Algunos caminos no están hechos para seguirlos.
DICHO DE GYT ORIENTAL
Un repiqueteo continuo sobre el casco del barco despertó a Lethe. Se levantó de la litera y miró a través del portillo. El Astuta Cuchilla de los Nueve Mares sufría un bombardeo de granizo del tamaño de canicas. Sobre el navío, una capa de nubes negras y amarillas parecía estar suspendida en el aire. En el horizonte, las nubes empezaban a resquebrajarse. Todavía no había salido el sol, pero en el cielo ya se vislumbraban los primeros destellos amarillos y anaranjados.
Matei estaba sentado, erguido en su litera, absorto en la lectura de un grueso volumen a la luz de una pequeña vela de cera. Lethe leyó el título que aparecía en la cubierta del libro que Matei sostenía entre los dedos índice y pulgar: Los Abismos de Lan-Gyt. Origen, microclimas y caminos. El autor era un tal Wetterink Haltszoon de Fang. Lethe se dio cuenta de que Matei ya debía saber cuál era su destino antes de salir del puerto de Loh.
Matei alzó la vista y apiló el libro sobre otros que había encima de la mesa.
—Buenos días, Lethe.
Se puso en pie de un salto y empezó a hablar en un tono muy serio.
—Los próximos días tienen una importancia fundamental. Si conseguimos llegar al altiplano, habrá llegado el momento de que sigas tú solo. Debes entrar en el abismo por tu cuenta; eso es todo lo que sabemos. Quién o qué te aguarda allí es todavía un misterio.
—Yo tampoco lo sé —respondió Lethe—. En realidad, todavía no quiero pensar en ello. Me aterra la idea de tener que ir solo.
Matei no dijo nada; se limitó a estudiar la expresión del rostro de Lethe. La cara del mago no delataba ninguna emoción, pero Lethe percibió su compasión cuando intervino de nuevo.
—Todos debemos recorrer parte del camino solos en alguna ocasión. Y nadie puede decir que nunca tenga miedo.
Hicieron el equipaje y subieron a cubierta. Los demás ya estaban allí. La tormenta de granizo había amainado, pero seguía haciendo un frío glacial, y el aliento cubría sus rostros como una niebla breve. Wedgebolt, Mano Firme y Kalyk se habían ocupado de preparar las provisiones de comida y agua.
—Os esperaremos aquí —dijo Wedgebolt mientras propinaba unas contundentes palmadas sobre los hombros de Lethe. Después, se volvió hacia Matei, refunfuñando—. No me queda otro remedio si quiero recuperar mis speets.
Matei sonrió y le dio unas palmaditas en la espalda al capitán.
—Puedes estar seguro de que te los devolveré.
Kalyk les llevó a tierra en el bote de remos; en seguida, llegaron a La Grieta del Lobo de Kasbyrion.
Horn ya estaba esperando, vestido con una toga de color marrón pálido. Enrollada alrededor de su cintura llevaba una cuerda, y calzaba unas sandalias encordadas en las pantorrillas.
—Demasiado equipaje —dijo con voz cortante—. Cada uno debe dejar aquí por lo menos la mitad de lo que lleva o no conseguiremos pasar.
Dejaron parte de las provisiones y algunas mudas en la posada. A Horn le pareció insuficiente, pero aceptó la propuesta de Lethe de que, en caso necesario, abandonarían material en el camino, que Horn podría recoger de regreso a la aldea. Horn añadió rezongando que el calzado que llevaban no era el más adecuado, pero finalmente se encogió de hombros.
Emprendieron la marcha. Horn se cubrió con un amplio forma de color marrón y empezó a caminar hacia la playa de guijarros situada detrás de la posada. Inspeccionó el cielo. Penachos de nubes se sucedían atropelladamente.
Lethe caminaba a su lado y, a veces, le hacía alguna pregunta. Horn no respondía, y si lo hacía, utilizaba los mínimos vocablos posibles. Tras rodear un acantilado, Kasbyrion desapareció de la vista. Ante ellos, contumaces torreones de roca se alzaban hacia el cielo. Sortearon unos cuantos acantilados más, y Lethe comprobó que la playa terminaba aproximadamente un kilómetro más allá. Examinó los muros de roca. Tenía la impresión de que la roca de color gris oscuro le devolvía la mirada con unos ojos ocultos detrás de la roca. No pudo ver ningún paso, pero Horn seguía avanzando con determinación, sin aminorar la marcha. Al final de la playa, descargó la mochila de la espalda y se la puso sobre la cabeza.
