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Sueño (1)

El paisaje resplandece entre la bruma

del tiempo, para cambiar luego su dirección.

Pensamientos que abandono sin dejar rastro,

soñados sin objeción,

huyendo del alba, de la luz,

hacia significados alineados,

a través del impenetrable manto de la noche.

Pienso: ¿pasaré por alto la señal?

¿Esa sombra que aparece en el rabillo del ojo?

¿Esa palabra que me desconcierta, aterrado?

¿Esa mirada, tentadora, que soborna,

empañada por los días pasados?

La bruma ahora titila en el paisaje

compuesto por el espacio invertido.

Me tambaleo en cada paso:

¿qué nos enseñó en primer lugar el sueño?

LEÏN ORGAERIT,

poeta de la isla de Gyt Araigen,

Mis palabras desean vivir

Lethe estaba soñando.

Era consciente de que estaba soñando, a pesar de que las imágenes y los acontecimientos parecían confusos y reales a un tiempo. Sin embargo, la sensación de que todo sucedía con mayor lentitud de lo normal le indicaba que se trataba de una realidad distinta.

Se encontraba al borde de un abismo. La distancia de un lado a otro de la montaña era de tan sólo unos cuantos metros. A ambos lados se erigían muros irregulares de roca. Inconscientemente, alzó la vista hacia el cielo. Arriba, en lo más alto, divisó un fino rayo de luz distorsionado, como un relámpago que hubiera quedado petrificado. El abismo debía tener varios kilómetros de profundidad.

En su mundo de ensueño reinaba el más absoluto silencio. En el aire flotaba un olor rancio y dulce a la vez. No había animales invisibles, de los que hacen crujir la maleza, ni pájaros, ni tan siquiera el viento malgastaba su aliento en aquel paraje desolado. Los colores también eran extraños, más pálidos de lo normal. Una especie de musgo recubría ampliamente las paredes rocosas. Lethe recordaba aquella planta: se trataba del alga terrestre. A mayor altura, había unos cuantos árboles enraizados en las fisuras de las rocas en busca de agua.

Podía tratarse de algún lugar en Lan-Gyt, la inhóspita isla del norte salpicada de abismos misteriosos, cuyas simas permanecían envueltas en una eterna oscuridad.

En el Instirium, había mapas que ocupaban aulas enteras. Se trataba de mapas muy detallados, que Lethe había estudiado con fascinación. Sentía especial curiosidad acerca de las escarpadas montañas, valles y abismos de Lan-Gyt. Las penínsulas del norte de Yle, Faraut y Car'anch presentaban el aspecto de un paisaje antiguo, agrietado, lleno de fisuras, surcos y abismos.

Entornó los ojos semi cerrados, miró hacia atrás, y de nuevo al frente. Después empezó a moverse en la misma dirección.

Un grito atravesó el silencio. Era el graznido de un pájaro. En un primer momento, Lethe sólo pudo ver una sombra deslizándose sobre las rocas que había por encima de él. Después apareció un cuerpo ágil que se dejó caer en picado hacia el fondo del abismo, en el punto en que éste se ensanchaba unos nueve metros. Justo antes de tocar el suelo, el lustroso animal desplegó las alas y aterrizó con suavidad sobre las garras emplumadas. «Es una ave enorme, una águila imperial», pensó Lethe. Su plumaje era marrón oscuro, y la cabeza, de color amarillento. Sus ojos amarillos lo miraron, desafiantes. Había algo familiar en aquella mirada. En la mente de Lethe, era sinónimo de amistad y lealtad. Atónito, observó cómo el ave alzaba el vuelo en un ascenso casi vertical.

Una ligera brisa acarició el rostro de Lethe. Sintió que alguien lo estaba espiando; se giró rápidamente. ¿Acaso no había visto pasar una sombra fugaz? Un inesperado rayo de sol alcanzó el fondo del abismo. Millares de motas de polvo flotaban en el pálido haz de luz amarillenta. Al momento siguiente, una nube cubrió el sol, y la opaca oscuridad volvió a tomar posesión del abismo.

Cuando Lethe volvió a mirar en la dirección a la que se dirigía, apareció una figura ante él, cubierta por una capa de color púrpura. Su rostro quedaba oculto por el ancho borde de un forma negro. A Lethe le llevó algún tiempo reconocer la figura de una mujer. Curiosamente, le recordaba a Herde.

Un sentimiento horrible se apoderó de su mente. Ni siquiera se había despedido. Había dejado un mensaje para Herde y para Ervin en casa de su madre. Se acordaba de ella a veces, pero en seguida desaparecía de sus pensamientos como una hoja arrastrada por el viento.

Seguía imperando el silencio; la figura continuaba inmóvil.

