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Dargyll de Gyt

Loss estaba sentada junto al pozo del pueblo, con la cabeza gacha, reflexionando acerca de las enseñanzas de la Dama de la Sabiduría y la Intuición. Se sentía mentalmente enriquecida y más equilibrada. Asimismo, sabía que entonces contaba con un mayor control de sí misma allí donde antes hubiera traspasado los límites, límites que no tenían gran importancia, pero también había otros que daban acceso a una mayor conciencia y otros sentidos.

—Primero debes conseguir que todo vuelva a su esencia. —Las palabras de su maestra resonaban en su mente—. Sólo cuando lo hayas conseguido, podrás añadir sencillos adornos para realzarla.

Loss alzó la vista, como si hubiera oído algo. La Dama de la Sabiduría y la Intuición pasó a su lado caminando lentamente, con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas en su regazo. Parecía no haber advertido la presencia de Loss.

—Señora —susurró Loss, pero inmediatamente pensó que sería mejor que su maestra no la hubiera oído.

La dama avanzó todavía unos cuantos pasos, se volvió hacia su discípula y le lanzó una mirada inquisitiva.

Loss intentó encontrar las palabras adecuadas, a sabiendas de que la Dama la regañaría si se mostraba demasiado ampulosa.

—Señora, sueño con mi madre a menudo en los últimos días. Desearía haberla conocido.

—Pero tú la conoces, Loss —replicó la Dama con sorprendente rapidez.

Loss, que todavía no había formulado ninguna pregunta, la miró con los ojos muy abiertos.

—¿La conozco? Pero señora, yo soy huérfana. Ya lo sabéis, ¿no es cierto? Nadie sabe quién fue mi madre.

La Dama no dijo nada más, como era costumbre en los momentos que consideraba inadecuados. Loss esperó pacientemente, pero cuando el silencio se prolongó, se levantó profiriendo un suspiro y empezó a caminar a regañadientes de regreso a su cámara, con la esperanza de que la Dama la llamase. Pero la Dama sólo habló cuando su discípula ya se encontraba lo suficientemente lejos como para no oír nada.

—¡Oh, Loss!, he aprendido a distanciarme de ti —susurró con voz temblorosa— para estar más cerca de ti.

Se sentó en el lugar que ocupaba Loss hacía tan sólo unos instantes y agachó la cabeza. No dio importancia a las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

A LADY ASRATH DE OSCURA,

Peregrinaje hacia el alma

De la llama de una gruesa vela redonda emanaban círculos de humo gris. Un leve aroma a fogata y hierbas frescas, mezclado con el hedor rancio de libros mohosos y armarios polvorientos llenos de telarañas, penetró en los orificios de su nariz. Una pequeña hoguera ardía en un rincón de la cueva. El humo salía a través de un orificio practicado en el techo.

Un hombre estudiaba un libro sobre una mesa de madera de basel. Lethe se dio cuenta de que acababa de empezar a leerlo. Llevaba una capa de color púrpura que cubría la mayor parte de su figura. Un forma negro estaba plegado en el respaldo de la silla. Cuando Lethe se disponía a acercarse a él sigilosamente, el hombre alzó una mano sin levantar la vista de su lectura. Lethe se detuvo, preguntándose si el hombre le había oído. Intentó seguir avanzando, pero sus músculos parecían haber perdido la conexión con su cerebro. Permaneció de pie, en una posición incómoda. Debía tratarse de un mago. Lethe no le había oído hablar, ni siquiera un murmullo, pero sentía que había echado raíces en el suelo, como por arte de encantamiento.

—Una sentencia.

La voz del hombre parecía provenir de cada uno de los nichos de su morada en aquella gruta. No era más que un susurro, pero resonó por toda la cueva. Lethe quería taparse las orejas con las manos, pero ni siquiera podía efectuar un gesto tan simple.

—Una sentencia —repitió el hombre en un tono de voz normal—. En realidad, se trata de un och syentin, si empleamos el lenguaje de los areyngos. Un hechizo de la mente; sin palabras.

