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El Pilar de la Veracidad (3)

La Dama de la Sabiduría y la Intuición abandonó el poblado por la mañana temprano y se dirigió con paso ligero hacia el sur sin mirar atrás. Estaba a punto de desaparecer entre las sombras del bosque cuando Loss hizo aparición en las afueras del poblado, jadeando y con una mirada cargada de consternación en sus ojos.

—¡Señora! —gritó con la voz quebrada por la desesperación.

»Señora, no me abandonéis. ¡Esperadme!

La Dama, al oír sus gritos, aminoró el paso hasta detenerse en las lindes del bosque. Loss avanzó hasta alcanzarla.

—Señora, ¿por qué os vais sin mí?

La Dama guardó silencio largo tiempo. Loss había aprendido mucho durante su primer año con la Dama. Esperó. Fue una larga espera, y la paciencia no era exactamente una de las virtudes de Loss.

Al fin, la Dama suspiró y miró fijamente a los ojos de su discípula.

—Loss, a partir de ahora un día cualquiera nuestros caminos se separarán para siempre —dijo con voz suave—. Ya te lo dije antes. Podía haber sucedido durante los primeros días de nuestro viaje. Podría ser hoy.

—Pero señora —murmuró Loss con sus grandes ojos anegados en lágrimas—, ¿por qué partís sin avisarme?

—Podría repetir mi respuesta —dijo la Dama. Empezó a dibujar dos círculos en la arena con una rama. La punta de la rama se quebró antes de que pudiera acabar el segundo círculo. Alzó la vista.

»Tal vez debería responder con una pregunta —susurró.

Sus ojos tiernos se encontraron con los de Loss, que seguía mirándola con ojos llorosos.

—¿Por qué me sigues, Loss?

LADY ASRATH DE OSCURA,

Peregrinaje hacia el alma

El día llegó a su fin.

Una noche sin nubes tocó con sus fríos dedos el cuerpo de Asayinda. Ésta tiritaba sin cesar, a pesar de su gruesa toga. Encontró un lugar en la isla relativamente resguardado del viento. Había tan sólo una leve brisa, pero el aire era tan gélido que le caló los huesos. Continuamente debía abrazarse y golpearse los hombros con las manos. En el caso de que la temperatura cayese por debajo de cero, estaría sentenciada a morir. ¿No vendría el dulse a buscarla?

Diferentes pensamientos asaltaron su mente. ¿Por qué la había abandonado el dulse? ¿Lo hizo a propósito, o acaso había sucedido algo que le obligó a alejarse del Pilar de la Veracidad? Consideró todavía otra posibilidad: en el ojo de su mente vio cómo un monstruo marino emergía de la superficie justo en la popa del Solitario de Arlivux y lo hacía naufragar con un grito triunfal. Nada era imposible, pero decidió desterrar ese pensamiento de su cabeza. La respuesta a sus preguntas tendría que esperar.

Las aguas la rodeaban por todas partes hasta donde alcanzaba la vista. Se había sentido sola con anterioridad, pero su situación en ese momento sólo podía describirse como desesperada o incluso desalentadora. Se puso en pie y observó la inconmensurable columna que se perdía entre las nubes. ¿Acaso todavía quedaba alguna tarea pendiente allí? ¿Tenía el Pilar de la Veracidad algo más que decirle? Entonces se le antojaba un artefacto sin vida, pero la herida de su mano demostraba lo contrario. Todas esas preguntas se agolpaban en su mente y la dejaban completamente exhausta.

Consideró la posibilidad de volver a colocar su mano sobre la fría piedra del pilar, aunque sólo fuera para provocar alguna reacción. Salvó la distancia que le separaba del pilar con tres zancadas y adelantó su mano hacia la superficie rugosa. Esperaba como mínimo que el pilar correspondiera su gesto, pero no ocurrió nada. Curiosamente, su mente parecía estar vacía.

En el momento siguiente, observó atónita cómo su mano avanzaba hacia la piedra por voluntad propia. Parecía moverse atraída por la runa que había quedado grabada con fuego en la palma de la mano. En el momento en que su mano fue succionada por la runa, oyó un silbido, acompañado de fuertes punzadas de dolor. Después de algunos segundos, su visión se oscureció.

De pronto se encontraba en la orilla de una isla de gran tamaño, sentada en una playa cubierta de algas, conchas y restos de naufragios. El mar estaba en calma; sólo en la distancia se apreciaba cierto oleaje. Destacaba en la isla una cadena montañosa de extraordinaria altura y fabulosos contornos. Creía que era capaz de reconocer todas las islas gracias a las imágenes que le habían enseñado en la escuela, pero aquellas montañas eran desconocidas para ella.

