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El cabo del Llanto de las Esposas

No se debe denegar la petición de un alto myster.

Dicho popular de Loh

Lethe vagaba por el bosque con la cabeza llena de pensamientos sombríos. Siguió la senda de Helm que conducía al cabo del Llanto de las Esposas. La capa de humus mezclada con la arena gris despedía un olor nauseabundo. Los pensamientos de Lethe iban y venían, como las agitadas olas. Siempre regresaban al mismo punto, pero parecían cada vez ligeramente distintos. Habían pasado varios días desde que participara en el juego del silencio. Desde entonces, evitaba todo contacto con los demás.

Herde había preguntado por él a su madre, Janila, pero ni siquiera ella pudo decirle dónde estaba su hijo. Todas las mañanas, Lethe le daba un beso a su madre y desayunaba en silencio. Después arreglaba sus cosas y echaba leña al fuego. A continuación, alimentaba con grano y restos de pan a los pollos que picoteaban alrededor de la casa. Entonces, le tocaba el turno a su nutria de las dunas, Hebra: le daba su porción diaria de pescado y limpiaba su caseta. Por fin, como era la norma desde hacía algunos días, asomaba la cabeza por la puerta, anunciaba que se iba a tomar el aire y regresaba siempre después del ocaso.

En esa soleada y fina mañana, Lethe trepó por la última pendiente que le separaba del pequeño cabo y se incorporó al alcanzar la estrecha planicie. Desde allí se veía el puerto de Loh a un lado, y al otro, El Vencejo; era uno de sus lugares preferidos. Alguien se había tomado la molestia de arrastrar un tronco hasta el mirador, y entonces servía de asiento.

A lo lejos, la proa de una carabela surcaba las turbulentas ondulaciones provocadas por el oleaje. Era un barco pesado. El ancla de tres uñas se balanceaba en uno de los costados de la nave. Lethe creyó ver una bandera amarilla y negra. Era uno de los transbordadores que los altos mysters utilizaban entre las islas; se dirigía hacia el abrazo seguro de los muelles del puerto de Loh.

El muelle del Bulevar y demás embarcaderos hervían de animación. Las decenas de barcos amarrados se mecían sobre las olas del puerto: carabelas y carabelones, una veloz galera de dos puentes de Ynystel con chumaceras, barcos de cabotaje chato, goletas de velacho y robustos mascarones de proa, pertenecientes a capitanes famosos, unas cuantas majestuosas embarcaciones de tres palos de madera de basel de color amarillo ocre, y una antigua goleta de dos gavias, un monstruo imponente de hacía más de un siglo, que se utilizaba como barco-escuela. Detrás de la antigua goleta se encontraba el muelle en el que dos carabelas estaban siendo reparadas. En el gran astillero, la construcción de una goleta de dos gavias ya había alcanzado la superestructura que se erigía en la popa. Estibadores y marineros se apiñaban como un enjambre en el muelle, y resonaban los gritos y las risas. Desde allí podía percibir el olor de la madera recién cortada y el de la brea, mezclados con el salitre del mar, que flotaba empujado por una leve brisa matinal.

Antes de haber participado en el juego del silencio, casi siempre se había encontrado a gusto allí. A menudo había pensado que era el único lugar en el que sentía algo parecido a la felicidad. Pero en los últimos días, tenía una visión negativa de las cosas, aunque las vistas del puerto y el mar fueran las mismas. Sólo había un camino que condujera al cabo del Llanto de las Esposas, y acababa allí, exactamente igual que su vida, que acababa en el camino sin salida de la falta de magia; sus pasos llegaban allí a su fin, le gustara o no. En lugar de disfrutar de la fría mañana, miró con tristeza la espuma, la línea que dibujaba el mar y las nubes de color gris basalto que se amontonaban arriba, en el cielo.