La figura seguía dándole la espalda a Lethe. Profirió una risa seca.

—Ninguno de los altos mysters controla estas palabras. También puedes llamarlas «no palabras». Toman forma en el interior de la mente y simultáneamente salvan la distancia entre mi mente y la tuya. No transcurre una sola fracción de segundo entre ellas; es como si el tiempo estuviera incapacitado.

Enderezó la espalda y se volvió lentamente hacia Lethe.

—Bienvenido, Lethe, hijo de Janila. He esperado largo tiempo tu llegada.

La voz pareció estremecerse un instante. Una barba enmarañada gris y negra enmarcaba una tez pálida de piel de pergamino. Sus rasgos le resultaban familiares. Calculó que debía de tener unos sesenta años, pero justo entonces sus miradas se encontraron. Sus ojos delataban profundidades inconmensurables. Había cierta melancolía en ellos, pero al mismo tiempo transmitían inflexibilidad; el iris era negro, y sus diminutas pupilas parecían no perder detalle. La palabra «eterno» se abrió paso en la mente de Lethe. La mirada del hombre contenía la sabiduría de siglos. Eterna, justo igual que la de Llanfereit. El rostro de Lethe delataba su asombro ante las palabras de aquel hombre. ¿Cómo era posible que lo conociera? Y sin embargo, al mismo tiempo, le resultaba muy familiar.

—Disponemos de toda una noche. —El hombre señaló un taburete al otro lado de la mesa—. Toma asiento, Lethe.

Lethe intentó obedecer, pero, para su sorpresa, comprobó que todavía no podía moverse. El hombre se puso en pie. Era mucho más alto de lo que Lethe había imaginado; como mínimo le sacaba una cabeza. El hombre avanzó hacia un armario abierto y extrajo un libro con tapas de cuero. Vaciló un momento. Después se volvió hacia Lethe con el libro en las manos.

—Disculpa mis malos modales, muchacho —dijo con voz ronca—. No me he presentado. Tengo muchos nombres, porque soy viejo. Pero puedes llamarme Dargyll, Dargyll de Gyt.

—¿Gyt?

Por fin, Lethe podía hablar. Al mismo tiempo sintió que se relajaban los músculos de su cuerpo. Avanzó con paso vacilante y tomó asiento.

—¿Te refieres a Gyt Occidental, Lan-Gyt o Gyt Oriental?

Se maldijo a sí mismo por dar tanta importancia a los detalles.

—Gyt —repitió Dargyll en un tono neutro.

Colocó el libro con un ademán casi reverencial al lado del volumen abierto sobre la mesa y tomó asiento. Observó la vaina que albergaba a Rax y que pendía de la cintura de Lethe. Alzó la ceja derecha, y un músculo de una de las comisuras de su boca tembló levemente.

Lethe percibió un leve olor a almizcle. Dargyll debía ser un mago, así que probablemente había nacido en Loh. Se habían dado casos de personas con poderes mágicos nacidas en otras islas, aunque normalmente sólo llegaban a ser medios magos. Por lo que Lethe sabía, el Instirium nunca había admitido alumnos de otras islas. Pero Dargyll irradiaba poderes mágicos superiores a los hechizos del Primer Libro.

El hombre le examinó como si se tratara de un objeto. Analizó con detalle cada rasgo del rostro de Lethe. Involuntariamente, el dedo índice de la mano derecha de Dargyll se movió al mismo tiempo que sus ojos.

—Te aleccionaré, muchacho. Pero sólo disponemos de esta noche. —Había cierto tono de decepción en sus palabras, como si aquel hombre deseara dedicarle más tiempo.

»No tenemos demasiado tiempo —prosiguió Dargyll—. Nunca hay tiempo suficiente. El Oscuro teje una red de la cual, incluso ahora, es prácticamente imposible escapar. Me vigila, y a estas alturas ya debe de saber que tú eres el No Mago.

Lethe sintió un halo gélido recorriendo su mente. ¡El Oscuro del mar de la Noche le conocía! Tal vez incluso ya le seguía la pista.