—Quizá se trate de una ilusión —susurró la voz que se había dirigido a ella con anterioridad. Y tras una pausa—: ¿Sabes en qué consiste una ilusión? Su origen es mágico, pero no tiene que ver con la magia de la isla de los magos, sino con otra magia, más antigua, anterior al ciclo de nueve mil años.

Asayinda contuvo la respiración mientras absorbía esos conocimientos. Entonces, a pocos metros de distancia, vio una extraña sombra borrosa que fue adquiriendo consistencia hasta convertirse en un hombre. En su mano sostenía un báculo de madera retorcida de sauce, coronado por un pomo dorado con forma de criatura alada. El hombre se acariciaba las barbas. Iba ataviado con un manto de color púrpura con cuello de piel de lobo, y un cubrecabezas de cuero. Asayinda no fue capaz de determinar el color de sus ojos.

El hombre sonrió.

—Entonces, esto es una ilusión. Tú también tienes el poder para crear una ilusión. Compartes el poder no sólo con los altos mysters de Loh, sino también con otra persona: Aernold de Sey Hirin.

—¿El tiempo ralentizado también es una ilusión? —preguntó.

El hombre negó con la cabeza.

—El tiempo no puede quedar capturado en una ilusión. El tiempo es otra clase de fenómeno. Además, es incoloro.

Esas últimas palabras cayeron como una losa entre ambos. A Asayinda le sorprendió el hecho de que una frase tan corta pudiera causar tanta conmoción. Sin embargo, cada conjetura que asaltaba su mente sólo generaba más preguntas, suposiciones y pensamientos inacabados.

Se levantó trabajosamente; sus músculos estaban agarrotados, como si hubiese permanecido sentada en la misma posición durante días.

Pasaron unos minutos antes de que el hombre siguiera hablando.

—El tiempo es incoloro, pero también podríamos decir que tiene un color especial.

Esperó, como aguardando la respuesta de ella. Un tanto confusa, repasó mentalmente lo que el hombre acababa de decir. ¿Cómo podía un elemento incoloro tener color al mismo tiempo? «Un color especial», había dicho. Otro enigma: ¿qué clase de color especial? No podía imaginárselo. Decidió formularle otra pregunta.

—¿Cómo es posible que tenga ese don?

—Has heredado el poder de crear una ilusión.

—¿Mi padre?

El hombre sonrió mientras negaba con la cabeza.

Asayinda enderezó la espalda y lanzó al hombre una mirada incrédula.

—¿Mi madre?

—Sólo tienes que remontarte en tu línea genealógica —susurró el hombre, que rebuscó por debajo de su toga y le tendió un pergamino. Después desapareció.

Se levantó y permaneció con la mirada fija en el infinito durante largo tiempo. En nombre del Creador, ¿cómo podría seguir el rastro de sus antepasados? Ni siquiera había conocido a su madre. Sin embargo, había conseguido sonsacar un nombre a su padre hacía ya algunos años: Orse Cesyph de Oscura. Pero ¿qué podía significar un nombre sin saber a quién pertenecía? A punto de darse por vencida, de pronto exclamó, de forma involuntaria:

—¡Oscura!

Efectivamente, sí sabía algo. Su madre era de la isla de Oscura, una isla diminuta situada en el extremo sur oriental del reino, que contaba tan sólo con unos cuantos cientos de habitantes. Sería posible encontrar documentos u otras pistas relacionadas con su madre. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

—¿Es importante que investigue sobre mis antepasados? —Formuló esta pregunta en voz alta, aunque se encontraba sola. Tenía la vaga esperanza de que el hombre regresara.

Escudriñó desde la distancia las montañas con la intención de distinguir algún camino. Parecía que no había ninguno. Sujetó el pergamino entre su cuerpo y el cinturón, y empezó a andar, sintiendo de nuevo sus músculos entumecidos. Tras caminar un rato en dirección a las montañas, llegó al pie de una duna muy empinada que obstaculizaba el camino. Buscó la mejor manera de salvarla y se dispuso a ascender por ella. Al llegar a la cima, vio siete piedras, dispuestas en posición vertical, de basalto gris. Se trataba obviamente de lápidas. Avanzó aún más y observó que tenían runas grabadas en un idioma desconocido para ella. No sabía mucho sobre lenguas antiguas. Reanudó la marcha, pero entonces se acordó del pergamino. El hombre debía tener algún motivo para habérselo entregado. Lo tomó en sus manos y rompió el sello.

Lenguas e idiomas del reino antiguo, rezaba el título que precedía toda una serie de símbolos. Estupefacta, se sentó apoyando la espalda en una de las lápidas. No podía tratarse de una coincidencia. Buscó en el pergamino símbolos que coincidieran con las runas grabadas en el basalto. Éstos aparecían casi en último lugar. Al final del pergamino encontró el alfabeto que conocía y sus respectivas correspondencias con las otras lenguas mencionadas anteriormente. Se incorporó y comparó los símbolos con los que estaban grabados en la lápida que le había servido de apoyo. Al cabo de unos minutos, pudo traducir su significado.

