¿Qué es lo que hace que la gente habite en parajes desolados? Hay varias razones. Yo mismo he vivido en Kasbyrion desde mi más temprana infancia; se trata de un conjunto yermo y desolado de estructuras asediadas por los elementos. Mis vecinos son gentes malhumoradas, desdeñosas. Encajan a la perfección con su entorno. A veces, me pregunto: ¿acaso es el lugar el que escoge a sus pobladores?
WERMOLT DE YLE,
Sobre habitantes de ciudades, aldeanos y eremitas
Kasbyrion parecía estar desierto.
Lethe llegó a contar once casas de madera de roca, lóbregas estructuras que parecían haber sido dispuestas al azar sobre la protuberancia arenosa entre dos picachos de roca. El edificio de mayor tamaño, con un amplio porche a lo largo de la orilla, era una posada, La Grieta del Lobo de Kasbyrion. Era el único edificio del pequeño puerto que tenía un aspecto decente, a pesar de los lúgubres colores de la fachada: marrón piedra, gris oscuro y negro.
El Astuta Cuchilla de los Nueve Mares echó anclas. El equipo se despidió de Wedgebolt y partió en un bote de remos con Mano Firme y Kalyk en dirección a un sombrío embarcadero de madera, amarrado con cables de carrizo, que se elevaba considerablemente por encima del nivel de las aguas. El embarcadero había sido construido teniendo en cuenta la diferencia entre la marea alta y baja de la costa occidental de Lan-Gyt, que era de cinco metros.
No vieron a ningún habitante del pueblo, pero justo después de desembarcar, apareció un hombre en la entrada de la casa más cercana. Kalyk se acercó a él. El hombre respondía a las preguntas del contramaestre casi con monosílabos. Kalyk le dio las gracias, puso unos cuantos speets en sus manos y regresó al lugar en el que los demás aguardaban. Su rostro no rebosaba precisamente optimismo.
—Era el capitán de puerto —aclaró—. La Grieta del Lobo, el único acceso a Lan-Gyt, está impracticable. Hubo un terremoto hace una semana, y el camino ha quedado obstruido en parte debido a los desprendimientos. La posada está llena.
Eran noticias desalentadoras.
Matei sacudió la cabeza apesadumbrado. Alzó la vista hacia los infranqueables torreones de roca.
—No hay tiempo para navegar hasta Hemthora —dijo señalando a lo alto—. Debemos encontrar la forma de llegar a la meseta de Stylanger. Y éste es uno de esos lugares en los que nuestra magia no funciona.
—Tal vez sería mejor decir que no funciona como debería —añadió Llanfereit—, lo cual es incluso más peligroso.
Matei tomó el camino que conducía a la posada.
—Kasbyrion no es el lugar más acogedor de Lan-Gyt, pero creo que deberíamos preguntar en la taberna. Tal vez alguien conozca la forma de superar esos precipicios de roca, o quizá exista un camino alternativo.
El austero local estaba abarrotado. Al entrar, el fragor de las voces cesó inmediatamente. Las conversaciones quedaron interrumpidas, y un gran número de ojos lanzaron miradas fugaces a los recién llegados. Matei se acercó hasta donde estaba el posadero, atareado en llenar grandes jarras de cerveza.
—Posadero, ¿hay habitaciones para seis personas? —preguntó.
Como única respuesta, el posadero negó con la cabeza sin siquiera alzar la vista.
—Está todo reservado. Tendréis que dormir en vuestro barco —dijo refunfuñando mientras cerraba el grifo con un chasquido.
—Entonces, tal vez puedas facilitarnos algunas informaciones —dijo Matei en voz baja. Había impregnado sus palabras con la Fuerza Impalpable de las Caricias.
El tabernero alzó la vista, sorprendido. Sus negras pupilas se contrajeron al posar su mirada sobre el rostro de Matei.
—Adelante, preguntad.
—El terremoto ha bloqueado la Grieta del Lobo, según me ha dicho el capitán de puerto, pero me gustaría saber si hay otro camino para llegar a la meseta.
El tabernero parpadeó unas cuantas veces.
—Tal vez. Depende…
Matei apoyó el brazo sobre el mostrador y sonrió.
—¿De los speets?
—Eso también, pero sobre todo depende de Horn.
