Desde el remolino y la vorágine, el destino se desliga
del tiempo, con sólida fugacidad.
Las palabras huyen de mi mente,
y se esconden en los recovecos de la noche más oscura.
Mío es el amanecer, reflejos de un escalofrío,
y de la búsqueda imperiosa, acompañada de un alarido.
Mía es la vida, tan dulce y frenética
que ha estado esperando por el momento presente.
LEÏN ORGAERIT, poeta de la isla de Gyt Araigen,
Mis palabras desean vivir, estrofas quinta y sexta
Un escalofrío despertó su conciencia ensoñadora.
A medida que los brillantes colores y las extrañas figuras se entremezclaban con ásperos trazos de color rojo y azul para fundirse en formas geométricas de tonalidades gris pálido y oscuro, empezó a mirar a su alrededor.
Se encontraba muy cerca de algunas rocas de fiero aspecto que exudaban la pesada fetidez de la eternidad. Otro aliento, esa vez procedente de un viento frío y afilado, intentó penetrar en su cuerpo. Las notas disonantes de un silbido, en constante cambio, atravesaron sus oídos como un filo.
Intentó moverse. Simultáneamente, miró de soslayo. Se sobresaltó. Yacía al borde de lo que debía ser un edificio muy alto o una torre, a punto de precipitarse cientos de metros en un abismo. Rápidamente se giró hacia el lado contrario. Una sombra se abalanzó sobre él.
Asustado, alzó la vista. Unos ojos verdes y fríos lo observaban implacables desde debajo de unas cejas oscuras. Era una mirada con intención. No podía determinar si aquel rostro era hostil. Entonces, de repente, pudo ver la postura de la figura. Ambas manos estaban muy cerca del cuerpo de Lethe. ¿Acaso pretendía empujarlo?
Un grito de miedo se formó en su laringe, por lo menos así lo percibió. Entonces, supo que su voz no surtiría ningún efecto. El hombre se movió; acercó el rostro al de Lethe y entrecerró los ojos hasta dejar una diminuta rendija. Lethe pudo ver sus pestañas blancas. Tras ellas, las pupilas ardían sin fuego. Unos dedos fríos lo tocaron, buscando el equilibrio. Lentamente, la presión aumentó. Un rayo de sol le recordó cuán preciosa era su vida, un instante antes de que desapareciera en el oscuro abismo.
—Lo siento mucho —susurró el hombre—. Tengo que hacerlo.
Entonces, el corazón de Lethe se detuvo, y sintió cómo se precipitaba hacia el vacío. El sueño se deshizo en un torbellino de colores difuminados. Únicamente quedaron como recuerdo las notas sibilantes y estridentes.