—Debemos adentrarnos en el agua para continuar. —Señaló un punto entre dos piedras—. Allí se encuentra la entrada de la Chimenea del Diablo.
Siguieron su ejemplo y avanzaron tras él por las aguas congeladas, arrastrando los pies sobre el inestable fondo marino compuesto de conchas y guijarros, sin alejarse demasiado de las paredes del acantilado.
—Huele mal aquí —dijo Gaithnard, que cargaba su bolsa y a Preter sobre la cabeza.
—Peces muertos —confirmó Horn—. La bahía es una trampa. Los peces no pueden nadar contra la corriente para volver a mar abierto, y apenas hay algas kelp o cualquier otro tipo de comida aquí.
Cada vez se sumergían más en el agua. De todos ellos, Pit era la persona de menor estatura, y el agua ya le llegaba a la altura de los hombros. El frío empezaba a calarle los huesos. Cuando volvieron a acercarse a las rocas, Lethe vio un orificio, de apenas medio metro de ancho y uno de alto, justo por encima de la superficie.
—¿Tenemos que pasar por ahí? —preguntó, tartamudeando, debido al castañeteo de sus dientes.
Horn le miró de soslayo, sin responder.
El fondo marino empezó a ascender. Cuando llegaron al orificio, el agua les llegaba por la cintura, y el paso se encontraba a unos dos metros por encima de sus cabezas.
—Yo iré primero —dijo Horn—. Necesito que me echéis una mano.
Lethe sostuvo la bolsa de Horn. Gaithnard y Marakis dieron las suyas a Matei y Llanfereit para ayudar a Horn a subir.
—Pasadme todas las bolsas —ordenó.
Horn ayudó a subir al resto del equipo. Se encontraban en la más absoluta oscuridad. El aire olía rancio, debido a la humedad y al moho de las rocas. Lethe tanteó a su alrededor y sintió el tacto de piedras resbaladizas y musgo.
—¿No deberíamos utilizar una antorcha? —inquirió.
—No es necesario —le respondió Horn, que estaba justo a su lado—. Toma este cabo y amárralo a tu cintura.
Lethe palpó en busca de la soga, a la que ya se encontraban atados los demás.
—Ahora tendremos que escalar —dijo Horn—. La roca está húmeda, así que mucho cuidado. Si alguien resbala, es importante que avise, de forma que los demás estemos preparados.
—¿Nos llevará mucho tiempo el ascenso? —preguntó Marakis.
—Tardaremos un par de horas. Después, llegaremos a un altiplano. Hasta entonces, seguiremos rodeados de oscuridad. Estad preparados.
Al principio, todos ellos, con la excepción de Horn, tuvieron dificultades para escalar en la oscuridad sobre la piedra mojada. A veces, alguien resbalaba y profería un grito de alerta. Poco a poco, mejoraron la técnica y se acostumbraron a la oscuridad. Subían pesadamente, jadeando. En algunos puntos concretos, Horn les avisaba de la proximidad de un tramo peligroso. En ocasiones, les indicaba exactamente los agarres de la roca que debían utilizar para escalar. Rax dificultaba la ascensión de Lethe, pero éste ni por un momento consideró la posibilidad de abandonarla en el camino.
—¿Es ésta la Chimenea del Diablo? —preguntó Pit.
En un principio, la risa socarrona de Horn fue la única respuesta. Más tarde, cuando Marakis insinuó que necesitaban una pausa, Horn hizo un comentario.
—Nos encontramos en un túnel sin nombre que conduce, como dije antes, a una angosta planicie; en realidad, se trata más bien de una cornisa. Esta ascensión es mucho menos complicada que la que nos espera más adelante. Lo único que puedo decir sobre la Chimenea del Diablo es que espero que todos sobrevivamos.
Se hizo el silencio.
—En caso de tormenta, no podríamos haber utilizado este túnel —prosiguió Horn—. El nivel del agua habría subido muchos metros y hubiera llegado incluso hasta aquí.