Dargyll abrió el libro y lo hojeó sin despegar los ojos de Lethe.

—Debo abandonar este lugar al alba —dijo el mago—. Al igual que tú, busco indicios de la magia incolora y del creador de este nefasto fenómeno. Estoy intentando encontrar a esa criatura, pero ella también me está buscando. Esto dará lugar a una serie de complejos acontecimientos. Y todavía no he mencionado tu contribución, Lethe.

Su mirada se posó sobre Lethe.

Lethe pudo ver la fina trama de arrugas que enmarcaban los ojos de Dargyll. Aquel hombre había visto mucho; era viejo. Había compasión en sus ojos. Alzó la barbilla lentamente. Sus labios murmuraron palabras que parecían extraídas de las páginas del libro. De repente, levantó la cabeza.

—Tu talento, que para evitar confusiones seguiremos llamando no magia, se despliega en múltiples capacidades, como ya debes de haber intuido —dijo. Lethe comprobó con asombro que su voz de nuevo era distinta; entonces era más aguda y tenía un tono más didáctico—. Pero algunas de estas habilidades destacan entre todas las demás. Nos ocuparemos de ellas más tarde. Pero primero, hablemos de la historia.

Giró la página y leyó unas cuantas líneas.

—Hace tiempo hubo otro No Mago —susurró Dargyll sin alzar la vista—. Eso fue hace nueve mil años. ¿Tienes idea de cuál era su nombre?

La pregunta sorprendió a Lethe.

—Cómo podría saberlo…

—Lethe; ése era el nombre del No Mago.

En las últimas semanas, Lethe había tenido que asumir varias revelaciones impactantes, pero ésa le cogió por sorpresa, como un ataque inesperado de un enemigo invisible.

Enmudeció de golpe, aunque muchas preguntas asaltaban su mente. Miró boquiabierto a Dargyll. El anciano apretó sus ojos cerrados.

—En realidad, el nombre de aquella persona era Lajte, pero su significado ha permanecido inalterable a través de los siglos. Proviene de un idioma antiguo de otro mundo. En los términos que utilizamos actualmente, podría traducirse como «la fuente del olvido».

—«La fuente del olvido» —repitió Lethe en un murmullo.

Se le entrecortó el aliento. Una mano de acero le apretaba la garganta. Un frío gélido le recorrió la espalda. Sintió pánico y observó a Dargyll con ojos como platos.

—Yo… Cómo… —empezó a hablar sin saber qué quería decir realmente.

Dargyll alzó una mano huesuda en ademán de aquiescencia.

—¡Oh!, la gente en la actualidad no es consciente de la importancia de los nombres —dijo. Se inclinó hacia adelante y acercó su rostro al de Lethe—. Tú eres tu nombre, Lethe. No hay otro nombre para ti, porque entonces no serías tú.

—¿Significa eso que soy una fuente de olvido? —preguntó Lethe, temiendo la respuesta.

Dargyll negó con un gesto.

—De ser ése tu único nombre, no serías la fuente del olvido, sino el olvido mismo. Pero a medida que lleves a cabo hazañas importantes, adquirirás más nombres. Como ya dije antes, yo tengo varios nombres. Eso se debe a que he hecho muchas cosas.

Una sonrisa melancólica curvó sus labios.

—Pero mientras no lleves a cabo hechos importantes, sólo tendrás el nombre con el que naciste.

—Pero ¿por qué me pusieron ese nombre? ¿Por qué escogió ese nombre mi madre, y no otro?

—Por un lado, tenemos la magia, y por otro, la ciencia.

Lethe no comprendía.

Dargyll sonrió.

—No puedes entenderlo, muchacho. Tal vez más adelante. Ahora no puedo decir nada más.

De pronto, se inclinó hacia adelante.

—Tenemos un secreto, tú y yo —susurró en tono confidencial.

Dargyll adelantó una de sus manos, surcada por venas azules, aparentemente con la intención de tocar la mano de Lethe, pero éste retrocedió. Dargyll fingió no haberse dado cuenta.