El tabernero indicó con la mirada una de las esquinas del bar, en la que un hombre maduro estaba inclinado sobre una jarra. Matei acompañó su mirada.
—¿Es ése Horn?
—En efecto. Nadie se atreve a escalar la Chimenea del Diablo, excepto Horn. Nació y se crió en Kasbyrion, y conoce el terreno como la palma de su mano. Si le caéis bien hará cualquier cosa por vosotros, a pesar de sus modales. En caso contrario, os será imposible salir de aquí por tierra, de momento.
El posadero levantó la bandeja llena de jarras de cerveza y le volvió la espalda a Matei.
Lethe había oído la última parte de la conversación. Asió a Matei por la manga.
—Déjame hablar con él.
No sabía por qué había dicho eso, pero en ese momento sintió que una oleada de confianza en sí mismo inundaba su cuerpo. Sin esperar la respuesta de Matei, caminó hacia el hombre que ocupaba la esquina.
—¿Capitán Horn?
Sus dedos se aferraron a la jarra con más fuerza. La media melena le caía como una forma blanda sobre su enorme cráneo y dejaba al descubierto parte de la calva. El hombre alzó su prominente barbilla. Sus cejas grises dibujaban apenas un arco sobre unos ojos azul pálido en una cara huesuda.
—Sí, soy Horn —dijo con voz ronca—. ¿Qué es lo que quieres, muchacho?
A Lethe le semejó más bien un «ocúpate de tus asuntos». El hombre rebuscó en su túnica y extrajo una pipa. Lethe consiguió dejar a un lado la repulsión y sonrió con benevolencia.
—Hemos llegado a puerto hoy. Debemos ir a los abismos lo más pronto posible, pero parece ser que la Grieta del Lobo se ha derrumbado parcialmente. El posadero nos ha comentado que tal vez conocéis una ruta alternativa, a través de la Chimenea del Diablo.
Horn lanzó una mirada por encima de Lethe a Matei y el resto del equipo, que observaban la escena a distancia. Después se concentró en rellenar su pipa con un tabaco de aroma agrio que extrajo de una caja dorada. Parecía que el hombre no tenía la menor intención de responder. Lethe intentó encontrar otras palabras más adecuadas, pero antes de que pudiera formular otra pregunta, el hombre contestó refunfuñando y sin alzar la vista.
—Vas en compañía de un alto myster, muchacho; pídele a él que te lleve a la meseta. Así yo podré quedarme aquí sentado, beber mi cerveza y fumar mi pipa sin padecer frío ni humedad, ni exponerme a ningún peligro.
Buscó su caja de yesca y la colocó al lado de la pipa, sobre la mesa, con ademán preciso. Después se reclinó en la silla y miró fijamente a través de la estrecha ventana que tenía más próxima. Sus malhumoradas palabras provocaron el vacío en la mente de Lethe. ¿Cómo podría romper la barrera interpuesta por aquel hombre?
¿El Poder?
Pit hablaba en su mente. Se volvió hacia ella. Pit asintió con la cabeza, alzando las cejas.
Pero ¿cómo? —preguntó, volviéndose de nuevo hacia el hombre.
Improvisa. Se te ocurrirá algo; eres lo suficientemente inteligente.
Lethe se encogió de hombros, indeciso. Hurgó en su memoria y recordó una visión anterior.
—Esperad un minuto —susurró.
Horn observó a Lethe, sorprendido.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir, muchacho?
Pero Lethe ya se había retirado al interior de su mente.
Lethe se acercó a Horn y se sintió muy pequeño. Pero era consciente de que precisamente en esa dimensión invisible e impalpable estaba contenido su Poder. Flotó, cubierto por un velo invisible, hacia la mente del hombre. Una corriente de pensamientos, tan desagradables como el aspecto de aquel ser, pasaron como un susurro a su lado. Mareado y un tanto reacio, penetró en el torrente de palabras, imágenes, sentimientos e ideas.
Era más pequeño que un insecto en la cabeza de aquel hombre. El ritmo cardíaco de Horn se detuvo, a la vez que el fluir del tiempo. Intentó adaptar su ritmo al del hombre. Si hubiera querido, podría haberte visto y haberlo comprendido todo, pero rechazó la idea de inmiscuirse en los pensamientos más íntimos de Horn. Pensó que podía verlo todo con el rabillo del ojo. Transcurrido un tiempo, se dio por vencido; los pensamientos del hombre eran incoherentes, o tal vez simplemente incomprensibles para él. Se estaba quedando entumecido a causa del barullo infernal que producían todos aquellos pensamientos malhumorados.