Iniciaron la segunda fase del ascenso. En algunos tramos, era una escalada casi vertical. Por suerte, ya no había tanto musgo y la roca resbalaba menos.
De pronto, Lethe vislumbró sombras en movimiento.
—Luz —murmuró mientras alzaba la vista.
El túnel serpenteaba ante ellos, y la luz anunciaba el final.
Muy pronto llegaron a la cornisa, flanqueada por muros verticales en tres de sus aristas. Ante ellos se abría una garganta de seis o siete metros de largo y uno de ancho.
—Y ahora, ¿adonde? —preguntó Marakis, que alzó la vista, sobrecogido, hacia la estrecha franja de cielo nublado.
—Hacia abajo —dijo Horn con una sonrisa mientras desataba la cuerda que los unía a todos.
Lethe se acercó al borde y se asomó al vacío con la intención de adivinar su profundidad.
—Quince metros —indicó Horn—. Una vez en el fondo, encontraremos un pasadizo que conduce a través de una cueva a la Chimenea del Diablo.
Fijó la cuerda alrededor de una roca.
—Yo iré delante. Cuando hayáis bajado todos, volveré a subir para recuperar la cuerda.
—¿Y qué harás después? —preguntó Gaithnard—. ¿Saltar?
Horn volvió a sonreír.
—Cortaré tres cuartas partes del grueso de la soga, justo por debajo del nudo. Cuando me reúna con vosotros, tiraremos de la cuerda hasta que se rompa.
Una vez hecho esto, de nuevo se vieron envueltos por la oscuridad, aunque podían intuir vagamente el contorno de los demás.
Horn pidió que le prestaran atención.
—Vamos a atarnos de nuevo a la cuerda, no porque se trate de un tramo peligroso, pero como mínimo no nos perderemos en la oscuridad. Hay unas cuantas bifurcaciones y corredores que se desvían a ambos lados. Perderse aquí es sinónimo de sentencia de muerte. Además, hay algunas fosas a mitad del camino. Desconozco su profundidad, pero son trampas de las que es imposible salir. —Hizo una pausa—. ¡Ah!, y las gentes de Kasbyrion dicen que está embrujada.
Rió secamente.
—Nunca he visto fantasmas, pero tal vez vosotros seáis más receptivos a esa clase de presencias. Sigamos adelante.
Perdieron la percepción del tiempo en el laberinto de pasadizos y túneles. La oscuridad dejaba paso a algunos rayos de luz a través de algunas fisuras en los muros de roca.
—Tierra de nadie —masculló Gaithnard.
Horn rió sardónicamente.
—Te equivocas, espadachín; hemos pasado al lado de cientos de criaturas. Si tuvieras el olfato más desarrollado, ya te habrías dado cuenta. En la mayoría de los casos son inofensivas, pero hemos estado muy cerca de algunos zorros de roca; a veces, atacan a los humanos.
Lethe estaba alerta; de vez en cuando, oía crujidos. En una sala de la gruta de mayores dimensiones, sintió la presencia de un animal muy grande, que no se dejó ver.
Lethe se dio cuenta de que cada vez hacía más frío y el suelo era más irregular.
—Las fosas —advirtió Horn de repente. Se detuvo y les indicó que se aferrasen al cinturón de la persona que les precediera. Deambulaban a través de una cueva que olía vagamente a azufre. Lethe se sintió mareado a causa del hedor. Entonces, se sumergió en una visión.
Seguía caminando penosamente, con la mano derecha aferrada al cinto de Horn. Un miedo irracional se apoderó de él. De pronto, el cinturón de Horn se esfumó, y con él la sensación reconfortante que éste le proporcionaba. Buscó a tientas a sus compañeros, e intentó gritar, pero de su garganta únicamente salió un ruido ronco.
Creyó oír que alguien gritaba su nombre desde muy lejos.
—¡Lethe!
¿Era Pit?
Se quedó inmóvil, rígido, muerto de miedo. Un simple paso podía hacer que se precipitase a una muerte agónica. Se oyó la voz de nuevo, pero no pudo entender lo que decía. Cuando de nuevo se hizo el silencio, sintió una amenaza indefinible, que intensificaba a cada momento.
