas treinta casas bajas de madera, que en su mayoría parecían más bien chozas. Gyndwaene se detuvo frente a la primera, a las afueras del pueblo. Hizo una señal a los demás para que esperaran fuera. Poco después salió seguida de un hombre anciano y de baja estatura. Gyndwaene les presentó a su padre, Morek. En realidad, no era necesario, porque sus ojos albergaban la misma expresión melancólica que los de Gyndwaene.
—Podemos pasar la noche aquí —anunció. Señaló el granero contiguo a la casa—. Ahí hay sitio para tres o cuatro; el resto dormiremos dentro.
Lethe, Pit y Artod pasaron la noche en el granero. Había un penetrante olor a madera podrida, mezclado con una indefinible y agria fetidez. Lethe permaneció despierto largo rato; le había parecido oír voces. Pero no sucedió nada, y finalmente se quedó dormido.
De nuevo, se despertó muy temprano. Artod estaba agachado sobre él. Vio sus verdes ojos y sus labios apretados muy cerca de la cara. Lethe se incorporó apresuradamente, pero el maestro de armas levantó una mano.
—Tranquilízate, Lethe —susurró—, he salido porque me pareció oír un ruido. Debe de tratarse de un animal. Sólo estaba comprobando si todavía dormías.
Lethe observó al maestro de armas con recelo. Había aprendido a confiar en su intuición y sus primeras impresiones. Tras los espejos impenetrables de los ojos de Artod, había visto algo que indicaba peligro, una amenaza letal.
Artod no esperó una respuesta; se encogió de hombros, dio media vuelta y, gateando, volvió a sumergirse bajo la manta.
En la imaginación de Lethe, Artod era un regulador camuflado que pretendía asesinarlo. No obstante, rectificó sus pensamientos de inmediato; el hombre ya había tenido la oportunidad de hacerlo.
No pudo seguir durmiendo. Muy pronto, la respiración regular de Artod le indicó que dormía profundamente.
A la mañana siguiente, Gyndwaene les despertó a una hora temprana.
—Si queremos llegar a Ak Romat hoy mismo, deberemos estar en camino en media hora —dijo—. Los caballos se quedan aquí. Alguien se encargará de recogerlos.
Una vez reunidas las pertenencias, agradecieron al padre de Gyndwaene su hospitalidad y se pusieron en camino. La mañana era excepcionalmente soleada y no había ni pizca de viento. Muy pronto, el camino se hizo más abrupto. Cuando llegaron a la cumbre de la cordillera situada detrás de Dal Rynzel, ante sus ojos se desplegó un amplio panorama. A lo lejos, colinas de suave pendiente y espaciosos valles quedaban interrumpidos bruscamente por una pared de color gris oscuro.
—La sierra de Romat —dijo Domre, señalando al sureste, donde se alzaban las mayores cumbres montañosas—. Más allá de esas montañas se encuentra Ak Romat. Pero el camino discurre primero hacia el este, alrededor del abismo de Kepter, para acercarse a las montañas más altas trazando un amplio arco. Después deberemos abordar una delicada ascensión de tres mil metros, hasta la cima de Kor Romat. Desde el paso de Kor podremos ver Ak Romat. Si todo va según lo previsto, llegaremos al desfiladero esta misma noche. Justo después de superar la cima hay una cabaña en la que podremos pernoctar.
Mientras descendían por el zigzagueante camino, Lethe vio una ave de gran tamaño aproximándose desde el norte. Se le erizaron los cabellos de la nuca. Reconoció al animal. ¡Era el águila imperial de su sueño! Tenía que ser una señal. Artod, que caminaba a su lado, también había divisado el animal.
—Una águila imperial; no es habitual verlas por aquí.
El ave planeaba como una hoja sobre las distintas capas de la atmósfera y rectificaba el rumbo una y otra vez con el batir de las potentes alas. Después, se dirigió directamente hacia todo el grupo.
—Auc, auc —fue la llamada solitaria del águila.
En la mente de Lethe, sueño y realidad parecieron acercarse hasta confundirse. Estaba seguro de que se trataba del águila que había visto y oído en su sueño. Involuntariamente, algo en su interior se extendió hacia el águila.
Se introdujo en una mente noble. La intención y los objetivos del águila eran obvios, tan transparentes como el cristal. Sus ondas de pensamiento estaban controladas por actividades tales como conseguir comida, proteger y defender sus dominios, y reproducirse. Una pequeña parte de su cerebro estaba reservada para los recuerdos, pero Lethe no interfirió. Quizá regresaría allí más tarde. La simple idea de flotar en el aire, y el dichoso y lento batir de alas, le hacían estremecerse de placer.
