22
Adwyne

Aunque nadie nunca ha sabido

qué es lo que agita y remueve su mente

tras la máscara de sus ojos,

ella acaricia el tiempo que fluye

a través del fonil de su merced,

puesto que en la hora hacia la que navega,

un movimiento sigiloso

habla del regreso de

lo más preciado para su corazón.

Su mente y su alma, de nuevo serenas,

restablecidas, el anhelo ausente,

el dolor había cesado.

Su niño por fin estaba en casa.

GYRDE KULMSON DE LOH CENTRAL,

La Costa, mi casa

Cuando apenas había transcurrido una hora, el ruido de los cascos y el griterío humano eran ensordecedores.

—¡Gaithnard! —exclamaban las voces—. ¡Sal, traidor!

—Ha llegado tu hora, viejo; contesta al inexorable Och Pandaktera. ¡Sangre por sangre!

Matei y Lethe, junto con Wedgebolt, Mano Firme y otros tres miembros de la tripulación, estaban apostados a lo largo del pasamanos, guarecidos bajo sus calientes capas, a la espera del desarrollo de los acontecimientos. Ya antes habían visto sombras alrededor del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares. Estaban siendo vigilados de cerca.

Había un extraño aroma en el aire. «Azufre», pensó Lethe. Iba a hacer un comentario cuando de pronto el escenario sufrió una transformación. De entre la niebla surgió la figura de un anciano, que se acercó hasta situarse bajo el tenue círculo de luz que arrojaba una farola sobre los adoquines. Le seguían tres hombres jóvenes que llevaban una espada en una mano y una antorcha en la otra.

—Soy Hedgebold, el más anciano de los Vartyos. De acuerdo con las leyes del Och Pandaktera, esculpidas en el alma de Quym, he venido a por el corazón de Gaithnard, el último de los Erzyriem. En nombre de la familia de los Vartyos y en el mío propio, Foot combatirá contra él como dictan los ritos.

—¡Sangre por sangre! —vociferaban decenas de personas con vehemencia.

Contra la niebla se recortaron varias siluetas que formaron un semicírculo protector alrededor del anciano. Un muchacho de cabellos claros, que no debía de contar más de dieciocho años de edad, avanzó con paso seguro. Lethe contempló su rostro: demacrado, de pómulos marcados, finas cejas rubias, blondo mostacho y prominente barbilla. Incluso desde la distancia que los separaba, Lethe pudo ver sus brillantes ojos negros bajo la luz difusa de la farola. Las cicatrices le afeaban la cara, el cuello y los brazos desnudos. El muchacho alzó la mano derecha a la altura del corazón. Acto seguido, con ademán preciso, extrajo de la vaina una larga espada de negra empuñadura y la depositó ante él sobre los adoquines del muelle, señalando hacia el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares.

—Foot de Vartyos presenta a Espina, primera espada de Quym —anunció con una voz sorprendentemente grave.

Tanto la voz como los gestos le hacían parecer mayor. Lethe supuso que los frecuentes combates de honor probablemente lo habían hecho madurar antes. Pareció que Matei había adivinado sus pensamientos.

—Foot ha visto mucha sangre derramada —susurró—. ¿Te has fijado en sus cicatrices? Conoce el dolor. Si miras a la muerte a los ojos una y otra vez, no puedes evitar que eso te afecte.

—¿Dónde está Preter? —preguntó Foot—. ¿Dónde está su propietario? ¿Acaso pretende escapar de nuevo? ¿Tiene tanto miedo de Espina que ha vuelto a huir?

Matei alzó la mano en un gesto de dudoso significado.

—Gaithnard no conoce el miedo —dijo de forma pausada—. El primer maestro de armas de Quym se encuentra de camino, junto con su segundo. Deben de estar a punto de llegar.

El comentario causó mucho revuelo.

