21
En La Gentil Dueña

Och Pandaktera, espada y sangre,

incluso si la espada huye

de la tierra al mar,

del mar a la tierra.

Och Pandaktera, el bien y el mal,

incluso aunque salten las chispas

de la mano a la espada,

de la espada a la mano.

Och Pandaktera, irrefutable,

más allá de las palabras e incuestionable.

Canción tradicional para el ritual

de la venganza por honor

De vuelta por el muelle con las bolsas, Pit no dejaba de hablar y bromear. Lethe empezaba a disfrutar enormemente de su compañía. Debía admitir que le hacía sentirse vivo. Matei era un buen compañero, pero pasaba la mayor parte del tiempo absorto en sus libros, u ocupado en otras cuestiones insondables. El alto myster, con frecuencia, permanecía sentado durante horas, cavilando, con la mirada perdida. En esas ocasiones, Lethe no debía molestarle. Entonces, subía a cubierta para entretenerse.

Cuando regresaron al bar, Llanfereit y Matei estaban conversando con un anciano. Daba la impresión de que ya se conocían.

—Lethe, Pit —llamó Matei—, os presento a Angest, medio myster de Loh, el único mago de Quym.

Angest examinó a Lethe. Sus ojos oscuros destacaban debajo de las enmarañadas cejas. El hombre avanzó su grueso labio inferior.

—¡Ajá! —empezó a hablar Angest con su estridente voz—, así que éste es el muchacho de Loh que debe arreglárselas sin magia. Conocí a tu madre cuando tan sólo era una niña, Lethe. Bienvenido a Quym, hijo. He ofrecido a tu maestro y a Llanfereit mis consejos. Espero que les sean de utilidad.

Acto seguido se levantó, se cubrió la cabeza con un raído forma gris, se puso una túnica verde descolorida y, por último, se despidió.

Justo antes de abandonar la taberna, dio media vuelta y llamó al mesonero para susurrarle algo al oído. Éste, con un gesto de asombro, alzaba cada vez más las cejas. Después asintió. Cuando por fin Angest salió del local, el mesonero miró a sus huéspedes y desapareció en la cocina.

Entraron más clientes en la taberna, en pequeños grupos. La estancia se fue llenando lentamente. Eran hombres y mujeres quymios, de ojos negros, que observaban con desconfianza a los recién llegados y guardaban las distancias. Al cabo de un rato, la taberna estaba abarrotada. Llegó más gente, que fue conducida a la parte trasera.

Poco después, mientras una gruesa mujer de pocas palabras les servía la cena, el mesonero se acercó a Matei, e incluso hizo una reverencia.

—Me complace informarle de que, en calidad de huéspedes de alto rango, pueden pasar la noche en esta posada gratuitamente. La Gentil Dueña desea demostrarles la hospitalidad de Quym.

Matei asintió. Probablemente debían ese gesto a Angest.

Dieron buena cuenta del pan de nueces y el estofado de buey y zanahorias. La comida estaba deliciosa. Matei y Llanfereit pidieron otra ronda de cerveza.

Hacia el final de la comida, ambos magos empezaron a hablar por los codos en un tono escandalosamente elevado. En cierto modo sorprendido, Lethe se dio cuenta de que las mejillas de su maestro estaban encendidas y de que Llanfereit también estaba colorado. Pit se inclinó hacia él.

—Es conveniente que nosotros, sus aprendices, no perdamos la cabeza —susurró.

Matei empezó a hablar con un quymio que estaba cenando con otros tres hombres en la mesa contigua. Lethe no podía entender todo lo que decían, pero cuando, de repente, oyó que Matei mencionaba el barco y a Gaithnard, se quedó petrificado. Dudó un instante, pero después se dirigió a Matei.

—Maestro, debemos hablar urgentemente.

Matei lo miró, vacilante.

—Más tarde muchacho. Como puedes ver, estoy hablando con este caballero.

Lethe se mordió los labios. A continuación, se puso en pie, asió a Matei por la túnica y tiró de ella con energía.

—Ahora, maestro. Es muy importante.

