¡Hurra!, cantemos una canción por el Cuchilla,
bastión que envuelve la tempestad.
Y un hurra por su valiente tripulación,
acostumbrada a atacar y pulverizar.
¡Hurra!, cantemos una canción por Wedgebolt,
marino de invierno, sin temor a la refriega.
Un hurra por su timonel Mano Firme,
que mantiene el proceloso mar en la bahía.
¡Hurra!, cantemos una canción por el Cuchilla,
carabela que desafía al miedo.
Cantemos, dejad que vuestra voz sojuzgue la tormenta.
Amaina el viento, el oleaje se petrifica.
Canciones de marinos de Oriente y Occidente,
recopiladas por Alember de Hygarrath
Cinco días después de su primer encuentro con Matei, el día veintitrés de Sahmander, Lethe, cargado con una abigarrada mochila, caminaba al lado del alto myster por el muelle del Bulevar. La mayor parte de los navíos que realizaban travesías entre islas estaban atracados allí. En los últimos días, el puerto y sus inmediaciones parecían un hormiguero de frenética actividad. Ese año muchos más barcos pasarían el invierno en el puerto de Loh. Había numerosos navíos de pasaje a lo largo del muelle en ese claro día de otoño, fondeados en fila de tres. Pero incluso la mayoría de las carabelas y goletas de dos gavias permanecerían allí en los meses venideros. Sólo unos pocos capitanes se atreverían a zarpar; a medida que se acercaba el mes de Dirantrander, el que inauguraba oficialmente el invierno, aumentaban las probabilidades de que llegaran los primeros temporales.
Pero el capitán Wedgebolt del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares, una antigua carabela, era conocido por su valor. Incluso aunque se desencadenase una tempestad que obligara a las naves a regresar a puerto, Wedgebolt se hacía a la mar únicamente con el trinquete izado. Algunos lo consideraban un temerario con una increíble dosis de buena suerte. Otros opinaban que el marino, nacido en Ynystel, simplemente era el mejor de todas las islas orientales.
Cuando se aproximaban a la taberna La Goleta Varada, Matei señaló la puerta abierta.
—Sin duda, aquí encontraremos a Wedgebolt y su tripulación —dijo—. No te dejes impresionar por sus rudos modales. La mayoría de ellos tienen un gran corazón.
Mientras se dirigían hacia la taberna, Lethe recreó en su mente el momento en que se había despedido de su madre. Janila lo había abrazado en silencio durante varios minutos con los ojos llenos de lágrimas. Después, dirigiéndose a la parte del desván cerrada con llave, le había entregado un objeto envuelto en un trozo de tela de color púrpura. Era una espada. «Demasiado pesada y demasiado larga», pensó Lethe, pero no podía rechazar el regalo. Había una inscripción en la hoja, cerca de la empuñadura. Lethe le había preguntado a su madre si comprendía su significado. Janila había negado con la cabeza. «Cuídala —había sido todo lo que le había dicho—. Es una reliquia. Se llama Rax y perteneció a tu padre. Tal vez…».
Había sido incapaz de continuar. Lethe la había observado detenidamente. Quería preguntarle tantas cosas, pero sus ojos llorosos y su mirada introspectiva le habían hecho guardar silencio.
Janila comprendía que ese viaje era importante para Lethe y para Matei. Por supuesto, desconocía el objetivo del mismo, pero era lo suficientemente inteligente como para saber que el alto myster no se llevaría a su hijo sólo por capricho. Sus ojos dejaban traslucir, además, un leve sentimiento de orgullo. Su hijo partía en compañía del gran Matei. Sin duda, una importante misión le aguardaba.