—La única diferencia es que yo lo conozco, y tú, no. Tiene algo que ver con la magia incolora.

Miró hacia el infinito, más allá de Lethe.

—Magia incolora: el nombre es totalmente inadecuado —dijo entre dientes—. Me pregunto por qué nadie nunca se ha cuestionado por qué recibe el calificativo de «incolora».

Ese comentario desencadenó toda una serie de pensamientos en la mente de Lethe. ¿Por qué era denominada «magia incolora»? La materia se tornaba amarillenta y quedaba pulverizada. El adjetivo «incolora» no estaba justificado.

—¿A quién se le ocurrió ese nombre? —preguntó.

—¡Ah!, ésa es una buena pregunta. El manto del tiempo ha borrado la respuesta. Cuando esa forma de magia hizo aparición por primera vez, alguien decidió ponerle nombre. Curiosamente, se sabe por qué se la calificó de incolora, aunque muy poca gente cuenta con ese conocimiento.

Lethe miró pensativo a Dargyll.

—¿Cuántas veces ha tenido lugar el ciclo de nueve mil años?

Dargyll le miró confuso. Sus pensamientos parecían estar en otra parte.

—Tú eres mejor —dijo por fin, haciendo caso omiso de la pregunta de Lethe.

Lethe estaba atónito.

—¿Mejor?

—Sí, tú eres mejor que Lajte, y probablemente mejor que todos los demás. He conocido treinta y seis en total.

Lethe no reaccionó. Se preguntaba qué quería decir con eso Dargyll. Treinta y seis veces nueve mil años. ¿Era posible que el mago fuera tan viejo? Lethe no podía imaginárselo.

Dargyll empezó a aleccionarle en un flujo sin fin de conocimientos que Lethe apenas podía asimilar. De vez en cuando, el mago citaba fragmentos del libro, que según afirmaba procedía de otro mundo. La sola idea de que hubiera otro mundo aparte de Romander, más allá del mar de la Noche, abría poderosas perspectivas en la mente de Lethe.

La voz de Dargyll era como un torrente que rugía de forma imparable. Lentamente, fragmentos de la naturaleza de la no magia le fueron revelados y alimentaron por igual la esperanza y el miedo: la esperanza de poder llevar a buen término su misión, y ese miedo familiar de experimentar acontecimientos que eran impactantes y dolorosos a la vez.

Formuló algunas preguntas. Dargyll respondía de forma evasiva, como si deseara ahorrar a Lethe el dolor de una respuesta directa.

—Basta —dijo Dargyll de pronto.

Lethe sabía mucho más entonces, pero todavía quedaban bastantes más preguntas en el tintero.

Dargyll apartó la silla, se puso en pie y tomó el libro.

—Tenemos tiempo para una pregunta más —dijo.

Lethe reflexionó y se levantó también del asiento.

—Sí, tengo una pregunta —manifestó—. ¿Sabes qué es el Poder, exactamente?

Dargyll se encontraba casi de espaldas a él, de camino a la estantería. Se detuvo bruscamente.

—¿Quién te ha hablado del Poder? —preguntó secamente, casi enojado—. El Poder ya estaba prohibido incluso cuando Raïelf estaba vivo.

—No sé casi nada del Poder —respondió Lethe. Decidió no comentar sus conversaciones con Pit. Señaló su cabeza—. A veces, alguien, dentro de mi mente, me ha preguntado si poseo el Poder, pero no he sabido cómo responder, por no decir qué responder.

Dargyll miró en derredor, como si hubiera oído algo que Lethe había pasado por alto.

—No nos queda tiempo para hablar de ello —dijo el mago, que de pronto parecía apurado—. El Poder; su nombre deriva del Poder del Entrelazado, otro nombre que se presta a confusión. Lástima que no lo hayas sacado a colación antes. Sólo puedo hacerte una advertencia: no permitas a nadie el acceso a tu mente mediante el Poder, a menos de que estés seguro de que no quiere hacerte daño.

