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En V'ryn del Norte (1)

Aquel que cree que es el centro del reino

se encontrará un día en el borde de la existencia.

Aquel que no se considera a sí mismo el desran de sus sueños

ocupará un día el trono más alto que puede alcanzarse.

BIDIWEIS BAYLENVAL DE YNYSTEL,

Dayn, maestro de refranes, mago y filósofo

Elin y Rayn vivían donde terminaba la civilización, en una isla llamada V'ryn del Norte. En más de una ocasión, Rayn había afirmado que ese fragmento de granito pustuloso apenas merecía un nombre. Odiaba la isla, de clima riguroso y tormentas casi diarias, a veces seguidas de aguaceros que amenazaban con anegarlo todo, y mantos de niebla que dificultaban la visibilidad y absorbían cualquier sonido. Maldecía el día en el que había prometido a aquel hombre de gran estatura, procedente del sureste, que permanecería allí diez años.

Elin, su esposa, aceptaba el destino que compartían sin oponer resistencia.

Su tarea consistía en buscar indicios de la decoloración e investigarlos. A cambio, aquel hombre les suministraba todo lo necesario y les enseñaba un nuevo encantamiento en cada una de sus visitas periódicas, con el fin de poner algo de color en sus vidas, como mínimo hasta que la grisácea neblina que absorbía todos los matices volvía a inundarlo todo con su húmedo abrazo a la isla.

En opinión de Rayn, conjuros tales como la Dispersión de la Luz No gris, la Separación Limpia de Líquidos Escurridizos y el Movimiento de la Mano Inmóvil no compensaban en justa medida las privaciones sufridas en aquellos nueve años de aislamiento.

El hecho de que, en todos esos años, no hubieran hallado un solo indicio de decoloración tal vez contribuía a alimentar tales sentimientos. Antes de llegar a V'ryn del Norte, Rayn presumía de ser capaz de llevar a cabo cualquier trabajo, pero esa tarea monótona e infructuosa durante nueve largos años, más de tres mil días con sus noches, le resultaba entonces extremadamente absurda.

Conocían cada centímetro de granito de la isla. Elin mantenía un registro de los distintos tipos de rocas en un grueso cuaderno repleto de tablas. La mejor calidad correspondía al mangiet de color marrón oscuro. La parte norte de la isla se asemejaba a una grotesca fortaleza que podía soportar las peores tormentas. La roca amarilla propia del sur de la isla estaba mezclada con una clase única de arenisca y caliza. En ella rápidamente se hacía patente el efecto de la erosión: a veces quedaba reducida en más de treinta centímetros después de una tormenta.

Una mañana, Elin se dispuso a hacer su ronda por el pequeño cabo del norte que cortaba el frío viento del noroeste como una gruesa espada. Había ido sola; Rayn no se encontraba bien. Tenía los ojos entrecerrados, pero nada podía detener la arena que arrastraba el viento procedente de la playa cercana. Se puso de espaldas al viento, alzó la capa por encima de la cabeza a modo de capucha y se hundió hasta las rodillas. Se había propuesto inspeccionar una parte de la playa situada al norte del acantilado.

Su mirada vagaba sobre la arena.

Inmediatamente advirtió aquella mancha amarillenta en las proximidades de su pie derecho. La voz del hombre de gran estatura resonó en su mente: «Debéis prestar especial atención a las manchas de pequeño tamaño, aparentemente insignificantes. En un principio son de color amarillo o parecido al de la pizarra, pero en el plazo de un solo día se vuelven más pálidas y adquieren el color de la caliza lavada por el agua salada».

Durante todos aquellos años había descubierto algunas manchas pequeñas, pero ésa, de más de tres centímetros de diámetro, le llamó la atención. Rápidamente se puso en pie y dio un paso atrás, con el corazón en la garganta. Recorrió la playa con la mirada, pero no vio nada fuera de lo normal.

Aquella tarde ató una cinta amarilla a la pata de una paloma mensajera y después abrió la jaula. Tras realizar tres vueltas en círculo por el interior de la cabaña, el ave salió volando hacia el sureste y desapareció rápidamente de la vista. No le contó a Rayn su descubrimiento. Tenía sus razones.

Al día siguiente, cuando Rayn llegó corriendo a la cabaña agitando los brazos para contarle que había encontrado una mancha pálida de unos cinco centímetros de diámetro en la playa cercana al cabo norte, ella se entusiasmó.

—Buen trabajo, Rayn —dijo sonriendo—. Ve a bañarte; yo me encargo de enviar una paloma. El mago se sentirá muy satisfecho de ti.