Sus palabras se entrelazan con el tiempo en los límites del pasado. Su nombre es Galle Rybonder de Sey Dant, y envuelve sus mensajes en frases crípticas, que según él sólo pueden entender unos pocos elegidos. En los últimos tiempos ha recorrido todo el reino para esparcir sus misteriosas pistas. La mayoría le considera un necio inofensivo. Curiosamente, algunos de los mysters de Loh se cuentan entre sus seguidores.
WELANDER KRIP DE AL, Los Solitarios y sus influencias
Al noroeste del archipiélago en el que se encontraba Ostander, Gran Melisa y Pequeña Melisa, al otro lado del siempre turbulento mar del Espejo, emergían las islas Espejo. Estos dos grandes promontorios rocosos debían su nombre a la semejanza entre sus respectivas costas, prácticamente idénticas. Las aguas que las separaban estaban salpicadas de cientos de islas de menor tamaño, esparcidas en el mar por algún dios indiferente. En el transcurso de los siglos, muy pocos se habían animado a establecerse en ellas; la vegetación era escasa, y carecían de suelo fértil y agua potable.
Sin embargo, las antiguas edificaciones que se conservaban en las islas revelaban un pasado más glorioso. En primer lugar, destacaba la imponente Torre del Viento, erigida en el extremo norte de la isla occidental; la razón por la que fue construida seguía siendo un enigma. Había además un conjunto de ruinas, en parte sumergidas, entre las olas que barrían la zona norte de ambas islas. Nadie podía explicar a los esporádicos visitantes a quién habían pertenecido aquellas construcciones. Los habitantes de las islas Espejo no mostraban excesivo interés por la historia o la arqueología. Su lucha diaria por ganarse la vida y llevar una existencia digna eliminaba la posibilidad de dedicarse a ninguna otra ocupación.
Las pequeñas islas, caracterizadas por grandes peñascos o playas con algunas dunas, estaban menos pobladas incluso. Sólo vivían unos cuantos ermitaños. En la isla occidental no había una sola población que pudiera recibir tal denominación, aparte de Cueva de Nardelo, un grupo de casas y cabañas ubicadas en las proximidades de la Torre del Viento. Por lo demás, sólo había unos pocos asentamientos de pastores, domadores de caballos y tenaces granjeros.
En la isla oriental había varias poblaciones de mayores dimensiones situadas en la costa norte, además de Haramat, una ciudad venida a menos y próxima a la única bahía a la que podían acceder los barcos. Tres siglos atrás, cuando la localidad de Haramat todavía se llamaba Kath Lydergan, su población doblaba en número a la de entonces. Allí atracaba el único transbordador que llegaba a las islas Espejo.
Al destartalado embarcadero, que se adentraba cuarenta metros en el mar, sólo se podía acceder en una pequeña embarcación. Una escalera de madera ascendía desde el muelle hasta las calles y callejones, situados a treinta metros de altura y que se extendían como un laberinto hasta el centro de Haramat.
Aquel día estaba lloviznando. Las calles parecían desiertas, pero en una esquina, bajo un toldo diminuto, se protegía un anciano. Su vestimenta indicaba que se trataba de un pobre mortal, pero había algo en su porte que rebatía esa primera impresión. Llevaba unos calzones de raftan raídos, rasgados a la altura de la rodilla. Con la mano izquierda asía una rama de encina a modo de bastón. Sus ojos claros recorrían de lado a lado la plaza, como si estuviera llena de gente. Un escuálido perro callejero se le acercó olisqueando, pero el viejo lo despachó de una patada.
Un grupo de gente pasó a su lado; una mujer, un hombre y una muchacha de unos diecisiete años de edad, que se apresuraban bajo la lluvia hacia una de las dos tabernas que había en la plaza.
—La noche gris acecha tras las olas —murmuró el anciano con la mirada perdida en la distancia, por encima de los transeúntes—. ¿Existe algún modo de evitar la destrucción de las islas? Los acontecimientos importantes se deterioran hasta convertirse en recuerdos, que a su vez se van debilitando hasta ser sólo mitos. Los mitos perviven, hasta que, por fin, ellos también se desvanecen. Sólo existen las Nueve Mil Palabras. Sólo existe el dulse. Sólo hay una posibilidad.
