Vamos, dancemos sobre la nieve.
Desde el amanecer hasta la tarde.
Vamos, dancemos sobre la nieve,
en el vacío virgen entre el entonces y el ahora.
Giremos dos veces, un paso adelante y otro atrás.
Ahora a un lado, después al otro.
Con las manos en la cadera,
después entrelazadas en la espalda.
Vamos, dancemos sobre la nieve.
La mejor forma de pasar el día.
Vamos, dancemos sobre la nieve,
en el regazo de Ribbe estamos seguros.
Giremos tres veces, un paso adelante y otro atrás.
Ahora a un lado, después al otro.
Con las manos en la cadera,
después entrelazadas en la espalda.
RIBBE, Canción de la danza de invierno, fragmento
El amanecer del día siguiente reveló un mundo de silencio envuelto en la bruma. Cuando se levantó la niebla y se disolvió en la atmósfera transparente de la mañana, comprobaron que una capa de nieve de unos treinta centímetros lo cubría todo. Vieron huellas de pájaros y otros animales en las proximidades de la cueva, pero no había ninguna criatura a la vista. Las montañas nevadas que se erguían imponentes al este, en el horizonte, eran una fortaleza inexpugnable que se recortaba en el azul del cielo de invierno. El aire no se movía. Una columna de humo se elevaba lentamente dibujando círculos contra el telón de fondo de las montañas.
Lethe intentó encontrar el punto exacto por el que habían salido de la Chimenea del Diablo hasta la cima, pero le resultó imposible.
—¿Ése es el pico de Morangel? —preguntó a Horn, señalando hacia el pico más alto.
El guía asintió. Examinó el cielo.
—Parece que tendremos un día tranquilo. Llegaremos a la meseta antes del anochecer.
Parecía seguro de sí mismo. Aquel hombre suscitaba la fascinación de Lethe. A veces, las personas cargaban con secretos, ocultos en lo más profundo de sus mentes. Horn era una de esas personas. Estuvo a punto de compartir ese secreto con Lethe, pero en el último momento se mordió la lengua. Lethe observó los movimientos hábiles de Horn mientras éste organizaba su mochila y se la colocaba en la espalda.
—Debéis comer algo —dijo el guía—. Después de atravesar el pico de Morangel, podremos aprovisionarnos cuando lleguemos a Tasker.
No explicó quién o qué era Tasker.
La nieve y el frío dificultaban la marcha. A Pit le costaba mantener el ritmo de Horn debido a su baja estatura. Llanfereit cargó con ella a la espalda durante parte del trayecto. Marakis estaba casi recuperado de los esfuerzos del día anterior, pero sentía los músculos tan rígidos como unas amarras. Gaithnard había envuelto las sandalias del príncipe con trozos de tela de su túnica de recambio. Dotar y Matei conversaban, y Lethe cerraba la marcha. Le gustaba aquel mundo blanco. El silencio era total, con excepción de los sonidos producidos por sus compañeros. Horn los condujo hasta un valle situado a los pies del pico de Morangel. Se detuvo cerca de una piedra colocada en posición vertical y retiró la nieve con un pie.
—Estoy intentando encontrar el sendero que conduce al pico de Morangel —informó a Llanfereit, que se puso de hinojos para dejar a Pit en el suelo.
Ambos se dispusieron a ayudar a Horn y dejaron la vía al descubierto.
—Conozco este camino en su mayor parte —dijo Horn mientras lo seguía con la vista hacia arriba—. Allí donde acaba, creo que podremos encontrar alguna senda hecha por animales.
Tenía razón. Poco después de haber iniciado el ascenso, vieron huellas de pequeños animales que se cruzaban con las que había dejado anteriormente una cabra montesa. El sendero serpenteaba entre las angostas y elevadas estribaciones de la cordillera, atravesando grietas y valles profundos. Tuvieron que cruzar algunos arroyos, todavía no del todo helados. Horn cortó unos cuantos troncos de pequeño tamaño con ayuda de una hacha para improvisar un puente sobre las gélidas aguas.
Al aproximarse al pico de Morangel, el camino se volvió más empinado. Pit caminaba de nuevo junto a Lethe.
—Creo que me equivoqué respecto a Horn —dijo.
Lethe asintió con un gesto.
—Yo también.
Pit miró a su amigo de reojo.
—Horn sería un buen fichaje para nuestro equipo. Su conocimiento de la región podría sernos muy útil.
Lethe arrugó el ceño y detuvo la marcha.
