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Gaithnard

Sólo quedan dos islas allá donde el Och Pandaktera, la venganza por honor, gobierna con mano dura: Rak y Quym. Estoy convencido de que el aislamiento de estas islas ha sido un factor clave.

Mientras que el resto de Romander luchó para escapar de la barbarie de los primeros siglos y sobrevivió a la época oscura, entre los años 4700 y 5400, estas pequeñas comunidades permanecen ancladas en la era del «sangre por sangre», la cadena interminable de la venganza.

Los quymios son orgullosos y melancólicos, fácilmente irascibles, y especialmente testarudos. La ciudad de Quym, en el norte, y la pequeña ciudad de Tinandel, en el sur, están en una situación prácticamente de guerra declarada. Entre familias, a veces incluso en el seno de las mismas, el Och Pandaktera deja tras de sí un rastro de sangre. En Quym hay pocas familias que no lamenten la pérdida de un ser querido como consecuencia de esa ancestral venganza.

Como contraste frente a todo ese dolor y sufrimiento, los rituales relacionados con el Och Pandaktera desconciertan a aquellos que los desconocen. Los preparativos para un Och Pandaktera, un duelo de honor en el que ambos maestros de armas ejecutan al unísono los veinte movimientos de espada prescritos, reflejan una belleza que desentona por completo con el fin sangriento del ritual.

Cuando un solitario le preguntaba en qué consistía la eternidad, el dulse de Yle em Arlivux respondía invariablemente: «La eternidad es como la venganza por honor de los rakesios y los quymios; nadie sabe cuándo comenzó ni por qué motivo; simplemente existe y seguirá existiendo».

TRYGBALD DE GRAN MELISA,

Réplicas y premisas de la historia del reino de Romander

El viento roló al norte y arreció hasta convertirse en una brisa constante. El Astuta Cuchilla de los Nueve Mares rodeó el cabo Shard con todas las velas desplegadas y siguió costeando el contorno rocoso de la península de Lan Fracter.

Mucho antes del ocaso, la carabela entró en la bahía de Ost. La neblina que invadía la orilla este dejaba entrever edificaciones rodeadas por colinas de escasa vegetación: era el puerto de Ostander. Distinguidos comercios y posadas, famosos en todo el reino, con sus gabletes escalonados de siete alturas como mínimo, se erigían por encima del puerto y las calles de la ciudad.

El Astuta Cuchilla de los Nueve Mares amarró en un muelle de madera situado en la parte más retirada del puerto, justo enfrente del famoso puente de madera de la bahía de Ost y al lado de una doble galera procedente de Fang. A Lethe le impresionó el puerto de Ostander; en toda su vida sólo había conocido el pequeño puerto de Loh. Por todos lados había barcos fondeados en doble e incluso triple fila, y en los muelles, unos cuantos barcos de cabotaje de fondos planos, carabelones y barcos de pesca, con las quillas hacia arriba, dispuestas para ser reparadas. Marineros, pescadores y estibadores se arremolinaban en muelles y embarcaderos, apresurándose entre guindalezas, barriles, toneles, arcones, pieles y cueros amontonados. Había un fuerte griterío en extraños dialectos. Era una tarde fría y húmeda. Acurrucados en sus gruesas togas con cuello de piel de lobo, mercaderes de la ciudad de Romander, Gynt, Veld, Tayrin y las ciudades portuarias de Lan-Gyt se abrían paso entre los trabajadores sobre los resbaladizos adoquines.

En las esquinas de las calles se había prendido el interior de unos bidones para que la gente pudiera calentarse las manos antes de seguir con su camino. Bocanadas de olores picantes y penetrantes, aceites perfumados, el hedor del cieno, la fetidez de la brea y los olores corporales flotaban con el viento.

El puerto de Ostander era un destino popular en invierno, además de una ciudad famosa a la vez que infame por su vida social. Los habitantes de Ostander siempre habían sido mercaderes. No eran ariscos como los isleños del norte, ni introvertidos como la gente de Melisa, la isla de los Gatos y las pequeñas islas del sur. No les costaba demasiado entablar conversación con un extraño, y su hospitalidad era legendaria.