La barra estaba prácticamente en penumbra, alumbrada sólo por seis lámparas de aceite. Su luz titilante hacía bailar las sombras sobre los paneles de sándalo. En un primer momento, Lethe tuvo dificultades para distinguir cualquier forma, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. A través de la nube de humo procedente de muchas pipas, que conferían a la atmósfera una mezcla de olores fuertes y dulces a la vez, pudo ver que la taberna estaba abarrotada. Matei parecía haberse adaptado con más facilidad; saludó a un grupo de hombres sentados alrededor de una mesa de forma oval, cuya superficie estaba repleta de jarras y picheles de cerveza. Lethe intentó adivinar cuál de ellos era Wedgebolt. Examinó los rostros barbudos hasta que sus ojos se detuvieron en un hombre menudo, de barba cana, vestido con un sencillo jubón de color azul, que mascaba tabaco, meditabundo. El hombre alzó brevemente la vista. Su ojos marrón oscuro se encontraron con los de Lethe. Sus finos labios se separaron un instante. Con la punta de la lengua se humedeció el labio inferior mientras se mesaba las barbas con el pulgar y el índice. Después desvió la mirada y siguió mascando tabaco. No había ninguna razón para suponer que se trataba del capitán, pero había algo en su porte que confirmaba la intuición de Lethe. Matei siguió la mirada de Lethe y arqueó las cejas. Entonces, el alto myster se volvió y posó su mano sobre el hombro de aquel individuo.
—Aquí estamos, Wedgebolt —dijo con una sonrisa.
El capitán no respondió. Los demás hombres observaron a Matei y a Lethe con desconfianza. El alto myster hizo como si no lo hubiera advertido, apartó una silla desocupada y tomó asiento al lado de Wedgebolt. Hizo una señal a Lethe, instándole a que lo imitara.
Hablaron sobre el rumbo que debían seguir. Matei sugirió tomar la ruta más directa, pero encontró algunas objeciones.
—¿Pretendes rodear el sur de Ribbe, mago? —preguntó Wedgebolt en un momento dado con voz ronca—. ¿Por veinticinco speets de plata? ¿Por qué no pasamos justo al sur de Ostander y Melisa? Así nos aseguraremos el naufragio y quedar bloqueados en el sur del mar del Espejo. ¿Por qué siempre ha de ser el camino más difícil? La ruta que propones, casi con toda seguridad, nos obligará a enfrentarnos al mal tiempo justo después de pasar las islas de la Cola. La furia del sur del mar de Romander es implacable en esta época del año. Preferiría navegar rodeando la isla Ancha por el norte y entre las pequeñas islas situadas al sur de Romander. En caso de temporal, siempre podremos refugiarnos a sotavento de alguna de las islas. Después podríamos cruzar rápidamente hasta Speet, rodeando Carabela por el norte hasta llegar a las islas Espejo. De ese modo, nos ahorramos tener que escoger entre el estrecho de Gynt y sus traicioneras corrientes, y los bancos de arenas movedizas que hay entre Delft y Nayar, y el golfo de Agbayar, donde las condiciones invariablemente son pésimas a principios de invierno. Incluso a Wedgebolt le desagrada navegar por esa zona en esta época del año.
—Es sumamente importante que lleguemos a Haramat lo más pronto posible, capitán —respondió Matei—. En realidad, existen razones de peso. Según me dijo, la ruta más corta supone nueve o diez días; la más segura, el doble de tiempo. Es demasiado. Debo estar en Haramat el día primero del mes Dirantrander, como muy tarde.
—Dos veces más rápida —replicó Wedgebolt, bruscamente—, pero diez veces más peligrosa. Tendremos que cruzar casi todos los puntos negros de los nueve mares. Además, pierdo mi cargamento a Tarfandel. Siempre que acepto llevar a un testarudo lohandés me meto en líos. Y si se trata de un alto myster, debemos arriesgar incluso nuestras vidas.
Matei miró fijamente al capitán durante unos momentos. Lethe vio cómo algunos de los componentes de la tripulación hablaban entre ellos en murmullos, mientras hacían gestos de preocupación con la cabeza.
Kalyk, el contramaestre calvo, se acercó a Matei.
