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En la Torre de Cristal

A su llegada a la ciudad de Romander, los ojos del viajero no pueden resistirse a la atracción de la centelleante columna de la Torre de Cristal.

Existen varias torres de cristal en el reino, como por ejemplo, los famosos edificios de Delft, alrededor del palacio del Venado del guardián de la isla de Gynt, o la torre de cristal del cabo sur de Valt, con sus nueve elegantes torreones ornamentales, que se elevan desde la torre principal.

Pero cuando la gente habla de la Torre de Cristal se refiere a la torre más alta del reino, la única que se alza desde el corazón de Kryst Valaere; destaca más de treinta metros por encima de los edificios de granito contiguos, que actúan como contrafuerte. Ocho arcos, cuyo origen son dos torres de granito, refuerzan la estructura; sin ellos, la torre de cristal probablemente no resistiría la virulencia de los temporales de invierno.

Desde muy lejos, el viajero puede ver su característica cúpula invertida, que alberga el depósito de agua de lluvia para la fuente que hay instalada en lo más alto.

La torre en su totalidad refulge bajo los rayos del sol, y encarna la omnipresencia del desran, que puede contemplar toda la ciudad, los territorios colindantes y el mar desde el salón del trono ubicado en la penúltima planta.

En un día claro, el reflejo de la luz del sol que emite la cúpula de cristal puede verse desde el corredor del Hacha, a más de noventa kilómetros al norte, y también desde las islas Skerry, más cercanas. La torre es la principal obra del arquitecto Larden de Oc'hirenj, quien la concluyó en el año 6190 para el regente Qelter Zey Umren.

KENVAL DE AERGES, En las Torres de Romander

Marakis subió las mil quinientas cuarenta y seis escaleras que conducían al salón del trono de la Torre de Cristal. Esto no suponía un gran esfuerzo para el joven, ya que desde muy temprana edad había convertido esa ascensión en una forma de arte. Los primeros cien escalones le servían para encontrar su propio ritmo, que mantenía hasta el escalón que hacía el número quinientos, donde se permitía una breve pausa en el pabellón de artesanía y otras expresiones artísticas, en el que podían verse expuestas las más refinadas filigranas de Delft y robustas esculturas de cobre forjadas en Pequeña Melisa. Los quinientos escalones siguientes, mucho menos desgastados que los primeros, los subía a un ritmo ligeramente más lento. El escalón que hacía el millar conducía al Altiplano de las Mil Vistas, donde se detenía unos instantes para recuperar el aliento. Le gustaba parar allí y disfrutar del panorama, en su opinión más interesante que el que podía verse desde el salón del trono. A esa altitud, todavía podían apreciarse algunos detalles. Desde el salón del trono, la gente parecía puntos diminutos, y las hileras que formaban las casas de Romander quedaban reducidas a líneas rectas de bloques de edificios. Pero había descubierto que era mejor no entretenerse demasiado. Dejó vagar sus pensamientos mientras subía los escalones. Había muchas cosas en que pensar.

Nadie había conseguido llegar a la cúspide de la torre fresco y sin atisbo de fatiga, excepto su padre, por supuesto, que se hacía transportar por cuatro guardias nayareen en una litera especial. Ypergion disfrutaba del salón del trono. A veces pasaba allí días enteros, sumido en sus pensamientos. A sus cortesanos no les resultaba fácil convencerle de la necesidad de salir de allí cuando debía asistir a una ceremonia oficial en el otro salón del trono, ubicado en palacio. Marakis se preguntaba si no se debería al hecho de que lady Isper nunca ascendía a la Torre de Cristal. Era imposible transportar su cuerpo por las escaleras. Una sola vez había conseguido conquistar la cima, los mil quinientos cuarenta y seis escalones, por su propio pie, pero entonces era mucho más joven y menos corpulenta. En esa ocasión, decidió que aquélla sería la primera y última vez.