Una sombra oscura se estaba acercando a él. El resplandor azulado de Rax era tan intenso que le permitió distinguir sus oscuros contornos. Se iluminaron dos puntos amarillos que le observaban como dos débiles llamas. Lethe se quedó petrificado. Tenía que salir de allí y buscar a sus compañeros. Un sudor frío inundó su cuerpo. Con mucho cuidado, movió el pie derecho y, con el talón, tanteó un saliente de roca. Los ojos amarillos parecían venir flotando hacia él. La mente de la criatura tocó la suya. El miedo iba ganando terreno en su interior.
—¿Lajte?
La fuerza de aquella voz le hizo tambalearse. No era más que un susurro ronco, pero la palabra retumbó en cada fibra de su cuerpo. De su subconsciente surgió un nombre: Iarmongud'hn. Pero sus formas eran ligeramente distintas de las del dragón de la visión anterior.
—Spaerind H'ranz circilio youmo.
Parecía que la presencia quería responder al pensamiento de Lethe. El pavoroso miedo se transformó en asombro. Desconocía el lenguaje empleado por la criatura y, sin embargo, creía que había entendido lo que había dicho: «El espíritu del dragón ha cobrado forma humana».
Entendía las palabras, pero no su significado. Una voz susurró que, en realidad, no quería comprender.
Los ojos se acercaron aún más y la silueta llegó hasta él.
—¿Lajte? ¿Riï Ayinti?
Lethe cerró su mente al significado de aquellas palabras. Los ojos se encontraban justo delante de los suyos. La hoja de Rax emitía una luz azul cegadora. Un miedo animal se apoderó de él y le hizo retroceder. Había olvidado que estaba al borde de una fosa; perdió el equilibrio y cayó de espaldas en ella.
Lethe profirió un grito salvaje y buscó a tientas el filo del abismo. Sus dedos rozaron la roca áspera; sintió dolor, pero encontró un lugar al que asirse. Su corazón latía con fuerza, como si se le quisiera salir del pecho. El dolor era insoportable. Perdió el sentido. Sus dedos dejaron de hacer fuerza y se soltaron del borde del abismo. Su mente y su cuerpo se precipitaron en la profunda y negra fosa.
Asustado, Lethe aspiró ansiosamente el aire helado. La visión había sido tan real que todavía sentía calambres en los dedos y el corazón dolorido.
—Me haces daño, muchacho —espetó Horn.
Lethe se estremeció y farfulló una disculpa.
El pasadizo empezó a descender bruscamente; al mismo tiempo, entró la luz del día.
—Cuidado —advirtió Horn—. Si caéis aquí, no podréis deteneros.
Involuntariamente, los dedos de Lethe volvieron a agarrotarse. En su mente, su última visión se había convertido en realidad. Le costaba seguir moviendo las piernas.
Avanzaron casi arrastrándose hacia la luz, cada vez más intensa.
—Hay agujeros en los muros —dijo Horn—. Los hice yo mismo en anteriores ocasiones. Ofrecen buenos asideros, así que aprovechadlos.
En el muro había clavado un gancho de hierro, cerca de la salida. Horn le indicó que se desataran y sujetó la cuerda al gancho.
—¿Abajo? —preguntó Dotar.
Horn sonrió y asintió con la cabeza.
—No mucho, después seguiremos escalando más arriba de lo que os podéis imaginar.
Lethe miró hacia afuera, más allá de donde estaba Horn. El sol de invierno, a punto de ser devorado por un cielo apocalíptico completamente cubierto, brillaba sobre una grieta de no más de cinco metros de ancho. Flanqueaba la salida al oeste un muro de roca no demasiado alto; al este, sobre ellos, se alzaba una pared como mínimo el doble de alta.
Horn siguió su mirada.
—A nosotros nos conviene la cara este —dijo.
Le parecía que aquel hombre estaba disfrutando con su sufrimiento; le brillaban los ojos y una sonrisa desagradable curvaba sus labios.
Lethe examinó la pared que se alzaba al este, pero no fue capaz de descubrir ningún punto débil que permitiera la escalada.
Descendieron por la cuerda hasta el fondo de la grieta, lleno de piedras y guijarros. En aquella ocasión, Horn fue el último en bajar. Repitió la maniobra para liberar la cuerda.