—Estaba pensando exactamente lo mismo —dijo en tono de sorpresa—, pero dudo de que le gustara la idea.
—Yo tampoco lo creo. Prefiere estar solo.
Ambos dirigieron la vista hacia Horn, que abría la marcha sin alzar la vista.
—Preguntaré a Matei su opinión —dijo Lethe en voz baja.
El rastro que se intuía sobre la nieve zigzagueaba por una larga y pronunciada pendiente. A medida que ascendían, la capa de nieve era cada vez más profunda. Al llegar a la cima, la nieve les llegaba hasta las caderas. Ante ellos, las huellas se precipitaban hacia un valle profundo; al otro lado, se encontraba el pico de Morangel.
Horn les informó de que había un sendero que recorría una estrecha cornisa justo por debajo de la cara sur del pico.
—Es la ruta más rápida, pero también la más peligrosa. Podríamos rodear el pico por su cara norte, pero eso significaría que deberíamos atravesar estos cerros primero, y después trazar una amplia curva hacia el este. Tardaríamos unas cuantas horas más. Además, la cara norte es más fría.
Lethe intercambió miradas con Matei y Llanfereit.
—No es posible que esa ruta sea más peligrosa que la Chimenea del Diablo —dijo, resuelto—. Iremos por la cara sur.
Se oyeron murmullos de aprobación.
Horn sonrió.
—De acuerdo. Sois un grupo valeroso. —Su voz destilaba sarcasmo.
Aquel hombre, de nuevo, desconcertó a Lethe. Mientras se abrían camino con dificultad a través de la nieve, Lethe redujo la marcha para que Matei lo alcanzara. Le contó lo que había estado hablando con Pit.
Matei apenas sonrió.
—Horn se basta a sí mismo —respondió sin dar más explicaciones, y rechazó la idea con la cabeza.
Lethe no insistió. El mismo, al formular la pregunta, consideraba poco probable que Horn se uniera al equipo.
Volvió a la altura donde se encontraba Pit. Cuando ésta le miró, Lethe le comunicó el resultado con un leve movimiento de cabeza.
Sin embargo, aquel hombre seguía dando vueltas en su cabeza. Sin ser realmente consciente, utilizó el Poder y desplegó los dedos de su mente hacia los pensamientos de Horn. No prestó atención a los pensamientos conscientes del hombre mientras penetraba en el núcleo de su mente. Lethe no le envió ningún pensamiento, porque sospechaba que Horn poseía un sexto sentido y podría darse cuenta.
Se preguntaba qué más le permitía hacer él Poder.
Vagamente, percibió a Pit mirando mentalmente por encima de su hombro. Pit no dijo nada. Lethe sintió su curiosidad, y una brizna de expectación en su presencia pasiva. Lethe, por algún motivo, esperaba que alguna voz, la de Pit o la de otra persona, le dijera qué era lo que debía hacer, pero entonces se dio cuenta de que estaba solo.
Detuvo la marcha y cerró los ojos. Inmediatamente, apareció un esquema geométrico, semejante a una red de pesca. Los hilos brillaban en tono púrpura y amarillo alternativamente. ¿Qué podía hacer? La pregunta dejó un espacio en blanco dentro de su mente. En aquel vacío, algo empezó a acercarse y aumentar de tamaño. Era como una roca en medio de la noche, que se aproximaba rodando hacia él.
Se le antojó enorme, en lugar de diminuta; maciza e ineludible, en lugar de minúscula e invisible.
Tal vez debería intentar convencer a Horn con todas sus fuerzas, en vez de utilizar un ejército de pensamientos ínfimos. Le pareció una buena idea, pero ¿cómo llevarla a cabo? Abrió los ojos.
Al apartarse de la mente de Horn, tuvo la impresión de que el guía le miraba por encima del hombro. Sus ojos se encontraron con los de Lethe. ¿Una coincidencia? Lethe no podía saberlo. Horn se mostraba tan escurridizo como de costumbre.
Lethe tuvo que admitirlo: simplemente no sabía cómo utilizar el Poder.
Horn lo sabe.
Miró a Pit atónito. Pit le devolvió una mirada seria.
Tal vez —respondió, pensativo—. Eso significaría que tiene el Poder. En ese caso, ahora debe estar escuchando.
Horn seguía avanzando trabajosamente a un ritmo constante. Nada parecía indicar que hubiera oído la conversación entre Pit y Lethe en el lenguaje de la mente.