Un fuerte viento del noroeste rechinaba alrededor de las tres torres y entre los pilares ornamentales de cristal. «Un sonido triste que enfatiza la soledad de su elevada posición», pensó Marakis. Volvió a considerar su propio futuro como posible sucesor de Ypergion, y llegó a la misma conclusión. No se le ocurría ningún aspecto atractivo de ese cargo. No deseaba el poder, y era capaz de vivir sin los suntuosos lujos de Kryst Valaere y los palacios de verano. Su madre no podría entenderlo ni en toda una vida, si llegase a descubrir los sentimientos de su hijo al respecto. Para ella, la vida en la corte era su destino. Marakis había puesto las esperanzas en su padre, en el caso de que llegara el día, en los años venideros, en que tuviera que anunciar su elección. Pero sus acciones secretas, que incluso en ese momento estaban dirigidas a socavar el poder del desran, su propio padre, no deberían hacerse públicas de forma prematura.

Todo había comenzado como un juego, cuando había empezado a fingir, por casualidad, una deficiencia mental, hacía ya varios años. Pensó en las personas que se habían dejado arrastrar incondicionalmente por sus planes y acciones: sus dos hermanastras, la princesa Daerle y la princesa Quantiqa; el joven juez Grend, de Pier, y Marten, de Yr Dant, capitán de la guardia de palacio. Todos ellos, en un principio, componían una camarilla que celebraba vehementes debates, pero el grupo, gradualmente, se había convertido en una cédula de resistencia contra los excesos de poder de los que eran testigos. En las últimas semanas, por primera vez, la resistencia había adoptado una forma concreta, tras el descubrimiento, por parte de Marten, de algunos indicios de la magia prohibida en unos manuscritos antiguos. Marakis había aprovechado su posición privilegiada para hacerse con ellos.

«Mil quinientos treinta, mil quinientos treinta y uno…».

Contó los últimos escalones. Su frente estaba salpicada de gotas de sudor, pero no se encontraba realmente cansado. Al mismo tiempo que contaba, su mente se preparaba para el encuentro con su padre. Por primera vez, había solicitado oficialmente una audiencia. Eso significaba que sólo asistirían uno o dos consejeros. Por desgracia, su presencia era inevitable.

Marakis, desde muy pequeño, se había preguntado quién ostentaba realmente el poder en palacio. En última instancia, había llegado a la conclusión de que debía yacer en manos de Danker y sus acólitos, de su madre y de Ypergion. Se atribuía a Danker el mérito de haber organizado a la mayoría de los consejeros; les había convencido de que su colaboración contribuiría a influir en los acontecimientos del reino, todo ello sin necesidad de ponerse en evidencia y decirlo abiertamente. No, Danker era astuto e increíblemente inteligente. Era consciente de que los demás consejeros necesitaban sentir que tenían algún poder. Y les dio lo que querían, aunque él seguía siendo el único que lo ostentaba realmente. Les aleccionaba sobre las distintas posibilidades y el camino que debían escoger para conseguir su objetivo. Y ellos, normalmente, seguían sus recomendaciones. Cualquier consejero con iniciativa propia muy pronto quedaba desacreditado. Marakis estaba convencido de que Danker siempre estaba involucrado de un modo u otro, pero el consejero era demasiado hábil como para dejar ningún rastro. Mientras tanto, Danker mantenía estrechos vínculos con el desran y su principal esposa, lady Isper.

Marakis esperó para solicitar audiencia hasta que Ypergion decidiera de nuevo retirarse a la Torre de Cristal durante unos cuantos días. Quería hablar con Ypergion a solas. No le había resultado fácil encontrar una excusa para reunirse con su padre en privado. Finalmente, Daerle, una de sus hermanastras, había tenido una brillante idea.

Marakis guardaba la secreta esperanza de que Danker no fuera uno de los consejeros que se encontraran allí. Al entrar en el salón del trono, no obstante, sus esperanzas cayeron por tierra. Fue recibido calurosamente por el antiestético rostro de Danker, ataviado con una toga de rango casi regio, de color ocre amarillo y ribeteada de armiño. Marakis rara vez había visto al consejero tan emperifollado. Tras el consejero se hallaba lady Hylmedera de Tain, una de las consejeras más jóvenes, que había sido instruida por Danker. Era una hermosa mujer, con una larga cabellera de color rubio ceniza que enmarcaba su rostro de bellas facciones. Parecía que sus brillantes ojos azules quisieran penetrar el disfraz de ingenuidad de Marakis.