Hacía mucho más frío que en las cavidades de la cueva. La temperatura descendió aún más cuando las nubes ocultaron el sol. Horn extrajo una piel y una capa de su bolsa. Pit se cubrió con una manta que ató alrededor de su túnica con un trozo de cuerda. Marakis y Gaithnard únicamente traían en sus bolsas un bonter blanco, una especie de bufanda. Lethe se puso un jubón sin mangas encima de la túnica. Matei y Llanfereit eran los únicos que no llevaban ropa de abrigo.
Horn alzó la vista. Por primera vez, parecía preocupado.
—Hay nieve en el camino —dijo—. Pensé que podríamos hacer una pausa para comer, pero dadas las circunstancias debemos llegar a la Chimenea del Diablo lo antes posible, o nos quedaremos atrapados aquí durante días. Aprovecharemos para comer ahora, mientras atravesamos la grieta. Llegaremos a la Chimenea del Diablo en un cuarto de hora.
—No disponemos de días —dijo Matei.
Horn se encogió de hombros y les condujo a través de la grieta. Era tan perfecta que parecía artificial, hasta un punto en el que empezaba a descender y estrecharse bruscamente. A veces, incluso tenían que pasar de lado entre ambos muros. La oscuridad se intensificó.
Cuando el camino empezó a ensancharse, Pit avanzó hasta llegar a la altura de Lethe.
Llanfereit marchaba penosamente delante de ellos, y Horn iba en cabeza.
—¿Confías en Horn? —preguntó Pit en voz baja.
Lethe la miró.
—Es un gruñón, pero no hay razón para desconfiar de él.
Pit alzó una ceja.
—No estoy segura. Si nos abandonase aquí, probablemente moriríamos.
—Siempre podemos desandar el camino.
—¿Sin una cuerda?
—Podríamos hacer una con nuestras ropas.
Los dos callaron durante un buen rato. Lethe rompió el silencio.
—Tal vez tengas razón, pero todavía no le hemos dado a Horn los trescientos speets. Quizá eso sea un incentivo para que nos lleve sanos y salvos hasta el altiplano.
Pit se mordió los labios y no respondió. Llanfereit miró por encima de su hombro y cerró los ojos un momento. ¿Lo hizo para tranquilizarlos, o pretendía indicarles que era mejor callar?
Horn se detuvo poco después. Lethe miró a su alrededor. La grieta terminaba en una pared de roca que se alzaba ante ellos cientos de metros hacia el cielo. A su izquierda había otro muro de roca lisa, casi de idéntica altura. A la derecha, la pared era negra, austera, llena de fisuras.
—Caballeros, damisela —sonrió Horn, señalando la pared—: la Chimenea del Diablo.
Todavía sin comprender, la mirada de Lethe viajó en la dirección indicada por Horn. Sólo entonces vio una abertura en la roca, un túnel vertical que desaparecía de la vista cientos de metros más arriba. Era como si una espada gigante hubiera conseguido hender la roca. Lethe penetró en el interior y alzó la vista directamente hacia arriba. Vio orificios y protuberancias a ambos lados.
—Una escalera natural —susurró—, pero de ascensión delicada.
—No del todo natural —le respondió Horn casi al oído—. He colaborado con la naturaleza practicando algunos agujeros adicionales aquí y allá. La ruta de ascenso tiene más de mil metros de altura, que discurren alternativamente en una y otra pared. Cuando llueve no hay modo de no acabar empapado, y cuando nieva, se producen continuas avalanchas. A medio camino encontraremos una cascada de hielo. Espero que podamos atravesarla; eso no quiere decir que el resto de la ascensión no revista peligro.
»Trescientos speets es una cantidad ridícula por guiaros en una travesía como ésta. Debería solicitar el pago ahora mismo. La muchacha no confía en mí. Por supuesto, está en su derecho. La gente siempre ha desconfiado de mí; he aprendido a vivir con ello.
A Lethe le impresionó el discurso, especialmente la conclusión. Horn les había oído; debía tener una excelente capacidad auditiva.
—Eres especial, muchacho —prosiguió Horn en voz aún más baja—. Hago esto porque estás dentro de mi mente. Hago esto por ti.
Lethe se puso tenso. Horn sabía que Lethe había utilizado el Poder.
