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Un cuento de hadas

Hay un dicho en la isla de Romander: «El ganador de hoy es el perdedor de mañana».

Este dicho es indicativo de la mentalidad un tanto irónica, a veces incluso sarcástica y generalmente negativa, de aquellas gentes, de los habitantes de la isla más importante del reino. No dicen «el perdedor de hoy es el ganador de mañana», sino justo lo contrario.

TRAELSUM DE SERTH CENTRAL,

De isla en isla, ejemplos de la cultura y el estilo de vida de los habitantes de las islas del reino

En la tarde del día siguiente a la tormenta, el contorno gris de las Rompientes Exteriores empezó a vislumbrarse a lo lejos. Dejaron atrás la costa rocosa de Komber, la tercera isla de mayor tamaño, a estribor. Al anochecer se hizo visible el perfil de la isla de Punter. La cima de las montañas que se alzaban desde el nivel del mar ocultaban la ciudad de Puerto de Serth, situada en la segunda isla de Serth Central. Wedgebolt examinó las nubes que cubrían el cielo y dio órdenes de echar el ancla en las proximidades de la costa de Punter justo antes de que cayera la noche.

—Aquí el fondo marino es poco profundo —aclaró a Matei cuando éste le preguntó por qué había decidido fondear allí—. Hay demasiados arrecifes y barras de arenas movedizas justo por debajo de la superficie. Deberemos apostar un vigía en la proa. Además, la esclusa de Lundyker permanece cerrada después del ocaso. Mañana al amanecer pondremos rumbo hacia Puerto de Serth.

Aquella noche, por fin Lethe encontró el momento para leer las notas de Matei. Había aplazado su lectura en varias ocasiones. Curiosamente, la historia le impresionó; sentía cierta aprensión hacia todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre su destino. Había permanecido sentado con los cuatro folios en sus manos durante un buen rato. Era consciente de que su mente buscaba excusas. Lethe deseaba hablar con Matei, pero el alto myster se había dirigido al camarote de Llanfereit tras haber recibido una paloma con un mensaje. Lethe había dado unos cuantos pasos hacia la puerta con la intención de visitar a Pit, pero entonces había visto las hojas de papel y se había dado cuenta de que tendría que leerlas tarde o temprano. Se había sentado en su litera profiriendo un suspiro, había desplegado ante él las hojas de papel y había empezado a leer.

El protagonista del primer cuento, Dorlean, era un aprendiz de mago, un muchacho tímido y a la vez curioso y tenaz. Zarf, su inteligente maestro, era un personaje de dudosa reputación. Había enviado a Dorlean al palacio de Sombor, dios del viento del sur, con la misión de que se apoderase de su anillo de oro.

—Ya tengo los tres anillos de los demás dioses del viento —le había dicho Zarf—. Sólo falta el anillo de Sombor. Seré el Señor de los Vientos, el más poderoso de los magos. Imagínate, Dorlean, serás el aprendiz del mayor mago del reino. Haz todo lo posible por conseguirlo, hijo.

El muchacho se puso en camino. Consideraba que Zarf le estaba poniendo a prueba con aquella misión. Ni por un momento pensó que Zarf lo que realmente perseguía era el poder.

El palacio de Sombor se encontraba, claro está, en el extremo más meridional del reino. Tardó más de un mes en llegar a los dominios del dios del viento del sur. Dorlean tuvo tiempo más que suficiente para trazar un plan. Decidió simplemente llamar a su puerta como visitante en representación de su maestro. Zarf era un mago famoso, de modo que su aprendiz debería ser recibido con el debido respeto por el mismísimo Sombor. El dios tenía el aspecto de un hombre de gran estatura, con una larga cabellera plateada y ojos como estrellas blancas. Era el primer dios que Dorlean veía en carne y hueso, y su primera impresión le decepcionó; en muchos sentidos, el dios parecía un hombre normal y corriente. Sombor fue muy considerado y se aseguró de que no le faltara nada a Dorlean.

—¿Te ha enviado tu maestro? —preguntó Sombor mientras daban cuenta de los manjares servidos especialmente con ocasión de la visita de Dorlean.

Dorlean asintió, nervioso.

—Es muy amable de su parte —dijo Sombor.