—¿Un segundo? —La voz de Foot se alzó por encima de los murmullos—. ¿Acaso hay alguien en Quym que respalde al traidor? —Sonrió—. ¿Quién está hablando?

—Matei, alto myster de Loh.

La multitud enmudeció de pronto.

—¡Ah! —dijo Foot—. El anciano necesita ayuda.

—Podría abatiros a ti y a tus tres hermanos con una sola mano —respondió Matei—, pero ha decidido apartarse de las leyes que, a pesar de haber perdurado durante siglos, ya no son válidas en las islas. Gaithnard es sensato. Tú deberías seguir su ejemplo, Foot, y olvidarte de este duelo. Puedes evitar que se derrame tu sangre.

Foot dio un paso adelante sin apenas esquivar a Espina. Durante un segundo, la máscara de seguridad en sí mismo cayó para dejar paso a la inocencia juvenil.

—¿Mi sangre, hombre ignorante? Será su sangre la que correrá, y abundantemente. Y de ese modo, se escuchará el lema «sangre por sangre», y Quym se habrá librado de un traidor.

Miró a Matei directamente a los ojos. El alto myster le devolvió la mirada, impasible. Foot desvió la vista y retrocedió. Su ira había disminuido.

—¡Pues bien, estoy impaciente! —exclamó; después el tono de su voz cayó hasta convertirse en un murmullo—. Daremos algún tiempo a Preter y a su maestro, para que Gaithnard pueda controlar los nervios.

Se hizo el silencio en la escena, que a ojos de Lethe era como una alucinación. Foot agachó la barbilla y miró la espada como si de un buen amigo se tratara. A continuación, dio media vuelta y desapareció en la bruma, seguido de su familia. Entre los adoquines se colocaron antorchas, cuya luz formaba un amplio semicírculo alrededor de Espina.

A Gaithnard no le costó demasiado hacerse con un caballo. Después de nadar velozmente en el agua helada, se arrastró hasta la orilla, temblando; fue a parar justo al lado oeste del muelle. A pesar de la niebla, se dirigió sin dudarlo hacia una granja. Su memoria le recordó que el nombre del granjero era Dikkop. No había nadie a la vista, ni se veían luces en la casa. Con la daga en forma de dragón forzó la puerta del establo y se deslizó al interior. El calor y el olor de los caballos lo inundaron de pronto. Consideró la posibilidad de esperar un rato, pero entonces se acordó de sus compañeros, Wedgebolt y los demás miembros de la tripulación, y decidió apresurarse. Pudo distinguir ocho caballos; algunos empezaron a relinchar y a tirar de los cabestros.

—Tranquilos —susurró—. No os haré daño.

Todos los caballos le obedecieron, excepto un semental negro. Gaithnard eligió ese caballo, precisamente por su brío. No perdió tiempo en ensillarlo; simplemente lo desató, saltó al lomo del rebelde animal y le hincó los talones en los costados. El caballo se encabritó y salió hacia adelante, frenético. Gaithnard lo asió por las crines y le susurró unas cuantas palabras al oído; tenía las orejas adheridas a la cabeza. Una vez fuera, Gaithnard apreció que el semental se tranquilizaba. En seguida, cabalgaba al galope por la playa, hacia el oeste, espoleado por los talones de Gaithnard.

Hombre y caballo corrían a lo largo de la playa velozmente, atravesando las cortinas de niebla. Gaithnard sentía los dedos fríos y húmedos. El helor le calaba hasta los huesos, pero no dedicó un solo segundo a preocuparse por esa sensación. Paulatinamente empezó a mentalizarse para el enfrentamiento que se avecinaba.

A través de la niebla comenzó a dibujarse el contorno de las casas; se aproximaban a Bork. Nada había cambiado. Era como si allí el tiempo se hubiera detenido. De nuevo susurró algo al oído del caballo; éste redujo el paso y empezó a trotar a un ritmo constante. Dejó que una parte de su mente disfrutase del modo de andar del animal. Tenía que ser un purasangre.