Abrumados por el colorido, los olores y los sonidos, Lethe y Gyndwaene siguieron a Wedgebolt y sus hombres, una vez que el capitán hubo informado al capitán de puerto y que hubo tramitado la descarga de los toneles de vino.

Hankor y su padre, Balter, decidieron alojarse en una posada hasta que pudieran regresar a Isla Ancha. Gyndwaene deseaba volver a las islas Espejo.

—Iba en busca de algo —le confió a Lethe—. Creía que lo encontraría en una isla lejana, pero está justo al lado de mi pueblo. Gracias a Matei, ahora sé adonde debo dirigirme.

Wedgebolt se abrió camino decididamente entre la multitud hacia la Galería, el puente acristalado y bellamente decorado dispuesto sobre el río Cidanar, que dividía el puerto de Ostander en dos mitades.

Cuando llegaron al amplio muelle norte, el capitán se encaminó hacia una taberna con una fachada de ladrillos rojos. «Tres Mástiles Tres Veces Hundido», decían unas letras doradas con florituras sobre un letrero redondo de color rojo oscuro en el dintel de una puerta baja de madera de tondel marrón oscuro. Lethe se sintió intrigado por el nombre de la taberna. ¿Cómo podía un barco naufragar tres veces?

La taberna estaba en penumbra y llena de humo. Las estructuras a modo de plataformas, huecos y nichos se encontraban abarrotadas de sillas, butacas y mesas. Las gruesas velas dispuestas en sencillos candeleros de cobre arrojaban una luz tenue. Sobre los muros negros había colgados retratos de navegantes, finas marinas e imágenes de las calles bulliciosas del puerto de Ostander. Un grupo de mercaderes acababa de abandonar una de las mesas. Kalyk se apresuró en esa dirección, por delante de unos cuantos marineros. Hizo señales a los demás.

—Aquí hay sitio —exclamó, obstaculizando el paso a los otros.

El marinero de mayores dimensiones se acercó a Kalyk y lo agarró con fuerza por el hombro.

—Espera un momento —dijo—. Nosotros estábamos aquí primero, forastero.

Kalyk se giró y alzó un puño.

—Quién… —empezó a decir, pero no pudo volver a cerrar la mandíbula—. ¿Lynderl? —preguntó, incrédulo.

El marinero parpadeó y a la vez arqueó sus espesas cejas.

—¡Pero si es Kalyk! ¡Entonces el menudo capitán también debe de estar aquí! —Giró sobre sí mismo, y una sonrisa apareció en su cara—. ¡Wedgebolt, el mejor marino del este!

—Y del oeste —añadió Wedgebolt, que con una sonrisa, abrazó al enorme individuo—. ¡Lynderl del Halcón Negro! De nuevo estás invernando aquí. ¿Tienes miedo de los temporales de invierno?

Lynderl, siempre amigablemente, profirió una maldición y empezó a poner excusas. Otros dos marineros saludaron calurosamente a la tripulación del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares. El cuarto, un hombre alto y robusto, con una espesa barba negra rizada, presenció el reencuentro a cierta distancia. Su mano izquierda descansaba sobre la empuñadura de una gran espada. Lethe examinó su rostro, fascinado por la expresión de orgullo, pero sobre todo por la cicatriz que le cruzaba la cara en diagonal: empezando justo por encima de su ojo izquierdo, atravesaba la ceja y le rozaba el ojo, para cruzar la nariz y la mejilla hasta llegar a la comisura derecha de la boca. Las cejas negras y los profundos ojos oscuros le conferían un aspecto implacable.

—¿Qué miras, muchacho? —Su áspera voz no sonaba demasiado amistosa.

Lynderl se volvió.

—¡Oh!, vamos, deja al chico en paz, Gaithnard —dijo sonriendo—. Tu fea cara atrae todas las miradas. Ya deberías estar acostumbrado.

Gaithnard no respondió. Seguía mirando a Lethe. Finalmente, sus ojos se posaron en Rax, la espada del padre del muchacho.