Lethe abrió la boca para descubrir que sus cuerdas vocales se negaban a trabajar.

Entonces, la mujer se movió.

Su capa cayó revoloteando al suelo, y una elegante ave de color gris, con una cresta púrpura y una larga cola de color verde oscuro, alzó el vuelo aleteando trabajosamente. El animal desapareció en la dirección seguida por Lethe.

—El camino es largo —susurró una voz, que atravesó el abismo como una ráfaga de viento.

Lethe reconoció la voz. Pertenecía a la misma criatura que había querido decirle algo en su primera visión. Pero aún no sabía de quién se trataba.

—Sigue las señales —prosiguió la voz—. No te dejes tentar por aquellos que gritan para llamar tu atención en el límite de lo audible. Busca el silencio. Las señales sólo pueden darse aquí; en este lugar. No confíes en nadie. ¡En nadie!

¿Qué quería decir con eso?

¿Acaso la mujer que se había convertido en ave era una señal? ¿Pertenecía a ella la voz? ¿Debía seguir a aquella ave? ¿En verdad no debía confiar en nadie? ¿Ni siquiera en Matei? Aquellas palabras lo dejaron confuso. Hacían que se planteara nuevas preguntas, más que ofrecerle respuestas. Sacudió la cabeza y observó al pájaro que se alejaba del abismo por encima de él, inalcanzable, casi tanto como aquellas palabras.

Lethe se dio cuenta de que había salido de Loh para meterse en un mundo desconocido, pero empezaba a percatarse de que en su propio mundo, en su mente, en lo más profundo de su ser, existían secretos.

La sensación de inseguridad aumentó. Era cierto: había cientos de preguntas en su interior, y todavía no tenían respuesta.

—Para conseguir algo, hay que dar algo a cambio —continuó la voz—. Para volver a nacer, primero hay que morir. Éstas son las palabras del Señor de las Profundidades.

Las palabras resonaron en el silencio.

—Nadie puede ayudarte realmente —prosiguió la voz, mostrando comprensión—. Las respuestas se encuentran en los resquicios de tu mente y de tu alma, todavía inexplorados. Busca las respuestas porque tienen una importancia crucial. Utiliza tu oído interior para escuchar lo que sucede dentro de ti. El silencio se prolongará durante largo tiempo, pero cuando la voz finalmente se decida a hablar, será como un seísmo.

La voz calló.

En la distancia, un pájaro graznó. «Auc, auc…». Un minuto después, oyó un extraño silbido que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.

Entonces, volvió de nuevo la voz.

—Tras escuchar vendrán las decisiones. Las decisiones estarán seguidas de actos. El arma juega un papel importante. Nada se te dará a cambio de nada. El precio será mayor si esperas demasiado. Actúa con rapidez, pero sobre todo actúa por ti mismo.

Lethe respiró hondo y pensó.

Pasó algún tiempo antes de que toda una serie de preguntas desbordaran su mente. Se preguntó si la voz podría escucharlas y si acaso podría responderlas. Todo parecía depender de si la voz representaba a un ser. Pero antes de plantearse la primera cuestión, sintió cómo la presencia de la voz se evaporaba, escurridiza, deslizándose como un arroyuelo que finalmente desaparece. Era como el susurro del viento, que se alejaba dejando un vacío palpable. Recordaba vagamente haber oído antes ese sonido, pero no recordaba dónde ni cuándo.

Una nueva ráfaga de viento se introdujo en el abismo, y el polvo se arremolinó en su cara. Las paredes rocosas se fundieron en una masa marrón y gris.

En el ojo de su mente apareció la imagen de unos cuantos huesos que sobresalían de entre las arenas de un desierto. El viento formó remolinos a su alrededor. Cuando alzó la vista hacia el horizonte, vio una figura apoyada en un largo báculo. El puño refulgía bajo la luz del sol. La figura se encontraba demasiado lejos como para que Lethe pudiera discernir cualquier rasgo. Sí pudo distinguir un manto de color púrpura, con cuello de piel de lobo y un yelmo.

Esperó.

Cuando finalmente la figura se movió, la visión se disolvió en una ráfaga de viento que le arrojó arena en los ojos.

Una sombra cayó sobre el abismo.

Súbitamente, el viento se detuvo y se hizo el silencio más absoluto. ¿Se había detenido el tiempo? No podía saberlo porque no había nada con que medir el tiempo, excepto la sombra que lentamente se aproximaba hacia él. Su contorno le resultaba vagamente familiar.

En la distancia se oyó un estruendo que de nuevo le produjo escalofríos. Un olor penetrante llenó los orificios de su nariz. Curiosamente, recordaba ese olor: el hedor de algas putrefactas.

El sueño se desvaneció.