Su voz rechinó, pero de pronto Matei lo miró con atención.

—En seguida vuelvo, buen hombre —dijo a su interlocutor.

Matei se levantó rápidamente y acompañó a Lethe, que lo condujo al exterior. Afuera ya era oscuro, hacía frío y la bruma lo envolvía todo. Algunos faroles intentaban atravesar la cada vez más espesa neblina con una luz amarillenta.

—Maestro, estabas hablando con ese hombre sobre el barco y Gaithnard. Es peligroso. ¿Qué le has dicho exactamente?

Matei, pasmado y súbitamente sobrio, miró a Lethe. Se golpeó la palma de la mano con el puño. Sus ojos refulgían de rabia.

—Maldita cerveza del muelle.

Dio media vuelta y caminó hacia la puerta, resuelto. Justo en ese momento, la hoja se abrió bruscamente. Un hombre casi chocó contra Matei, le lanzó una mirada furtiva por debajo de la capucha de la túnica y, echando a correr en dirección al muelle, desapareció por un callejón.

—No era ése… —empezó a decir Matei.

Después, abrió la puerta de un empujón y rápidamente miró hacia la esquina del bar. Sólo quedaban tres hombres en la mesa contigua a la suya. Estaban hablando nerviosamente y se preparaban para salir sin haber acabado el plato.

—Mala señal —dijo Matei, refunfuñando. Sin siquiera cerrar la puerta se dirigió hacia la mesa—. ¿Ya se marchan, caballeros? —preguntó el alto myster mientras les cerraba el paso como de forma fortuita.

Lethe percibió una entonación especial en su voz. ¿Enturbamiento de la Voluntad? Dos de los tres hombres lo miraron de reojo y volvieron a tomar asiento, pero el individuo con el que Matei había estado conversando ni se inmutó. Observó a Matei, enojado. La mayoría de los clientes se giraron hacia ellos. Nadie quería verse involucrado en una posible pelea.

Matei se volvió rápidamente hacia Llanfereit.

—Debemos volver al barco ahora mismo. ¡El maestro de armas está en peligro!

Llanfereit lanzó una fugaz mirada a Matei; después, hizo señales a Pit. Abandonaron la taberna de inmediato.

El mesonero se acercó hacia ellos como si fuera a decir algo, pero Matei giró el rostro por encima del hombro y le indicó que regresara a su sitio, detrás de la barra.

—Nadie debe interferir en esto —susurró Matei mientras recorría la taberna con ojos furibundos.

Entonces, tomó una decisión. Asió al hombre con el que había estado conversando por el cuello y, entre dientes, habló con una rudeza inusitada para Lethe.

—Dime, buen hombre, ¿por casualidad conoces a un maestro de armas llamado Gaithnard?

Al mencionar ese nombre, se hizo el más absoluto silencio. El quymio se zafó del abrazo de Matei y retrocedió un paso. De la nada, extrajo un enorme cuchillo y lo mantuvo en alto.

—No me toques, forastero —retumbó su voz—. Estás en Quym. Aquí tenemos nuestras propias reglas. Ningún myster, ni siquiera el desran, tienen poder sobre ellas. Aquel que intente negar nuestro derecho a la venganza por honor quedará bañado en su propia sangre, incluso aunque se trate de un alto myster.

Matei se enderezó y murmuró algunas palabras. La mano del hombre vaciló, y el cuchillo cayó al suelo de madera con gran estrépito. El individuo se agachó rápidamente para recuperarlo, pero el cuchillo se apartó de él para aterrizar al lado del pie derecho de Matei.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo lo has hecho? —tartamudeó.

Matei parecía entonces mucho más grande. Una aura de color gris envolvía su cuerpo, que resplandecía. Todos los clientes retrocedieron, impresionados. Se oyeron gritos de sorpresa y temor. Matei realmente había crecido; en ese momento, les sacaba más de medio metro a todos los demás hombres.

—Soy el alto myster Matei —bramó—. Por los poderes que me confieren Loh y el reino, os ordeno que abandonéis vuestros planes. Gaithnard se encuentra bajo mi protección. Las leyes del reino y el amparo de un alto myster están por encima de cualquier costumbre local.