Todos se sentaron a la mesa. Lynderl avisó al tabernero, un hombre grueso y menudo. De la bolsa sacó un speet de plata.

—Maese Binge, tráenos vino y cerveza —dijo, con una sonrisa y un suspiro—. El Halcón Negro invita de nuevo, como de costumbre.

Se inclinó hacia Gyndwaene, que había tomado asiento frente a él, y le preguntó amablemente:

—¿Tal vez la joven dama preferiría una copa de aguamiel?

Gyndwaene asintió.

—¿Bebes cerveza, muchacho? —preguntó Lynderl a Lethe, que estaba sentado al lado de Gyndwaene—, ¿o prefieres aguamiel?

—Aguamiel para Lethe —dijo Wedgebolt antes de que Lethe pudiera hablar por sí mismo—. No está preparado para beber. Matei nunca lo permitiría.

—¿Matei? —preguntó Lynderl, asombrado—. ¿Te refieres al alto myster, al que llevé desde Ostander al puerto de Serth el pasado año?

Wedgebolt asintió.

—Este muchacho es el aprendiz del mago. Matei se encuentra en otro lugar, de momento, y durante su ausencia el muchacho está a mi cargo.

El tabernero llegó con una bandeja llena de copas de vino y jarras de cerveza del muelle. Lethe y Gyndwaene recibieron una copa de aguamiel cada uno.

—¿Adonde te diriges, Wedgebolt? —preguntó Lynderl.

—A las islas Espejo.

—¿Pasando por Ostander? —preguntó Lynderl, sorprendido—. Tendréis que cruzar la bahía de Agbayar con fuerte temporal. ¿O vais a rodear Delft por el norte? No pretenderás pasar por el estrecho de Gynt, ¿o me equivoco? ¿Acaso eres de Loh? ¿Por qué no fuisteis por el norte de Isla Ancha?

Wedgebolt lo miró, ceñudo, y suspiró.

—¿Has intentado alguna vez hacer comprender a un alto myster los peligros de los nueve mares en esta época del año?

—Ya entiendo. —Los ojos de Lynderl se iluminaron. Agarró a Gaithnard por la manga—. Wedgebolt, si vas a las islas Espejo, ¿podrías llevarte a Gaithnard contigo? Ha estado intentando convencerme de que cruce hasta Haramat esta semana, pero voy a esperar hasta finales de invierno. No soy un temerario como tú, Wedgebolt. Prefiero esperar en mi Halcón Negro un poco más.

Gaithnard estaba detrás de Lynderl. Wedgebolt examinó al hombre y vaciló. Lynderl lo advirtió en seguida.

—Gaithnard puede parecer un hombre brusco, pero es digno de confianza. Además de ganarte unos cuantos speets, podrás contar con un hábil marinero.

Wedgebolt permaneció en silencio.

—Gaithnard maneja la espada como tus hombres izan las velas —añadió Lynderl—. Está considerado el mejor maestro de armas de Quym.

Al igual que Wedgebolt, Gaithnard contuvo la lengua. El quymio recorrió con la mirada a los miembros de la tripulación del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares. Finalmente, miró fijamente a Lethe, el cual rehuía su mirada y deseaba fervientemente que no lo aceptaran a bordo. De su época en el Instirium recordaba que ningún myster iba a Quym por propia voluntad. Los altos mysters siempre destinaban allí a alguien para asegurarse de que incluso entre los quymios había un mago. Era un pueblo conflictivo, gentes irascibles, tan inaccesibles como su isla, un peñasco desnudo situado bastante al sur de Carabela.

Wedgebolt parecía dudar. Tras observar largamente a Lynderl, finalmente se volvió hacia Lethe.

—¿Tú qué dices, hijo?

Lethe se quedó tan perplejo que no pudo responder de inmediato. ¡Wedgebolt le pedía su opinión! Antes de que pudiera contestar, Lynderl hizo un último intento.

—Como ya te dije, Gaithnard es de Quym, la isla de la venganza por honor. Está intentando escapar del Och Pandaktera.

Wedgebolt se enderezó y se mesó las barbas. Después, sus ojos buscaron los de Gaithnard.