Marakis sintió la tensión en su mente; tuvo que hacer un esfuerzo para impedir que ésta afectara a su cuerpo. En su interior, todo su ser le instaba a no utilizar esa audiencia para su plan, pero Marakis había heredado la obstinación de su madre.

Ypergion estaba sentado en una especie de jaula dorada, un concepto diseñado por el propio desran, a medio camino entre un trono y una cama, rodeado por cojines de múltiples colores. El desran vestía una toga informal de piel de makiche, adornada con la representación de escenas de guerra bordadas en oro. Su corona en forma de estrella de cinco puntas con incrustaciones de diamantes descansaba a su lado, aunque la ley dictaba que el gobernante debía llevar en todo momento una corona durante las audiencias.

Marakis vio en ello una modesta señal de rebeldía contra el formalismo. Las dimensiones del salón del trono, en realidad, eran bastante reducidas. Enfrente del trono había un sofá, justo al lado de una pequeña chimenea, flanqueado por una mesa baja. Marakis sabía que tras una pequeña puerta había un criado esperando la orden para servir refrescos y un ligero refrigerio. Ambos consejeros habían tomado posición a los lados de la puerta por la que había entrado Marakis y entonces lo escoltaban, lo cual le hizo sentirse tremendamente incómodo.

—Marakis, príncipe heredero de la corona del regente Xarden Lay Ypergion, se presenta para celebrar una audiencia oficial con el desran, su alteza. —Recitó la declamación de la audiencia oficial con la mayor calma posible, mientras intentaba conservar su aspecto de joven inseguro de sí mismo—. Su alteza ha estimado favorablemente mi solicitud, por lo que doy las gracias a su alteza.

Consiguió ruborizarse. Había actuado bien, pese a las perturbadoras miradas de Danker y lady Hylmedera, pero le costaría mantener su máscara de ingenuidad. Sabía que los labios de lady Hylmedera ardían rebosantes de preguntas mordaces. Además estaba Danker; por supuesto, mucho más peligroso. Su actitud benigna y afable había engañado a muchos; hacer hablar a la gente formaba parte de sus propósitos. Anotó mentalmente que algún día debería estudiar a Danker con mucho más detenimiento. Aquel hombre había aparecido en la corte de forma súbita, casi como un enigma, y en un meteórico ascenso había llegado a ocupar una importante posición. Nadie conocía su procedencia.

Se concentró en su objetivo.

Ypergion estaba tumbado sobre los cojines. Observó a Marakis con ojos soñadores.

—Hijo —dijo suavemente.

De nuevo, el máximo dirigente infringió las normas. Semejante familiaridad estaba prohibida en ocasiones formales, como era el caso de una audiencia. Pero Marakis debía reaccionar con entusiasmo, tal como se esperaba de él.

—¡Padre!

—Habla.

Marakis conocía el estado de ánimo de Ypergion cuando utilizaba una sola palabra en sus respuestas. La mente de su padre estaba en otro lugar. Probablemente había estado preguntándose cuál era, en nombre del Creador, el objetivo de esa reunión formal con su estúpido hijo. Marakis empezó a pensar que había escogido el peor momento posible, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. De entrada, intentaría mantener su máscara de ingenuidad. Estaba seguro de que Danker desconfiaba de la personalidad que mostraba. Repasó mentalmente sus primeras declaraciones y llegó a la conclusión de que debía utilizar la táctica de la sorpresa.

—Su alteza, hace ya tiempo que el reino de Romander está siendo amenazado.

No estaba mal, teniendo en cuenta que se trataba de un joven que pecaba de infantilismo. Esta declaración inaugural atrajo por completo e inmediatamente la atención de lady Hylmedera y el consejero Danker. Pero Ypergion seguía con la mirada fija en algún lugar más allá de donde se encontraba Marakis.

El muchacho sonrió tímidamente.

—Mi madre así me lo ha dicho —prosiguió—. Es así de simple: no tiene sentido desenterrar la historia.

Eso complacería a su padre. Ypergion no daba demasiada importancia a la historia. «La historia es para los ancianos y los muertos», solía decir. El desran miró de cerca el rostro de su hijo.

—Padre, antes de continuar desearía asegurarme de que la importante noticia que os traigo no llega a malos oídos.

Danker y lady Hylmedera empezaron a demostrar claras señales de alerta. El consejero dio un paso adelante con la intención de intervenir, pero Marakis se lo impidió.