La muchacha —una joven pastora morena, de larga y ensortijada cabellera, tez pálida, pómulos marcados y ojos verdes— lo miró con curiosidad por debajo del raído pañuelo que protegía su cabeza, atraída por la pose orgullosa del anciano. Se detuvo y estudió su rostro. Pequeñas arrugas abrían surcos en un paisaje lleno de pliegues, del que sobresalía una gran nariz aguileña. Parecía que el hombre no veía a la muchacha. Seguía mirando hacia el mar. Los acompañantes de la joven se giraron hacia ella, impacientes.
—Sólo hay una posibilidad —repetía el anciano—. El camino del Profeta.
La muchacha dio un paso hacia él.
—¿Cuál es esa posibilidad, anciano? ¿Y quién es ese profeta?
El hombre dirigió la mirada hacia la muchacha.
—¿Quién habla…? —preguntó, sorprendido.
Cuando sus ojos se encontraron, se quedó mudo, atónito. Una sonrisa dividió su cara y dejó ver la maltrecha dentadura.
—Dos preguntas en un solo aliento. ¿Todavía no te han hablado de la sabiduría de la singularidad, jovencita?
La joven se encogió de hombros e hizo ademán de proseguir su camino.
—¡Espera!
Su voz llenó la plaza como el retronar de un cañón. Los acompañantes de la muchacha se detuvieron. Ella observó al hombre.
—La joven obtendrá sus respuestas —dijo el anciano con voz suave—. No será aquí ni ahora. La Dama desempeñará su papel en los tiempos turbulentos. Debe prepararse para lo inimaginable. —Se inclinó hacia ella y le susurró enérgicamente—: El camino del Profeta de las Nueve Mil Curvas. La isla más antigua. La Dama sólo tiene veinte días para llegar allí. Después, se dirigirá a la Puerta de las Nueve Mil Arcadas, en la península de los Solitarios.
Dio un paso atrás. Sus ojos dejaron de enfocar y la mirada volvió a perderse en el horizonte, allí donde el cielo y el mar se encontraban bajo un velo de niebla matinal. La muchacha lo observó durante unos breves segundos. Abrió la boca, pero la volvió a cerrar en seguida; dio media vuelta y siguió su camino.
—¿Quién era ése, Gyndwaene? —preguntó la mujer.
—No lo sé. El tonto del pueblo, tal vez.
Tenía un brillo extraño en las pupilas, como un reflejo dorado. Las palabras del anciano habían removido su interior. Recordaba los sueños incomprensibles en los que el rostro de un hombre se le aparecía una y otra vez. Era un hombre de frente ancha, cejas oscuras y negros ojos que delataban la mente de una poderosa criatura; ojos que evocaban en ella las profundidades del mar de la Noche; ojos que decían: «Tú eres importante. Ven a mí lo más pronto posible». Nunca había prestado atención a esa llamada. Al despertar, siempre deseaba acudir, pero la duda crecía en ella a medida que avanzaba la mañana. Tenía la sensación de estar persiguiendo un fantasma.
Recordó que, en todos esos sueños, el hombre siempre hablaba en una lengua extraña. De algún modo, sus sueños parecían conectados con lo que le había dicho el anciano. Tal vez había llegado el momento de descubrir el significado de las palabras ininteligibles con las que reiteradamente soñaba.
Mientras veía alejarse a la muchacha, los ojos del anciano revelaron un atisbo de locura que apenas podía controlar. Estuvo observándola hasta que la puerta de la taberna se hubo cerrado tras ella. Su rostro se contrajo en una mueca, debido al cúmulo de emociones: miedo, satisfacción y un toque de histerismo.
—Cierto, Galle —farfulló mientras abandonaba el toldo y caminaba atravesando los charcos hacia el embarcadero—. La Dama es de origen humilde, como estaba previsto. Carece de cualquier clase de conocimientos. Al igual que los demás habitantes de las islas Espejo, no sabe cuál es la isla más antigua. Galle se pregunta si la Dama llegará a tiempo.
Por un instante, sus pasos trastabillaron.
—¡Parece imposible! —exclamó en voz alta—. ¡Ah!, si pudiera decir más…, pero las señales han sido esculpidas en el tiempo.
Cerró los ojos y se tocó la frente con el puño.
—Los caminos del Profeta son misteriosos —susurró.
Después se apresuró hacia el muelle, hacia una barcaza amarrada entre dos mercantes. Saltó a la pequeña embarcación con sorprendente agilidad. Rápidamente izó la vela, tomó el timón con una mano y largó el cabo de amarre con la otra. Entonces, surcando las oscuras aguas, empezó a navegar en dirección al oeste.