Lethe observó el espectáculo, boquiabierto. Era la primera vez que veía a Matei hacer uso de sus poderes como alto myster. Para enfatizar sus palabras, Matei, con suma tranquilidad, hizo caer al hombre al suelo de un empujón. Con los ojos fuera de las órbitas, el quymio se alejó de Matei gateando, como buenamente pudo.

—Yo… Ya no está en mis manos. Takkhor se ha puesto en camino. Muy pronto la familia estará aquí. Es la ley Así es como funciona en Quym.

—¿Cuántas personas?

—Cuarenta, tal vez cuarenta y cinco.

Matei lo miró, furibundo. Después sacudió la cabeza, dio media vuelta y lentamente recuperó su tamaño normal.

—Vamos, Lethe, regresemos al barco —gruñó—. Debemos ir a buscar nuestro equipaje.

Afuera, en el muelle apenas iluminado, la visibilidad quedaba reducida por la niebla, de forma que no podían ver más allá de cincuenta metros. Matei suspiró.

—El furor de los quymios para recuperar su honor a través de la venganza es legendario. Su poder es equiparable al de la magia. Son los maestros de armas más hábiles del reino. Podría reducir a cinco o seis de ellos, tal vez incluso a diez, pero cuarenta son demasiados. Consultaremos a Wedgebolt y Llanfereit. Y a Gaithnard, por supuesto.

Media hora más tarde, se reunieron todos en el camarote de Gaithnard.

—Vayamos al grano —sugirió Wedgebolt—. No tenemos demasiado tiempo. El trayecto a caballo desde la ciudad de Quym hasta aquí requiere menos de una hora. La familia de Foot ya debe de estar al corriente de que Gaithnard se encuentra en la ciudad de Tinandel.

Matei miró al capitán, intrigado.

—¿Cómo van las reparaciones?

—El trinquete ya puede ser izado, aunque en realidad deberíamos reforzarlo si queremos sobrevivir a las próximas diez tormentas. La vela mayor ha sido reparada; ahora estamos trabajando en la vela central. La vela inferior se encuentra seriamente dañada, pero podríamos recomponerla en Haramat. La mitad de los cabos de labor han sido reemplazados, aunque todavía debemos reparar la jarcia de la vela mayor y los obenques que resultaron dañados.

—¿Y si zarpamos ahora? —preguntó Pit mientras subía a la litera de Gaithnard y empezaba a balancear las piernas.

Wedgebolt rió efusivamente.

—Mi querida niña, ¿nunca oíste hablar de la niebla nocturna del mar del Espejo? Dentro de una hora la visibilidad quedará reducida a cinco metros. En una noche como ésta, hacerse a la mar es sinónimo de suicidio. Las aguas que rodean Quym están plagadas de traicioneros bancos de arena y pequeños islotes que apenas asoman por encima de la superficie, por no mencionar las rocas que quedan ocultas, capaces de partir la quilla en dos, como si fuera un trapo viejo. De día ya resulta bastante difícil evitar esas trampas mortales. De noche es imposible, especialmente con esta niebla. Estamos atrapados en la isla que menos me agrada. —Se volvió hacia Gaithnard—. Lo siento, ésa es mi opinión.

—Quym tampoco es mi isla preferida —respondió Gaithnard con un amago de sonrisa—. Pero vaya a donde vaya, al final siempre regreso.

—Aun así, debemos salir de aquí lo más pronto posible —insistió Matei—. No podemos hacer frente a la furia de la venganza. Todos los habitantes de la isla están del lado de la familia. Se trata de un ritual; ésa es su ley. ¿Cuándo podremos partir?

—No antes de mañana por la mañana. Siempre que se levante la niebla, claro está; en ocasiones, no desaparece hasta el mediodía. Quiero dejar claro que yo también deseo salir de aquí. No me seduce la idea de exponer mi barco y mi tripulación a la rabia primitiva de un puñado de quymios sedientos de sangre.

Ese comentario ofendió profundamente a Gaithnard.