—El alto myster se ha olvidado también de los corsarios de las islas del Cabo, en la costa norte de Ostander —dijo.
—Comprendo que debería mejorar mi oferta —dijo Matei, irónica-mente—. Treinta speets de plata. Es mi última palabra, o tendré que buscar otras opciones.
—¡Ja! El problema es que no hay otras opciones —dijo Kalyk como desdeñando la idea—. Sólo el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares navega en esta época; el mago lo sabe. Las demás carabelas se quedan en tierra mientras sus capitanes se esconden en las tabernas, temblando de miedo.
Matei alzó la vista hacia el contramaestre sin alterarse un ápice.
—Créeme, Kalyk, tengo otras opciones, pero sólo las utilizaré si no me queda alternativa. Se trata de un viaje de gran relevancia. A los demás altos mysters no les agradará saber que Wedgebolt y sus hombres se han negado a llevarnos a las islas Espejo. Treinta speets de plata; de otro modo, mi joven acompañante y yo no seremos pasajeros de vuestra carabela.
Wedgebolt mascó tabaco durante un buen rato, escrutó los ojos de sus hombres y finalmente se encogió de hombros.
—El cargamento con destino a Tarfandel vale mucho más que los cinco speets de más que me ofreces. Pero estaría loco si osara contrariar a los altos mysters de Loh; expondría a mis hombres y a mi propia persona. ¿Treinta speets de plata? Wedgebolt y el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares estamos a vuestro servicio, mago.
Hizo señales al mesonero.
—Brindaremos por la buena suerte con una botella de vino de Carabela —añadió—. Por supuesto, invita el alto myster.
Matei sonrió y asintió.
Poco después abandonaron la taberna en dirección a la carabela de Wedgebolt. Wedgebolt saludó al marinero que estaba apoyado en la pared, cerca de la entrada del local, fumando una pipa.
—Larga vida, Sharde —retumbó la voz amable del capitán.
—Vientos favorables, Wedgebolt —respondió el anciano con voz ronca.
Siguió al grupo con la vista, receloso.
—Ahí van. Llevamos mirando demasiado tiempo. Es hora de actuar —farfulló cuando ya nadie podía oírlo.
Después entró en la taberna, sonriendo.
Tres días después, el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares alcanzaba el cabo sur de Ribbe. Escarpados acantilados extendían sus erosionadas formaciones rocosas en el mar como enormes malecones. Las olas rompían contra los acantilados con la indolente monotonía del tiempo infinito, que sabe que al final acabará conquistándolo todo.
Wedgebolt, al final, había conseguido un cargamento: sesenta barriles de vino de bayas para el puerto de Ostander, y ocho enormes toneles de aceite de oliva refinado con destino a Haramat. Puesto que Matei había insistido en zarpar lo más pronto posible, la carga rápidamente fue estibada en cubierta. Los pesados toneles quedaron trincados en la cubierta de proa, y los barriles, justo enfrente del salón-comedor de la cubierta de popa. Aunque sería necesaria como mínimo media jornada para descargar los barriles en el puerto de Ostander, Matei no hizo ningún comentario.
Aparecieron una decena de pesqueros: eran pequeños carabelones con robustas superestructuras de madera de tilo, pintadas de color amarillo, y cortos mástiles en los que ondeaban banderas de color púrpura. Los pescadores se mantuvieron a cierta distancia del navío de carga. La mayoría iban haciendo bruscos bordos para reseguir el contorno de la costa rocosa, en la que había grandes bancos de tarbinth y pez piedra que jugaban entre las olas.
—Barcos de un solo hombre —informó el timonel a Lethe.
Era un hombre flaco a quien llamaban Mano Firme; por supuesto, se trataba de un apodo. Como muchos marineros, se reservaba su nombre de pila para sí mismo. Lethe calculó que debía de tener casi cincuenta años, pero el salitre de la brisa marina había dibujado prematuros pliegues en su rostro. Tal vez Mano Firme era incluso más joven; quizá tenía poco más de cuarenta años. El timonel carecía de mano izquierda, pero su encallecida mano derecha mantenía firmemente sujeta la gran rueda de madera de basel.