—En realidad, desearía que habláramos a solas, padre.

Ypergion lo miró, confundido. «Nunca había visto así a mi hijo», era lo que podía leerse en su cara. Danker presentía que Marakis estaba maquinando algo y se esforzaba por encontrar las palabras que pudieran aplacar la tormenta. Lady Hylmedera intentó hacer callar a Marakis con sus chispeantes ojos, pero el joven no le dio tiempo a interferir.

—La información que ha llegado a mis manos, en realidad, está destinada únicamente a vuestros oídos —dijo. Y mientras pensaba: «Debo sugerir la presencia de un tercero sin que intuyan la participación de todo un grupo».

Xarden Lay Ypergion estaba entonces completamente despierto. Observó a su hijo con incredulidad.

—¿Deseas que Danker y lady Hylmedera se retiren? ¿Tal vez porque deseas contarme un gran secreto, algo muy importante?

—Eso va en contra de la ley, su alteza —interpuso rápidamente Danker.

—No, eso no es contrario a las leyes, consejero —espetó el gobernante. Ypergion conocía las normas y las leyes que regían el palacio y su cargo—. La Ley de la formalidad dice en el tercer artículo del párrafo siete: «Si la existencia del reino de Romander se encuentra amenazada, aquel que posea información tiene el derecho de transmitir al desran, o a un representante autorizado por el desran, dicha información de forma confidencial. Por supuesto, el desran podrá utilizarla como considere conveniente, pero deberá proteger al informante en todo momento».

—Ese artículo se presta a distintas interpretaciones, su alteza —dijo lady Hylmedera con severidad—. Después de todo, ¿qué…?

—¡Silencio!

Lady Hylmedera miró a Ypergion, atónita. Marakis no podía recordar cuándo había visto a su padre arremeter contra alguien de ese modo por última vez. Sus perspectivas de éxito parecían haber mejorado.

El desran también parecía sorprendido por su propia reacción.

—Ahora, en primer lugar, dejad que mi hijo termine su exposición —añadió de forma bastante más diplomática. Nunca le escuchado hablar con tanto sentido común. Después, podremos opinar. Continúa, hijo mío.

—Padre, debo deciros lo siguiente: si contara con información de que lady Isper, vuestra primera esposa, mi madre, se encuentra en peligro —de nuevo la insinuación de la existencia de un tercero—, ¿desearíais compartir los detalles de esa información con vuestros consejeros? Quizá la naturaleza de la información de que dispongo es tan confidencial que pesa como una carga en mis espaldas.

El lenguaje formal con el que se expresaba hacía aún más creíble la posibilidad de que alguien hubiera aleccionado a Marakis.

Danker abrió la boca para protestar. Marakis pudo ver cómo repasaba las palabras que acababa de pronunciar, y se sintió complacido al comprobar que el consejero no podía encontrar ninguna inconveniencia en ellas a la que asirse. Lady Hylmedera se lo pensaría dos veces antes de volver a intervenir. Boquiabierto, su padre lo miraba.

—Pero ¿realmente se encuentra lady Isper, tu madre, en peligro?

—Era tan sólo un ejemplo, su alteza. La información es tan, hum…, delicada, que no deseo revelar ninguna pista.

De nuevo utilizaba un lenguaje formal, palabras casi ampulosas.

Ypergion reflexionó. Su dilema era casi tangible. ¿Debía ceder a la petición de su hijo en presencia de los dos consejeros, y por tanto, ser acusado de parcialidad en una audiencia formal? ¿O acaso debía ignorar que se trataba de su hijo, y denegar su ruego, como haría normalmente en una situación semejante?

—Su alteza —empezó a hablar Danker con el tono de voz más meloso que pudo modular—, ¿me permitís sugeriros una posible solución?

El gobernante le miró de soslayo.

—Habla.

Marakis se preguntaba, inquieto, cuál sería la brillante propuesta destinada a arruinar sus planes. Consiguió ofrecerles una mirada afable, esa mirada vacía que durante tanto tiempo había venido practicando, primero a Danker, y después a su padre, para regresar al primero.