Cuando habían dejado atrás las casas de Bork, detuvo el caballo al lado de una valla de madera y desmontó. El animal permaneció tranquilo.

—Así, buen chico. Espérame aquí. Tendrías que llevarnos a mí y a mi segundo —dijo suavemente.

Era más la expresión de un deseo que una certeza; no sabía cómo reaccionaría Adwyne ante su repentina visita. Saltó por encima de la valla. Mientras caminaba sobre la arena, calculó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había visto a su madrastra. Nueve años. Nueve años sin un hogar propio, nueve años huyendo de una tradición que ya no podía aceptar. Tal vez era algo positivo que el destino lo hubiera traído de regreso a Quym, después de todo. Los últimos años habían transcurrido como una huida. Estaba cansado.

El contorno de una casa se dibujó en la niebla.

—La estancia de las Dunas Blancas —murmuró para sí mismo.

Redujo el paso al ver las pequeñas ventanas abovedadas y el marco decorado del canalón. Recorrió con la vista las formas familiares del trabajo artesanal de los muros de fango salitrado. De la ventana de la cocina salía una tenue luz amarillenta.

Detuvo el paso. Había dado por supuesto que todo seguiría igual, que Adwyne sería la misma mujer que no había visto desde hacía nueve años. ¿Y si no estaba en lo cierto? ¿Y si no seguía viva? Tal vez se había muerto de pena. Quizá se había mudado, aunque esa posibilidad no le parecía probable. Estaba muy apegada a la granja. Todo en ella emanaba su estilo de vida; todo llevaba su sello personal, con suma precisión y cuidado. De seguir viva, haría más de cuarenta años que vivía allí.

Se acercó a la puerta de la cocina. Estaba abierta. Era una buena señal; ella nunca cerraba la puerta. Al atravesar el umbral, lo recibió el dulce aroma de las velas de almendra y la cera abrillantadora artesanal. El olor despertó su memoria, y lo inundó una oleada de recuerdos de un tiempo mejor.

Se encontraba sentada a la mesa de la cocina, inclinada, ocupada en pulir el cobre. Nada había cambiado.

—Te ha llevado mucho tiempo, muchacho.

Ni siquiera estaba sorprendida. Se había dado cuenta de su llegada. Aunque se le ocurrieron una decena de posibles respuestas, escogió la última.

—No podía seguir fuera —dijo con voz quebrada. Y respirando profundamente añadió—: Madre.

Avanzó rodeando la mesa. Ella alzó la vista. Apenas se notaba el paso del tiempo en su rostro, con excepción de unas cuantas arrugas más marcadas, en especial alrededor de los ojos. La suave y delatora mirada de sus inteligentes ojos grises no se correspondió con la réplica.

—Yo no soy tu madre.

El tono de voz no era duro, pero delataba cierto desdén. «No aceptaré que me contradigas —parecía querer decir—; es exactamente tal como te lo digo». No supo qué responder; ella permaneció en silencio, estudiando su rostro.

—Tu cara deja ver las secuelas de la melancolía y la preocupación —dijo finalmente—. Eso no es ninguna novedad, muchacho. Tal vez ahora son más profundas. —Y añadió, impasible—: ¿Por qué has vuelto?

Se reclinó en la silla para incorporarse. Parecía haber encogido; ni siquiera le llegaba a la altura del hombro. ¿Acaso era él quien había crecido? Se sentía nueve años más joven, abrumado por su personalidad. No sabía por dónde empezar. Pero antes de que pudiera ocurrírsele algo, se produjo un cambio en la actitud de la mujer.

—Por lo menos podrías haberme saludado de otra forma, muchacho —susurró.

Una cálida sensación se abrió camino y recorrió su cuerpo y su mente. Como siempre, ella lo aceptaba tal como era, por muy grandes que fueran sus discrepancias. En cuatro apresurados pasos se plantó ante ella para abrazarla.