—Una dura existencia —dijo Mano Firme con voz quebrada—. Los temporales procedentes del norte y el este que azotan estas costas sin previo aviso han aniquilado a cientos. La esperanza de vida de un pescador del sur de Ribbe es de cuarenta años como mucho.
Lethe se apoyó en el pasamanos y observó las embarcaciones de pesca, dejando vagar sus pensamientos. Cáscaras de nuez que cabeceaban en la gran extensión azul grisácea del sur del mar de la Noche. Una de las figuras que se perfilaba a lo lejos arrojó algo al mar. Una red triangular, como mínimo cinco veces mayor que la embarcación, se desplegó sobre el agua y trazó un amplio arco. Los pesos de plomo hicieron que la red se sumergiera. El pescador agarró los tres cabos que cerraban la red y empezó a cobrarlos lentamente. Las aguas parecían estar revueltas. Cuerpecillos de color plata centelleaban bailando bajo la luz matinal: era una buena captura.
Se quedó como hipnotizado por esa imagen y sintió que le invadía una sensación de distanciamiento. La percepción del tiempo y el espacio fluyó de forma palpable a través de su mente como un torrente de montaña arremolinándose entre dos rocas. Extraños puntos luminosos impresionaron sus retinas de manera intermitente. Seguía observando los movimientos del pescador; hasta diez veces vio cómo se sumergían los bordes emplomados de la red triangular. Tenía la asombrosa sensación de que había visto algo importante, pero su mente no fue capaz de ofrecerle una explicación.
Poco después del mediodía, navegaron entre las islas de la Cola, el pequeño archipiélago situado al suroeste de Ribbe, hasta llegar al mar de Romander. El cielo se ensombreció, y una fuerte ráfaga del suroeste levantó un intenso oleaje. Wedgebolt ordenó arrizar la vela mayor y poner proa a fil de roda con tan sólo el trinquete mareado. La carabela navegaba en medio del oleaje y la madera de basel crujía con cada golpe de mar. La espuma salada de la cresta de una fuerte ola azotó el rostro de Lethe. Sacudió la cabeza, se secó las mejillas con la manga y se dirigió al camarote que compartía con Matei.
Encontró al alto myster sentado en la única silla que había en el cubículo, absorto en un grueso volumen. Llevaba una holgada toga gris. A su lado, una lámpara de aceite se mecía con el balanceo del navío. La llama también titilaba, y daba la impresión de que el camarote entero oscilaba. El alto myster no alzó la mirada cuando Lethe entró a trompicones. Se abrió paso entre los libros y el equipaje de Matei hasta su litera, se tumbó lanzando un suspiro y descansó la cabeza entre sus dos manos cruzadas.
Matei lo miró.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó con voz tranquila.
Lethe asintió. Matei volvió a concentrarse en el libro mientras se acariciaba la barba con una mano y sujetaba la cubierta con la otra.
Lethe intentó leer el título, pero las letras pertenecían a un idioma desconocido para él. La escritura cursiva no era en absoluto corriente. Estaba seguro de que no era gytio ni stamer, lenguas que se hablaban en algunas regiones de Ostander.
—¿En qué idioma estás leyendo? —preguntó.
Matei siguió con la lectura.
—Espera —farfulló.
Algunos minutos después giró la página y alzó el rostro, sonriente.
—Es un libro de cuentos —respondió—; por lo menos, eso es lo que creen la mayoría de los habitantes de las islas Espejo. Tal vez soy el único que no cree que estas historias sean pura invención, y tengo mis razones. Y en respuesta a tu pregunta, este libro está escrito en una lengua llamada spans. En todo el reino de Romander, sólo pueden comprenderla diez o quince personas.
