La Dama de la Sabiduría y la Intuición ascendió la colina sin esfuerzo. Loss se sentía ligeramente frustrada por su paso ligero; ésta había levantado levemente su largo vestido blanco con ambas manos y subía pesadamente la cuesta, detrás de la Dama, jadeando. No sabía casi nada; de nuevo volvía a darse cuenta. Por enésima vez, dos cuestiones se disputaban el protagonismo en su mente. Ambas parecían enfrentadas con el significado de las palabras en las que se encontraban atrapadas. Loss decidió emplear una táctica evasiva.
—Dama, estamos de viaje —empezó a hablar, vacilante—. Llevamos mucho tiempo en camino.
—Ochenta y cuatro días, Loss —contestó la Dama.
—Llevamos ochenta y cuatro días en camino —rectificó Loss—. Dormimos al raso, las estrellas nos protegen, la luna nos reconforta cuando la noche parece demasiado oscura.
Llegaron a la cima. La Dama de la Sabiduría y la Intuición alzó una mano.
—No sigas. Tus palabras son como una máscara que oculta el rostro real. Envuelves tus preguntas con pensamientos camuflados. Tus cuestiones hacen a tu mente anónima. Has de ser clara y correcta. Formula tus preguntas, incluso aunque creas que no te tomaré en serio.
Loss contuvo su lengua y tomó asiento con un suspiro al lado de la Dama, la cual permaneció en pie sobre la hierba, mientras el viento acariciaba sus cabellos.
Loss arrancó unas cuantas flores primaverales, blancas e inmaculadas; le ofreció, de forma distraída, una a la Dama, y dispuso otra en la cinta de su pelo. Finalmente, suspiró:
—Pero entonces, mi Dama, no recibiré la respuesta que deseo escuchar.
—No —respondió la Dama tranquilamente—, pero obtendrás la pregunta que realmente deseas formular.
LADY ASRATH DE OSCURA,
Peregrinaje hacia el alma
El Verde Jinete de las Olas no era el más veloz de los carabelones. Sin embargo, puesto que el capitán Pradet de Speet era el único dispuesto a zarpar llevando como pasajero a un joven de ciudad provisto de una bolsa llena de speets de plata, Marakis tuvo que aceptar su lento avance.
Tras consultar con los demás participantes de la conspiración, el joven príncipe había decidido partir solo. Después de todo, conocía a Dotar, lo cual era un requisito esencial. El hecho de que Marakis abandonara repentinamente la ciudad de Romander en esa época del año podía atribuirse a un capricho de juventud. Ataviado con una túnica de cuero sencilla y con el rostro oculto bajo un kapult, se presentó al capitán Pradet con el nombre de Bentel, hijo de un pescador, que debía ir a visitar a su madre, gravemente enferma en Haramat, a cualquier precio.
El capitán Pradet era famoso por su afición al juego, especialmente si las apuestas eran fuertes. Fueron necesarios cuarenta speets de plata antes de que Marakis pudiera convencerlo de que lo llevase.
—Voy a arriesgar las vidas de nueve miembros de mi tripulación por un solo muchacho. No es extraño que la gente opine que soy un temerario —dijo Pradet, refunfuñando con fingida preocupación, pero aceptó los speets y ordenó a sus hombres que dispusieran lo necesario para que el Verde Jinete de las Olas zarpase.
Poco después, el navío se hizo a la mar desde la ciudad de Romander, aprovechando el fresco viento. Pradet decidió navegar a sotavento de las islas Skerry y continuar con rumbo oeste la costa norte de Carabela. Era un plan audaz, que sólo funcionaría si no había tormentas durante unos cuantos días.
—Acabamos de sufrir dos temporales —dijo a Marakis—. Estoy convencido de que podemos rodear el cabo Porteveil en tres días, antes de que aparezca la próxima tormenta invernal. Después podremos seguir costeando el oeste de Carabela durante un día y, en caso necesario, buscar refugio en una bahía o en un puerto, antes de decidir si es una buena idea iniciar nuestra travesía hacia las islas Espejo. Seis o siete días, Bentel, como mínimo.
Marakis aceptó con un gesto elocuente.
—Elegí tu barco, capitán; por tanto, respecto a la duración del viaje, mi destino está en tus manos.