—Yo tenía un hijo. —Horn le miró fijamente a los ojos—. Tenía tu edad cuando…
Horn calló.
—¿Por qué te estoy contando todo esto? —dijo después con voz ronca.
Se volvió de forma brusca.
—Debéis hacer exactamente lo que os diga —ordenó en un tono más alto de lo necesario—. Sólo hay una manera de subir. La ascensión es lenta y agotadora. Tenéis que aguantar, incluso aunque creáis que no vais a conseguirlo. Nos encordaremos todos de nuevo. Eso significa que el eslabón más débil retrasará la marcha de los demás. Debemos intentar que eso no suceda.
Empezaron la ascensión. El frío entumecía los músculos, y muy pronto todos tenían los dedos y las piernas doloridos. Avanzaban lentamente. El cansancio dejó paso al agotamiento, principal causa de errores.
—¿Cuánto falta? —dijo Marakis en un momento dado. Más que una pregunta parecía una petición de ayuda. Todos sentían que no podrían aguantar mucho más.
—Estamos casi en el punto medio de la ascensión —respondió Horn—. Cuando hayamos superado la cascada de hielo, podremos descansar en una estrecha repisa, haciendo turnos.
Aquellas palabras consiguieron levantar la moral del grupo. Muy pronto llegaron a la cascada, que superaron escalando por su filo, gracias en parte a los orificios adicionales que Horn practicó en el hielo con ayuda de un pequeño pico.
Marakis perdió el equilibrio, resbaló y se golpeó contra el hielo. Necesitó algún tiempo para recuperarse antes de seguir escalando.
Justo encima de la cascada había un resalte natural con espacio suficiente para una persona.
—He hecho algunos agujeros adicionales —dijo Horn.
Aquellas presas de manos y pies facilitaban considerablemente la ascensión. Marakis fue el primero que aprovechó el lugar de reposo. Todos dispusieron de algunos minutos para descansar, excepto Horn, que no quería perder más tiempo. El último turno era el de Lethe. Pero cuando éste acababa de trepar a la repisa, empezaron a caer copos de nieve.
—Debemos seguir avanzando —espetó Horn—. Si nos sorprende una tormenta de nieve, no tendremos ninguna oportunidad. ¡Debemos emplear todas nuestras fuerzas!
Hicieron acopio de sus últimas reservas. Horn casi les subía a pulso por la cuerda; todos tenían dificultades para mantener el ritmo. Los dedos de Lethe estaban tan agarrotados que el dolor era casi insoportable y apenas tenía sensibilidad en los pies. Marakis se sentía exhausto y resbalaba con frecuencia.
—No puedo más —dijo en más de una ocasión, jadeando, pero entonces profería un grito cargado de rabia y seguía avanzando.
Los copos eran cada vez más gruesos y abundantes, hasta que empezó a nevar ininterrumpidamente.
—Más de prisa —gritó Horn.
Un viento racheado y gélido atravesó sus ropas, como si estuvieran desnudos. Lethe jadeó, asustado. Pensó que no podría soportar muchas más ráfagas como ésa.
—No dejéis de moveros —gritó Horn.
La cortina de nieve cada vez era más espesa. Ya no podían ver las fisuras de la roca. Marakis resbaló de nuevo, y Lethe, que subía por encima de él, se aferró a la roca justo a tiempo. Por suerte, Gaithnard encontró una grieta para sus pies y pudo aguantar el tirón. Pit y Marakis avanzaron centímetro a centímetro, aprovechando asideros para manos y pies.
—Esperad —dijo Marakis con voz ronca y entrecortada—. No me queda fuerza.
—No hay tiempo para eso —replicó Horn con brusquedad—. Sólo hay dos opciones: ¡seguir escalando o morir!
Resbalaban y continuaban trepando alentados por el valor que surge de la desesperación. Lethe no sentía los dedos de las manos ni de los pies, pero decidió no dar importancia a su estado.
El viento arreció hasta convertirse en un vendaval, silbando de forma amenazadora a través de las fisuras y las grietas de la Chimenea del Diablo. Los copos de nieve se convirtieron en cuchillos que les agredían sin piedad en las manos y en la cara. Sin apenas visibilidad, congelados y entumecidos por el viento, siguieron luchando.