Lethe se incorporó y dejó que sus pies colgaran de la litera.
—Nunca he oído hablar de ese idioma.
—Hace ya muchos siglos, allí donde se encuentra el territorio hundido de Rak Espen, al oeste de Aerges, debía de haber una isla llamada Span. Los habitantes de algunas regiones remotas de Aerges occidental todavía hablan spans, aunque difiere bastante de la variante dialectal de este libro.
—¿De qué tratan las historias?
Matei se irguió para reclinarse más cómodamente en su silla.
—Hablan de un mismo personaje, Dorlean. —Observó a Lethe durante algunos instantes con los párpados semi cerrados, como si esperara algún tipo de réplica—. Cuando termine el libro, traduciré para ti algunos de sus fragmentos más significativos. Me gustaría conocer tu opinión.
Lethe se sentía alabado por el hecho de que el alto myster apreciara su opinión. Desde que habían emprendido el viaje, Matei le había tratado como a un igual. Era una experiencia nueva para él. Su mano se deslizó inconscientemente bajo su litera, en busca de la tela de color púrpura. Descubrió a Rax y acarició la empuñadura. Había algo extrañamente familiar en esa espada; era como si hubiera sido forjada en especial para él. La posibilidad de tener que blandiría no le suponía ningún problema y se preguntaba si tendría que hacer uso de ella en alguna ocasión. Con frecuencia, las regiones más remotas de las islas de mayor tamaño se encontraban bajo el dominio de los bandidos. Pero incluso alguna de las islas de menores dimensiones tenía mala fama. Normalmente, intentaban incluso esquivarse las islas Quym y Al. También eran habituales las advertencias respecto al sur de la isla de los Gatos. Además, estaban las islas desconocidas, que en sí mismas no suponían un peligro; simplemente, eran territorios desolados, como la misteriosa Oscura, en el lejano sureste; las islas situadas al norte de Valt, abandonadas y hostiles, y algunas de las islas de las Rompientes Exteriores.
De cubierta llegó un clamor, y luego, algunos gritos. Poco después alguien aporreó unas cuantas veces la puerta del camarote.
—Ve a ver qué pasa —dijo Matei.
Lethe subió a cubierta. El capitán Wedgebolt, el contramaestre Kalyk y unos cuantos hombres más estaban asomados por encima del pasamanos. En un primer momento, Lethe sólo pudo ver el mástil quebrado de una pequeña embarcación. Al aproximarse, contempló cómo tres personas subían a bordo por la escalera de soga. Estaban empapadas. El primero era un anciano; tuvo muchas dificultades para salvar el pasamanos y, una vez en cubierta, avanzó trastabillando mientras tosía; parecía que estuviera asfixiándose.
—Soy Hankor —dijo el individuo que subió después, un hombre bizco, con barba, de unos treinta años de edad, que barrió la cubierta con la mirada hasta que su ojo bueno se posó en Lethe—. Él es Balter, mi padre. Íbamos en ruta desde Tarfandel al puerto de la isla Ancha. Nuestra embarcación empezó a hacer agua justo por debajo de Pontefyl, cerca del puerto. El timón dejó de funcionar y el temporal del norte nos abatió hasta el mar de Romander. La nave escoraba peligrosamente. Hemos tenido suerte de haberos encontrado; una hora más y nos hubiéramos ahogado.
Lethe se sorprendió al sentir con certeza que aquel hombre mentía. Estaba seguro de ello, pero no sabía por qué. Hankor seguía observándolo. Cuando Lethe le devolvió la mirada, su rostro bronceado se quebró en una sonrisa. Hankor se volvió y ayudó a subir a bordo al último de los náufragos. Se trataba de una joven de cabellos negros y grandes ojos asustados. Tal vez era de la isla de Fang o de Carabela, o de una de las islas Espejo. Los hombres parecían de Ribbe o de la isla Ancha. Algunos miembros de la tripulación los condujeron al comedor. El capitán Wedgebolt miró fijamente a la joven y escupió el tabaco por la borda.