—Adwyne —dijo con voz entrecortada—, lo creas o no, eres a quien más he echado de menos en todos estos años.

Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos, pero parpadeó en un intento de contenerlas. «Si tienes sangre por derramar, guarda tus lágrimas para tu lecho de muerte», era lo que ella siempre le había dicho. Su delgada y curva figura, inaccesible, dio lugar a un incesante torrente de palabras.

—Te he echado tanto de menos, pero no sabía qué hacer. Debía elegir entre más sangre, siempre más sangre, tal vez incluso la mía propia, o huir del «sangre por sangre» de estos estúpidos isleños.

—No son estúpidos —dijo Adwyne, liberándose suavemente de su abrazo—. Están atrapados por sus tradiciones, esas costumbres desconcertantes. De algún modo, me sentí aliviada cuando el Och Pandaktera llamó a mi puerta, hace ahora diecisiete años, reclamando a mi Henne.

Rara vez hablaba de su marido. Buscó tanteando la silla que tenía al lado. Gaithnard también se sentó y tomó las huesudas manos de ella entre las suyas. Estaban muy frías. A través de su blanca piel se transparentaban las venas azules y rojas, entonces mucho más visibles que anteriormente. Se sentía como el tímido muchacho que había sido cuando Adwyne lo adoptó tras la muerte de su madre. Nunca había conocido a su padre, que también había sido víctima de la honorable venganza poco después de que Gaithnard naciera.

Adwyne retiró una mano y señaló una marca oscura en el suelo, cerca de la puerta de la sala de estar.

—Es ahí donde sucedió.

Era la primera noticia que Gaithnard tenía de ello. Siempre se había preguntado por qué no le dejaba reemplazar la tabla del suelo que mostraba esa horrible mancha.

—Cuando Henne murió, el alma sangrienta de la venganza por honor abandonó la granja —prosiguió suavemente—. Nunca pensé en rehacer mi vida, muchacho; no porque mi mente y mi cuerpo no quisieran, sino porque no deseaba que el Och Pandaktera volviera a mi casa. Cuando viniste a vivir aquí, a pesar de todo, tuve que volver a convivir con su lema: «sangre por sangre». Tal vez ésa sea la razón por la que pude soportar tu ausencia todos estos años.

Le estaba confiando secretos que nunca antes había compartido con él, y Gaithnard permaneció en silencio por miedo a romper el frágil encanto del momento.

—He hablado contigo a menudo durante los últimos nueve años, dos meses y cuatro días —prosiguió. Una cálida sonrisa suavizó sus rasgos—. Como de costumbre, eras parco en tus palabras. Sabía por qué habías abandonado de forma tan repentina la isla; sin embargo, nunca he podido perdonarte que me abandonaras a mí de ese modo. Todavía hoy estoy resentida por que te fueras sin decir adiós.

Gaithnard quiso protestar, defenderse justificando su decisión, pero ella alzó el dedo índice en un familiar gesto de advertencia.

—No, muchacho, no hay excusa que valga, ahora. —El tono de su voz era más cortante—. Nueve años es mucho tiempo. Ambos hemos cambiado.

Como siempre, la siguiente pregunta le sorprendió.

—No has venido porque sí. ¿Qué quieres de mí? ¿Tiene algo que ver con el Och Pandaktera? ¡Qué pregunta! Todo lo que sucede en esta maldita isla está relacionado con ese innecesario derramamiento de sangre.

Las siguientes palabras volvieron a sorprenderlo.

—Pero ahora debes comer. Si luchas con el estómago vacío, perderás antes de que empiece el combate.

Se levantó y se dirigió hacia la despensa. Regresó con un pedazo de pan casero, un trozo de carne de buey y un viejo cuchillo, que Gaithnard reconoció inmediatamente. Había llegado el momento. Respiró profundamente antes de hablar.