—Propongo, su alteza —dijo Danker en un tono que ponía énfasis en la sensatez de la propuesta— que el joven príncipe os informe en privado. Así, podréis decidir si deseáis compartir o no esa información con nosotros. Lady Hylmedera y yo nos retiraremos a las dependencias de los sirvientes.

Había sido demasiado fácil. Marakis intentó descubrir dónde estaba la trampa, pero no pudo encontrarla. Lady Hylmedera procuró llamar la atención del consejero, pero Danker mantuvo su complaciente mirada en el desran.

—Sea —dijo Ypergion, rezongando—. Ahora dejadnos a solas.

Danker y una lady Hylmedera furibunda abandonaron el salón del trono para esperar en una de las estancias correspondientes a los sirvientes, situada en la planta inmediatamente inferior. Marakis los siguió con la vista. Un pensamiento empezó a cobrar forma. Estaba convencido de estar en lo cierto. Recorrió el salón del trono con la mirada. Sus ojos se detuvieron sobre la pequeña chimenea. Estaba casi seguro de que los consejeros los escucharían a través de ella. Su cerebro trabajaba a toda velocidad. Encontró una solución.

—Bien, hijo mío —habló Ypergion con voz suave—, ahora que estamos solos, dime, ¿qué es tan importante que sólo puedes compartirlo conmigo?

Marakis sonrió:

—Permitidme acompañaros hasta la fuente, padre —respondió.

Ypergion frunció el ceño.

—¿Para qué?

—¡Quiero enseñaros algo, padre! —gritó, eufórico.

Con un quejido, el gobernante se incorporó y se calzó las zapatillas doradas. Marakis dio órdenes a los guardias para vigilar la entrada del salón del trono.

—Vamos, pues —respondió el soberano, ligeramente molesto.

Sonriendo para sus adentros, Marakis acompañó a su padre a la fuente que se encontraba por encima del salón del trono. Danker y lady Hylmedera estarían furiosos.

La fuente estaba siempre en funcionamiento cuando el desran utilizaba el salón del trono. Habitualmente, la cúpula invertida del tejado contenía agua para una semana. Desde la estructura de tres brazos de la fuente salpicaba el agua. Ésta manaba de una pila de granito para dividirse en tres chorros, que fluían ordenadamente en forma de arco. El sol hacía reverberar múltiples colores sobre el agua. Después la calentaba un gran horno situado debajo del suelo, que conducía hasta un tubo refrigerado con agua fría, porque el agua no tenía presión a tanta altura.

Por seguridad, Marakis permaneció en pie, junto a la fuente, allí donde el repiqueteo del agua pudiera ahogar la conversación, y suavemente comenzó a hablar. Consiguió mezclar de forma tan convincente realidad y ficción que lo último que habría sospechado el soberano era una conspiración, con su propio hijo como principal intrigante.

Ypergion estaba atónito. Por primera vez, el regente escuchaba a Marakis como si estuviera haciendo un despliegue de aguda inteligencia. El muchacho ingenuo por el que tanto se había preocupado se quitó la máscara. Entonces, su padre realmente lo escuchaba; era una experiencia muy agradable.

Cuando Marakis acabó de hablar, el chapoteo de la fuente fue lo único que se oyó durante un buen rato. El desran avanzó hacia la ventana panorámica y miró a lo lejos. Marakis temía que su padre estuviera resentido porque hubiera fingido ser lo que no era.

—Me gusta contemplar todo esto —dijo finalmente Ypergion, señalando la vista con un amplio movimiento del brazo—. Me hace sentir que puedo conseguir cosas buenas, que puedo influir en las vidas de mis súbditos. —Se volvió hacia Marakis—. ¿Tienes alguna prueba tangible, hijo?

«Eso es», pensó Marakis. ¡Su padre había ido directo al grano!

—Tengo una copia del manuscrito. Si así lo deseáis, puedo entregároslo. Personalmente, por supuesto, porque en lo que todo esto concierne, mantengo el viejo principio del desran: no confíes en nadie.

Ypergion entornó los ojos.

—Pero ¿tú confías en mí? —susurró.

—Padre, lo he dicho intencionadamente. El maestro Ruder afirmaba siempre que todas las personas necesitan un confidente. Yo os he escogido a vos.

Los ojos del desran del reino de Romander se llenaron de lágrimas. Marakis pudo verlo, y supo que había elegido bien.