—Una mujer a bordo; eso sólo traerá problemas —oyó Lethe que murmuraba.
Wedgebolt miró por encima del hombro y vio al joven. Levantó una ceja y dejó vagar la mirada. Separó las piernas, inspeccionó la jarcia y escudriñó el cielo. Negras nubes parecían perseguirse unas a otras.
—Arrizad el trinquete al cuarto —gritó enérgicamente.
Dos hombres treparon rápidamente por la jarcia y en tan sólo diez segundos practicaron un rizo en la parte inferior del trinquete, que trincaron justo por debajo de la cuarta del mástil. Wedgebolt consiguió arrastrarse hasta Mano Firme.
—Si no conseguimos poner proa al viento, tendremos que esperar —dijo con un tono de voz que delataba respeto—. Quédate a sotavento y mantén el barco alejado de la costa de Ribbe hasta que amaine.
Mano Firme rectificó el rumbo del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares sin mirar a Wedgebolt. En seguida, el viento alcanzó intensidad de tormenta. El barco se sincronizó con las largas y altas olas, y Mano Firme fue en busca del abrigo, relativamente seguro, de la rocosa costa oeste de Ribbe y sus innumerables islotes.
Lethe regresó al camarote y le contó a Matei lo sucedido.
—Ese hombre, Hankor, ha dicho que su barco había empezado a hacer agua.
Matei lo miró y examinó atentamente el rostro de Lethe.
—¿Eso ha dicho? ¿Qué quieres decir? ¿Que no es cierto?
—Estaba mintiendo —dijo Lethe, refunfuñando—. Creo que esos tres han subido a bordo a propósito.
Matei le lanzó una mirada a través de sus párpados semi cerrados. El silencio duró más de lo habitual. Finalmente, Lethe se tumbó en la litera, y Matei regresó a su libro sin pronunciar una sola palabra más.
El capitán Wedgebolt los invitó a sentarse a su mesa para cenar en el espacioso comedor. Los tres náufragos también estaban allí, vestidos con ropas viejas de algunos miembros de la tripulación.
Wedgebolt dijo que había ordenado a Mano Firme maniobrar en busca del refugio entre Ribbe y la isla del Becerro, para que pudieran disfrutar de una cena tranquila. Efectivamente, apenas se apreciaba el movimiento del barco.
Al principio, la conversación resultó un tanto incómoda, pero el excelente vino blanco de Lan-Gyt finalmente relajó el ambiente. Lethe estaba sentado al lado de la muchacha, que se pasó toda la velada mirando fijamente al frente con melancolía. No se atrevió a hablarle. Matei, sentado al otro lado de Lethe, se aproximó a ella por encima del joven.
—¿Puedo saber el nombre de la señorita? —preguntó.
La muchacha alzó el rostro, sobresaltada, y se aclaró la voz.
—Soy Gyndwaene; por lo menos, así me llaman en Haramat. En stamer, significa «conservadora de la tierra». Pero mi verdadero nombre es Asayinda —respondió.
De reojo, Lethe vio cómo Matei se quedaba petrificado.
—Asayinda —dijo en un susurro el alto myster, que parecía sorprendido, como si algo increíble acabara de suceder—. Asayinda de Haramat. Por las barbas de Randole, ¿cómo es posible?
La muchacha miró asombrada a Matei.
—No soy de Haramat —replicó—. Soy de un pueblo de las cercanías.
—De Dal Rynzel —añadió Matei con voz cansina—, cerca del lugar que los Solitarios llaman Ak Romat.
Asayinda se quedó con la boca abierta.
—¿Cómo…, cómo lo sabes? —dijo, con voz ronca.