—En realidad, no entraba en mis planes regresar a Quym, pero el barco en el que nos dirigíamos a las islas Espejo quedó dañado durante una tormenta en el golfo de Agbayar. El patrón decidió hacer escala en Tinandel para efectuar las reparaciones.

—A eso se le llama destino, muchacho —comentó Adwyne mientras le ofrecía un bocadillo de carne.

Siguió hablando mientras comía. Ella escuchaba pacientemente, como si siempre hubiera sabido que aquello sucedería tarde o temprano.

—Quieres que sea tu segundo —afirmó antes de que él pudiera pedírselo—. Nadie más podría hacerlo, porque a los ojos de los demás eres un traidor. —Adwyne lo miró de soslayo—. Lo cual no deja de ser cierto, por supuesto.

Gaithnard se irguió en su asiento, asombrado.

—Sí, muchacho, eres un traidor. Huiste de la tradición que cohesiona toda nuestra isla y la divide al mismo tiempo. Las rocas de Kyrk Tinandel y Quymtop están empapadas con la sangre de muchos cien-tos de generaciones de hombres de Quym. Has dado la espalda a nuestras raíces y a las leyes no escritas de la isla, así como al Och Pandaktera. Alguien como tú solo merece un nombre: ¡traidor!

Gaithnard se quedó lívido. En su mente torturada fue ganando terreno un sentimiento de consternación. Pero Adwyne sonrió.

—Hace falta valor para hacer frente a la injusticia legal de la venganza por honor. Aquel que traiciona el Och Pandaktera es un héroe para mí. Agradezco profundamente que ese héroe sea mi muchacho. Henne también hubiera estado orgulloso de ti.

Gaithnard suspiró, aliviado. La miró, lloroso, y vio cómo su amor hacia él se reflejaba en lo más profundo de sus grises ojos.

—Guarda tus lágrimas para tu lecho de muerte —susurró mientras le acariciaba las comisuras de los párpados con la punta de los dedos—. Después de todo, parece que aún es necesario derramar más sangre. ¿Es a causa de Pralent? ¿Es uno de esos hermanos quien te desafía? Dime qué quieres de mí. ¿No habrás creído que iba a abandonarte, tal como tú hiciste? —Y sin darle tiempo a responder, añadió—: Seré tu segundo. Y de acuerdo con la execrable ley de la venganza honoraria, si ganas me convertiré en tu media madre.

Lo miró a los ojos con ternura.

—Seremos familia, muchacho. Por fin, podré llamarte legalmente hijo mío. Seré tu media madre, y deberás protegerme tras haber derrotado a aquel que te desafía, porque yo también estaré en peligro durante el próximo rito de la venganza por honor. Perderé el derecho a la vida si me quedo. Tal vez incluso inmediatamente después del duelo, porque la ira de los Vartyos y sus partidarios será grande.

Recorrió la cocina con una mirada melancólica. Sus dedos acariciaron la desgastada mesa de madera de tilo.

—Abandonaré la granja para no regresar jamás. Llévame lejos de Quym, muchacho. No importa adonde. Encontraremos otro lugar.

Gaithnard la miró embargado por la tristeza. Sus pensamientos lo sumían en la confusión.

Culpa, compasión, tristeza, ira. Furia hacia la isla y sus leyes, que tantas heridas incurables habían causado. Intentó buscar palabras de consuelo, pero Adwyne de nuevo alzó un dedo.

—Basta de tanta charla. Dime qué hay que hacer.

Foot apareció en la niebla, solo, como el protagonista de una obra estrambótica. Se detuvo al lado de Espina durante unos instantes y examinó la hoja. Después, siguió avanzando hasta la altura del barco y miró a Matei a los ojos.

—Alto myster, ya es hora —dijo en un tono de voz un tanto burlón—. ¿Dónde está la otra primera espada, Preter?

Matei se rió.

—¡Ja! Preter te ha estado esperando todo este tiempo.

Hizo un gesto a Lethe, que extrajo la espada de Gaithnard de la vaina y la alzó no sin esfuerzo. La hoja reflejaba la luz de la antorcha.