El discípulo de Zarf no captó el tono ligeramente irónico que había empleado el dios.

—Me gustaría agasajar a tu maestro con este presente, un anillo de plata, una extraordinaria obra de arte realizada por los cuatro orfebres de los dioses de los vientos.

A Dorlean le sorprendió la extrema generosidad de Sombor y agradeció el detalle con una reverencia. Se preguntaba si Sombor realmente ignoraba el hecho de que Zarf tenía en su poder tres de los cuatro anillos de oro.

Aquella noche, Sombor hizo llamar a Dorlean a sus dependencias privadas, sirvió sendas copas del mejor vino de la tierra y le rogó que se pusiera cómodo. Sobre la mesa brillaba el precioso anillo de oro de Sombor.

—Magnífico, ¿no te parece? —dijo el dios con una sonrisa—. Mi poder procede de él. Si lo perdiera, ya no sería un dios.

Un sirviente entró en la estancia y susurró algo al oído a Sombor. El dios se volvió hacia Dorlean.

—Debo dejarte para atender un asunto urgente en palacio. ¿Puedes esperarme una hora aproximadamente? Si deseas algo, simplemente llama a uno de mis sirvientes.

El dios abandonó la habitación de manera precipitada. Dorlean se había quedado solo. Sobre la mesa refulgía el anillo de poder de Sombor. Dorlean se levantó y lo tocó; después, lo cogió. Miró alrededor. No había nadie a la vista. Rápidamente, introdujo el anillo en uno de sus bolsillos y salió de la estancia.

Poco después, se encontraba fuera con su equipaje. Eludió los cuarteles que flanqueaban el palacio y se apresuró a iniciar el regreso.

Esperaba que los guardias de palacio, los sirvientes de Sombor, o incluso él mismo en persona, se lanzaran en su persecución, pero para su sorpresa llegó a la morada de Zarf sin demoras ni complicaciones. Incluso el viento del sur, con frecuencia origen de fuertes tormentas eléctricas, estaba en calma. No obstante, en varias ocasiones sintió las caricias de una brisa cálida en su rostro, como si Sombor le estuviera observando.

Su maestro no disimuló su satisfacción cuando Dorlean le mostró el anillo de oro. El mago tomó en sus manos un joyero y lo abrió. Tres magníficos anillos descansaban en un lecho de terciopelo púrpura. Zarf dispuso con sumo cuidado el cuarto anillo junto a los demás. Los anillos brillaban como si saludasen al recién llegado con sus destellos.

—Todavía tengo una sorpresa —dijo Dorlean, con una sonrisa—. Es un presente de Sombor.

Colocó el anillo de plata junto a los otros cuatro.

Zarf profirió un grito y retiró sus manos del joyero, que cayó al suelo con gran estrépito. El anillo de plata se inflamó con un fuego cuyas llamas se alzaron a más de un metro de altura y se extendieron en todas direcciones, hasta que el edificio empezó a arder. Zarf y Dorlean consiguieron salvarse justo a tiempo.

—¡Mis anillos! —gritó mirando al cielo—. Me han robado mis anillos.

—Pero señor —dijo Dorlean, que era incapaz de contener su lengua—. Los anillos se han quemado; no han sido robados. Además, ¿cómo pueden haberle sido arrebatados si pertenecían a…?

Zarf le lanzó una mirada furibunda.

—¡Estúpido! —aulló—. ¡Debería convertirte en un montón de cieno! El anillo de plata era un objeto mágico, una trampa. ¡Los dioses han recuperado sus anillos!

Sólo entonces Dorlean se dio cuenta de lo sucedido. Observó, atónito, las cenizas todavía humeantes.

—Y tu hogar, todos tus libros y artefactos han sucumbido a las llamas —susurró.

Desesperado, Zarf se sentó en un tronco caído.

—¿Sabes qué significa esto? Seré expulsado del gremio. También podría…

Hizo un gesto con sus manos y murmuró una palabra. Se oyó un silbido, y Zarf desapareció sin dejar rastro.

Nunca nadie volvió a verle.

Dorlean inició su carrera como mago independiente, a pesar de que en un principio carecía de conocimientos objetivos. Transcurrido un tiempo, demostró tener un talento innato, y muchas personas le contrataron como asesor mágico.