El sendero giraba de forma brusca hacia el suroeste, hasta llegar a una estrecha cornisa que ascendía directamente al pico de Morangel. A ambos lados de la cornisa se abrían sendos precipicios. Durante unos minutos, caminaron penosamente y en silencio. La temperatura descendió de manera considerable. La nieve era más dura y resbaladiza. Horn practicó algunos peldaños en los puntos más delicados. Avanzaban con lentitud, casi arrastrándose. Cuando se encontraban ya debajo del pico, el sol empezó a descender.
—Hay algunas cuevas más adelante —exclamó Horn—. Falta muy poco.
Alcanzaron el punto más alto. La oscuridad dejaba entrever una llanura llena de agujeros: la meseta de Stylanger, que conducía hasta los abismos de Lan-Gyt. La ausencia de árboles y arbustos era patente.
Horn abandonó el camino para tomar una vereda profundamente excavada. A ambos lados, se veían algunas grutas que parecían apropiadas para guarecerse.
—Seguiremos avanzando —ordenó Horn—. Estas grutas están atestadas de zorros de roca. Más adelante, encontraremos ramas y leña para hacer una hoguera.
Señaló un profundo valle al final de la vereda. Cuando penetraron en él, el frío dejó de ser tan intenso. Estaba salpicado de árboles gigantescos de corteza gris y ramas del grosor normal de un tronco. Horn los llamaba «staltos».
—Crecen únicamente en algunos de los valles del oeste de Lan-Gyt. Los isleños creen que vienen de otro mundo.
A Lethe le pareció que había algo extraño en las palabras de Horn, pero no supo determinar de qué se trataba.
Recogieron algunas ramas caídas y encontraron una cueva adecuada. La hoguera en seguida empezó a crepitar. Comieron y acabaron el resto del agua. Después llenaron sus cantimploras de nieve y las pusieron cerca del fuego. Establecieron los turnos de guardia de aquella noche: Lethe y Llanfereit harían la primera. El grupo se preparó para pasar la noche, y no pasó mucho tiempo antes de que se hiciera el silencio en el campamento.
En medio de aquel silencio, Horn despertó a Lethe a la hora de su guardia. Le indicó que se mantuviera en silencio colocando un dedo sobre sus labios.
—Hay zorros en los alrededores —susurró—. No se acercarán mientras mantengáis la calma y el fuego encendido, pero no bajéis la guardia.
Lethe asintió y se dirigió a la entrada de la cueva, donde encontró a Llanfereit sentado al lado del fuego. El mago confirmó la información que acababa de recibir Lethe señalando un punto en la oscuridad. Lethe, de inmediato, vio sus contornos.
—Zorros de roca —murmuró Llanfereit—. Son cuatro. Están ansiosos por atacarnos, pero temen el fuego.
Los dos permanecieron en silencio. Cuando ya había transcurrido la mitad de la guardia, Horn se acercó a ellos para comprobar que todo iba bien.
—¿Hay leña suficiente? —preguntó.
—De sobra —respondió Llanfereit.
Entonces, algo rozó la mente de Lethe. Asustado, se encogió y miró en derredor. No se oía nada, pero una voz atravesó su mente en un susurro.
Tu Poder también puede hacer esto.
De pronto, Lethe pudo ver los zorros de roca bañados por una luz verdosa. Había siete en total y acechaban sigilosamente a ras de suelo. El de mayor tamaño se atrevió a acercarse aún más: probablemente, era el jefe de la manada. Los zorros de roca eran más parecidos a los lobos que a los zorros comunes, tal como entonces podía comprobar. Eran animales huesudos, de pellejo marrón y aspecto mugriento, del que salían mechones de pelo gris. Tenían los ojos amarillos, y su hocico se asemejaba al de un perro de gran tamaño. El líder se aproximó aún más, como si hubiera perdido el miedo al fuego.
Después se desvanecieron, y Lethe miró otra vez fijamente hacia las llamas. Volvió la vista atrás y vislumbró de forma fugaz la espalda de Horn mientras éste se esfumaba en la oscuridad de la cueva.
—Se han ido —dijo Llanfereit, sorprendido.
—¿Cómo dices? —preguntó Lethe inocentemente.
—Los zorros de roca: se han ido.
Era cierto. Lethe revivió lo que acababa de sucederle. Sólo entonces empezó a preguntarse a quién pertenecía la voz que le había hablado.
Al rayar el alba comprobaron que los zorros se habían esfumado. El cielo, rápidamente, quedó cubierto por nubes de bordes amarillos.