—Es mi deber saber muchas cosas —respondió Matei con una sonrisa—, sobre todo si están relacionadas con mi especialidad, y tanto las islas Espejo como los Solitarios han sido objeto de toda mi atención durante muchos años. ¿Qué nombre prefieres?
—Gyndwaene —respondió rotundamente.
—Debería abandonar mis malos modales y presentarme: mi nombre es Matei, y soy alto myster.
Asayinda palideció, pero Matei fingió no haberlo advertido.
—Éste es Lethe, mi aprendiz —prosiguió.
Lethe se ruborizó y apartó la mirada para encontrarse con la del hombre bizco. Éste observaba alternativamente a Matei y a Lethe con una mezcla de desagrado y animadversión casi palpables. Cuando se cruzó con los ojos de Lethe, alzó el mentón y miró hacia otro lado.
Matei dio unas palmaditas en el hombro de Lethe y le pidió que le cambiara el sitio.
—Necesito hablar con Gyndwaene —dijo.
Lethe intentó escuchar la conversación entre Matei y la muchacha, pero en gran parte quedaba apagada por el murmullo de los demás comensales.
Pudo entender que Gyndwaene se dirigía a Ynystel. Matei se mostró sorprendido y le preguntó por qué había emprendido un viaje tan arriesgado. Su respuesta se perdió entre las demás voces, pero sí llegó oír cómo Matei la instaba a interrumpir tan peligrosa travesía. Le distrajo la risa estentórea de algunos miembros de la tripulación. Después oyó cómo Matei decía a Gyndwaene:
—… en realidad deberías estar en las islas Espejo, tu hogar. Ven con nosotros. Créeme cuando te digo que ha sido el destino el que nos ha reunido a los tres.
Después de un rato, descubrió para su sorpresa que otra voz se había introducido en su cabeza. Se quedó helado. Fragmentos de frases revoloteaban por su mente como traviesas golondrinas, sin querer revelar su significado: «¿… omprende el joven muchacho lo que estoy diciendo? Los días de la pulv…», «… stado intentando comunicar contigo durante largo tiem…», «… eve mil años después del Sin Magi…», «… nces debes ir a Lan-Gyt, a Ar…».
Su capacidad auditiva quedó menguada por el ruido. Sintió vértigo. El comedor se convirtió en un mosaico de cuadros flotantes. Inmediatamente empezó a tambalearse. Su cuerpo, de repente pesaba mucho, y se balanceaba de izquierda a derecha. Como desde muy lejos, sintió que algo le golpeaba en la nuca. Apretó los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos, pudo ver formas y manchas borrosas en movimiento; una de ellas permaneció en su campo de visión.
—¿Te encuentras bien, muchacho?
Era la voz familiar de Matei. Lethe intentó apretar los ojos de nuevo, pero al hacerlo sintió un dolor agudo en la parte posterior de la cabeza.
—Una voz —se oyó a sí mismo murmurar—. Algo o alguien me hablaba.
—¿Una voz? —preguntó Matei, cuyo tono se elevó por encima del de los demás—. ¿Era un hombre o una mujer? ¿Entendiste lo que decía?
Poco a poco, los rasgos de Matei se hicieron visibles. Lethe intentó recordar la pregunta que acababa de hacerle el mago, pero en ese preciso instante el rostro de Matei se desvaneció; en el ojo de su mente apareció la imagen de un anciano. Su barba grisácea enmarcaba un rostro curtido por la exposición al sol y al viento; sus ojos oscuros brillaban bajo sus espesas cejas. Llevaba un anticuado yelmo de hierro negro, decorado con ingeniosos adornos de cuero y coronado por la cabeza de un gato, cuya piel le cubría los hombros. Vestía una toga de terciopelo púrpura y se apoyaba en un báculo de madera retorcida que sostenía con ambas manos.
La empuñadura dorada del báculo, tallada en forma de dragón con escamas, hipnotizó a Lethe. Intentó adivinar la edad del hombre, pero le resultó imposible. Había algo en él que trascendía el tiempo, como si éste no tuviera ningún efecto sobre él. Daba la impresión de que sus ojos no veían a Lethe; parecía estar mirando algo situado más allá y a los lados del muchacho.
