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La Orilla Lejana (2)

Vartold caminaba tambaleándose a través del desierto sin nombre entre Roveal y los picos de Keer. Estaba perdido. Su montura, que había demostrado un sentido de la orientación a toda prueba, había terminado en las fauces de una jauría de perros lobo salvajes, y sus conocimientos sobre el desierto eran insuficientes para devolverle a la civilización. Había intentado caminar siempre hacia el este, tomando como referencia la posición del sol, y sin embargo las estribaciones de los picos de Keer se resistían a aparecer en el horizonte. No le quedaba agua y hacía días que había dado cuenta de todos sus víveres. Era consciente de que su situación resultaba desesperada, pero seguía avanzando obstinadamente en la dirección que creía correcta.

Ya se había acostumbrado a tropezar y caer al suelo de continuo. Había perdido todos los sentidos, corporales y mentales. Se levantó, dio unos cuantos pasos vacilantes y se desplomó.

Cuando recobró el conocimiento, lo único que sintió fueron los rayos despiadados del sol y los granos de ardiente arena que habían penetrado en su boca. Su garganta se le antojaba como la superficie áspera de una piedra. Cada centímetro de su piel expuesto al sol presentaba un tono rojo incandescente. Sabía que si volvía a cerrar los ojos, sería la última vez. Pero sus párpados se cerraban solos, por mucha resistencia que opusiera. Justo cuando estaba a punto de entregarse al estado inconsciente, una sombra pasó fugazmente a su lado. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, abrió los ojos.

Un esquelético perro lobo estaba frente a él. Era un animal ya viejo. Todo lo que quedaba de su pelaje eran unos cuantos mechones grises y acartonados.

—Que muera uno u otro, qué más da —susurró, aceptando con resignación su muerte inminente.

El perro husmeó su rostro e intentó obligarle a levantar la cara con su hocico. Vartold abrió más los ojos. Ante él había un trozo de carne vieja y dura, pero comestible al fin y al cabo. El animal empujó la carne con su hocico hasta que ésta rozó sus labios.

KARAMBUL DE VEER,

Cuentos de Vartold

Una tenue luz se colaba por las rendijas de sus párpados. El silencio estaba enmarcado por un ruido apremiante que reconoció como el distante oleaje. El olor a salitre, el hedor vago de las algas y su garganta reseca confirmaron esa impresión.

¡Estaba vivo!

Seguía siendo Rayn de Arkhem, marido de Elin, y en contra de sus expectativas, había vuelto a despertar. Intentó mover los dedos, después abrió lentamente los ojos y miró en derredor. Estaba tendido boca arriba sobre la arena de una enorme playa, lejos del agua. El largo rastro que podía verse en la arena, y que acababa justo donde se encontraba, confirmaba que alguien lo había arrastrado hasta allí desde el agua. Pero ¿quién era ese alguien? Inspeccionó los alrededores, pero lo único que pudo ver fue arena, conchas, restos de naufragios y algas.

Estaba vivo, y eso era lo único que importaba, aunque se sentía enfermo y exhausto. Su túnica estaba seca, así que dedujo que debía haber permanecido allí largo tiempo. Estaba tiritando. El frío penetraba a través de sus ropas. Y no tenía nada más que pudiera usar como manta.

Entonces, empezó a recordar. Durante un segundo, regresó al mar de la Noche. El monstruo había aparecido por sorpresa detrás de la embarcación de Frolint y se había alzado como una torre por encima de ella. Aunque ya podían avistar la costa de V'ryn Central, no habían tenido ninguna posibilidad. Habían observado, aterrados, los ojos furiosos del monstruo. Sabían que las posibilidades de escapar eran prácticamente nulas. Justo antes de que el descomunal cuerpo resbaladizo se abalanzase sobre el Pez Piedra Salvaje, Rayn se había tirado por la borda. Recordaba que la caída había sido dolorosa, de espaldas contra el agua, y que una aleta dorsal del mismo tamaño que la barca había pasado a su lado, rozándole. Medio inconsciente, como en un sueño alucinógeno, se había aferrado a un trozo de madera, dejándose llevar por las corrientes y las olas. No volvió a ver al monstruo. Había conseguido permanecer despierto y sujetar la tabla a pesar del frío glacial, y de ese modo había llegado flotando hasta la orilla.