—La mayoría de los quymios son gente honesta; en absoluto se trata de estúpidos —replicó—. La presión del Och Pandaktera es lo único que en ocasiones enturbia sus mentes.

Wedgebolt hizo un gesto apaciguador.

—Lo siento, maestro de armas. Puede ser que me haya expresado con excesiva rudeza. Admiro tu fidelidad hacia los tuyos.

Gaithnard alzó la mano y asintió con la cabeza.

Wedgebolt reflexionó durante unos instantes.

—Reuniré a la tripulación y ordenaré las reparaciones pertinentes en la jarcia y en dos de los cabos de labor —añadió—. De esa forma, podremos zarpar al amanecer. Claro está, si la niebla se levanta.

—De todas maneras, será demasiado tarde —respondió Gaithnard—. Ni la niebla ni la oscuridad detendrán a la familia de Foot, los Vartyos.

—Podríamos fondear a cierta distancia del muelle —propuso Llanfereit.

—Sus barcas nos abordarán —dijo Gaithnard, resignado.

—Como mínimo, nos será más fácil defendernos —afirmó Matei.

Gaithnard se puso en pie.

—Por supuesto, existe otra solución, al estilo tradicional de Quym. Esperaré a Foot en el muelle. Juré que nunca volvería a hacerlo, pero la necesidad puede ser un buen motivo para dejar de ser fiel a mis principios. Me someteré al Och Pandaktera una vez más.

La ira hizo brillar sus ojos al mencionar el nombre del ritual de honor. Se impuso un silencio pesado como el plomo.

—¿Por qué no queréis admitirlo? Es nuestra única posibilidad —afirmó Gaithnard—. De otro modo, el barco quedaría seriamente dañado, lo que pondría en peligro a la tripulación y a los demás pasajeros. Además, ni siquiera estoy seguro de que fuéramos capaces de rechazar a nuestros adversarios.

Los demás recorrieron el camarote con la mirada perdida. Tenía razón.

—Pero necesito una persona que me haga de segundo —repuso Gaithnard.

—¿Un segundo? —preguntó Pit.

—Sí, un ayudante para llevar a cabo el ritual del Och Pandaktera.

—¿Debe ser un quymio?

—Ésa es la tradición —respondió Gaithnard, pensativo—. Todavía no se ha dado el caso de un segundo que no fuera de Quym, pero creo que no está prohibido.

—Entonces, yo seré tu segundo —dijo Pit.

—No puedo aceptar tu ofrecimiento —respondió Gaithnard con ademán decidido—. Actuar como segundo es peligroso. Los ánimos pueden encenderse, especialmente después de un duelo. No sería el primer caso en que el segundo muere junto al vencido.

—No morirás —afirmó Pit.

La muchacha habló con tal convencimiento que Lethe se quedó estupefacto. De hecho, consiguió contagiarle la seguridad de que Gaithnard vencería.

—Yo opino lo mismo —interpuso Llanfereit—. Gaithnard no sólo es un hábil maestro de armas; cuenta, además, con más experiencia que su oponente. Pero no quiero que seas su segundo, Pit. No me gustaría perder a mi aprendiz. Estamos a punto de emprender una importante búsqueda. Necesitamos a los seis miembros del equipo.

Pit guardó silencio.

Llanfereit cargó su pipa y la encendió. Matei suspiró. Lethe cavilaba buscando una solución. Sin duda, Matei no le permitiría ser el segundo de Gaithnard.

—Así pues, no será nadie de los que estáis aquí —concluyó Gaithnard—. Estoy de acuerdo, pero sigo necesitando un segundo.

—¿No hay nadie en Quym que pueda ocupar ese puesto?

Gaithnard negó con impaciencia.

—No podéis entenderlo. En Quym, todo el mundo cree que Foot vencerá. Yo abandoné la isla; soy el traidor que intentó huir de él y de su venganza. Él es ahora el héroe. Pero no fue el motivo de mi partida, no le tengo miedo. Desde que le volví la espalda al Och Pandaktera, he encontrado la paz, una sensación que me hace sentir prácticamente invencible. Pero nunca creí que tendría que demostrarlo. Digo «prácticamente invencible» porque he aprendido que la experiencia, a veces, puede traicionar a un hombre. —La melancolía se apoderó de su rostro.