Podía ver a través de los ojos del águila. Todo era blanco, negro o gris; distinguía todos los matices, sin la profundidad del ojo humano, pero con una agudeza visual que abarcaba muchos más kilómetros. Para su sorpresa, descubrió que el águila tenía un nombre, Gehandyr. Tras unos instantes de reflexión, Lethe pudo traducirlo como Mirada Rasuradora. «Un buen nombre», pensó. La mente del águila le dejó espacio a Lethe, como si hubiera estado esperándole. Escudriñó los alrededores con los ojos de Mirada Rasuradora, puesto que el águila, sin palabras, así le incitaba a hacerlo. A medio camino del sendero, en una zanja flanqueada por rocas, tres personas esperaban, emboscadas. Más allá, al pie de Kor Romat, había un anciano que llevaba un báculo en la mano izquierda. Por un momento, a Lethe le pareció que se trataba de una estatua, pero entonces el hombre alzó la otra mano hasta la frente. Parecía que mirara directamente a los ojos de Lethe.
El águila le habló en un lenguaje basado en conceptos sencillos. Lethe pudo entender el mensaje, aunque algunos de los conceptos tardaron un poco en encontrar sitio en su propia mente. A veces, el lenguaje empleado por el ave era extraño: «Seres malignos. Te están esperando. Pretenden derramar tu sangre».
Tras un breve silencio, Mirada Rasuradora prosiguió: «El hombre que está al pie de la montaña recibe el título de Guardián de la Tierra. La gente lo llama Galle, pero nosotros no podemos entender semejante nombre, como tantos otros nombres humanos. El Guardián de la Tierra es… bueno».
Lethe ya había oído antes el nombre de Galle, pero no podía recordar dónde ni cuándo. Respondió en su propio idioma, al menos así lo creyó. Cuál no sería su sorpresa al descubrir que no había pronunciado ninguna palabra, sino que se expresaba en conceptos, exactamente igual que el águila: «Gracias, Gehandyr; eso nos será de gran ayuda».
Mirada Rasuradora, de repente, cerró su mente. Fue una acción lógica; el ave no pretendía hacerle ningún daño. Sin embargo, Lethe se sintió decepcionado. Durante el breve intervalo en el que había conversado con la mente de Mirada Rasuradora, le había parecido ver a un compañero.
—¿… crees que el águila nos atacará? —Era la voz tranquila de Artod.
Todavía confuso, Lethe observó la figura de Mirada Rasuradora, que parecía cada vez mayor. Inmediatamente vio cómo Artod flexionaba los dedos meñique y anular de la mano derecha. Se abalanzó hacia la muñeca de Artod, que retiró el brazo y retrocedió como un rayo. En la otra mano, apareció una daga. Lethe comprendió que la preparaba para utilizarla como un dardo.
—¡No! —gritó—. ¡No lo hagas! —Sus compañeros se volvieron hacia él, asombrados.
El movimiento quedó interrumpido justo antes de que Artod arrojara la daga. Rápidamente, el maestro de armas dio media vuelta. La mano derecha tanteó en busca de la espada. El águila estaba entonces muy cerca.
—¡Aauuc!
Con sus afiladas garras extendidas, dirigiéndolas hacia Artod como crueles cuchillos, Mirada Rasuradora se abalanzó sobre el maestro de armas.
—¡No! —volvió a gritar Lethe, que intentó penetrar en la mente de Mirada Rasuradora—. ¡No! —exclamó dirigiéndose al águila.
A poco más de medio metro de distancia de la punta de la espada, Mirada Rasuradora viró, ascendió y profirió un graznido.
«¡Esa criatura es peligrosa!». Mirada Rasuradora se expresó sin palabras, pero en un tono estridente e irritado. El águila ascendió y se preparó para un nuevo ataque. Lethe intentó penetrar en las capas más profundas de la mente de Mirada Rasuradora: «Me protege. Déjale en paz».
Lethe sintió el rechazo de la mente del águila, pero no se produjo un nuevo ataque. Mirada Rasuradora cerró su mente y siguió sobrevolando en círculo por encima de sus cabezas, fuera del alcance de Artod. Después graznó, dio media vuelta y se alejó volando por donde había venido.
Artod miró con frialdad a Lethe.
—¿Por qué has hecho eso?
Lethe se encogió de hombros. Debía decidir en cuestión de segundos: podía decir la verdad o mentir.
—¡Hum!, el animal no pretendía hacernos daño. Lo presentí.