Durante unos instantes, Foot se quedó sin habla; no se lo esperaba. En seguida, recobró la compostura.

—Veo una espada que se parece a Preter. Las runas han sido hábilmente trabajadas. Pero el muchacho que la sostiene no es el traidor. Apenas puede con su peso.

—No conozco a ningún traidor —replicó Matei con frialdad—, pero sí a un hombre orgulloso y justo. La única persona capaz de dar la espalda a esta locura de la venganza. Así pues, creo que no hablamos del mismo hombre, Foot.

Foot profirió una carcajada que sonó como un ladrido.

—¡Ja! No sabes lo que estás diciendo, forastero. Los altos mysters no sabéis nada sobre el honor que implica el cumplimiento de nuestros ritos. La pureza del lema «sangre por sangre» trasciende incluso la magia. El Och Pandaktera es la misma fuerza de la vida en estado puro. Es el acto que hace que todas esas palabras vacías de la ciudad de Romander y de Loh parezcan insignificantes. —Dio un paso hacia adelante y alzó el puño—. Ahora dime dónde está el traidor. Ya hemos esperado bastante.

Desde su posición, Matei miró hacia el joven con compasión.

—¡Qué lástima que nunca llegarás a ser un sabio anciano para darte cuenta de que te estás equivocando, muchacho!

Al oír ese último comentario, el rostro de Foot enrojeció de ira, pero Matei siguió hablando aún más fuerte, como si no se hubiera percatado de ello.

—El hombre a quien de manera tan injusta acusas de traidor se encuentra de camino con el mejor segundo que podía desear. Prepárate para los ritos, muchacho, si crees que debes hacerlo. Muy pronto tu vida habrá llegado a su fin bajo la poderosa acometida de aquel a quien llamas «traidor».

Detrás de Foot apareció el anciano.

—Palabras —dijo, airado—, la verborrea inútil de un mago de Loh en busca de poder. Todavía no hemos visto a nadie, y tampoco que alguien haya abandonado el barco, así que podemos suponer que Gaithnard aún se encuentra a bordo. —Se giró sobre sí mismo y gritó—: Tomemos el barco. ¡Quemadlo!

La niebla parecía moverse. Decenas de quymios vociferantes se abalanzaron hacia el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares blandiendo antorchas.

—¡Esperad!

La voz de Matei retumbó por todo el muelle y hacia la colina de Kyrk Tinandel; ni siquiera la niebla pudo sofocar la fuerza de esa única palabra.

Los atacantes chocaron contra un muro invisible. Algunos perdieron el equilibrio y cayeron bruscamente sobre los adoquines. Alzaron la vista hacia Matei, todavía aturdidos.

—No quiero ni puedo interferir en el Och Pandaktera —dijo el alto myster con severidad—, pero no permitiré que la nave de Wedgebolt sea dañada.

—¡Permanece al margen, alto myster! —dijo Foot mientras avanzaba, furioso—. No tienes derecho a intervenir. Las leyes de las islas no deben ponerse en entredicho. Son las palabras del desran; incluso los altos mysters deben acatarlas.

Matei sabía que eso era cierto. Ningún myster podía interferir en las tradiciones de una isla o de sus gentes en el caso de que el desran hubiera reconocido sus costumbres. De hecho, ya se había excedido al acompañar a la palabra ¡esperad! del Enturbamiento de la Voluntad y la Presión Camuflada de la Mente.

No se atrevería a hacerlo de nuevo. Su mente buscaba desesperadamente una estrategia de dilación eficaz. Los quymios se estaban reagrupando y muy pronto asaltarían el barco. El Astuta Cuchilla de los Nueve Mares, el orgulloso navío de Wedgebolt, que había sobrevivido a tantas tormentas, acabaría envuelto en llamas, y la tripulación y el pasaje deberían luchar para salvar sus vidas.