La gran marea languidece en la distancia,
considerando el momento en el que se derramará sobre la tierra,
sin estar segura de su retirada.
Y meciéndose lentamente hacia arenas remotas,
el cuello de su corpiño festoneado con volantes,
las noches de sus sueños cambian de manos
con la luz de la mañana,
detrás de las colinas de las dunas.
GYRDE KULMSON DE LOH CENTRAL, Las mareas danzantes
El graznido de una gaviota rasgó el silencio. Lethe alzó la vista y protegió sus grises ojos del resplandor del amanecer que se le clavaba en las retinas como una aguja afilada. Su mirada se cruzó con la de la enorme ave gris, una mirada extrañamente penetrante, como si hubiera una persona tras sus pálidos ojos. Abrió el curvado pico y profirió otro graznido, que acentuó la sensación de aislamiento de El Vencejo. El ave se alejó volando en dirección a las dunas y dejó a Lethe solo de nuevo. La nariz se le llenó del aroma salado del mar y el hedor de las algas putrefactas acumuladas a lo largo de la línea marcada por las olas. Sus pisadas desaparecían lentamente en el barro para confundirse con las ondulaciones de la inmensa superficie de arena húmeda y aguas indecisas, esperando la llegada de la gran marea. Aproximó las oscuras cejas en un gesto, frunciendo el entrecejo. Era consciente de que la marea del tiempo borraría todas las huellas que dejara sobre la superficie del mundo. La eternidad se encargaría de corromper todos sus actos, y algo después no quedaría nada de su presencia, su ser o sus acciones.
Pero los modificadores podían manipular el tiempo. Podían utilizar su magia para separar cadenas montañosas, crear lagos e incluso hacer desaparecer El Vencejo si así lo deseaban. Los ancianos altos mysters podían incluso cambiar el color de la luz del sol. La huella de sus acciones permanecía durante siglos, a veces incluso durante millones de años; la gente los recordaría mucho tiempo después. «¿Ves esa cumbre? Los mysters de Loh hicieron que se elevara por encima de la Cadena Gris para demostrar su poder sobre la materia».
Lethe no era un myster y nunca lo sería. Era el único habitante de la isla que no podía controlar sus palabras; el primer no mago de Loh. Todos los niños mayores de doce años asistían al Instirium para desarrollar su talento. Todos los jóvenes, hombres y mujeres, poseían poderes mágicos, y en el Instirium se les enseñaba a desarrollar sus dones. Lethe tenía entonces dieciséis años, y hacía tan sólo seis meses que se le había denegado el acceso al Instirium. En un principio, a los ancianos les había sorprendido que sus dones tardaran tanto en revelarse. Pero pronto la sorpresa se tornó en desconcierto. Finalmente, llegaron a la conclusión de que no había indicios de poderes mágicos en él.
No parecía tener ningún problema mental. El myster que había sido su profesor, Jen, a menudo había alabado su aguda perspicacia y había ensalzado, ante los demás mysters, su capacidad creativa y la extraordinaria intuición que le llevaba a escoger las soluciones más adecuadas. Pero cuando intentaba hacer uso de la magia más rudimentaria, como el hechizo para producir una pequeña llama, asequible a cualquiera, apenas lograba a veces una leve ondulación en el tiempo o en el espacio. El Consejo de Ancianos finalmente se vio obligado a negarle el acceso a sus enseñanzas, aunque tuviera derecho a ellas, simplemente porque no podían enseñarle nada. Incluso el myster Jen había votado contra él, aunque había convencido al Consejo de Ancianos de que hicieran una anotación en el Libro de las Mareas en la que se garantizase el acceso de Lethe al Instirium en caso de que en el futuro desarrollara algún tipo de habilidad mágica.
Nadie mencionaba sus deficiencias, pero apenas tenía amigos. La mayoría de los jóvenes de su edad le evitaban con la mayor discreción posible. Después de todo, ¿quién desearía ir al bosque a hacer fuegos artificiales con alguien que ni siquiera era capaz de conjurar el estallido de un petardo?
Lethe tenía otra cosa especial. Su nombre era Lethe Welmson, lo cual significaba que su padre se llamaba Welm, pero eso era lo único que se sabía de él. Su madre, Janila, siempre había guardado silencio, incluso ante su hijo; un silencio casi físico. Ningún lohandés del centro se había atrevido a preguntar acerca del padre de Lethe en presencia de Janila. Y Lethe, en realidad, no había sentido la necesidad de preguntar, puesto que nunca había echado de menos a su padre. Janila había sido una madre y un padre para él. Únicamente durante el último año, tras haberle sido negado el acceso al Instirium, había empezado a preguntarse quién era su padre, si seguía vivo y, en ese caso, dónde podría encontrarlo.