«¿Por qué?», se preguntó por enésima vez. ¿Por qué había sido capaz de jugar de aquella manera? ¿Cómo había sido posible que hubiera visualizado la trama y el personaje principal de Alkyn con tanta claridad? Él, el No Mago, el muchacho sin poderes. Volvía a revivir las imágenes de todas las historias: la suya propia, fragmentos de la historia de Herde y, especialmente nítidas, las imágenes de la historia de Alkyn. ¿Cómo podían haber llegado a su mente? Sacudió la cabeza con energía. Todas esas preguntas, rompiendo como las olas en las orillas del mar de la duda, le estaban desquiciando.

Se levantó, furioso consigo mismo, pero algo le impidió abandonar el cabo del Llanto de las Esposas.

La enorme carabela, con la ayuda de algunos remolcadores, había amarrado en el muelle de Invierno. La bandera de los altos mysters había sido arriada y, en ese momento, disponían la plancha. Desembarcaron unos cuantos pasajeros. En último lugar, apareció un hombre alto y delgado, vestido con una toga de color púrpura adornada con ribetes amarillos y lila. Llevaba un cubrecabezas llamado forma, consistente en un casco-capucha negro, con un broche ornamental de oro, y un borde ancho característico, y tres picos hacia abajo. «Tiene que ser un alto myster», pensó Lethe para sí, pero no supo por qué le había asaltado ese pensamiento; tal vez porque el hombre llevaba un báculo. La mayoría de medios mysters y todos los altos mysters lo usaban. Lethe había aprendido que esas varas eran conductoras de magia.

En ese momento, el hombre alzó el rostro y sus ojos azul claro se encontraron con los de Lethe, a más de cuatrocientos metros de distancia. Lethe se quedó petrificado. Tras unos instantes, consiguió rehuir la mirada del hombre. Giró la cabeza en dirección a El Vencejo. ¿Quién era ese hombre? ¿Se trataba realmente de un alto myster? La curiosidad de Lethe superaba su vergüenza. Volvió a mirar hacia la plancha y después hacia el muelle. El hombre había desaparecido.

Lethe frunció el ceño, extrañado. Los demás pasajeros seguían en el muelle. ¿Cómo podía haber desaparecido tan rápidamente? Se encogió de hombros y dio media vuelta. Decidió dar un paseo por los valles de la Cadena Gris. Apenas había andado cinco pasos cuando una figura se apareció ante él. Era el hombre vestido de púrpura. Lethe parpadeó.

El hombre se descubrió la cabeza. Sin duda, se trataba de un alto myster. Lethe conocía sus nombres —todos los habitantes de Loh los sabían de memoria—, pero no sus rostros. Sin embargo, había oído lo bastante sobre el aspecto de cada uno de los magos, puesto que sus hazañas se comentaban grandemente.

—¿Lord Matei? —preguntó con voz ronca, e inmediatamente pensó que se sentiría muy incómodo si no había acertado.

El mago sonrió.

—Lo adivinaste, muchacho —contestó—. Si no me equivoco, hablo con Lethe Welmson.

Lethe sonrió. Había algo en Matei que lo tranquilizaba. Su cuerpo estaba envuelto en una aura de paz que realzaba sus ademanes precisos y la sonoridad de su voz. Lethe sintió cómo se esfumaba parte de la tensión que había acumulado. Por primera vez desde que había participado en el juego del silencio, se sentía bien.

El alto myster se acarició la barba, pensativo, y miró más allá del puerto y el mar.

—Lethe el No Mago —murmuró, como si fuera un título honorífico—. He regresado a Loh expresamente para encontrarme contigo. —Hizo como si no se hubiera percatado del rubor en el rostro de Lethe—. No debe de ser fácil para ti crecer en este entorno, muchacho. Todos tus compañeros están ocupados en el desarrollo de sus cada vez mayores conocimientos mágicos: hacen fuegos artificiales en el bosque y disparan lentes rastreadoras de la Luna y ráfagas de estrellas. Practican con los componentes de la Fuerza Impalpable de las Caricias y comprueban el efecto de pequeños conjuros sobre unos y otros. A veces participan en juegos basados en la capacidad para influir en los pensamientos.