Lentamente, intentó mover los dedos de los pies, pero sus nervios emitían únicamente débiles señales que quedaban interrumpidas en algún punto de las piernas. Al tocarse el pie derecho, no sintió nada.

Entonces, se incorporó y miró detenidamente a su alrededor en busca de Frolint.

No había nadie a la vista. Las probabilidades de que Frolint también hubiera conseguido escapar del monstruo marino eran escasas. Había tenido mucha suerte de saltar por la borda justo en el momento adecuado. Volvió a preguntarse quién podía haberle arrastrado hasta allí, a salvo de la marea alta.

—Auc.

Oyó el chillido de una águila. Rayn alzó la vista y vio una águila imperial que iniciaba el descenso volando en círculos. Justo antes de aterrizar, el animal dejó caer un trozo de carne al alcance de Rayn. Era bastante cantidad, así que Rayn pensó que le duraría unos cuantos días.

—Auc, auc, auc —gritó el ave, que volvió a alzar el vuelo.

Rayn se dio cuenta de que el animal estaba intentando ayudarle, aunque se sentía demasiado cansado y mareado para buscar una explicación a ese fenómeno extraordinario. Simplemente, sintió agradecimiento. Sus pensamientos fueron vagando hasta llegar a Elin.

Debía estar muy preocupada. Quizá ya le creía muerto. Por primera vez, observó con mayor detenimiento la isla. Los contornos de unas montañas excepcionalmente altas refulgían en el horizonte más allá de las dunas. ¿Dónde estaba?

El fluir de sus pensamientos quedó interrumpido por el regreso del águila imperial, que en esa ocasión, dejó caer unos puñados de bayas de agua a los pies de Rayn. Se percató de la sequedad de su garganta y las comió con avidez. El ave regresó en dos ocasiones con más bayas; lo suficiente como para saciar su sed durante unos días. Después, el águila profirió un sonoro grito y voló en círculo sobre la cabeza de Rayn antes de alejarse hacia el mar. Rayn siguió su vuelo con los ojos entornados. En el caso de que el animal no regresara, moriría, pero algo le decía que volverían a encontrarse.

Únicamente entonces se percató de lo surrealista de la situación. Siguió con la vista el ave hasta que hubo desaparecido en el horizonte, hacia el sur. No era una águila imperial ordinaria. ¿Un mago con forma de pájaro, tal vez?

Observó el rastro que iba desde el mar hasta donde él se encontraba. ¿Podía el ave haberle arrastrado hasta allí? Le costó imaginárselo.

Rayn intentó de nuevo mover los pies. Podía sentir algo en su pie derecho. Sus extremidades parecían despertar lentamente. No tenía ni idea de hasta qué punto subiría la marea. Los restos del naufragio, las conchas y las algas que indicaban el alcance de la última marea no estaban lejos.

Tomó la carne y las bayas con ambas manos. Después se levantó trabajosamente y se arrastró adentrándose aún más en la playa, hasta que se desplomó, exhausto, sobre la arena.

Agotado después de haber arrastrado su cuerpo, cayó en un sueño agitado. Se despertó a medianoche debido al frío e intentó entrar en calor golpeándose el cuerpo con las manos. Tiritaba de modo incontrolable, y a cada minuto que pasaba parecía sentirse peor. De permanecer inmóvil mucho más tiempo, moriría de una hipotermia. Dio unas cuantas vueltas sobre sí mismo y, mediante masajes, intentó calentar las partes de su cuerpo que amenazaban con quedar entumecidas por el frío. Para colmo, una fina brisa atravesaba su jubón como una cuchilla.

De repente, tuvo una idea. Con ambas manos excavó un hoyo profundo, se acurrucó en él y se cubrió con arena. El frío invernal todavía no había penetrado en el subsuelo. Lentamente, el frío empezó a abandonar su cuerpo y, en algún momento de la noche, consiguió conciliar el sueño.