Una vez, hacía ya algunos meses, Lethe le había preguntado a Janila acerca de su padre. Ella lo había mirado fijamente, y la tensión le había contraído las arrugas que le rodeaban los ojos, los cuales reflejaron fugazmente, como espejos húmedos, la existencia de otro mundo. Entonces, las comisuras de los labios se habían relajado, mientras el aire contenido le salía por fin de la nariz. «Más adelante, hijo mío», había respondido con la voz quebrada por la emoción.
Después de dar media vuelta, se había sentado al lado de la ventana para mirar al infinito durante horas.
Lethe vagaba por el desolado paisaje de El Vencejo sin rumbo fijo. Podía oír el sonido que hacía el barro al metérsele en las sandalias, que llevaba atadas alrededor de las piernas con tallos de barrón. De vez en cuando una concha de mar se quebraba bajo sus pies. La fría brisa matinal hacía bailar sus lacios cabellos de color rubio ceniza. Pensó en los años todavía por venir. Quizá estaría bien que la gran marea llegara precisamente en ese momento. Se sobresaltó ante su propia ocurrencia. Involuntariamente alzó la mirada para recorrer el oscuro horizonte, pero no vio ningún indicio de la llegada de la caprichosa gran ola. En la distancia, las olas del mar Lento centelleaban como si estuvieran enviando señales luminosas al cielo. El murmullo de fondo producido por el constante oleaje lo reconfortaba. Desde el interior, las Dunas Medias esperaban las distantes aguas. Tras ellas quedaban escondidas las casas bajas de Loh Occidental, y a través de la lejana bruma se dejaban entrever las cumbres de la Cadena Gris, que refulgían bajo el sol. De nuevo se oyó el graznido de una gaviota; tal vez era la misma de antes.
De repente, todo pareció detenerse, el tiempo era inconmensurable.
Entonces, como si respondieran a una señal secreta, tres rostros se asomaron por encima de una duna. Alguien le llamó por su nombre; era Herde, su vecina. Se puso tenso; hubiera preferido estar a solas y dejar que sus pensamientos danzaran al ritmo del viento. Su plan era buscar conchas blancas para su colección. Sin embargo, levantó perezosamente una mano para saludar. El trío dirigió sus pasos hacia él. Detrás de Herde venía Ervin, el hijo pelirrojo del myster Jen, y Alkyn, un joven medio myster de Loh Oriental, de gran estatura.
Lethe detuvo la mirada en la esbelta figura de Herde, en las incipientes formas femeninas de su cuerpo cubierto por una blusa de fino raftan. La larga cabellera rubia se movía al compás de su ligero caminar mientras se aproximaba a él. Una sensación angustiosa se abrió paso desde lo más profundo de su ser. Sus ojos se resistían a dejar de mirarla; pero finalmente pudo apartar la vista para dirigirla a sus dos acompañantes. Ervin era lo más parecido a un amigo que tenía Lethe. Incluso después de que le rechazaran en el Instirium, Ervin seguía intentando diariamente integrar a Lethe en los juegos y las aventuras de los jóvenes de Loh Central. Era una lástima que el arrogante Alkyn viniera con ellos.
—Hola, Lethe —dijo Herde con voz suave—. Te estábamos buscando. Vamos a jugar al juego del silencio.
—Puedes participar —añadió Ervin con una sonrisa—. Vamos a jugar a la versión más simple. Incluso un medio myster podría perder.
Alkyn frunció el entrecejo. Obviamente, no le seducía la idea de que un medio myster pudiera perder ante Lethe el No Mago.
—Herde estaba decidida a convencerte —dijo con cierto tono de desaprobación en su fina voz—. Si participas seremos once, un número impar. Empezaremos a mediodía, y al anochecer todos deberemos pronunciarnos. Se hará la votación cuando la luna se eleve en el cie-lo. Ya tenemos provisiones, y el padre de Waldemir ha donado unas cuantas jarras de vino de bayas.
Lethe respondió encogiéndose de hombros. Hubiera sido de mala educación declinar la invitación.
—Nunca he jugado antes, pero ¿por qué no? —repuso cansinamente—. Acudiré.
Miró a Herde. Le brillaban los ojos y sendos hoyuelos se dibujaron en sus mejillas. La misma extraña sensación le removió por dentro. Entonces, concentró su mirada en el mar Lento, para que los demás no pudieran ver el rubor que le inundaba el rostro.