Matei se inclinó y con el báculo trazó un elaborado dibujo sobre la arena.

—¿Tienes amigos, Lethe?

Lethe resiguió mentalmente los trazos. Cuando Matei alzó el báculo y lo depositó al lado de sus sandalias de cuero, Lethe adelantó un pie de forma involuntaria y dibujo dos líneas onduladas como continuación del dibujo. Entonces, alzó el rostro y contempló el horizonte con la mirada perdida. No pudo ver la expresión de sorpresa en el rostro de Matei.

—Tengo dos amigos; bueno, eso creo —dijo Lethe—. Herde y Ervin. Pero no los he visto demasiado últimamente.

—¡Hum!, ¿acaso crees que son ellos los que no quieren verte?

—Sí… No… En realidad, no lo sé.

Matei dispuso el báculo detrás de las líneas onduladas y empezó a dibujar de nuevo.

—Piensa antes de responder —dijo amablemente—. Tal vez seas tú quien les ha estado evitando.

Antes de que Lethe pudiera contestar, Matei dibujó con el báculo un semicírculo alrededor de ambas marcas y dijo algo entre dientes. Las líneas se encendieron y empezaron a crepitar. Entonces, se produjo un ligero estallido, y el dibujo desapareció.

Matei profirió una carcajada.

—Los Anillos Conglosivos de Fuego Coagulado de Omverde. Magia sin sentido, para ejercitar la mente del mago. Pero sin los paréntesis que has trazado, las líneas no se hubieran inflamado.

Lethe miro al suelo, estupefacto. No quedaba nada del dibujo.

—¿Cómo es posible? Yo no conozco ese hechizo.

—La magia es algo ajeno a ti —dijo Matei—; de lo contrario, el director del Instirium no te habría expulsado. Pero tu mente alberga otros poderes, poderes de los que no eres consciente. No intentes descubrir cuáles son; probablemente, fracasarías. Algún día se harán evidentes. —A continuación señaló al noroeste y dijo—: Allá, en los límites del reino, se encuentran las Rompientes Exteriores. Me gustaría que me acompañaras a V'ryn del Norte, una pequeña isla situada a orillas del mar de la Noche. Te necesito.

Lethe, medio avergonzado, miró a Matei estupefacto.

—¿Me necesitas? ¿Para qué?

Haciendo gala de elegancia, Matei levantó la parte de atrás de la toga, se sentó en el tronco y, con la mano, dio unos golpecitos sobre la corteza descompuesta.

—Siéntate aquí conmigo, Lethe. Te contaré una historia real. Te demostraré que un habitante de Loh sin poderes ni dones mágicos no tiene por qué sentirse solo.

Lethe sopesó el comentario y se sentó al lado de Matei. Estaba impaciente por saber. Un alto myster le necesitaba. Su vida como No Mago, como persona inútil, podría estar a punto de dar un giro para mejor. Todavía no podía valorar las consecuencias de todo aquello.

El alto myster empezó a hablar. Su exposición fue básicamente la misma que la que había hecho ante el cónclave, aunque dedicó más tiempo a desarrollar algunos aspectos y omitió otros. Se explayó cuando llegó a la parte sobre Randole y sus escritos. Matei también le habló de Elin y Rayn, los habitantes de V'ryn del Norte, y sobre el descubrimiento de indicios de decoloración. Hacia el mediodía, cuando el alto myster dejó de hablar, Lethe empezó a darse cuenta de qué era lo que se esperaba de él.

—Si no entiendo mal —dijo con un ligero tono de asombro—, ¿crees que mi falta de poderes mágicos es algo bueno?