El viento continuaba levantando remolinos en la chimenea, casi desgarrando sus togas y túnicas. De vez en cuando, les caían encima pequeñas avalanchas. Horn les avisaba cada vez que intuía la posibilidad de un alud, para que se pegasen a la pared lo más posible y esperar así a que pasase lo peor. La humedad y el frío de la nieve les caló hasta los huesos.
Perdieron el sentido del tiempo. Para Lethe, el mundo había quedado reducido a sus ojos, manos y pies. Se movía casi de forma mecánica, haciendo acopio de sus últimas fuerzas.
—¡Veo la cima! —exclamó Horn, de repente—. A veinte o veinticinco metros.
Lethe combatió el dolor, ignoró el entumecimiento de manos y pies y de sus músculos agarrotados. Poco a poco, apuró sus últimas reservas de valor y fuerzas para seguir escalando.
Marakis volvió a resbalar. Esa vez Pit había conseguido aferrarse a un resalte. A Marakis ya no le quedaba fuerza para aguantar su propio peso. Pit consiguió izarlo, con una lentitud exasperante, hasta donde se encontraba Gaithnard, el cual se volvió y la asió por el brazo.
—Sólo faltan unos cuantos metros —gritó Horn por encima de la tormenta, que cada vez cobraba más intensidad.
Gaithnard examinó el estado en que se encontraba Marakis y descubrió, para su sorpresa, que la cuerda estaba casi desgarrada justo por debajo de Pit.
—Pasa por encima de mí —espetó a Pit—. La cuerda está a punto de romperse.
Sin vacilar, Pit escaló sobre la espalda de Gaithnard. En ese preciso instante, la cuerda se rompió. Marakis gritó. Gaithnard se agachó e intentó asir a tientas al muchacho. Consiguió agarrar el cuello de la túnica de Marakis.
—¡De prisa! —dijo entre dientes—. ¡Ayúdame a subir!
Horn salió a la cima seguido por Lethe, Matei y Llanfereit. Los cuatro empezaron a tirar de los demás. La ventisca les cegaba, así que sólo podían usar el tacto. Dotar buscó a tientas la mano que le tendía Llanfereit. El myster se agachó y ayudó a subir a Pit, todavía sobre la espalda de Gaithnard. Éste asió a Marakis por el brazo y le izó con un poderoso movimiento hasta el lugar en el que Dotar y Llanfereit pudieron hacerse con él para sacarlo a la cima.
—Hay una cueva un poco más allá —dijo Horn—. Seguidme.
Gaithnard cargó con Marakis, al borde de la hipotermia y con los músculos agarrotados.
—Gracias —murmuró Marakis con voz quebrada.
Completamente exhaustos, siguieron a Horn arrastrándose a través de la tormenta de nieve.
—¿Todavía no hemos llegado al altiplano? —preguntó Llanfereit, una vez refugiados en la pequeña gruta y tras haberse desplomado sobre el suelo.
Horn denegó con un gesto.
—Todavía debemos atravesar el pico de Morangel. Es una ascensión delicada que discurre por un angosto sendero, aunque no es ni la mitad de difícil que la Chimenea del Diablo. Pero en una tormenta de nieve como ésta, hasta a mí me cuesta encontrar el camino.
Dotar consiguió hacer una hoguera de madera de axer y hojas. Tremendamente agradecidos, se agruparon lo más cerca posible de las llamas para que sus cuerpos entrasen en calor. Comieron un poco de pan y bebieron parte del agua.
—A veces, esta clase de tormentas pueden durar hasta dos días —les advirtió Horn—, de modo que tendremos que racionar nuestras provisiones.
No dejaba de nevar, así que decidieron pasar la noche en la cueva. Dotar y Gaithnard recogieron leña para el fuego. Horn propuso que se retirasen a descansar en seguida, y todos estuvieron de acuerdo. Se cubrieron con sus capas y bolsas, y se acurrucaron alrededor del fuego casi apiñados. Horn y Lethe hicieron la primera guardia. Lethe intentó iniciar una conversación, pero Horn no se mostró receptivo. Sus respuestas, breves y evasivas, muy pronto invitaron a Lethe a callarse. Se hizo un silencio sin interrupciones, y sus compañeros en seguida se quedaron dormidos.