—Aquí yace Eclesiant de Oscura, escriba de los Nibuüm —murmuró—, arrastrado por el mar hasta una orilla lejana, pero el Creador le ha encontrado.

Miró al infinito. Dos palabras revoloteaban en su mente: Oscura y Nibuüm. Oscura era la isla originaria de su madre, y los Nibuüm eran un pueblo extraño que servía al dulse. ¿Una coincidencia? En ese mundo, las coincidencias eran casi imposibles. Todo parecía formar parte de una trama creada por…, no sabía por quién.

Avanzó hacia la segunda piedra y descifró las runas.

—Aquí yace lady Verlant de Oscura, escriba de los Nibuüm, arrastrada por el mar hasta una orilla lejana, pero el Creador la ha encontrado.

Las demás lápidas presentaban textos similares. Seis escribas pertenecientes a un linaje enigmático, todos ellos nacidos en Oscura, todos arrastrados hasta esa orilla y encontrados por su Creador, de acuerdo con lo que decían los símbolos. Pero la última lápida era distinta. Inmediatamente dedujo, a través de las runas de forma alargada, que se trataba de alguien especial.

—Aquí yace Hrandek Cesyph de Sey Hirin.

En algún lugar del interior de su mente, el silencio se extendió como un reguero de pólvora. Cesyph, ¡ése era el nombre de su madre! Tenía que tratarse de uno de sus antepasados. Rápidamente se dispuso a descifrar el resto de las runas.

—Medio Nibuüm. Sus heroicas hazañas contribuyeron a liberar el reino de Romander de la maldición de Antas. El Creador le ha encontrado y le ha admitido en su mundo, en el que el tiempo se halla detenido.

Se desplomó sobre sus rodillas, cerró los ojos y los apretó. El pergamino se deslizó de su mano. Muchos pensamientos se agolparon en su mente. Medio Nibuüm: era la primera vez que oía ese término. Entonces, era probable que la sangre de ese enigmático linaje también corriera por sus venas. ¿Era posible que aquel Hrandek Cesyph hubiera participado en la lucha contra Antas? La historia oficial, por lo que sabía, no mencionaba ese hecho. Volvería a repasar los acontecimientos exactos de aquel desastroso año de 6393, en el caso de que algún día pudiera salir de aquella isla.

Se disponía a levantarse cuando descubrió unas runas más erosionadas en la parte inferior de la lápida; eran runas con ángulos redondeados y adornos que nunca había visto antes. Buscó en el pergamino, pero no le ofreció ninguna respuesta. Se dio cuenta de que no sería capaz de descifrar aquella breve línea.

Sus ojos se desplazaron hasta la lápida más alejada.

—Aquí yace lady Asrath de Oscura, escriba de los Nibuüm, arrastrada por el mar hasta una orilla lejana, pero el Creador la ha encontrado.

Aquel nombre evocó en ella ecos remotos; le pareció reconocerlo. Alguien había mencionado ese nombre en su presencia en alguna ocasión.

—Asrath —murmuró para sí misma.

Un escalofrío le recorrió la espalda, pero volvía a fallarle la memoria. Se sentía saturada de conocimientos.

—Debo ir a Oscura —dijo con voz quebrada.

Un sonido. Parecía que sus ojos querían salirse de sus órbitas. El hombre se encontraba frente a ella. Sonrió.

—No te olvides de la Orilla Lejana —susurró mientras rozaba su cara con los dedos—. Y recuerda esto: las personas veraces no temen su propio futuro. —Unos dedos helados le acariciaron la suave piel alrededor de los ojos.

Ella se estremeció. Sintió miles de agujas sobre su piel y una sensación de mareo. Percibió vagamente una corriente de conocimiento que se adentraba en su mente como una orgullosa goleta. Captó imágenes fugaces de criaturas increíbles; estremecedoras escenas de batallas sangrientas se desplegaron ante el ojo de su mente; ejércitos de miles de hombres que se abalanzaban unos sobre otros como las olas sobre acantilados rocosos. Paisajes de mundos que no conocía se abrieron paso a través de su mente. Junto con todos esos conocimientos, un ente poderoso penetró en su mundo. Era más de lo que podía asumir. Rompió la línea de comunicación con su mente y perdió el conocimiento.

Despertó en la isla.

Era temprano, aunque el sol quedaba oculto tras espesas nubes.

Sabía que vendrían a buscarla ese mismo día. No se detuvo a pensar cómo podía saberlo; simplemente lo sabía. Reminiscencias de un sueño revoloteaban por su mente, pero era incapaz de recordar imágenes o sonidos. Los hechos importantes se le escapaban. Creyó ver una Inscripción sobre una lápida durante una fracción de segundo Las marcas no le decían nada, puesto que desconocía el lenguaje.