—Nieve —rezongó Horn, que de pie, en la entrada de la cueva, empezó a mirar atentamente en todas direcciones—. Os llevaré hasta los abismos. De lo contrario, con toda seguridad, os perderíais.
—Sois muy amable por vuestra parte, capitán Horn —dijo Matei—, pero no era ése el trato. Si acepto vuestra oferta, podréis reclamar legítimamente más speets.
—No los quiero —replicó Horn con firmeza—. Es mi decisión. Quiero que el muchacho llegue a tiempo, sano y salvo, para llevar a cabo su misión.
Ese último comentario sorprendió a Lethe. ¿Qué sabía Horn? ¿O tal vez sólo sospechaba algo? Matei le lanzó una mirada entre el asombro y la curiosidad, como si esperara alguna reacción por parte de Lethe. Pero Lethe estaba absolutamente perplejo.
Horn recogió la bolsa y les hizo señas para que lo siguieran.
Penetraron en el valle en silencio. Temían que los zorros aparecieran de nuevo, pero el paisaje invernal no les daba respiro. Descendieron gradualmente hasta la meseta de Stylanger. En un primer momento, pudieron ver el sol como una mancha borrosa a través de las nubes, pero muy pronto negros nubarrones aparecieron acechando por encima de sus cabezas.
—No os separéis demasiado —advirtió Horn.
Entonces, empezó a nevar. El mundo se cubrió de blanco en cuestión de segundos. Cada uno de los componentes del equipo apenas podía distinguir el perfil grisáceo de la persona que iba delante. Lethe miró por encima del hombro. Sus huellas quedaban borradas por la nieve en menos de dos segundos. Se acordó de aquella mañana en la que vagaba por El Vencejo, en la que sus huellas sobre la arena mojada le hicieron pensar. Vio a Pit luchando contra la tormenta de nieve. Después, volvió a mirar al frente; Matei apenas era visible. Aceleró el paso para dar alcance al alto myster.
Horn parecía saber exactamente adonde se dirigían, aunque Lethe no era capaz de ver el más mínimo rastro en medio del ventisquero de copos. La capa de nieve cada vez era más profunda, lo cual hacía más penoso su avance.
—¡Debemos buscar un refugio! —exclamó Horn—. De lo contrario, podríamos lamentar la pérdida de alguno de nosotros.
A Lethe le pareció que se desviaban bruscamente hacia la izquierda. Después de unos minutos, Horn profirió un grito.
—¡Alto!
Todos se detuvieron y avanzaron casi arrastrándose hasta donde estaba Horn.
—Hay una cueva cerca de aquí —dijo—. El único inconveniente es que la entrada se encuentra del lado del acantilado, y el camino que conduce hasta ella es muy estrecho.
Desenrolló la cuerda que llevaba amarrada a la cintura y le tendió uno de los cabos a Matei.
—Voy a buscar el camino. Aseguradme con este extremo de la cuerda. En caso de que resbale, son doscientos metros de caída.
Gaithnard y Dotar también asieron la cuerda. Horn desapareció. Regresó al cabo de un rato.
—Pasé por alto el camino —aclaró—. Está a unos treinta metros de aquí, retrocediendo por la misma senda que hemos seguido.
—Imperdonable —comentó Llanfereit.
Todos rieron; hasta Horn sonrió.
—Vamos —dijo—, pongámonos a cubierto.
El camino era angosto, y aunque no podían ver el abismo ni tampoco el mar, ponían toda su atención en cada paso que daban. La cueva era profunda y había indicios de que ya había sido utilizada por otras personas, a juzgar por los restos de algunas hogueras. En su interior había ramas amontonadas, que aprovecharon para encender un fuego en las proximidades de la entrada.
Seguía nevando de forma implacable. La ventisca amainó únicamente al anochecer, así que decidieron pasar la noche en aquella gruta.
Lethe y Dotar hacían guardia. Conversaban susurrando acerca de toda clase de asuntos, mientras mantenían vivo el fuego. No había zorros de roca aquella noche. Aparte del murmullo distante del mar, no se oía nada. Se quedaron observando el fuego en silencio durante un buen rato.
Lethe se levantó y salió fuera. Un cielo abrumador, abarrotado de estrellas, indicaba que las nubes se habían esfumado. Examinó la oscuridad, y estaba a punto de volver adentro, cuando vio que algo se movía. En un lugar imposible, a unos diez metros, apareció una sombra envuelta en llamas. Se trataba de una criatura alada, cuyos miembros eran llamas amarillentas. Vio un rostro; sus ojos intentaron tranquilizarle.