El capitán Pradet casi consiguió cumplir su objetivo de cruzar hasta Carabela en el tiempo previsto. Tres días después de haber zarpado de Romander, el Verde Jinete de las Olas tuvo que hacer frente al azote de uno de los peores temporales hasta el momento de ese invierno. Cuando la tormenta alcanzó el barco, éste se encontraba atravesado a las olas. Las velas no habían sido arriadas ni arrizadas. Tuvieron la mala fortuna de que las primeras ráfagas de la tormenta golpearan con la fuerza de una roca al Verde Jinete de las Olas. La embarcación a punto estuvo de volcar. El mascarón de proa se quebró con un crujido y desapareció entre las negras y agitadas olas. El mástil del trinquete se partió en dos y, al desplomarse por encima de la borda, se llevó con él la mitad del trapo rasgado hacia las profundidades. Se produjeron otros daños, de mayor relevancia incluso: el timón también se rompió.
La carabela, a la deriva, se dejó llevar por las olas, que la impulsaron directamente contra los salientes rocosos del cabo Porteveil. La tripulación intentó echar al agua el bote salvavidas, pero la tormenta golpeó con toda su fuerza al indefenso navío, que fue a estrellarse contra un pequeño islote rocoso en las proximidades del cabo. El restallido fue ensordecedor.
Marakis no pudo discernir si se encontraba boca arriba o boca abajo. A su alrededor, por encima del rugir de la tormenta y el mar tempestuoso, se oían gritos y alaridos. Fue catapultado en el aire mientras fragmentos de madera pasaban rozando su cabeza. En medio del infierno de espuma y olas que se alzaba violentamente por todas partes, su cuerpo fue despedido hacia una roca. Cayó en el agua helada; el frío era tan intenso que los calambres le paralizaron los músculos y se sumergió bajo la superficie. Su mente parecía estar placenteramente entumecida. Lo curioso fue que, de repente, sintió una maravillosa y cálida sensación. Un ligero rastro de conciencia buscó a la desesperada sus últimas fuerzas: sus pies hicieron un brusco movimiento, y sus brazos, agarrotados, intentaron nadar. La confusión desapareció.
Los pulmones parecían estar a punto de reventar. Un segundo más tarde, emergió a la superficie, jadeando en busca de aire. Miró en derredor, intentando con desespero flotar en el agua. A menos de diez metros de distancia, asomaba ligeramente una roca plana. Aquellos diez metros a Marakis se le antojaron cientos. A poca distancia de la roca, se dejó llevar por una ola y aterrizó sobre la piedra con un chasquido. Durante unos instantes, perdió el conocimiento.
Al recuperar la conciencia, sintió cómo una nueva ola lo arrastraba, llevándolo consigo otra vez mar adentro. Avanzó a tientas y pudo aferrarse a un saliente rocoso, aunque apenas podía mantenerse agarrado. Miró a su alrededor y consiguió arrastrar su magullado cuerpo hasta una roca más alta. Allí estaría seguro durante un rato. Se palpó las costillas y comprobó que no se había roto ninguna. Intentó apartarse aún más del virulento azote de la tormenta. Por fin, lo consiguió, después de resbalar en un par de ocasiones sobre las rocas.
Cuando se sintió a salvo, escudriñó los alrededores en busca de supervivientes. Lo único que pudo ver fueron los restos del naufragio y parte de la vela mayor; ésta pendía de uno de los acantilados, ondeando al viento racheado de la tormenta como una señal de advertencia. Marakis tanteó su cuerpo. El cinto y la bolsa con el dinero habían desaparecido. La orden y el sello imperial seguían colgando de su cuello. Se dio cuenta de que debía regresar a la civilización con la mayor rapidez posible. Estaba empapado y calado hasta los huesos. «Tengo que moverme —pensó—; debo seguir en movimiento». A pesar de su agotamiento, consiguió trepar. Finalmente, llegó a una llanura sembrada de rocas que estaba justo detrás del cabo. Sin pensar siquiera, avanzó a través de ella dando traspiés a medida que la tormenta ganaba intensidad y le empujaba por la espalda. La llanura se fue transformando gradualmente en una pradera algo ondulada.
Justo cuando había decidido permitirse un descanso, el que tanto ansiaba su cuerpo, vio una diminuta luz amarillenta en el fondo de un valle. Ante la perspectiva de un cálido hogar, se concedió tan sólo una breve pausa, para proseguir su camino tropezando y cayendo una y otra vez.
La luz parecía provenir de una pequeña granja. Marakis golpeó la puerta. Le abrió una muchacha de unos diez años de edad, la cual, al ver al exhausto Marakis con la ropa mojada y hecha jirones, profirió un grito y retrocedió. Entonces, un hombre se aproximó a él, consiguió interceptarlo antes de que Marakis cayera y lo llevó al sofá. El príncipe oía cómo la tormenta rugía alrededor de la casa desde el improvisado lecho. Los ojos de la muchacha seguían flotando en su campo de visión. Intentó sonreírle. Acto seguido, perdió el conocimiento.