Después de diez años desde el robo del anillo, un hombre de largos cabellos blancos llamó a la puerta del maestro Dorlean.

—¿Ya no te acuerdas de mí, muchacho? —preguntó el hombre con una benévola sonrisa.

Dorlean le lanzó una mirada perspicaz y después retrocedió aterrado.

—¡Sombor!

El dios hizo una reverencia.

—A su servicio, maestro Dorlean. Os traigo un presente.

Extrajo un anillo de oro y lo depositó en las manos de Dorlean.

—Gracias por ayudarme, incluso aunque en ese momento no fueras consciente de ello. Éste es un anillo de poder especial. Según el uso que le des, su magia será benéfica o maligna.

Sombor se despidió cordialmente de Dorlean, dio media vuelta y desapareció.

Dorlean observó detenidamente el anillo.

—¿Cómo debo usar un anillo de poder? —se preguntó en voz alta. Después de un rato, murmuró—: En realidad, la cuestión es cómo debo manejar el poder.

Colocó el anillo sobre un atril, tomó asiento y examinó el artefacto con los párpados entrecerrados. Todavía seguía allí sentado cuando cayó la noche y su sirviente se hubo retirado. A la mañana siguiente, al entrar en la casa, el sirviente encontró a Dorlean todavía en la misma posición. A media mañana, el mago se levantó de un salto, lo cual casi le provoca un infarto a su sirviente.

—¡Ahora lo sé! —exclamó.

Entonces, tomó el anillo y lo escondió detrás de un armario, para no volver a mirarlo nunca más.

Diez años más tarde, fue nombrado alto mago del reino. Llevó a cabo su cometido para satisfacción de todos y, con los años, se granjeó cada vez mayor respeto. Con el tiempo, llegó a ser considerado como el hombre más poderoso del reino, más aún que el emperador.

Gozó de una larga vida y fue feliz. Cuando llegó a una avanzada edad, desapareció de la faz de la tierra.

Matei había añadido una nota con su florida caligrafía al final de la primera historia, y la había subrayado: «El momento de nuestro mayor triunfo en ocasiones demuestra ser la hora de nuestra más profunda humillación».

Había otra anotación en letra menuda escrita en el margen de la última página: «Y la historia no acaba hasta que el narrador guarda silencio».

«Una frase asombrosa», pensó Lethe. Observó el documento. Aparte de lo subrayado por Matei, no tenía la sensación de haber leído algo realmente importante. Sin embargo, memorizó cada detalle cuidadosamente. Le costaba mantener los ojos abiertos, así que decidió posponer la lectura de la segunda historia. Muy pronto se quedó dormido.

A medianoche se despertó al oír la llamada de una águila en el límite de su estado consciente. Abrió los ojos e intentó penetrar la oscuridad con la mirada. ¿Formaba parte el águila de un sueño? ¿O era real? Se levantó y avanzó hasta llegar al ojo de buey. No vio nada, aparte de la oscuridad, negra como el mangiet. Lentamente, regresó a su litera y permaneció allí, tumbado y despierto, con la vista clavada en el techo. El águila probablemente era producto de un sueño.

Debía haberse quedado dormido de nuevo porque le pareció que sólo había transcurrido un instante cuando sus ojos se abrieron automáticamente al oír un débil sonido. Matei estaba de pie, al lado del ojo de buey, con la mirada perdida en la noche, meditabundo, y una jaula vacía en sus manos. Lethe examinó el rostro de Matei a través de sus párpados medio cerrados. El mago parecía preocupado. De pronto, Matei se giró en dirección a él. Sus ojos rozaron el rostro de Lethe, que fingía seguir dormido. El mago cerró el portillo sin hacer ruido.

—Ha llegado la hora de que la magia actúe de nuevo —murmuró casi a regañadientes. Su voz sonaba cansada.

El alto myster tomó asiento al lado de la mesa y rebuscó algo en una bolsa. Extrajo una ampolla y un saquito con hierbas, tomó su pluma y un trozo de papel, y después guardó todos esos objetos en el bolsillo de la toga. Acto seguido, se levantó y caminó hacia la puerta del camarote.