Se recostó sobre el Pilar de la Veracidad; su mano derecha seguía apoyada sobre la piedra. Con sumo cuidado, intentó retirarla. Esa vez no fue un proceso doloroso, pero sintió que la roca se resistía a la separación.

Dio media vuelta y miró a su alrededor. Una vela triangular era apenas visible en los límites del horizonte.

—El Solitario de Arlivux —murmuró—. El dulse no está a bordo; sólo los tres Nibuüm.

Únicamente tras haber pronunciado esas palabras, su rostro denotó sorpresa.

¡Lo sabía!

En los casos en que siempre había dudado, en los que nunca había contado con el conocimiento suficiente, en los que invariablemente producían un vacío en su mente, entonces había una estructura llena de hechos. Y contaba con conocimientos que iban más allá de los límites humanos. Cerró su mente a esas extensiones de conocimiento, temerosa de que fuera demasiado para ella. Tal vez más adelante preguntaría al dulse al respecto.

Se concentró en la pequeña nave que se aproximaba rápidamente a la isla. En efecto, se trataba del Solitario de Arlivux y, por supuesto, únicamente los Nibuüm se encontraban a bordo.

Un trueno retumbó en el horizonte; se avecinaba una tormenta. Cuando subió a bordo del navío algunos minutos más tarde, con la ayuda de uno de los Nibuüm, oyó un sonido parecido al de un enorme gong. Asustada, miró por encima de su hombro, pero nada parecía indicar que aquel sonido proviniera del Pilar de la Veracidad.

Se alejaron del pilar. Asayinda mantenía la vista clavada en él, con los párpados entrecerrados. Su cabeza no dejaba de dar vueltas a aquel fenómeno. El conocimiento llegó hasta ella: el pilar existía desde hacía mucho tiempo. Se alzaba desde el mar mucho antes de que el reino de Romander existiera. En el ojo de su mente comprobó que el pilar había tenido un aspecto distinto en la antigüedad. Antes había un resplandor anaranjado alrededor de la columna. Un ruido ensordecedor llegó a sus oídos. ¿Un pilar de fuego? ¿Había sido el Pilar de la Veracidad una construcción de fuego que alcanzaba el cielo? ¿O tal vez había descendido el fuego desde el cielo? Sabía que la respuesta debía encontrarse en algún lugar entre sus recuerdos, pero sospechaba que era exigirle demasiado a su mente, por lo menos de momento. Distrajo sus pensamientos preguntando a uno de los Nibuüm acerca del tiempo.

—Parece haber una tregua, señora —respondió el Nibuüm—. No se espera ninguna tormenta esta semana.

Tres días después, cuando los contornos de Yle em Arlivux empezaron a perfilarse en la penumbra, Asayinda se encontraba en la cubierta de popa del Solitario de Arlivux, meditabunda, con la mirada fija en el horizonte. Todo lo que había visto durante los últimos días y noches sólo existía en su mente; una de esas imágenes ocupaba continuamente sus pensamientos.

Consistía en las siete lápidas, cada una de ellas del tamaño de un hombre, pero lo que más le intrigaba eran las últimas palabras de aquella enigmática figura: «No te olvides de la Orilla Lejana». La Orilla Lejana; esas palabras resonaban en su cabeza desde hacía tres días con sus noches. Había sido incapaz de reconocer la isla, y la cadena montañosa parecía presentar mayores alturas que la de Lan-Gyt, Gyt oriental o la que había en la región oriental de la isla de Romander. Debía haber pisado tierras incógnitas. La Orilla Lejana, como su propio nombre indicaba, debía estar lejos de toda tierra conocida. Escrutó hacia el norte e intentó imaginarse la isla, allí, más allá del horizonte. Eso le llevó a una nueva perspectiva. Nunca había habido nada más, aparte del reino: miríadas de islas, flanqueadas por el mar de la Noche y las Aguas Negras. Le costó imaginar que había aún más islas detrás de esa fachada oscura, el horizonte que siempre se batía en retirada.

Profirió un profundo suspiro. Se conocía a sí misma lo suficiente como para saber que las cuestiones que asaltaban su mente exigían respuestas. Por otro lado, el hombre había dicho que no debía olvidar la Orilla Lejana.

Uno de los Nibuüm, cuyo nombre era Parnalek, rozó su brazo.

—Señora —dijo—, fondearemos la nave aquí para pasar la noche. Por la mañana llegaremos al puerto de Yle em Arlivux.

Asayinda asintió con un gesto de su cabeza.

—Gracias, Parnalek. Voy a acostarme. ¿Serías tan amable de despertarme al amanecer?