Al momento siguiente, la figura había desaparecido. A Lethe le pareció oír un sonido rítmico, tal vez el batir de alas de la criatura. Después, todo quedó en silencio. Se volvió bruscamente.
—¿Has visto eso? —dijo con voz entrecortada.
Dotar alzó la vista.
—¿Qué? —preguntó.
—Creo que he visto algo, allí.
—¿Allí? ¡Eso es imposible!
Lethe escudriñó la oscuridad, pensativo.
—Cierto y sin embargo…
A la mañana siguiente, emprendieron la marcha temprano, tras haber dado cuenta de sus últimas provisiones.
—Muy pronto, llegaremos a Tasker —dijo Horn.
Regresaron a la meseta. Un manto impenetrable de niebla reducía la visibilidad sobre el mar, pero la meseta estaba despejada. En el horizonte podía verse una pequeña cadena montañosa.
—Las montañas de Pórtico de Lan Alto —dijo Horn. Señaló una columna de humo que ascendía directamente a la atmósfera—. Llegaremos a Tasker después de mediodía. Allí nos separaremos.
Tasker resultó ser un hombre que poseía una pequeña taberna sin nombre en un cruce de caminos. La estructura de madera se encontraba a las afueras de un rancho de diez casas al pie de las montañas. Eran los únicos huéspedes, y pudieron disfrutar de un pan negro de dulce aroma y del vino de la región.
Horn conversó con Matei y Tasker. Este último conocía la región como la palma de su mano. Matei dio las gracias efusivamente al posadero y se reunió con sus compañeros.
—Ahora conozco el camino que debemos seguir a partir de aquí —dijo de forma sucinta, y el tono dejó claro que no respondería a ninguna pregunta.
Se despidieron de Horn en la puerta. Lethe fue el último en hacerlo. Horn le tomó por los hombros. Sus ojos estaban muy cerca de los de Lethe, y por primera vez, el muchacho vio una brizna de amabilidad en su rostro.
—Bastaba con preguntar, hijo.
Lethe le miró boquiabierto.
—Entonces, después de todo, es cierto —farfulló.
—¿Después de todo? ¿Te refieres al Poder del que tú y la muchacha estabais hablando?
Horn recorrió con la mirada el grupo, y pestañeó.
—Puedo oír tus pensamientos, pero en mi caso, eso es todo.
De repente, se afilaron sus sentidos y la sospecha se abrió paso en la mente de Lethe. ¿Estaba Horn diciendo la verdad? Algo le hizo dudar. Percibió un ligero titubeo en la voz de Horn cuando dijo «en mi caso, eso es todo».
—En ningún caso habría aceptado acompañaros —dijo Horn—. He vivido en Kasbyrion desde que nací. Conozco cada centímetro de este lugar, pero las regiones que se extienden más allá de la meseta de Stylanger son tierra incógnita para mí. No podría haberlo hecho.
Suspiró.
—He estado dentro de tu mente en más de una ocasión, muchacho. He llegado incluso a hablarte. Que los vientos te sean favorables. Tienes algo especial, algo misterioso, como si no fueras quien dices ser. Ve con Dios.
Sin esperar respuesta, Horn dio media vuelta y se alejó.
Sus últimas palabras, «como si no fueras quien dices ser», rondaron en la mente de Lethe largo tiempo.
Siguió con la mirada a Horn. Así pues, él había sido quien le había mostrado un nuevo aspecto del Poder; era capaz de ver en la oscuridad. Horn no era el que fingía ser, o bien tenía más poder. De todas formas, el hombre seguía siendo un enigma.
—Vamos, Lethe —llamó Pit, que lo había estado esperando mientras el resto de la compañía seguía avanzando.
Lethe dio un par de pasos hacia ella y, de repente, se detuvo como si le hubiera alcanzado un rayo. De pronto se dio cuenta de qué era lo que había de desconcertante en las palabras de Horn. «Los isleños creen que vienen de otro mundo». Pero ¡Horn acababa de decir que él había nacido y crecido en Kasbyrion! Se refería a los habitantes de Lan-Gyt como si fueran extraños. ¿Acaso Horn era un forastero? ¿Había mentido, o acaso Lethe estaba dejando volar su imaginación?
Confuso, avanzó hacia Pit. Mientras tanto, se dio cuenta de que Rax no había cantado en presencia de Horn; por lo tanto, éste no podía representar al mal. Eso le reconfortó.