Prólogo

Era la peor tormenta que había visto en su vida.

Encrespadas olas blancas, de unos nueve metros, se levantaban como torres y se arremolinaban ante él, como si el mesonero del mar de la Noche estuviera llenando apresuradamente una jarra de cerveza del muelle. Las crestas de las olas se inclinaban hacia adelante para finalmente romper contra las rocas. A Randole le sorprendía el hecho de que la costa saliera indemne cada vez que el agua se retiraba como un ejército vencido.

El viejo mago estaba tiritando, y hundió aún más la cabeza en el cuello de piel de lobo. Asió firmemente con una mano el báculo de madera de sauce retorcida, y con la otra tocó la empuñadura dorada, tallada a imagen de una cabeza de lagarto. Después alzó la mano y la dispuso a modo de visera por encima de sus negros ojos, como protección. Un débil resplandor se deslizó por la superficie del agua y se elevó hasta el cielo como si se tratase del principio de un aguacero.

—¡Ah! —murmuró con cierto tono de satisfacción en su voz—. Ya ha empezado.

Contempló el fenómeno mientras aumentaba gradualmente de intensidad, hasta que una bruma amarilla se impuso en el norte, sobre el horizonte.

El viento soplaba con mayor tenacidad a medida que la tormenta iba ganando fuerza. Dio media vuelta y dejó que lo empujara más allá del abismo que le separaba del mar de la Noche, precedido por su larga cabellera negra y su toga de color púrpura, que ondeaban violentamente.

Había erigido un refugio en la ladera de sotavento de una pálida cumbre rocosa, aglutinado mediante hechizos de cohesión. Pero incluso allí, la extraordinaria fuerza del viento rasgaba la tela, y en algunos lugares concretos parecía abrir una brecha en su magia. Rápidamente comprobó la estructura mágica y pronunció el hechizo de la Presión Cohesiva Permanente en algunas de las uniones. Inmediatamente la tela dejó de agitarse. Entró en el refugio, al que el viento no podía acceder, pronunció una palabra y la vela de la palmatoria prendió. Perdido en sus pensamientos, buscó a tientas el pergamino.

A continuación, se explayó en un monólogo que habría sorprendido a cualquiera que lo hubiera escuchado. Pero no había nadie en la isla situada más al norte de todo el reino. Randole sólo hablaba con las gaviotas y, a veces, con algún dalf gris, si alguno se dejaba ver durante los breves intervalos de calma entre las ráfagas. Pero las más de las veces sólo hablaba consigo mismo.

—Randole de Cerjin, ¿cuál de las innumerables palabras que revolotean en tu mente escribirás en este pergamino? —preguntó con una voz sorprendentemente aguda.

Una voz más profunda, aunque procedente de la misma garganta, respondió:

—Las palabras que deben quedar escritas para que alguien, dentro de nueve mil años, pueda estar preparado para la pulverización.

Silencio. La tormenta asediaba el refugio como una manada de lobos hambrientos.

—Tienes razón, Randole. ¡Ja! Siempre tienes razón. Eso es lo que me gusta de ti.

—¡Hum! —gruñó la segunda voz, mostrando cierto desagrado—. Palabras vacías. ¿De qué servirá que tenga razón cuando todos desaparezcamos en el olvido de la pulverización junto con el resto del mundo, de esta sociedad construida con tantos esfuerzos?

Ambas voces permanecieron largo rato en silencio; el único sonido era la disonancia atroz de la tormenta. Randole sostenía la pluma sobre el pergamino. Finalmente lo apartó a un lado y depositó la pluma en el tintero que había junto a la palmatoria. Dejó vagar su mirada en la distancia. De pronto, se le iluminaron los ojos.

—Quizá haya una manera de evitar el azote de la pulverización dentro de nueve mil años. Tal vez… —farfulló la voz aguda—. No, no debe haber una única manera, sino muchas. Eso aumentará las probabilidades de éxito. Será una tarea sobrecogedora.

Randole dejó que su mirada se perdiera en la oscuridad, más allá de la luz de la vela. La otra voz respondió con un murmullo.

—Una tarea de una magnitud sin precedentes.

»Que sólo tú, Randole, eres capaz de llevar a cabo —continuó la segunda voz.

La tormenta volvió a arremeter contra el refugio, que no cedió un ápice. Randole parpadeó, encendió otra vela y la mantuvo boca abajo durante unos segundos para dejar caer la cera sobre la mesa, un tanto inestable, que ocupaba el centro del refugio. Rebuscó el pergamino mientras afirmaba con fuerza la vela sobre la cera derramada. Tomó la pluma y con suma habilidad empezó a escribir.