Le pareció haber dicho una tontería, pero Artod volvió a envainar la espada, refunfuñando.
—Es peligroso confiar a ciegas en tu intuición —replicó Artod con dureza, pero en un tono únicamente audible para Lethe—. No vuelvas a hacerlo. Podía haberte herido.
Lethe creyó percibir una extraña emoción en la voz de Artod. Observó al maestro de armas inquisitivamente, pero lo único que pudo encontrar fue una actitud reservada y distante.
Por fin, empezó a darse de cuenta de lo que acababa de suceder. Como si fuera algo normal, había penetrado en la mente de una águila imperial. Mirada Rasuradora le había permitido libre acceso a sus pensamientos. Sus sueños realmente le habían abierto el camino hacia el desarrollo de sus poderes. Él, Lethe el No Mago, no era simplemente un myster fracasado. Tenía poderes que tal vez ninguna otra persona poseía. Ese pensamiento le hizo sonreír.
Prosiguieron su camino. Pit caminaba junto a él.
—Has salvado al águila.
Lethe se encogió de hombros.
—Tú habrías hecho lo mismo.
Pit bajó la mirada, pensativa, y caminó junto a Lethe durante un rato. El muchacho estaba sumido en sus propios pensamientos, pero una nueva pregunta de Pit lo devolvió bruscamente a la realidad.
—¿Entraste en su mente?
Lethe la miró fijamente. Echando un vistazo por encima del hombro, comprobó que cerraban la marcha; Gyndwaene y Llanfereit iban delante y les sacaban bastante ventaja. Era imposible que hubieran oído la pregunta de Pit.
—¿Cómo…? ¿Por qué crees eso?
—Lo he visto antes.
Lethe quería saber más, pero Matei se unió a ellos.
—¿Qué opinas, Lethe? —preguntó con curiosidad—. ¿Te parece seguro este camino?
Lethe se preguntó fugazmente por qué Matei quería saber su opinión. De nuevo, tuvo que pensar antes de responder. No quería revelar su secreto tan pronto. «No confíes en nadie», le había dicho la voz en sueños. No podía concebir que esa recomendación fuese aplicable también a Matei, pero decidió guardarse para sí mismo lo que le había sido manifestado. Fingió examinar los alrededores cuidadosamente.
—Si yo fuera un bandido —dijo con determinación—, intentaría tender una emboscada en esa zanja. Tal vez deberíamos dar un rodeo.
Matei se lo quedó mirando, pensativo, mientras Lethe intentaba alcanzar a los demás.
—Buena idea —acordó finalmente.
Hizo una señal a Artod. Ambos se apresuraron hacia Gaithnard, que iba en cabeza.
Se aproximaban a la zanja en la que Lethe había visto a los bandoleros, justo antes del abismo de Kebter, en el punto en el que el sendero volvía a ascender. Matei hizo que la comitiva se detuviera cerca de una pequeña formación rocosa, tras la que se escondieron.
—Lethe opina que podrían habernos tendido una emboscada —dijo—. Gaithnard y Llanfereit comprobarán si hay peligro. Mientras tanto, esperaremos aquí.
Lethe se sintió incómodo. ¿Por qué Matei hacía pública su confianza en la opinión de Lethe? Intuía que el mago tenía sus motivos. ¿Acaso Matei deseaba promocionarlo como líder? Sin embargo, era mucho más adecuado que Matei ocupara ese puesto.
Gaithnard y Llanfereit rodearon las rocas con sigilo, hasta desaparecer de la vista. Regresaron en menos de un minuto.
—Lethe tiene razón. Saben que nos dirigimos en esa dirección; nos esperan con las espadas desenvainadas.
—Gaithnard y yo nos ocuparemos de ellos —dijo Artod.
El quymio sonrió con confianza.
—Debería estar de acuerdo. Creo, incluso, que con uno de los dos bastaría, pero más vale asegurarnos.
Ambos maestros de armas salieron juntos al encuentro de los emboscados. Poco después, se oyeron gritos apagados y, tras unos pocos minutos, Artod y Gaithnard estaban de vuelta.
—Un ejercicio sencillo —comentó Artod, enjugando su espada con un trozo de tela—. El camino está despejado.
Atravesaron la zanja. Los maestros de armas se habían tomado incluso la molestia de retirar los cuerpos del camino. Cuando Lethe pasó por el lugar del intento frustrado de emboscada, oyó fugazmente una nota estridente y discordante. Rax le indicó la presencia de un conspirador maligno, por lo menos, eso fue lo que pudo comprender.