Dargyll salvó la distancia hasta el armario con unos cuantos pasos raudos. Abrió un cajón y extrajo algo de él. Se giró hacia Lethe y le hizo un gesto para que lo siguiera. De un nicho sacó un báculo hecho de madera de sauce retorcida. Su empuñadura dorada tenía la forma de una criatura semejante a un dragón. Al verlo, en algún lugar de la mente de Lethe algunos pensamientos intentaron agruparse.

—Pero… ¿qué debo hacer con el Poder? —se oyó a sí mismo preguntar.

Dargyll asió a Lethe bruscamente por la manga y le condujo hacia el pasadizo sumido en la oscuridad. El báculo emitía una luz pálida. Dargyll soltó a Lethe; después miró por encima de su hombro.

—¿Qué debes hacer con el Poder? Por lo que sé, tú eres el Poder.

Las palabras conmocionaron a Lethe en lo más profundo de su ser. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Durante unos segundos, regresó a los túneles, al interior de la mente de la criatura. De nuevo, la sombra preguntó: «¿Tienes el Poder?».

Como si fuera una señal, las imágenes empezaron a agolparse en su mente. Colores que nunca había visto antes hacían que le costase determinar lo que estaba viendo. Lentamente empezó a intuir que ante él había un rostro, contraído en una mueca. En segundo plano, veía una estancia oscura, llena de libros, volúmenes y pergaminos, crisoles e instrumentos navales apilados hasta el techo.

De nuevo, la voz preguntó: «¿Tienes el Poder?»…

Se percató de que dos seres distintos habían formulado la misma pregunta. La primera vez, en un tono cauto y titubeante, había sido Pit. Pero en su visión anterior, y en esa ocasión, se trataba de otra presencia. No era un ser humano, sino una criatura fantástica que habitaba un laberinto, una criatura que, sin ser consciente de ello, integraba poderes inimaginables; una criatura que había formulado la pregunta, aunque ya conocía la respuesta.

Esa vez, probó con el lenguaje de la mente.

—¿Quién eres? —preguntó sin hablar, enviando la cuestión a la criatura. Curiosamente, la criatura reaccionó con furia. Un grito primitivo retumbó por los pasadizos del laberinto y por encima de Lethe. Entumecido por el dolor y el miedo, intentó escapar de la visión. El pánico se apoderó de él al oír el siguiente alarido. Sin saber de dónde procedían las palabras, exclamó:

—¡Ayle, v'ryuüm raaentsei!

Una segunda presencia se manifestó en el laberinto, se abalanzó sobre él y le arrastró consigo.

De nuevo se encontraba en la cueva de Dargyll.

Diferentes pensamientos irrumpieron en su mente. Sintió la necesidad de recostarse en la pared. En ese momento, la visión desapareció sin dejar rastro en su memoria. Sólo le quedó la conciencia de haber experimentado algo importante, que se había esfumado, tal como le había sucedido en Cueva de Nardelo. Ese pensamiento venía acompañado por una sensación sombría. Una lúgubre desazón penetró en su mente como una enorme ave y se quedó allí, acurrucada.

Dargyll parecía no haberse dado cuenta, y volvió la vista atrás buscando a Lethe en la penumbra. Le hizo señas con su báculo.

—Vamos, muchacho, date prisa.

Rebuscó dentro de un hueco en el muro y extrajo una gruesa toga de piel de borrego de color gris.

—Toma esto; hace frío en el interior del abismo.

La toga olía a suciedad y a estiércol, pero abrigaba.

Abandonaron la morada en la cueva por otro pasadizo distinto. Cuando salieron, a través de una estrecha rendija entre las rocas, Lethe comprobó con asombro que estaba oscuro, aunque debía ser una hora temprana. Nubarrones negros como el carbón se arremolinaban sobre sus cabezas. Un rayo cayó muy cerca. Una ráfaga cortante de viento parecía que quisiera desgarrar la toga de Dargyll. Se oyó el retumbar de un trueno que hizo temblar la tierra.