»He visto crecer a Foot. Es un buen muchacho, aunque la nueva generación no parece valorar los ritos en justa medida, y Foot no es una excepción. Corren rumores de que, en algunos duelos de los que salió airoso, no respetó las normas. El Och Pandaktera ciega los sentidos. De forma simultánea a mi experiencia, también ha aumentado mi empatía. Pero ésta puede ser una debilidad letal en un momento decisivo. —Se encogió de hombros—. Nadie en Quym cree que puedo vencerlo. Foot es el ganador potencial, así que nadie se ofrecerá a ser mi segundo…

De repente, profirió un grito ahogado de asombro. Los demás lo miraron, expectantes.

—¡Adwyne! —Pero su rostro se ensombreció inmediatamente—. ¡Oh, no!, no podría hacerle eso. Ella tiene…

Por un instante, Lethe creyó ver el brillo de una lágrima en los ojos de Gaithnard. Éste guardó silencio. Los únicos sonidos audibles eran el que hacía Llanfereit al succionar su pipa y el producido por el agua al chocar contra el casco del barco.

—Debo hacer esto yo solo —dijo finalmente, con un tono de voz que no admitía réplica—. Debo pedírselo a Adwyne. Vive en la playa, no muy lejos de Bork, un pueblo situado al oeste de la ciudad de Tinandel.

—¿Cómo piensas ir hasta allí sin ser visto? —preguntó Wedgebolt.

Gaithnard sonrió, aunque no sin reservas.

—La niebla tiene sus ventajas —afirmó simplemente—. Creo que puedo conseguir un caballo.

Durante unos instantes permaneció con la mirada perdida en el infinito. Acto seguido, se quitó del cinto la vaina de la espada y la arrojó encima de la litera.

—Si llamo a su puerta armado, me rechazará —explicó—. Ella es… especial; hemos pasado muchas cosas juntos —añadió, acercándose a Lethe. Apoyó una mano en la rodilla del muchacho—. Amigo mío, si no llego a tiempo, y Foot y su familia ya se encuentran aquí, ¿podrías llevar a Preter hasta el muelle?

Lethe asintió con solemnidad.

—Será un honor, Gaithnard.

—Ahora debo irme —anunció Gaithnard con voz quebrada, mientras se cubría con su túnica—. Si no regreso, quiero que sepáis que me siento un hombre privilegiado por haberos conocido.

Miró a sus compañeros a los ojos, uno por uno, caminó hacia la puerta y desapareció sin volver la vista atrás. Los demás permanecieron en su sitio, en silencio. Pit dejó caer la cabeza; Wedgebolt movió la suya, desolado.

—Esa maldita cerveza —musitó Matei, y se dejó caer en una silla.

No hubo la más mínima reacción.

Cuando Lethe se levantó para dirigirse hacia la litera de Gaithnard y tomar la espada, se oyó un chapoteo en la banda del barco expuesta al mar.

Llanfereit se acercó al ojo de buey y miró como si intentara penetrar en la niebla, meditabundo.

—La venganza por honor parece tener un carácter inexorable para Gaithnard y los habitantes de la isla; lo que estamos a punto de presenciar rebasa los límites de lo imaginable. Deberíamos hacer planes. Si las ancestrales costumbres de los quymios llegan a amenazar nuestros intereses, deberemos actuar.

Matei se irguió y cerró el puño de la mano derecha.

—Tienes razón, Lian —dijo—. Por otra parte, me pregunto qué pasará si Gaithnard sale vencedor. ¿Alguien lo sabe? ¿Intentarán apresarnos, o nos dejarán marchar?

—Consideran que Gaithnard es un traidor —añadió Llanfereit—. ¿Cómo tratarían las gentes de Romander o de Ostander a un traidor?

Pit se incorporó de un salto.

—Puede ser que tenga una idea; un método simple para distraer su atención en caso necesario —dijo.