Matei se levantó y se dirigió hacia el filo del cabo del Llanto de las Esposas. Sus ojos escudriñaron el polvo; se agachó y recogió una concha que probablemente había llegado hasta ese extraño lugar traída por el viento.

—Mira, una concha encima del acantilado. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿La ha traído el viento? Tal vez se quedó adherida a tu sandalia mientras paseabas por El Vencejo.

Lethe parpadeó con asombro. ¿Qué estaba intentando decirle? ¿Que él, un No Mago, había aparecido allí por casualidad?

Matei permanecía de pie, a su lado.

—En respuesta a tu pregunta, te repito mi hipótesis: la falta de magia no significa que no tengas poderes; sólo que se trata de otra clase de poderes.

—¿Qué clase?

Matei dio media vuelta y apoyó su mano en el hombro de Lethe.

—No lo sé —admitió—, pero esa otra clase de poderes podría ser decisiva.

—¿Decisiva? ¿Para qué?

—Tampoco puedo responder a esa pregunta, aunque tengo algunas intuiciones. Estoy convencido de que su utilidad se nos revelará en el futuro, y me gustaría estar presente cuando esto suceda.

Lethe sintió de nuevo una cálida y agradable sensación. El gran Matei quería tenerlo a su lado porque creía que poseía un talento especial. Matei retiró su mano del hombro de Lethe. Recorrió con la vista El Vencejo, y su mirada se perdió en el horizonte.

—Te he contado la esencia del relato de Randole —dijo con voz suave—. Recientemente he empezado a sospechar que Randole dejó otras pistas hace nueve mil años. Tan sólo es una intuición, pero he aprendido a confiar en mis instintos en este tipo de asuntos. —Se volvió hacia Lethe para mirarlo fijamente a los ojos—. Lo que voy a contarte sólo lo saben los altos mysters y las pocas personas en las que confío. El reino de Romander en su totalidad se encuentra amenazado. Nadie se ha percatado todavía de la magnitud del peligro, excepto yo mismo y tal vez Karn, el primer alto myster. Debemos encontrar pruebas, hechos capaces de convencer incluso al desran de la seriedad de la situación. No será fácil. La magia incolora está prohibida. Nadie la menciona por miedo a ser considerado un desequilibrado. En primer lugar debemos luchar contra el tabú, romper el silencio. Sólo entonces podremos empezar a buscar una estrategia para luchar contra la magia incolora. No tengo la menor idea de su velocidad de propagación; pero debemos suponer que las fuerzas del mal son muy veloces. Por experiencia he aprendido que las fuerzas negativas siempre nos afectan antes de lo que esperamos.

Lethe asintió. Quería preguntar algo, pero Matei lo detuvo con un gesto.

—Debo informar a los demás altos mysters. Después tengo que ocuparme de otros asuntos. Partiremos en cinco días, en el navío del capitán Wedgebolt, el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares. Mañana hablaré con tu madre. Despídete de tu familia y amigos. Puede ser que transcurra mucho tiempo antes de que regresemos a Loh. Navegaremos hacia las Rompientes Exteriores pasando por las islas Espejo. Durante el viaje tendrás tiempo de hacer todas las preguntas que quieras, pero comprobarás que las respuestas a algunas de ellas se te darán antes incluso de formularlas.

Lethe reflexionó sobre las palabras de Matei. Dio dos pasos hacia adelante, hasta que los dedos de sus pies sobresalieron más allá del acantilado del cabo del Llanto de las Esposas. Fijó la mirada en el contorno gris de una carabela cuyo perfil se recortaba en el brumoso horizonte y que se dirigía hacia el puerto. Más al norte, cinco pesqueros con redes triangulares cerraban el cerco en torno a un banco de pez piedra. Una ligera brisa le acariciaba el rostro. Respiró hondamente el aire salitrado.

—Tengo una pregunta —dijo, titubeando, y giró la cara por encima del hombro hacia donde estaba Matei.

Pero se había quedado solo.