—¡Aquí se separan nuestros caminos! —exclamó el mago por encima del restallido de un trueno—. Tengo una cita en otro punto del abismo.

Señaló un camino que descendía hacia las profundidades. Después se acercó a Lethe y puso en su mano una bolsa que contenía un objeto sólido.

—No puedo decirte nada más, excepto hacerte una recomendación. Piensa por qué te he dado esto. No abras la bolsa hasta que estés en el interior del abismo.

Dargyll le lanzó una mirada penetrante.

—Toma ese camino que va hacia el norte. Volverás a encontrar a tus compañeros dentro del abismo. Después, dirígete a Welden Taylerch. No, no me preguntes por qué, pero si sigues caminando hacia el norte, llegarás allí. Y créeme, reconocerás el lugar cuando hayas llegado.

Liberó a Lethe de su abrazo, retrocedió y lanzó una mirada furtiva alrededor. Durante un segundo, fijó la vista en Lethe. Parecía triste, como si le costara despedirse.

—Buena suerte, muchacho.

Dargyll dio media vuelta y se alejó caminando, aunque parecía reacio a partir. Lethe le siguió con la mirada. Justo antes de que Dargyll se desvaneciera en la oscuridad, sucedieron dos cosas. La figura del mago parecía entonces distinta; su toga cambió de color y era como si quisiera desprenderse de su dueño. Lethe creyó oír una última palabra de sus labios.

—Hijo.

El viento amainó, pero un silencio glacial anidó en lo más recóndito de su ser. Aquella palabra flotaba en el viento como la última hoja del otoño. Lethe estaba conmocionado. ¿Había oído bien?

—¿Welm? —preguntó con voz ronca. Dio un paso adelante, pero la figura había desaparecido—. ¿Padre?

La parte racional de su mente inmediatamente intuyó por qué Dargyll le había resultado tan familiar, pero simultáneamente sus pensamientos eran un torbellino de emociones. Se apoyó sobre el muro de roca y se dejó caer al suelo. Empezaba a llover, pero eso era lo último que le podía preocupar en ese momento.

Un torrente de imágenes y pensamientos se disputaban su atención. Finalmente, de su memoria emergió un recuerdo vago de su infancia; imágenes que habían estado esperando bajo la superficie de la parte consciente de su mente durante años.

¿Cuántos años debía tener? Tres, tal vez cuatro. Una mañana se despertó al percibir una sombra sobre su lecho. El rostro de un hombre le observaba mientras él estaba tendido en la cama, como hipnotizado. Una mano encallecida acariciaba sus cabellos y su cara. El hombre murmuró algo y desapareció. Era el mismo rostro; de repente estaba seguro de ello. Era la segunda vez en su vida que veía esa cara. Dargyll era Welm; su padre, Welm de la isla de los Gatos, según Gaithnard un gran maestro de armas. En su corazón sentía frío y calor a un tiempo. ¿Por qué Dargyll no le había dicho antes que era su padre? ¿Había oído bien? ¿Era Dargyll realmente su padre?

Confuso, se adentró en el camino que conducía al abismo.

La silueta de Dargyll volvió a hacerse visible poco después de que Lethe hubiera partido. Durante largo tiempo, el mago permaneció inmóvil. Su iris ya no era negro y sus pupilas diminutas se habían transformado en unos ojos claros que se movían inquietos.

—Desearía contarte más, hijo —susurró—, pero el mago que vivió hace nueve mil años nos ha silenciado a todos. Las circunstancias personales pasan a segundo plano, después de los intereses del reino, después de los intereses del pueblo. Así ha sido siempre, y así deberá seguir siendo. Si pudiese haber compartido los verdaderos secretos del No Mago contigo…

Por un instante, su cara se contrajo en una mueca de dolor. La edad había marcado su rostro con arrugas y puntos negros alrededor de sus ojos. Se inclinó hacia adelante y se apoyó sobre su báculo.

—El destino es cruel —farfulló con voz ronca.

Acto seguido, dio media vuelta y se adentró tambaleándose en la niebla.