Le pareció que tardaba una eternidad en llegar al centro de su mente. Una vez allí, podría utilizar el único aspecto del Poder que era capaz de controlar.
Con cuidado, empezó a enviar dardos de pensamientos.
—¿Por qué no te das por vencido? —susurraron los pensamientos—. El muchacho es inofensivo.
Al principio, sólo hubo cinco, después diez, luego decenas, y por último más de un centenar. Dividió los dardos de pensamientos sin que su poder individual disminuyera. Había cientos, miles; al final, perdió la cuenta. Los dardos de pensamientos se abalanzaron sobre Horn y, penetrando en su mente, recubrieron como una manta invisible el núcleo en el que residía su testarudez y su desdeñoso orgullo; descendieron sobre él, adaptándose a su ritmo, para acurrucarse en sus pensamientos conscientes y subconscientes.
Horn parecía no percibir la presencia de Lethe. El hombre seguía perplejo desde que Lethe había susurrado ese «esperad un minuto».
Lethe se sentía exhausto; salió de la mente de Horn.
Lethe estaba mareado. Se apoyó en una silla y pestañeó unas cuantas veces.
A Horn se le veía boquiabierto, lo cual no le hacía parecer precisamente más inteligente. Después se dispuso a coger su pipa, pero sus dedos quedaron inmóviles en el aire sobre ella.
—¿Sabes una cosa, muchacho? —Hablaba entonces en un tono mucho más amistoso y, a la vez, sorprendido—. Os ayudaré. No sé por qué, pero lo haré. Pero tendréis que pagar.
De repente, se levantó, recogió con premura la pipa y la caja de yesca de la mesa, y se las guardó en el bolsillo.
—Mañana al amanecer, aquí, en la posada. Traed trescientos speets.
Pasó como una flecha al lado de Lethe y los demás sin mirarlos, y salió de la taberna.
Matei se acercó a Lethe.
—¿Cómo lo has conseguido? Ese hombre no quería ayudarnos.
Lethe tenía miedo de encontrarse con los ojos de Matei.
—Simplemente fui amable.
—Horn no es el tipo de hombre que responde a la amabilidad —objetó Matei, pero no insistió.
Lethe se percató de que el alto myster le observaba, pensativo, una y otra vez.
—Trescientos speets —masculló Kalyk—. ¿Nos queda tanto dinero?
Llanfereit no estaba seguro de ello.
—Tendremos que pedir un préstamo a Wedgebolt.
Los ojos de Matei centellearon.
—Dejadme eso a mí. A nuestro barbudo amigo no le gustará, puede ser que incluso nos maldiga, pero nos ayudará como ha venido haciéndolo hasta ahora.
El equipo de Matei regresó al barco en compañía de Kalyk y Mano Firme. Antes de retirarse a su camarote, Lethe subió a cubierta. Escudriñó la bahía en penumbra; no había rastro de ninguna vela roja.
Aquella noche, Lethe soñó.
Estaba meciéndose en medio del oleaje. Los cuerpos helados de los peces rozaban su piel y se alejaban a toda prisa, asustados. Miró hacia arriba, pero no pudo ver el cielo. A su alrededor todo era oscuridad y movimiento.
De pronto, fue consciente: ¡se encontraba bajo el agua!
Fue presa de una oleada de pánico. ¡Bajo el agua!
¡No podía respirar!
Pero sí podía, aunque de manera extraña y muy lentamente. Intentó mirar hacia atrás, aunque parecía incapaz de hacer cualquier movimiento con la cabeza. Gradualmente, se dio cuenta de que el cuerpo en el que se encontraba era distinto; era un organismo enorme. El ojo de su mente vio escamas del tamaño de la vela mayor del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares.
Percibió también la presencia de otra criatura dentro del mismo cuerpo. Una serie de furiosos alaridos anegaron sus oídos, pero no pudo determinar si era él mismo quien producía aquellos sonidos o si se trataba de la otra criatura. Huyó.
Se despertó empapado en sudor. Con la mirada fija en la oscuridad intentó comprender lo sucedido, pero le costaba pensar. Cansado de darle vueltas para encontrarle un sentido, se quedó dormido.