Lethe intentó incorporarse lentamente, pero el dolor que sentía en la nuca le impidió realizar cualquier movimiento. Se quedó en blanco. En seguida pudo ver a Matei, que lo miraba con preocupación.
—¿Qué fue eso, Lethe? Tus ojos se volvieron hacia tu interior. ¿Has visto algo? ¿Una visión?
Lethe, sin saber por qué, decidió guardarse la visión de aquel desconocido para sí mismo.
—No —murmuró—. No, estaba pensando…, estaba pensando en las palabras.
De algún modo, evitó sonrojarse.
Matei se lo quedó mirando fijamente, pero aceptó la explicación de Lethe. Se inclinó hacia él y le habló susurrándole, de forma que los demás no pudieran oírle.
—¿Qué dijo la voz? —preguntó—. Tengo mis razones para creer que has recibido un mensaje importante. Los escritos de Randole hablan de voces y visiones que muestran el camino correcto.
Lethe frunció el entrecejo.
—Eran fragmentos, frases incompletas —murmuró—. Creo que la voz hablaba de los días de la pulverización, de la que tú ya me has hablado. También mencionó al Sin Magia, y habló de Lan-Gyt. Creo que la voz me indicó que debemos dirigirnos hacia allí.
Matei arqueó las cejas.
—¿A Lan-Gyt? ¿Por qué? ¿Mencionó la voz el motivo?
—«Ar…», eso es lo último que dijo la voz.
Matei miró al frente y se tocó la barbilla con el pulgar y el índice.
—Ar… —murmuró, sacudiendo la cabeza—. No me suena. Puede significar muchas cosas. O se trata de…
Lethe vio cómo los ojos de Matei adquirían un brillo distinto, pero el mago permaneció en silencio. Ayudó a Lethe a incorporarse. Los demás se apartaron para dejarles espacio.
—Tal vez vuelva a oír la voz —dijo Lethe.
—Tal vez —confirmó Matei—. ¿Puedes caminar?
Lethe asintió. Se dirigieron al camarote. Durante un breve instante, los ojos del joven se cruzaron con los de Asayinda. Tras ella se encontraba el hombre bizco, cuya mirada todavía reflejaba una antipatía apenas disimulada.
Lethe intuía que la muchacha desempeñaría un papel importante en su vida. No sabía por qué, pero lo sabía; cada célula de su cuerpo parecía convencida de ello. El hombre estaba en peligro, pero eso era todo lo que sabía. Sabía demasiado poco de demasiadas cosas, y ese pensamiento le deprimió.
Matei se aseguró de que Lethe se encontrara cómodo en su litera.
—Debo regresar al comedor —le dijo—. Tengo muchas cosas que hablar con Gyndwaene. Debo ponerla al corriente de algunos asuntos que ella también debería saber. Prácticamente ignora su destino. Por otro lado, tal vez ella sepa cosas que yo desconozco. Intenta dormir, muchacho. Te informaré más tarde.
Lethe se sintió somnoliento. Se percató vagamente de que Matei estaba rebuscando entre sus papeles.
—Yarthaire sum Breve y Yarthaire sum Lûn —oyó que murmuraba el alto myster—. ¿Dónde están?
Lethe le observaba a través de las pestañas. El dedo de Matei se deslizó por encima de un pergamino.
—Si supiera dónde… ¡Ah!, aquí.
El alto myster enderezó la espalda y dejó escapar un quejido. Miró hacia Lethe, que fingió estar dormido. Después se puso la toga, tomó el báculo y abandonó el camarote.
Normalmente no cogía el báculo. ¿Qué podía significar eso? Lethe no lo sabía; además, le costaba pensar. Estaba demasiado cansado.
Poco después, cayó en un profundo sueño.