Ypergion dirigió la barbilla hacia el pecho, y sacudió la cabeza con aire sombrío.

—En toda mi predestinada vida nunca he podido confiar en nadie. Pero tú eres sangre de mi sangre. Tal vez debería intentarlo…

Su padre se detuvo abruptamente, boquiabierto. Consternado, dirigió la mirada hacia el suroeste.

—He enviado un regulador tras ellos —añadió—. Fue…

—… idea de Danker. —Marakis terminó la frase.

Ypergion miró a su hijo, perplejo.

—Padre —dijo el muchacho—, Danker es poderoso, más poderoso de lo que suponía hasta hace muy poco. Si le comunicamos nuestras conclusiones, no estoy seguro de que salgamos con vida de palacio. Si pretendemos desenmascarar toda esta red de intriga y traición, necesitamos un plan. En primer lugar, el regulador, el infame Dotar.

Ypergion lo observó con extrañeza. Marakis se dio cuenta de que acababa de informar a su padre de que probablemente el hombre más poderoso del reino no era el desran, sino uno de sus consejeros.

—Sabes muchas cosas, hijo. Me sorprendes. Siempre pensé que seguías siendo un niño, pero has crecido mucho más de lo que podía haber imaginado. ¿Lo sabe tu madre?

Marakis negó suavemente con la cabeza.

—No es que desconfíe de ella —mintió—, pero considero que cuanta menos gente esté informada, tanto mejor.

—Tal vez tengas razón.

Marakis asintió.

—Hablé con Dotar. Creo haber conseguido sembrar la duda en su interior.

—Yo no estaría tan seguro. El juramento es sagrado para un regulador, incluso aunque esté completamente en desacuerdo con el objetivo de su misión. El cumplimiento de una misión les llena con más orgullo profesional que el asesinato simple y justificado de un criminal perseguido por la ley.

Marakis apoyó la barbilla entre el pulgar y el índice.

—Os creo. La conversación que mantuve con Dotar me dejó una impresión favorable, pero probablemente tengáis razón. Eso significa que debemos intentar que Dotar no lleve a buen término su misión.

—Hay algo más —dijo el soberano, pensativo, rodeando la fuente—. Existe una antigua leyenda sobre la isla que habla de un lohandés sin poderes mágicos que reclamará el trono para sí, a expensas del desran. Al escuchar…

—Leyendas —interrumpió Marakis. Nuevamente, no era toda la verdad, pero incluso en esos momentos tan confidenciales, era imposible decir toda la verdad—. Son leyendas a las que Danker se aferra como a un clavo ardiendo. Puede ser que el Sin Magia salve Romander. Debemos salvar su vida.

El desran seguía dudando. Tanto Danker como lady Isper le habían convencido de que el muchacho de Loh era su enemigo.

—Haremos lo siguiente —determinó el desran—. Yo intentaré despojar a Danker de su autoridad, y tú intentarás salvar la vida del Sin Magia. Dispondrás de fondos para ello. Además, emitiré una orden para comunicar a Dotar que la misión ha sido cancelada. El sello imperial le convencerá de que es auténtica.

Marakis asintió con un gesto de cabeza a modo de agradecimiento. El encuentro con su padre había sido mucho más fructífero de lo que nunca podría haber imaginado. La distancia entre él y su padre siempre le había parecido infranqueable. La reacción de Ypergion había sido invariablemente fría, como si se sintiera incómodo cuando Marakis andaba cerca. Pero el desran del reino ese día le mostró una nueva cara. En muchos aspectos.

—Al volver al salón del trono, debéis ridiculizarme. Danker no tiene que sospechar nada.

El rostro de Ypergion transparentaba indicios de admiración.

—Durante años he estado preocupado por mi sucesión —dijo rezongando—, pero tú ya eres el maestro de la intriga. Y créeme, hijo, la intriga a veces es necesaria. En los últimos años no he hecho uso de mi poder en la medida necesaria, y otros se han aprovechado de ello.

Marakis tomó la mano de Ypergion y le ofreció una amplia sonrisa. Era un día memorable. No sólo había conseguido lo que pretendía en un principio; finalmente, había llegado a conocer a su padre, y éste había encontrado a su hijo.