—Vaya, vaya, ¡la venganza por honor! ¿Acaso peligra tu vida en el puerto de Ostander, Gaithnard?

El quymio asintió, aparentemente de mala gana.

—De acuerdo, entonces —consintió Wedgebolt—. Por cinco speets de plata, te dejaré en Haramat.

—No tengo ningún speet —farfulló Gaithnard, que hizo ademán de irse.

Lynderl dio unos golpecitos en la bolsa.

—Pagaré por Gaithnard. Me ha servido bien.

Durante unos instantes, Lethe había sentido que Wedgebolt valoraba su opinión. Entonces se preguntaba si hubiera tenido el valor de decir lo que realmente pensaba de Gaithnard. Miró a Gyndwaene. Ella también observaba al quymio con una inquisitiva mirada de desaprobación. Compartía la sensación de Lethe. Tal vez se trataba de una premonición: algo grave pasaba con Gaithnard. Quizá tenía algo que ver con el Och Pandaktera. Lethe había oído historias sobre la venganza. Si Gaithnard estaba envuelto en una «cadena de sangre», como se denominaba a la sucesión de venganzas, estaría muerto en cosa de un año o dos. El capitán del Halcón Negro quería librarse de él.

El ambiente se relajó cuando afuera ya había oscurecido, después de apurar las primeras jarras y copas. Wedgebolt ordenó una segunda ronda de vino y cerveza del muelle, y se sirvieron unas viandas de carne de buey y verduras frescas procedentes de Fang. Gaithnard se sentó entre Wedgebolt y Lynderl, y engulló la carne en silencio.

Después llegó la hora de despedirse de Lynderl y los otros dos miembros de la tripulación del Halcón Negro. Para sorpresa de Lethe, Gaithnard caminaba a su lado. Tras haber recorrido un buen trecho del muelle hacia el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares, inesperadamente Gaithnard se dirigió a él. Señaló la espada que, en una vaina medio abierta, pendía del cinto de Lethe.

—¿Dónde conseguiste esa arma, hijo? —preguntó.

Su voz tenía un tono mucho más amistoso que la primera vez.

—Pertenecía a Welm, mi padre —respondió Lethe con voz quebrada.

Gaithnard detuvo sus pasos por un instante.

—Welm… —repitió, repentinamente meditabundo. De nuevo examinó la espada que cargaba Lethe—. La espada de Welm. ¿El legendario Welm de la isla de los Gatos?

Lethe se encogió de hombros.

—Nunca conocí a mi padre.

Legendario, esa palabra le hizo cavilar; ¿acaso eso no significaba algo? Quería saber más, pero se contuvo. Desconfiaba de ese hombre, y a punto había estado de hacerle confidencias. Inconscientemente, sacudió al cabeza. Siguieron en silencio hasta llegar a la plancha del barco.

Gaithnard subió a bordo antes que Lethe; entonces, dio media vuelta, asió la empuñadura de Rax y la sacó de la vaina. Con la otra mano agarró al muchacho por el hombro. Lethe retrocedió e intentó zafarse, sin ningún éxito. El dedo índice de Gaithnard se deslizó a lo largo del filo superior de la hoja.

—Guárdala como un tesoro —dijo Gaithnard sin más explicaciones. Soltó a Lethe y se marchó.

En mitad de la noche, unos sonidos que no provenían del mar ni del barco despertaron a Lethe. «Auc, auc», oyó a lo lejos. Sobre su cabeza se produjo un estruendo, como si el barco se estuviera partiendo en dos, y después, un ruido sordo. Asustado, se incorporó de un salto e intentó abrir los ojos. Se quedó atónito al comprobar que no era capaz de hacerlo.

Notó una corriente de aire.

A pesar del silencio, sintió una presencia en el camarote. Después, oyó una respiración suave muy cerca de sus oídos.

—Ya estoy de vuelta, Lethe —dijo Matei con un susurro—. Duerme. Hablaremos mañana.

Lethe percibió vagamente el olor de un animal, pero la voz de Matei lo tranquilizó. «Enturbamiento de la Voluntad», pensó.

En pocos segundos, volvía a dormir profundamente.